La corona de flores de San
Francisco de Asís
(1905) Herman Hesse
Acaba de publicarse una notable edición
alemana de las «Fioretti di San Francesco». Ante el considerable interés de la
pasada década por la persona y la importancia del Santo, interés que sin duda
sigue creciendo^ me parece oportuno comenzar el comentario del libro con
algunas notas orientadoras sobre Francisco.
Francisco de Asís, en realidad Giovanni
Bernardone, nació en el año 1182, hijo del acaudalado comerciante Pietro
Bernardone. No recibió una educación científica, pero sí en cambio una
educación mundana a través del trato amistoso con los hijos de la nobleza y los
círculos más distinguidos de la burguesía. Es probable que las cuestiones
religiosas no fuesen del todo ajenas a su círculo; el padre realizó en varias
ocasiones largos viajes de negocios, especialmente a los mercados del Sur de
Francia y tuvo que estar forzosamente informado sobre los grandes movimientos
de su tiempo. Con el florecimiento de las ciudades y de la cultura urbana y
burguesa surgieron nuevas y poderosas necesidades que la Iglesia no supo
satisfacer, entre otras cosas porque su enconada lucha con el Emperador la
mantenía constantemente ocupada. Existía en todas las almas un ferviente deseo
de doctrina y consuelo, de comunicación e interpretación del Evangelio y
precisamente el sermón estaba completamente abandonado y en lugar de pan
ofrecía piedras. Y entonces surgieron aquí y allá hombres de la acción y del
verbo, predicadores seglares y apóstoles del pueblo; había profetas y
milagreros, herejes y grandes oradores populares. Algunos se perdieron en lo
fantástico y desaparecieron sin dejar rastro, otros sé consumieron en luchas
estériles, pero la mayoría, los mejores fueron aplastados por la Iglesia
celosa. Por todas partes hubo de repente herejes y mártires, movimientos
apasionados agitaban al pueblo exaltado.
Sin embargo, nada sabemos con seguridad sobre
la influencia que tuvo el espíritu de este tiempo sobre la primera juventud de
Francisco. En cambio otras corrientes le afectaron profundamente. En aquel
tiempo se escucharon las primeras canciones de trovadores y Francisco conservó
durante toda su vida su fragancia; la necesidad de una cierta exaltación
poética y artística de la vida y de su significado no le abandonó nunca del
todo. De momento aquel impulso se manifestó de un modo típicamente juvenil:
Francisco se entregó con pasión a una espléndida vida de diversión, tratando de
superar a sus camaradas en todos los terrenos y gastando el dinero de su padre.
Daba fiestas y participaba en ellas, le gustaban las armas, las galas, los
caballos; su ideal era ser un caballero perfecto, y es notable el entusiasmo y
el ahínco que dedicó a este empeño. En estos juegos casi infantiles se revela
ya una personalidad que no puede hacer nada a medias y que necesita en la vida
un deseo profundo, un ideal al que seguir con entrega total. Quiere saborear lo
más profundo y noble de la vida y cuando descubre el camino no conoce la duda.
Pero posee el don inapreciable de la alegría indestructible, algo de la
naturaleza del pájaro cantor; siempre con una sonrisa, una canción, una palabra
cariñosa. Esos dos rasgos —la búsqueda apasionada de la perfección y al mismo
tiempo la inocencia y la gracia del niño— explican todo su ser y su vida.
Cuando todavía no había cumplido los veinte
años, Francisco tomó parte en la lucha defensiva contra Perusa. Tras la caída
del duque de Spoleto, administrador imperial de Asís, se produjeron en la
ciudad levantamientos cada vez más amenazadores del pueblo contra la nobleza, y
ante el peligro algunos barones cometieron la traición de pedir ayuda a la
poderosa Perusa. Esta acudió a la llamada y tras una rápida batalla derrotó por
completo a las tropas de la ciudad vecina más débil. Francisco que había
luchado con entusiasmo fue hecho prisionero y llevado con muchos otros a
Perusa. Allí permaneció en prisión un año entero, por cierto junto con los
nobles gracias a sus modos educados y distinguidos. Pero el largo cautiverio no
le doblegó en absoluto, por el contrario, él era el más animoso y alegre,
trataba de consolar por todos los medios a sus compañeros de infortunio y
hablaba constantemente de su esperanza de convertirse pronto en un soldado y
caballero ejemplar.
