Dice Eurídice
La ansiedad
me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que
me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin
brillo –el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror
también de que no fueras el mismo –el que permanecía en mi memoria–
y al mismo
tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto
que nadie venía por aquí,
tanto que
nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí
tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por
fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu
calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por
el sombrío corredor
otra vez con
aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón
encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu
brazo, imaginando ya la luz,
los árboles
junto a los cuales caminábamos,
aquella
habitación llena de espejos
donde
flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de
pronto tu paso se hizo nervioso,
tu
pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que
tratabas de desprenderte de mí,
de librarte
de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas
–supliqué– no me dejes aquí,
déjame ver de
nuevo las nubes y el sol,
suéltame por
el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya
corrías hacia la salida,
y durante
siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas
en la ribera del río infernal
nuestra vieja
canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura.”
Horacio
Castillo