LOS OTROS DIOSES
Los
dioses de la tierra habitan la cumbre más alta del mundo y no consienten que
ningún hombre presuma de haberles puesto los ojos encima. Antaño moraban en
cimas menores; pero una y otra vez los hombres de las llanuras escalaban las
laderas de roca y nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más
altas, hasta que ahora sólo les queda la última. Al abandonar sus viejos picos
se llevaron consigo sus propios signos; excepto una vez que, según se dice,
dejaron una imagen tallada en la ladera de una montaña llamada Ngranek.
Pero
ahora se han recogido a la desconocida Kadath, en la helada inmensidad que
ningún hombre ha hollado, y se han vuelto adustos, careciendo de otro pico más
alto al que retirarse ante el avance de los hombres. Se han vuelto severos, y
donde antes soportaban que los hombres los desplazasen, ahora prohíben su
llegada, o, en caso de llegar, les impiden marcharse. Es mejor que los hombres
nada sepan de Kadath en la helada inmensidad, ya que querrían escalarla
insensatamente.
A veces,
cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan en la noche calma los
picos que una vez habitaron, y lloran mansamente mientras intentan jugar tal
como solían en las añoradas laderas. Los hombres han notado las lágrimas de los
dioses en el nevado Thurai, aunque lo consideraron lluvia, y oído los suspiros
de los dioses en los lastimeros vientos matutinos de Lerion. Los dioses gustan
de viajar en naves de nubes, y los sabios labriegos conservan leyendas que los
hacen rehuir algunos picos altos las noches que está nublado, ya que los dioses
no son ya tan benévolos como antaño.
En
Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano deseoso de contemplar a
los dioses de la tierra; un personaje versado en los siete libros crípticos de
Hsan, familiarizado con los manuscritos Pnakóticos de la lejana y helada Lomar.
Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan como ascendió la montaña
la noche del extraño eclipse.
Barzai
conocía tan bien a los dioses que podía contar de sus idas y venidas, y suponía
tanto de sus secretos que se consideraba a sí mismo como un semidiós. Fue él
quien aconsejó con sabiduría a los habitante de Ulthar cuando aprobaron su
famosa ley contra el matar gatos, y quien primero contó al joven sacerdote Atal
adónde habían ido los gatos negros la medianoche de la víspera de San Juan.
Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y estaba poseído
por el deseo de contemplar sus rostros. Suponía que su gran saber oculto de los
dioses lo protegería de sus iras, por lo que decidió acudir a la cima de la
alta y pétrea Hatheg-Kla la noche en que sabía que encontraría allí a los
dioses.
Hatheg-Kla
se encuentra lejos, en los desiertos pedregosos que hay más allá de Hatheg, que
le da nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo de silencio.
Alrededor del pico las brumas se agitan siempre tristes, ya que éstas son el
recuerdo de los dioses, y los dioses amaban Hatheg-Kla cuando habitaban su cima
en los viejos días. A menudo los dioses de la tierra visitan Hatheg-Kla en sus
naves de nubes, lanzando pálidos vapores sobre las laderas mientras bailan con
añoranza sobre la cima, a la luz de la luna clara. Los aldeanos de Hatea dicen
que no es bueno subir a Hatheg-Kla en ningún momento, y mortal hacerlo las noches
en que los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; pero Barza no les prestó
atención al llegar de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su
discípulo. Atal era sólo el hijo de un ventero y a veces tenía miedo; pero el
padre de Barza fue un noble señor que viviera en un viejo castillo, así que no
albergaba plebeyas supersticiones en su sangre, y se limitó a burlarse de los
temerosos paletos.
Barza
y Atal salieron de Hatea al pedregoso desierto a pesar de las súplicas de los
campesinos y, en torno a sus fuegos de campamento hablaban sobre los dioses de
la tierra. Viajaron muchos días y divisaban a lo lejos el orgulloso Hatheg-Kla
con su aureola de brumas tétricas. Al decimotercer día llegaron a la base de la
solitaria montaña y Atal reveló sus temores. Pero Barza era viejo y sabio y no
tenía miedo, así que abrió audazmente la marcha por la ladera que ningún hombre
había escalado desde los tiempos de Sansu, tal como está temerosamente escrito
en los mohosos manuscritos Pnakóticos.