Puesto en libertad en 1203 y de vuelta a Asís,
volvió rápidamente a su antigua vida alegre, fue el primero en el juego y en
los festines y derrochó su dinero como un aristócrata; uno de sus biógrafos más
antiguos le llama princeps juventutis. Una enfermedad grave, a la que creyó
sucumbir, le obligó a hacer un examen de conciencia lleno de remordimientos y a
intentar un cambio. Pero sus buenos propósitos no duraron mucho. Al poco tiempo
volvió a arder poderosamente su pasión por una vida mundana de gloria y
esplendor. El anhelado camino hacia las aventuras y proezas, hacia el prestigio
y el honor parecía abrirse por fin.
En el Sur de Italia Walter de Brienne, el
famoso general y caballero al servicio del Papa, preparaba un ejército y de
todas partes acudían voluntarios de los mejores estamentos. También en Asís
varios jóvenes y hombres distinguidos decidieron incorporarse a ese ejército y
en cuanto Francisco lo supo, se unió a ellos. Una euforia febril e impetuosa se
apoderó de él, se vistió y armó con más riqueza y abundancia que ninguno y a
todos hablaba de sus planes y de sus esperanzas. Ebrio de expectación ardiente
y de deseos de actuar, se veía ya en el camino hacia la realización de sus
sueños juveniles de ambición desbordante, y aseguraba que volvería como
principe y vencedor coronado. Sobre un espléndido caballo se unió a sus
compañeros el día de la partida y con su magnífico equipo suscitó la envidia de
sus camaradas y el asombro de los que quedaron atrás.
Dos días después Francisco volvía solo a Asís,
transformado, derrotado, humilde. Había regalado su armadura a un hidalgo
pobre. No se sabe exactamente lo que le llevó a regresar; quizás.,sus
compañeros le castigaron por su actitud arrogante, quizás le debilitó una súbita
enfermedad. En todo caso pasó por un trance en que su alma luchó con la muerte,
en el que Dios tocó su corazón y en aquel instante misterioso la ambición y la
sed de aventuras se desprendieron de él como un caparazón, una envoltura vacía.
Regresó a casa donde fue recibido con burla y asombro. Poco le importó; algo
más profundo le atormentaba. Su ideal, sus esperanzas, sus planes habían
perdido su valor y estaban destruidos. ¿Qué iba a hacer ahora? Necesitaba un
ideal nuevo, una forma nueva en la que verter su sentimiento ardiente de la
vida, un nuevo Dios y una nueva fe y en ese deseo y esa búsqueda apasionada se
consumió durante mucho tiempo. No prestó oídos a las invitaciones que volvieron
a hacerle pronto sus antiguos amigos, pero un día los invitó inesperadamente a
un banquete. Estuvieron comiendo y bebiendo hasta la noche, luego los invitados
se levantaron alegremente para ir a alborotar y a cantar por las calles.
Francisco se alejó solo, sumido en profundos pensamientos, porque aquella noche
había tenido una primera intuición de su nuevo ideal. Sus camaradas le
encontraron, le rodeaion con risas y le preguntaron lo que urdía, que si estaba
pensando en tomar esposa. Entonces él dijo que había encontrado una novia más
noble y hermosa de lo que podían imaginar. Riéndose se alejaron creyendo que
sólo estaba bebido. Aquel fue su último banquete y el última día de su antigua
vida.
Esa es la historia de la juventud del Santo;
tiene un encanto novelesco casi seductor. Pero aquellos atractivos rasgos del
joven, su buen humor dispuesto siempre al canto y a la broma, su alegría ante
la belleza, su caballerosidad unas veces entusiasta otras frágilmente
juguetona, no le abandonaron nunca. Sobre la base de una seriedad vital,
generosa, poderosa, y sencilla, adquirieron una hermosura nueva, más alta, más
espiritual y rodearon la figura del santo con un aire de inocencia y de
encanto, siempre joven, que conquistó a miles de corazones.
