La pipa de opio, Théophile Gautier
EL otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en
su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo
de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una
especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en
la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo
el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a
perfume oriental.
Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo,
y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas,
experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a
las sensaciones de la primera borrachera.
Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme,
colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un
poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro
sobre una alfombra de verde césped.
Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé
qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la
muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.
El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de
somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera
tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa
sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de
mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina
del edredón.
Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas
con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.
Después de una o dos horas completamente inmóviles y
negras, tuve un sueño.
Es el siguiente:
Me encontré en casa de mi amigo Alphonse Karr, como por
la mañana, en la realidad; estaba sentado en su diván de lampote amarillo, con
su pipa y su vela encendida; pero el sol no hacía revolotear en las paredes,
como mariposas de mil colores, los reflejos azules, verdes y rojos de las
vidrieras.
Cogí la pipa de sus manos, como lo había hecho unas horas
antes, y me puse a aspirar lentamente el humo embriagador.
No tardó en apoderarse de mí una sensación de suavidad
llena de placidez, y sentí el mismo aturdimiento que había experimentado
fumando la pipa verdadera.
Hasta entonces mi sueño se mantenía en los límites más
exactos del mundo habitable, y repetía, como un espejo, los actos de la
jornada.
Estaba hecho un ovillo en un montón de almohadones, y
echaba perezosamente la cabeza hacia atrás para seguir en el aire las espirales
azuladas, que se desvanecían en una bruma algodonosa, después de haber girado
durante unos minutos.
Mis ojos se dirigían naturalmente hacia el techo, que es
de un negro de ébano, con arabescos de oro.
A fuerza de mirarlo con la atención extática que precede
a las visiones, me pareció azul, pero de un azul muy oscuro, como uno de los
pliegues del manto de la noche.
—Así que has mandado que te pinten el techo de azul —dije
a Karr, que, impasible y silencioso, se había llevado a la boca otra pipa, y
soltaba más humo que el tubo de una estufa en invierno, o que un barco de vapor
en cualquier estación.
—En absoluto, muchacho —respondió sacando la nariz de la
nube—, pero me da la terrible impresión de que eres tú el que se ha pintado el
estómago de rojo, de un burdeos más o menos Laffitte.
—¡Ay! No dices la verdad; no he bebido sino un miserable
vaso de agua azucarada, donde todas las hormigas de la tierra han venido a
apagar su sed: una auténtica escuela de natación de insectos.
—Al parecer el techo estaba aburrido de ser negro y se
volvió azul; después de las mujeres, no conozco nada más caprichoso que los
techos; es un techo con imaginación, eso es todo, nada más corriente.
Dicho esto, Karr introdujo de nuevo la nariz en la nube
de humo, con la satisfacción de quien ha dado una explicación clara y original.
Sin embargo sólo me convenció a medias; me costaba creer
que los techos tuvieran tanta imaginación, y seguí mirando al que tenía sobre
mi cabeza, no sin cierto sentimiento de inquietud.
Azuleaba y azuleaba como el mar en el horizonte, y las
estrellas empezaban a abrir en él sus párpados de pestañas de oro; sus
pestañas, de extrema suavidad, se alargaban hasta llenar la habitación de haces
prismáticos.
Varias líneas negras rayaban la azul superficie, y pronto
reconocí que eran las vigas de los pisos superiores de la casa, que se había
vuelto transparente.
A pesar de lo propicios que son los sueños a admitir como
naturales las cosas más extrañas, todo aquello empezó a parecerme un poco
turbio y sospechoso, y pensé que si mi compañero Esquiros el Mago[8] estuviera
allí, me daría explicaciones más satisfactorias que las de mi amigo Alphonse
Karr.
Como si aquel pensamiento hubiera tenido poder de
evocación, Esquiros se presentó de repente ante nosotros, como el perro de
Fausto que sale de detrás de la estufa.
Tenía la cara muy animada y triunfante el gesto, y dijo,
frotándose las manos:
—Veo a los antípodas y he encontrado la mandrágora que
habla.
Su aparición me sorprendió, y dije a Karr:
—¡Oh, Karr! ¿Cómo es posible que Esquiros, que no estaba
aquí, haya entrado sin que se haya abierto la puerta?
—Nada más sencillo —respondió Karr—. Se entra por las
puertas cerradas, es la costumbre; sólo las personas mal educadas pasan por las
puertas abiertas. Ya sabes que se dice como insulto: tu oficio es derribar
puertas abiertas.
No encontré objeción alguna que hacer ante un
razonamiento tan sensato, y quedé convencido de que efectivamente la presencia
de Esquiros era absolutamente explicable y lógica.
Sin embargo me miraba de forma extraña, y sus ojos se
agrandaban desmesuradamente; eran ardientes y redondos como escudos caldeados
en un horno, y su cuerpo se desvanecía y se sumergía en la sombra, de modo que
sólo veía de él sus dos pupilas resplandecientes y radiantes.
Redes de fuego y torrentes de efluvios magnéticos
parpadeaban y se arremolinaban a mi alrededor, enlazándose cada vez más inextricablemente
y apretándose sin parar; hilos refulgentes me llegaban a cada uno de los poros,
y se introducían en mi piel más o menos como los cabellos en la cabeza. Me
encontraba en un estado de sonambulismo completo.