El
camino era pedregoso, peligroso por los barrancos, los riscos y los
desprendimientos de rocas. Más tarde se convirtió en frío y nevado, y Barza y
Ata¡ solían resbalar y caer mientras excavaban y avanzaban hacia delante
mediante piquetas y hachas. Por último, el aire se volvió tenue, el cielo
cambió de color y a los escaladores se les hizo difícil el respirar; pero todavía
se afanaban, siempre hacia delante, maravillándose ante lo extraño de la
escena, estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía ocurrir en la cima
cuando la luna se esfumase y los pálidos vapores se extendieran alrededor.
Ascendieron hacia lo alto durante tres días, más arriba y más arriba hacia el
techo del mundo, y luego acamparon para esperar que la luna se nublase.
No
hubo nubes durante cuatro noches, y la luna brillaba helada a través de las
brumas delgadas y tristonas que rodeaban la cima silenciosa. Pero a la quinta
noche, que era noche de luna llena, Barza vio espesas nubes a lo lejos, hacia
el norte, y se puso a observar con Atal cómo se acercaban. Bogaban pesadas y
majestuosas, avanzando lenta y deliberadamente, circundando el pico por encima
de los observadores, ocultando a la vista la luna y la cumbre. Durante una hora
larga observaron cómo los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes iba
espesándose y agitándose. Barza era ducho en la sabiduría de los dioses de la
tierra y aguzaba con avidez el oído, esperando ciertos sonidos, pero Atal
sentía el frío de los vapores y el temor de la noche, y tenía mucho miedo. Y
cuando Barza comenzó a escalar más arriba y le hizo señas impacientes, pasó
cierto tiempo antes de que Atal lo siguiera.
Tan
espesos eran los vapores que el camino se hizo arduo, y aunque al final Atal se
puso en marcha, apenas podía distinguir la silueta gris de Barza en la
neblinosa ladera contra la velada luz lunar. Barza iba muy adelantado y, a
pesar de su edad, parecía escalar con mayor facilidad que Atal, no temiendo la pendiente,
que empezaba a ser demasiado escarpada para cualquiera que no fuera un hombre
fuerte y valeroso, sin detenerse ante los grandes abismos negros que Atal
apenas podía saltar. Y así subieron con esfuerzo, sobre rocas y abismos,
resbalando y dando traspiés, temiendo a veces la inmensidad y el horrible
silencio de los desolados pináculos de hielo y las calladas laderas de granito.
Bruscamente,
Barza salió de la vista de Atal, escalando un risco espantoso que parecía
ladearse hacia fuera, bloqueando el camino a cualquier escalador que no
estuviera inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo,
pensando qué hacer al llegar allí, cuando advirtió perplejo que la luz había
aumentado de forma considerable, como si el pico sin nubes, el lugar donde los
dioses se reunían a la luz de la luna, estuviera muy cerca. Y mientras
remontaba hacia el risco combado y el cielo luminoso sintió temores más
estremecedores que los que antes conociera. Entonces, entre las grandes brumas,
escuchó al invisible Barza vociferando en salvaje exultación:
—¡He
oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantando sus
celebraciones en Hatheg-Kla! ¡Ahora, Barza el profeta conoce las voces de los
dioses de la tierra! ¡Las brumas son tenues y la luna brillante, y yo veré a
los dioses bailando de forma extraña en la Hatheg-Kla que amaron en su
juventud! ¡La sabiduría de Barza lo hace más grande que los dioses de la tierra,
y contra su voluntad nada pueden sus hechizos y sus trabazones; Barza
contemplará a los dioses, los orgullosos dioses, los dioses secretos, los
dioses de la tierra que desdeñan las miradas de los hombres!
