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18 de septiembre de 2018

La pipa de opio, Théophile Gautier


La pipa de opio, Théophile Gautier



EL otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a perfume oriental.
Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas, experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a las sensaciones de la primera borrachera.
Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.
Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.
El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina del edredón.
Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.
Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.
Es el siguiente:
Me encontré en casa de mi amigo Alphonse Karr, como por la mañana, en la realidad; estaba sentado en su diván de lampote amarillo, con su pipa y su vela encendida; pero el sol no hacía revolotear en las paredes, como mariposas de mil colores, los reflejos azules, verdes y rojos de las vidrieras.
Cogí la pipa de sus manos, como lo había hecho unas horas antes, y me puse a aspirar lentamente el humo embriagador.
No tardó en apoderarse de mí una sensación de suavidad llena de placidez, y sentí el mismo aturdimiento que había experimentado fumando la pipa verdadera.
Hasta entonces mi sueño se mantenía en los límites más exactos del mundo habitable, y repetía, como un espejo, los actos de la jornada.
Estaba hecho un ovillo en un montón de almohadones, y echaba perezosamente la cabeza hacia atrás para seguir en el aire las espirales azuladas, que se desvanecían en una bruma algodonosa, después de haber girado durante unos minutos.
Mis ojos se dirigían naturalmente hacia el techo, que es de un negro de ébano, con arabescos de oro.
A fuerza de mirarlo con la atención extática que precede a las visiones, me pareció azul, pero de un azul muy oscuro, como uno de los pliegues del manto de la noche.
—Así que has mandado que te pinten el techo de azul —dije a Karr, que, impasible y silencioso, se había llevado a la boca otra pipa, y soltaba más humo que el tubo de una estufa en invierno, o que un barco de vapor en cualquier estación.
—En absoluto, muchacho —respondió sacando la nariz de la nube—, pero me da la terrible impresión de que eres tú el que se ha pintado el estómago de rojo, de un burdeos más o menos Laffitte.
—¡Ay! No dices la verdad; no he bebido sino un miserable vaso de agua azucarada, donde todas las hormigas de la tierra han venido a apagar su sed: una auténtica escuela de natación de insectos.
—Al parecer el techo estaba aburrido de ser negro y se volvió azul; después de las mujeres, no conozco nada más caprichoso que los techos; es un techo con imaginación, eso es todo, nada más corriente.
Dicho esto, Karr introdujo de nuevo la nariz en la nube de humo, con la satisfacción de quien ha dado una explicación clara y original.
Sin embargo sólo me convenció a medias; me costaba creer que los techos tuvieran tanta imaginación, y seguí mirando al que tenía sobre mi cabeza, no sin cierto sentimiento de inquietud.
Azuleaba y azuleaba como el mar en el horizonte, y las estrellas empezaban a abrir en él sus párpados de pestañas de oro; sus pestañas, de extrema suavidad, se alargaban hasta llenar la habitación de haces prismáticos.
Varias líneas negras rayaban la azul superficie, y pronto reconocí que eran las vigas de los pisos superiores de la casa, que se había vuelto transparente.
A pesar de lo propicios que son los sueños a admitir como naturales las cosas más extrañas, todo aquello empezó a parecerme un poco turbio y sospechoso, y pensé que si mi compañero Esquiros el Mago[8] estuviera allí, me daría explicaciones más satisfactorias que las de mi amigo Alphonse Karr.
Como si aquel pensamiento hubiera tenido poder de evocación, Esquiros se presentó de repente ante nosotros, como el perro de Fausto que sale de detrás de la estufa.
Tenía la cara muy animada y triunfante el gesto, y dijo, frotándose las manos:
—Veo a los antípodas y he encontrado la mandrágora que habla.
Su aparición me sorprendió, y dije a Karr:
—¡Oh, Karr! ¿Cómo es posible que Esquiros, que no estaba aquí, haya entrado sin que se haya abierto la puerta?
—Nada más sencillo —respondió Karr—. Se entra por las puertas cerradas, es la costumbre; sólo las personas mal educadas pasan por las puertas abiertas. Ya sabes que se dice como insulto: tu oficio es derribar puertas abiertas.
No encontré objeción alguna que hacer ante un razonamiento tan sensato, y quedé convencido de que efectivamente la presencia de Esquiros era absolutamente explicable y lógica.
Sin embargo me miraba de forma extraña, y sus ojos se agrandaban desmesuradamente; eran ardientes y redondos como escudos caldeados en un horno, y su cuerpo se desvanecía y se sumergía en la sombra, de modo que sólo veía de él sus dos pupilas resplandecientes y radiantes.