Entonces vi pequeños mechones blancos que atravesaban el
espacio azul del techo como copos de lana llevados por el viento, o como el
collar de una paloma que se desgrana en el aire.
En vano intenté adivinar lo que era, cuando una voz baja
y cortante me susurró al oído:
—¡¡¡Son espíritus!!!
Cayeron las escamas de mis ojos; los vapores blancos
cobraron formas más precisas, y descubrí nítidamente una larga fila de rostros
velados que seguían la cornisa, de derecha a izquierda, con un movimiento de
ascensión muy pronunciado, como si un soplo imperioso los elevara y les
sirviera de alas.
En un rincón de la habitación, sobre la moldura del
techo, estaba sentada una forma de muchacha envuelta en una amplia túnica de
muselina.
Sus pies, totalmente desnudos, colgaban lánguidamente
cruzados uno sobre otro; eran, no obstante, maravillosos, de una pequeñez y de
una transparencia que me recordaron a esos bellos pies de jaspe que se muestran
tan blancos y tan puros bajo la falda de mármol negro de la Isis antigua del
Museo.
Los demás fantasmas le daban golpecitos en el hombro al
pasar, y le decían:
—Vamos a las estrellas, ven con nosotros.
La sombra de los pies de alabastro respondía:
—¡No! No quiero ir a las estrellas; quisiera vivir seis
meses más.
Pasó toda la fila, y la sombra se quedó sola, balanceando
sus bellos piececitos, y dando golpecitos en la pared con los talones que eran
de un tono rosa, pálidos y suaves como el corazón de una campanilla silvestre;
aunque su cara estaba tapada por un velo, sentí que era joven, adorable y
encantadora, y mi alma se lanzó hacia ella, con los brazos abiertos y las alas
desplegadas.
La sombra comprendió mi turbación por intuición o
simpatía, y dijo con voz dulce y cristalina como una armónica:
—Si tienes valor para ir a besar en la boca a la que yo
fui, y cuyo cuerpo está tendido en la ciudad negra, viviré seis meses más, y mi
segunda vida será para ti.
Me levanté y me hice esta pregunta:
Si era o no el juguete de alguna ilusión, y si todo lo
que ocurría no era más que una pesadilla.
Era un último reflejo de la lámpara de la razón sofocado
por el sueño.
Pregunté a mis dos amigos lo que pensaban de todo
aquello.
El imperturbable Karr pretendió que la aventura era muy
corriente, que había habido muchas de la misma especie, y que yo era
enormemente ingenuo si me sorprendía por tan poco.
Esquiros lo explicó todo mediante el magnetismo.
—Bueno, está bien, iré; pero estoy en zapatillas…
—No importa —dijo Esquiros—, tengo el presentimiento de
que hay un carruaje en la puerta.
Salí y vi, efectivamente, un cabriolé de dos caballos que
parecía esperar. Subí a él.
No había cochero. Los caballos se conducían a sí mismos;
eran negros y galopaban tan furiosamente, que sus grupas bajaban y subían como
olas, y una lluvia de chispas brillaba tras ellos.
Primero tomaron la calle de La-Tour-d’Auvergne, luego la
calle Bellefond, después la calle Lafayette y, a partir de ahí, otras calles
cuyos nombres ignoro.
A medida que el carruaje avanzaba, los objetos cobraban a
mi alrededor formas extrañas: eran casas fantasmales, acurrucadas al borde del
camino como viejas hilanderas, cercas de tablas, farolas que parecían
auténticas horcas; pronto las casas desaparecieron totalmente, y el carruaje
avanzaba por pleno campo.
Atravesábamos una llanura lúgubre y sombría; el cielo
estaba muy bajo, plomizo, y una interminable procesión de delgados arbolitos
corría, en sentido contrario al carruaje, a ambos lados del camino; era como un
ejército derrotado de palos de escoba.
Nada había tan siniestro como aquella grisácea inmensidad
que la escuálida silueta de los árboles rayaba de trazos negros: ni una
estrella brillaba, ningún punto de luz abría la pálida profundidad de aquella
semioscuridad.
Por fin, llegamos a una ciudad, desconocida para mí,
cuyas casas, de una arquitectura singular, vagamente vislumbrada en las
tinieblas, me parecieron de una pequeñez tal que era imposible que estuvieran
habitadas; el carruaje, aunque mucho más ancho que las calles que atravesaba,
no aminoró su marcha; las casas se apartaban a derecha e izquierda como
peatones asustados, y dejaban el camino libre.
Después de muchas vueltas, sentí que el carruaje
desaparecía y los caballos se desvanecían: había llegado.
Una luz rojiza se filtraba a través de los intersticios
de una puerta de bronce que no estaba cerrada; la empujé y me encontré en una
sala cuyo suelo era de mármol blanco y negro y cuyo techo era una bóveda de
piedra; una lámpara antigua, colocada sobre un zócalo de mármol violeta,
iluminaba con luz macilenta una figura acostada, que al principio tomé por una
estatua como las que duermen, con las manos juntas y un lebrel a los pies, en
las catedrales góticas; pero pronto reconocí que era una mujer real.
