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14 de febrero de 2018

Un crimen premeditado, Witold Gombrowicz


UN CRIMEN PREMEDITADO

En el invierno pasado tuve que visitar a un propietario rural, el señor Ignacy K., con el fin de resolver algunos asuntos referentes a propiedades. Al obtener una licencia de unos cuantos días, confié mis asuntos al juez asesor, y telegrafié: «Martes-6 p.m., por favor enviar caballos.» Llego a la estación y los caballos no estaban. Hago algunas averiguaciones: mi telegrama había sido entregado; el destinatario lo había recogido el día anterior en persona. Volens nolens, tengo que alquilar un primitivo cabriolé y deposito allí mi maletín y mi neceser. En él guardaba una botellita de agua de colonia, un frasco de Vegetal y una pastilla de jabón con olor a almendras, una lima y unas tijeritas para 1as uñas. Deambulo por cuatro horas a través de los campos, de noche, en silencio, durante el deshielo. Tiemblo bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañetean. Observo la espalda del conductor y pienso: «Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre sentado, frecuentemente en regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesta a cualquier capricho de quienes se sientan atrás.»
Al final llegamos frente a una villa de madera. Oscuridad, salvo en la parte superior, donde se veía una ventana iluminada. Golpeo en la puerta; está cerrada. Golpeo más fuerte. Nada, puro silencio. Los perros me atacan y tengo que retirarme al cabriolé. Luego, a su vez, el cochero trató de golpear la puerta.
«No son muy hospitalarios», pienso.
Finalmente, se abre la puerta y aparece un hombre alto y delgado, de unos treinta años, con bigote rubio, y una lámpara en la mano.
-¿Qué pasa? -pregunta, como si acabara de despertar, mientras mueve la lámpara.
-¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
-¿H.? ¿Qué H.? -me mira-o ¡Que Dios lo acompañe y guíe en su camino! -de pronto habla despacio, como si hubiese sido tocado por un presagio, sus ojos escapan hacia los costados, su mano aprieta con más fuerza la lámpara-. Adiós, adiós, señor, que Dios lo acompañe -y da un rápido paso hacia atrás.
Dije más ásperamente:
-Excúseme, señor. Ayer envié un telegrama en el que anunciaba mi llegada. Soy el juez de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar antes, fue porque no me enviaron los caballos a la estación.
Puso la lámpara a un lado.
-¡Oh, sí! -respondió, pensativo, después de un momento y sin que mi tono pareciera haberle producido ninguna impresión-. Sí, tiene razón; usted envió un telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el joven ya en el salón (era el hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían olvidado por completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana. Desconcertado, me disculpé cortésmente por mi invasión, me quité el abrigo y lo colgué en una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una joven, al vernos, saltó del sofá con un ligero «ay».
-Mi hermana.
-Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun cuando no existan intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede hacer daño. Pero la mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir que sea correcto tender a un hombre una mano sudorosa? Y ese bello sexo, aparte de una cara bonita, era de esa especie que pudiéramos llamar sudorosa e indiferente, privada de reacciones, descuidada y no peinada.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y dio comienzo a una conversación introductoria; pero incluso aquel primer cambio de impresiones tropieza con una resistencia indefinible, y, en vez de la deseable fluidez, es torpe y llena de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas horas.
El1os: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve que recorrer los campos esta noche como don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma por lo menos una sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si ellos se sintieran vejados, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas, evitaban mi mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más evidente fastidio. Parecía que no les preocupara otra cosa que no fueran ellos y temblaran ante la idea de que fuese a decirles algo que los hiriera. Finalmente, comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué encontraban de extraño en mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático, aterrorizado y arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la persona objeto de mi visita, es decir, el señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano, como si se concedieran la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y solemnemente, como si se tratara sólo Dios sabe de qué:
-Sí, está en casa.
Fue como si dijera: «El rey, mi padre, está en casa.»
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, no sin desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito con que, hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor, pareció chocar hasta a Szczepan, el majestuoso criado, para no hablar de los hermanos que, silenciosamente, escuchaban los ruidos que yo producía sobre el plato, y ustedes saben lo difícil que es tragar cuando alguien está escuchando. A pesar de todos los esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso estruendo. El hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, de pronto, miro -¿y quién está entrando? ¿Una reina destronada? No, era la madre, la señora K. Se mueve lentamente, me tiende una mano fría como el hielo, mira en tomo suyo con una especie de estupor y dignidad y se sienta sin pronunciar una palabra. Era una mujer rolliza y de baja estatura, casi gorda, perteneciente a ese tipo de matronas rurales que son inexorables en cuanto a las normas se refiere, especialmente a las normas sociales.
Me mira con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase obscena escrita en la frente. Cecylia hace entonces un movimiento con la mano, pretendiendo explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire, mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa y artificial.