Redes de fuego y torrentes de efluvios magnéticos parpadeaban y se arremolinaban a mi alrededor, enlazándose cada vez más inextricablemente y apretándose sin parar; hilos refulgentes me llegaban a cada uno de los poros, y se introducían en mi piel más o menos como los cabellos en la cabeza. Me encontraba en un estado de sonambulismo completo.
Entonces vi pequeños mechones blancos que atravesaban el espacio azul del techo como copos de lana llevados por el viento, o como el collar de una paloma que se desgrana en el aire.
En vano intenté adivinar lo que era, cuando una voz baja y cortante me susurró al oído:
—¡¡¡Son espíritus!!!
Cayeron las escamas de mis ojos; los vapores blancos cobraron formas más precisas, y descubrí nítidamente una larga fila de rostros velados que seguían la cornisa, de derecha a izquierda, con un movimiento de ascensión muy pronunciado, como si un soplo imperioso los elevara y les sirviera de alas.
En un rincón de la habitación, sobre la moldura del techo, estaba sentada una forma de muchacha envuelta en una amplia túnica de muselina.
Sus pies, totalmente desnudos, colgaban lánguidamente cruzados uno sobre otro; eran, no obstante, maravillosos, de una pequeñez y de una transparencia que me recordaron a esos bellos pies de jaspe que se muestran tan blancos y tan puros bajo la falda de mármol negro de la Isis antigua del Museo.
Los demás fantasmas le daban golpecitos en el hombro al pasar, y le decían:
—Vamos a las estrellas, ven con nosotros.
La sombra de los pies de alabastro respondía:
—¡No! No quiero ir a las estrellas; quisiera vivir seis meses más.
Pasó toda la fila, y la sombra se quedó sola, balanceando sus bellos piececitos, y dando golpecitos en la pared con los talones que eran de un tono rosa, pálidos y suaves como el corazón de una campanilla silvestre; aunque su cara estaba tapada por un velo, sentí que era joven, adorable y encantadora, y mi alma se lanzó hacia ella, con los brazos abiertos y las alas desplegadas.
La sombra comprendió mi turbación por intuición o simpatía, y dijo con voz dulce y cristalina como una armónica:
—Si tienes valor para ir a besar en la boca a la que yo fui, y cuyo cuerpo está tendido en la ciudad negra, viviré seis meses más, y mi segunda vida será para ti.
Me levanté y me hice esta pregunta:
Si era o no el juguete de alguna ilusión, y si todo lo que ocurría no era más que una pesadilla.
Era un último reflejo de la lámpara de la razón sofocado por el sueño.
Pregunté a mis dos amigos lo que pensaban de todo aquello.
El imperturbable Karr pretendió que la aventura era muy corriente, que había habido muchas de la misma especie, y que yo era enormemente ingenuo si me sorprendía por tan poco.
Esquiros lo explicó todo mediante el magnetismo.
—Bueno, está bien, iré; pero estoy en zapatillas…
—No importa —dijo Esquiros—, tengo el presentimiento de que hay un carruaje en la puerta.
Salí y vi, efectivamente, un cabriolé de dos caballos que parecía esperar. Subí a él.
No había cochero. Los caballos se conducían a sí mismos; eran negros y galopaban tan furiosamente, que sus grupas bajaban y subían como olas, y una lluvia de chispas brillaba tras ellos.
Primero tomaron la calle de La-Tour-d’Auvergne, luego la calle Bellefond, después la calle Lafayette y, a partir de ahí, otras calles cuyos nombres ignoro.
A medida que el carruaje avanzaba, los objetos cobraban a mi alrededor formas extrañas: eran casas fantasmales, acurrucadas al borde del camino como viejas hilanderas, cercas de tablas, farolas que parecían auténticas horcas; pronto las casas desaparecieron totalmente, y el carruaje avanzaba por pleno campo.
Atravesábamos una llanura lúgubre y sombría; el cielo estaba muy bajo, plomizo, y una interminable procesión de delgados arbolitos corría, en sentido contrario al carruaje, a ambos lados del camino; era como un ejército derrotado de palos de escoba.
Nada había tan siniestro como aquella grisácea inmensidad que la escuálida silueta de los árboles rayaba de trazos negros: ni una estrella brillaba, ningún punto de luz abría la pálida profundidad de aquella semioscuridad.
Por fin, llegamos a una ciudad, desconocida para mí, cuyas casas, de una arquitectura singular, vagamente vislumbrada en las tinieblas, me parecieron de una pequeñez tal que era imposible que estuvieran habitadas; el carruaje, aunque mucho más ancho que las calles que atravesaba, no aminoró su marcha; las casas se apartaban a derecha e izquierda como peatones asustados, y dejaban el camino libre.
Después de muchas vueltas, sentí que el carruaje desaparecía y los caballos se desvanecían: había llegado.