Atal
no podía oír las voces que escuchaba Barza, pero ahora se hallaba cerca del
risco colgante y lo estudiaba buscando un paso. Entonces escuchó la voz de Barza
tornarse más aguda y estridente:
—La
bruma es muy tenue y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los
dioses de la tierra son altas y extrañas, y sienten temor ante la llegada de Barza
el Sabio, que es más grande que ellos... la luz de la luna tiembla mientras los
dioses de la tierra danzan a su compás; puedo ver las formas danzantes de los
dioses que saltan y aúllan a la luz de la luna... la luz es más débil y los
dioses tienen miedo...
Mientras
Barza vociferaba tales asertos, Atal sintió un espectral cambio en el aire,
como si las leyes de la tierra fuera anuladas por leyes aún más grandes, ya que
aunque el camino resultaba más empinado que nunca, el ascenso se le hacía ahora
espantosamente fácil, y el risco bulboso apenas fue obstáculo cuando llegó a él
y se deslizó arriesgadamente por su cara convexa. La luz de la luna había
desaparecido de forma extraña, y mientras Atal se afanaba en avanzar por la
brumas, escuchó a Barza el Sabio que gritaba entre las sombras:
—La
luna se ha escondido, y los dioses danzan en la noche; hay terror en los
cielos, ya que la luna se ha sumido en un eclipse ignorado por los libros de
los hombres y los de los dioses de la tierra... hay magia desconocida en
Hatheg-Kla, ya que los gritos de los atemorizados dioses se han tornado en
risas y las laderas de hielo ascienden sin fin hacia los cielos negros en los
que me voy adentrando... ¡Ah! ¡Ah! ¡Por fin! ¡En la luz mortecina veo a los
dioses de la tierra!
Y
entonces Atal, resbalando aturdido hacia arriba por pendientes inconcebibles,
oyó en la oscuridad una risa estremecedora mezclada con un grito que hombre
alguno, excepto en el Flageó de pesadillas indecibles, ha oído jamás; un grito
que reverberaba con todo el horror y la angustia de una vida de búsqueda
condensada en un atroz instante.
—¡Los
otros dioses! ¡Los otros dioses! Los dioses de los infiernos exteriores que
guardan a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la vista! ¡Retrocede!...
¡No mires! ¡La venganza del abismo infinito... Ese maldito, ese pozo
terrible... dioses misericordiosos de la tierra, me caigo al cielo!
Y
mientras Atal cerraba los ojos y se tapaba los oídos e intentaba retroceder
contra el espantoso tirón de ignotas alturas, resonó sobre el Hatheg-Kla el
terrible estruendo del trueno que despertó a los pacíficos granjeros de las
llanuras y a los honrados burgueses de Hatea y Nir y Ulthar, y le llevó a mirar
a través de las nubes aquel extraño eclipse de luna no pronosticado en libro
alguno. Y cuando al fin volvió la luna, Atal se encontraba a salvo en las
nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra,
o de la de los otros dioses.
Ahora
se dice en los mohosos manuscritos Pnakóticos que Sansu no halló sino hielo y
mudas piedras al ascender el Hat¬heg-Kla en la juventud del mundo. Pero cuando
los hombres de Ulthar y Nir y Hatea vencieron sus miedos y escalaron a la luz
del día esas hechizadas laderas en busca de Barza el Sabio, encontraron un
símbolo curioso y ciclópeo de cinco codos de ancho grabado en la piedra
desnuda, como si la roca hubiera sido hendida por algún cincel titánico. Y el
símbolo era igual al que algunos eruditos han visto en esas espantosas
secciones de los manuscritos Pnakóticos que resultan demasiado antiguas para
ser legibles. Eso fue lo que encontraron.
Nunca
dieron con Barza el Sabio, ni pudieron convencer al santo sacerdote Atal para
que rezase por el reposo de su alma. Además, hoy en día la gente de Ulthar y
Nir y Hatea teme los eclipses y reza las noches en que los pálidos vapores
ocultan la cima de la montaña y la luna. Y entre las brumas de Hatheg-Kla
danzan a veces los dioses de la tierra, presas de la añoranza, porque se saben
a salvo, y gustan de volver desde la desconocida Kadath en busca de las nieves
a jugar a la antigua usanza, tal como hacían cuando la tierra era joven y los
hombres poco propensos a. escalar lugares inaccesibles.
H. P. Lovecraft