El trágico, Antón Chejov
Se celebraba
el beneficio del trágico Fenoguenov.
La función era
un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba
patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se
rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza,
como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.
Ruidosas
salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le
regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las
señoras le saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.
Pero la más
entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía
local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las
candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos
brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas
perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una
función de teatro!
-¡Dios mío,
qué bien trabajan! ¡Es admirable! -le decía a su padre cada vez que bajaba el
telón-. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!
Su entusiasmo
era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la
obra, los artistas, las decoraciones, la música.
-¡Papá! -dijo
en el último entreacto-. Sube al escenario e invítales a todos a comer en casa
mañana.
Su padre subió
al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las
mujeres, e invitó a los actores a comer.
-Vengan todos,
excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es aún
demasiado joven...
Al día
siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el
actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno
como Dios les dio a entender, no acudieron.
La comida fue
aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo
hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De
sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes
borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos
negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario
contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la
provincia, el general Kaniuchin.
El jefe de
policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a
pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le
venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él
no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de
admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto
talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.
Una semana
después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y
las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a
ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no
había función a la que no asistiese la joven.
La pobre
muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.
Una mañana,
aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al
arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo
Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta
sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la
epístola.
-¡Ante todo,
exponle los motivos! -le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-.
Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas
cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que le hagan llorar...
La respuesta
del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha
decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado
con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».
Al día
siguiente, la joven le escribía a su padre:
«¡Papá, me
pega! ¡Perdónanos!»
Sí, Fenoguenov
le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los
lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado
con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.
-¡Sería tonto
-le decía el empresario- dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero
sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En
cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la
noche a la mañana.
Y todos
aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija
y no le daba un cuarto!
Fenoguenov
apretaba los puños y rugía:
-¡Si no me
manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!...
La compañía
intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los
artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la
pobre, jadeante, a la estación.
-He sido
ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido
entre nosotros.
Pero, ella,
sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los
viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:
-¡Le amo a
usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!
Los artistas,
tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de
partiquina.
Empezó por
representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova,
orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera
ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en
atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola
una carga.
-¡Vaya una
actriz! -decía-. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.
Una noche la compañía
representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de
Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel
como un escolar su lección.
En la escena
en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada,
rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la
estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se
movió.
-¡Tenga usted
piedad de mí! -le susurró al oído-. ¡Soy tan desgraciada!
-¡No te sabes
el papel! -le silbó colérico Fenoguenov- ¡Escucha al apuntador!
Terminada la
función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a
charlar.
-¡Tu mujer no
se sabe los papeles! -se lamentó Limonadov.
Fenoguenov
suspiró y su mal humor subió de punto.
Al día
siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:
«¡Papá, me
pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»
ANTON CHEJOV