Una luz rojiza se filtraba a través de los intersticios de una puerta de bronce que no estaba cerrada; la empujé y me encontré en una sala cuyo suelo era de mármol blanco y negro y cuyo techo era una bóveda de piedra; una lámpara antigua, colocada sobre un zócalo de mármol violeta, iluminaba con luz macilenta una figura acostada, que al principio tomé por una estatua como las que duermen, con las manos juntas y un lebrel a los pies, en las catedrales góticas; pero pronto reconocí que era una mujer real.
Era de una palidez exangüe, que sólo sabría comparar con el tono de la cera virgen amarillenta; tenía las manos, sin brillo y blancas como hostias, cruzadas sobre el corazón; sus ojos estaban cerrados, y sus pestañas se alargaban hasta las mejillas; todo en ella estaba muerto: sólo la boca, fresca como una granada en flor, resplandecía de vida magnífica y purpúrea, y sonreía ligeramente como si tuviera un sueño feliz.
Me incliné sobre ella, posé mi boca en la suya y le di el beso que debía hacerla revivir.
Sus labios húmedos y tibios, como si el aliento acabara apenas de abandonarlos, palpitaron bajo los míos, y me devolvieron el beso con un ardor y una vivacidad increíbles.
Aquí hay una laguna en mi sueño, y no sé cómo volví de la ciudad negra; probablemente a caballo sobre una nube o sobre un murciélago gigantesco. Pero recuerdo perfectamente que me encontré con Karr en una casa que no es ni la suya ni la mía, ni ninguna de las que conozco.
Sin embargo todos los detalles interiores, todo el mobiliario, me resultaban enormemente familiares; veo claramente la chimenea de estilo Luis XVI, el biombo rameado, la lámpara de pantalla verde y las estanterías llenas de libros a ambos lados de la chimenea.
Yo ocupaba un enorme butacón de orejas, y Karr, con los pies apoyados en la chimenea y sentado a mi lado, escuchaba con gesto triste y resignado el relato de mi expedición que yo mismo consideraba un sueño.
De repente se oyó un violento campanillazo, y vinieron a anunciarme que una dama deseaba hablar conmigo.
—Haga pasar a la dama —respondí—, un poco emocionado y presintiendo lo que iba a ocurrir.
Una mujer vestida de blanco y con los hombros cubiertos con una esclavina negra, entró con paso decidido, y fue a colocarse en la penumbra luminosa proyectada por la lámpara.
Por un fenómeno muy singular, vi pasar por su rostro tres fisonomías diferentes: por un instante se pareció a Malibran, luego a M…, más tarde a la que decía que no quería morir, y cuya última frase fue: «Dame un ramo de violetas».
Pero aquellos parecidos se disiparon en seguida como una sombra en un espejo, los rasgos de la cara se fijaron y se condensaron, y reconocí a la muerta que había besado en la ciudad negra.
Su atuendo era extremadamente sencillo, y no llevaba otro adorno que una diadema de oro en sus cabellos, de color castaño oscuro, que caían en racimos de ébano a ambos lados de sus mejillas lisas y aterciopeladas.
Dos manchitas rosas coloreaban sus pómulos y sus ojos brillaban como globos de plata bruñida; poseía una belleza de camafeo antiguo y al parecido se añadía la delicada transparencia de su piel.
Estaba de pie ante mí y me rogó, petición bastante extraña, que le dijera su nombre.
Le contesté sin vacilar que se llamaba Carlotta, lo que era verdad; después me contó que había sido cantante y que había muerto tan joven, que ignoraba los placeres de la existencia, y que antes de ir a sumergirse para siempre en la inmóvil eternidad, quería gozar de la belleza del mundo, embriagarse de voluptuosidad y hundirse en el océano de las dichas terrestres; que sentía una sed inextinguible de vida y de amor.
Y, mientras decía todo aquello con una elocuencia expresiva y una poesía que no está en mi poder transmitir, enlazó sus brazos como si fueran un chal alrededor de mi cuello, e introdujo sus manos delicadas en los rizos de mi pelo.
Hablaba en versos de maravillosa belleza, como no lo harían los más grandes poetas vivos, y cuando el verso no bastaba para expresar su pensamiento, le añadía las alas de la música, y eran trinos, collares de notas más puras que las perlas más perfectas, sostenidos, sonidos emitidos muy por encima de los límites humanos, todo lo que el alma y la mente pueden soñar de más tierno, de más adorablemente bello, de más amoroso, de más ardiente, de más inefable.
«Vivir seis meses, seis meses más», era el estribillo de todas sus cantilenas.
Yo veía muy claramente lo que iba a decir, antes de que el pensamiento llegara de su cabeza o de su corazón hasta sus labios, y yo mismo acababa el verso o el canto empezados; tenía para ella la misma transparencia, y leía en mí de corrido.
No sé dónde se hubieran detenido aquellos éxtasis que ya no moderaba la presencia de Karr, cuando sentí que algo peludo y áspero me pasaba por la cara; abrí los ojos y vi a mi gato que frotaba sus bigotes con los míos a modo de saludo matinal, porque el alba dejaba pasar a través de las cortinas una luz vacilante.
Así fue como acabó mi sueño de opio, que no me dejó otra huella que una vaga melancolía, consecuencia normal de esta clase de alucinaciones.