Francisco comenzó su nueva vida en la soledad
y el rezo, en el trato con los necesitados y pobres. Los afanes religiosos
insatisfechos, sedientos de todo aquel tiempo, los vivió sumido en una
inquietud atormentada que le impulsó a realizar una peregrinación a Roma. Allí
no encontró lo que buscaba. Pero pronto, después de su regreso, empezó a
amanecer en él y encontró el camino sencillo hacia Dios que las almas
angustiadas buscaban por todas partes en vano y que a él y a sus innumerables
seguidores les ofreció la salvación. Su proeza consistió en que —volviendo al
texto original del evangelio latino— decidió seguir al pie de la letra las
palabras con las que Jesús había enviado a sus apóstoles al mundo. Es cierto
que muchos lo habían intentado antes que él, pero se habían convertido en
ascetas, ermitaños, locos. Francisco interpretó las palabras de Jesús con su
manera ingenua dirigida siempre a la vida presente y activa, sin ningún intento
de exégesis dogmatizante, acentuando la importancia que tenían para la vida
cotidiana, práctica.
Y así, con una visión instintiva de lo
fundamental, volvió al precepto de la pobreza apostólica. En la absoluta
carencia de propiedad vio la única posibilidad de libertad interior, y sin
pensarlo mucho se desprendió de todos sus bienes. Del mismo modo instintivo,
por el camino de la conversación en la calle y de la charla amistosa, se
convirtió con el tiempo en orador popular. Fue decisivo que no predicase
ninguna amonestación y ningún precepto que no cumpliese él mismo a diario, de
manera que su ejemplo llevaba y apoyaba su doctrina. Pero más importante
todavía fue que no apareciese con el hábito lúgubre del predicador de cuaresma
presto a condenar, ni con la actitud de mártir del asceta, sino alegre y
humilde, sin amenazar ni fulminar, atrayendo a sus oyentes con toda su
encantadora alegría. Joculatores Domini, juglares de Dios, se llamaba a sí
mismo y a sus primeros discípulos; no trataba de aterrorizar a sus oyentes con
el infierno, sino que les enseñaba a amar el mundo y el cielo como cantor y
apóstol entusiasta al servicio de Dios.
Las dificultades y las penurias fueron
enormes. Muchos lectores de las biografías de Francisco pensarán, a pesar de
toda su admiración, que si alguien intentase hacer hoy lo que él hizo, estaría
loco. Pero tampoco entonces era más fácil. En un tiempo en que, con el
fortalecimiento de las ciudades y el comercio, el dinero poseía un poder
considerable, el evangelio de la pobreza no era algo corriente ni atractivo. Y
Francisco no era el hijo de un campesino o de un pobre diablo, sino un
ciudadano hijo de comerciante adinerado y compañero de juego de la juventud
distinguida. Cuando vendió su caballo y dio el dinero al cura de San Damián,
cuando se puso a tratar con mendigos y miserables, y abandonó sus costumbres de
joven patricio, no sólo le abandonaron todos los amigos. Su padre lo maltrató
en público y le encerró, luego lo llevó ante los tribunales, lo repudió y
desheredó vergonzosamente. Su hermano se burlaba y avergonzaba de él, y toda la
población arremetió en contra suya con burla y desprecio. Se había convertido
en el hazmerreír de la ciudad. Pero él no cedió. Sin ira soportó las afrentas e
iba vestido con un sayal que un criado del obispo le había regalado por
compasión. La idea de fundar una comunidad le era lejana y como no quería estar
ocioso, sino trabajar en honor de Dios, se puso él solo a restaurar una capilla
abandonada. Siempre que lo necesitaba iba a la ciudad y pedía a todos con los
que se encontraba un donativo, piedras para la construcción o aceite para la
lámpara sagrada. Y poco a poco su constancia impertérrita y su carácter cordial
y humilde le fueron granjeando un respeto que fue creciendo lentamente. En
aquellas visitas a la ciudad, entre humillaciones sin número, hablando con la
gente, se fue convirtiendo sin darse cuenta en un gran orador. Pronto acudió su
primer discípulo, un joven rico que le pidió consejo en materia espiritual. «Da
tu fortuna a los pobres, no guardes nada y vive como un hermano conmigo», le
aconsejó Francisco, y el joven rico regaló todo y fue durante toda su vida uno
de los seguidores más fieles del «poverello» —ese fue el nombre cariñoso que el
pueblo dio poco después al Santo.