Era de una palidez exangüe, que sólo sabría comparar con
el tono de la cera virgen amarillenta; tenía las manos, sin brillo y blancas
como hostias, cruzadas sobre el corazón; sus ojos estaban cerrados, y sus
pestañas se alargaban hasta las mejillas; todo en ella estaba muerto: sólo la
boca, fresca como una granada en flor, resplandecía de vida magnífica y
purpúrea, y sonreía ligeramente como si tuviera un sueño feliz.
Me incliné sobre ella, posé mi boca en la suya y le di el
beso que debía hacerla revivir.
Sus labios húmedos y tibios, como si el aliento acabara
apenas de abandonarlos, palpitaron bajo los míos, y me devolvieron el beso con
un ardor y una vivacidad increíbles.
Aquí hay una laguna en mi sueño, y no sé cómo volví de la
ciudad negra; probablemente a caballo sobre una nube o sobre un murciélago
gigantesco. Pero recuerdo perfectamente que me encontré con Karr en una casa
que no es ni la suya ni la mía, ni ninguna de las que conozco.
Sin embargo todos los detalles interiores, todo el
mobiliario, me resultaban enormemente familiares; veo claramente la chimenea de
estilo Luis XVI, el biombo rameado, la lámpara de pantalla verde y las
estanterías llenas de libros a ambos lados de la chimenea.
Yo ocupaba un enorme butacón de orejas, y Karr, con los
pies apoyados en la chimenea y sentado a mi lado, escuchaba con gesto triste y
resignado el relato de mi expedición que yo mismo consideraba un sueño.
De repente se oyó un violento campanillazo, y vinieron a
anunciarme que una dama deseaba hablar conmigo.
—Haga pasar a la dama —respondí—, un poco emocionado y
presintiendo lo que iba a ocurrir.
Una mujer vestida de blanco y con los hombros cubiertos
con una esclavina negra, entró con paso decidido, y fue a colocarse en la
penumbra luminosa proyectada por la lámpara.
Por un fenómeno muy singular, vi pasar por su rostro tres
fisonomías diferentes: por un instante se pareció a Malibran, luego a M…, más
tarde a la que decía que no quería morir, y cuya última frase fue: «Dame un
ramo de violetas».
Pero aquellos parecidos se disiparon en seguida como una
sombra en un espejo, los rasgos de la cara se fijaron y se condensaron, y
reconocí a la muerta que había besado en la ciudad negra.
Su atuendo era extremadamente sencillo, y no llevaba otro
adorno que una diadema de oro en sus cabellos, de color castaño oscuro, que
caían en racimos de ébano a ambos lados de sus mejillas lisas y aterciopeladas.
Dos manchitas rosas coloreaban sus pómulos y sus ojos
brillaban como globos de plata bruñida; poseía una belleza de camafeo antiguo y
al parecido se añadía la delicada transparencia de su piel.
Estaba de pie ante mí y me rogó, petición bastante
extraña, que le dijera su nombre.
Le contesté sin vacilar que se llamaba Carlotta, lo que
era verdad; después me contó que había sido cantante y que había muerto tan
joven, que ignoraba los placeres de la existencia, y que antes de ir a
sumergirse para siempre en la inmóvil eternidad, quería gozar de la belleza del
mundo, embriagarse de voluptuosidad y hundirse en el océano de las dichas
terrestres; que sentía una sed inextinguible de vida y de amor.
Y, mientras decía todo aquello con una elocuencia
expresiva y una poesía que no está en mi poder transmitir, enlazó sus brazos
como si fueran un chal alrededor de mi cuello, e introdujo sus manos delicadas
en los rizos de mi pelo.
Hablaba en versos de maravillosa belleza, como no lo
harían los más grandes poetas vivos, y cuando el verso no bastaba para expresar
su pensamiento, le añadía las alas de la música, y eran trinos, collares de
notas más puras que las perlas más perfectas, sostenidos, sonidos emitidos muy
por encima de los límites humanos, todo lo que el alma y la mente pueden soñar
de más tierno, de más adorablemente bello, de más amoroso, de más ardiente, de más
inefable.
«Vivir seis meses, seis meses más», era el estribillo de
todas sus cantilenas.
Yo veía muy claramente lo que iba a decir, antes de que
el pensamiento llegara de su cabeza o de su corazón hasta sus labios, y yo
mismo acababa el verso o el canto empezados; tenía para ella la misma
transparencia, y leía en mí de corrido.
No sé dónde se hubieran detenido aquellos éxtasis que ya
no moderaba la presencia de Karr, cuando sentí que algo peludo y áspero me
pasaba por la cara; abrí los ojos y vi a mi gato que frotaba sus bigotes con
los míos a modo de saludo matinal, porque el alba dejaba pasar a través de las
cortinas una luz vacilante.
Así fue como acabó mi sueño de opio, que no me dejó otra
huella que una vaga melancolía, consecuencia normal de esta clase de
alucinaciones.
Théophile Gautier