Théophile Gautier

17 de septiembre de 2018

La corista, Anton Chejov



La corista, Anton Chejov

En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.
-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
-Yo... no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

Antón Chéjov



 Fotografias del Lago Boca del Río, Las Tapias, Traslasierra, Córdoba, Argentina

16 de septiembre de 2018

El estudiante, Antón Chéjov


El estudiante, Antón Chéjov

En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.
Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y existirían y, aun cuando pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas de volver a casa.
La huerta de las viudas se llamaba así porque la cuidaban dos viudas, madre e hija. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa, una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de hombre, estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se oían voces de hombre; eran los trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río
-Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera-. ¡Buenas noches!
Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente.
-No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico.
Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho. Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una expresión extraña en el rostro, como la de un sordomudo.
-En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro -dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego-. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder!
Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:
-¿Fuiste a la lectura del Evangelio?
-Sí, fui.
-Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron atado ante el sumo pontífice y lo azotaron, mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los siguió… Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban…
Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el estudiante.
-Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena… Las recordó, volvió en sí, salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo…
El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas y abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras ella interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara de sus propias lágrimas. Lukeria, por su parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada, con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor.
Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya estaba cerca y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El estudiante dio las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo lo envolvió la oscuridad y se entumecieron sus manos. Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno había vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua. Ahora el estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna relación con ella…
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro.
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro.
Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido.


Anton Chejov

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