En 1210, cuando Francisco ya tenía un pequeño
número de discípulos, fue a Roma y pidió al Papa que diese su aprobación a la
joven comunidad. Después de muchas demoras obtuvo a regañadientes la aprobación
y así la Iglesia ganaba al predicador más grande del siglo. Su orden fue
durante siglos la fuente y el hogar del sermón popular auténtico y uno de los
pilares más seguros y poderosos de la Iglesia romana.
Con el rápido crecimiento de la nueva orden,
cuyo número de discípulos alcanzó pronto los cientos y los miles, pasa la vida
personal del fundador a un segundo plano. La dirección de un círculo tan
grande, el control y la responsabilidad, la creación de una regla para la orden
—todo eso le fue creando cada vez más preocupaciones y cargas y también alguna
desilusión. Con redoblado cariño se sentía unido ahora a los pocos compañeros
de los primeros años y con las cargas y las dificultades creció en él la
necesidad de buscar en el silencio y en el campo la tranquilidad y de descansar
junto a aquella profunda fuente de su ser que nunca se agotaba y a la que
debemos su maravilloso «Canto del sol», las laudes creaturarum. En ese profundo
sentido de la naturaleza reside el misterioso encanto que tiene Francisco
todavía hoy, incluso para personas indiferentes a la religión. El sentido
alegre y agradecido de la vida con que saluda y ama a todas las fuerzas y
criaturas del mundo como seres hermanos y afines, está libre de cualquier simbolismo
de tinte eclesiástico y constituye con su humanismo y su belleza intemporal uno
de los fenómenos más extraordinarios y nobles de todo aquel mundo de la Baja
Edad Media.
Sobre la vida de los hermanos, sobre la orden
de religiosas que estaba creándose y sobre los últimos años de la vida de
Francisco, su estigmatización y su muerte, nos informa ampliamente la «Corona
de flores»; aquí daremos únicamente los datos. En 1224 realizó el famoso viaje
al Alverno, ya enfermo y presintiendo la muerte, y allí fue donde vivió
precisamente el misterio de la estigmatización. El 3 de octubre de 1226 murió
después de grandes sufrimientos y ninguna vita sanctorum relata una muerte más
conmovedora y hermosa que la suya. Sobre ella hay también en la «Corona de
flores» un relato. Cuando aún no habían transcurrido dos años desde su muerte,
en julio de 1228, se produjo su beatificación por Gregorio IX, y al mismo
tiempo la colocación de la primera piedra de la Iglesia de San Francisco de
Asís, que en cierto modo puede considerarse la cuna del gran arte italiano.
Sobre la relación existente entre las artes plásticas y San Francisco y su
enorme importancia cultural para los siglos posteriores, ha escrito Henry Thode
en su famosa obra sobre el Santo una de las monografías del arte más
penetrantes e importantes de los últimos tiempos.
Cuando aún vivía San Francisco circulaban ya
entre el pueblo algunas anécdotas y relatos legendarios sobre su vida. Después
de su muerte, como los datos sobre su vida y su personalidad se transmitían por
tradición oral, creció el número de esas leyendas, recreativas y edificantes
que iban de boca en boca en los conventos y las casas, en la Corte y en las
calles. Estas historias casi siempre populares e ingenuas, frescas y vitales,
fueron recogidas por primera vez en Umbria en el siglo catorce y llamadas
«Fioretti di San Francesco». La colección fue aumentando poco a poco con un
número de relatos biográficos y anecdóticos de la época de los primeros
hermanos franciscanos y ya antes de la imprenta fue lo que es todavía en la
actualidad: el libro popular favorito de Italia. Las «Fioretti», un precursor
de la novela italiana, a pesar del contenido piadoso, constituyen el monumento
más hermoso e imperecedero que haya podido encontrar jamás un ser humano grande
en la literatura de su pueblo. No son testimonios históricos sobre la vida, las
obras y las palabras de San Francisco, pero hasta en sus más mínimos detalles
están llenos del candor y la seriedad de su personalidad y representan al Santo
como vivió durante siglos y hoy sigue viviendo en el recuerdo piadoso del
pueblo.
Hermann Hesse