-Quizás esté molesto por culpa de este viaje tan desafortunado -dijo de pronto la señora K.
i Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias, y como si comer chuletas constituyese un crimen laesae maiestatis.
-Aquí tienen ustedes unas chuletas de cerdo excelentes -dije rencorosamente, pues a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y lleno de una confusión que iba en aumento.
-¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
-Antoni no ha dicho nada aún, mamá -fueron las palabras que salieron entonces de la boca de la tranquila, como un conejo, y tímida Cecylia.
-¡Cómo! ¿No lo ha dicho? ¿Cómo? ¿No lo has dicho? ¿Todavía no lo has dicho?-¿Para qué, mamá? -murmuró Antoni, palideciendo y apretando los dientes, como si estuviera instalado en la silla del dentista.
-jAntoni!
-Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes... Siempre habrá tiempo para eso -dijo, y se interrumpió.
-Antoni, ¿cómo puedes...? ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo puedes hablar de este modo?
-De nadie es... Es lo mismo.
-¡Pobre hijo! -murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó la mano con ruda energía. Mi esposo -dijo secamente, dirigiéndose hacia mí- murió anoche.
-¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era...? -exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el  bocado que tenía entre los dientes. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama a la estación. Los miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban con rostros duros, severos, impenetrables, y con las bocas apretadas. Esperaban rígidos. ¿Qué era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto, que en el primer momento casi perdí el dominio de mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como esto: «Lo siento... mucho... perdónenme.» Me detuve, pero ellos no reaccionaban; no les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las uñas negras, permanecían sin decir nada. Me aclaré la garganta, mientras buscaba desesperadamente un buen principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ya ustedes deben conocer esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto, y, entre tanto, sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme. Antoni tamborileaba con los dedos ligeramente en la mesa; Cecylia deshilaba el canto de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se hubiese vuelto de piedra, con aquella severa, inexorable, expresión de matrona. Me sentí incómodo, a pesar de que como juez de instrucción había tenido en mis manos centenares de casos de muertes. Pero era sólo que..., ¿cómo decirlo?, un feo cadáver asesinado, cubierto con una sábana, es una cosa, y el respetable difunto que muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, es otra muy distinta. Esa cierta irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa, pero la muerte honrada, acostumbrada a favores, a buenos modales, la muerte, para decirlo, en toda su majestuosidad, es otra. Nunca, repito, nunca me hubiera sentido tan embarazado, de habérmelo explicado todo, desde el primer momento. Ellos también se sentían incómodos. También estaban asustados. No sé si solamente porque yo era un intruso, o porque en aquellas circunstancias experimentaban alguna confusión ante mi personalidad oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica había desarrollado en mí. Como quiera que fuese la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo francamente, me hizo sentirme abochornado fuera de toda proporción.  
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por el difunto. Al recordar que no lo había vuelto a ver desde nuestros tiempos estudiantiles, hecho que ellos seguramente conocerían, añadí: en nuestros días de escuela. Como aún no respondían, y como debía terminar de alguna manera mi discurso, resumirlo cortésmente, no encontrando nada más que decir, pedí que me permitieran ver el cadáver; y la palabra «cadáver» produjo un efecto desafortunado. Mi confusión evidentemente apaciguó a la viuda. Se puso a llorar dolorosamente y me tendió una mano que besé con humildad.
-Hoy -dijo casi inconscientemente--, durante la noche... por la mañana me levanto... voy... llamo... Ignacy, Ignacy. Nada; yace allí. Me desmayé... Me desmayé... Y desde entonces me tiemblan continuamente las manos. ¡Mire!
-¡Mamá, basta!
-Me tiemblan, me tiemblan sin cesar -repite, levantando los brazos.
-Mamá... -vuelve a decir Antoni a su lado.
-Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas... -Nadie tiene... nadie... Es todo lo mismo. ¡Una vergüenza!
Antoni pronuncia estas palabras con brutalidad y sale de repente del comedor.
-¡Antoni! -grita la madre atemorizada-. ¡Cecylia, ve tras él!
Yo estoy parado y miro las manos temblorosas, sin ocurrírseme nada, sien tiendo que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
-Usted deseaba... -dijo súbitamente la madre--. Vamos, allá... Yo lo acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo que en ese momento yo tenía derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude, y aun debí haber contestado: «A sus órdenes, señora; pero primero terminaré las chuletas, porque desde el mediodía no he probado alimento.» Tal vez si le hubiera respondido de esa manera, el curso de varios acontecimientos trágicos hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de que ella lograse aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia persona, me parecieran tan poca cosa, tan trivial, vulgar, indignas de pensar en ellas? Y me sentía tan turbado de súbito, que aún ahora me ruborizo al recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró para sí:
-Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada dicen. Son orgullosos, difíciles, inescrutables; no dejan penetrar a nadie en su corazón, prefieren desgarrarse a solas. De mí tienen todo eso, de mí. ¡Ay! ... Temo que Antoni se haga algún daño. Es duro y obstinado; ni siquiera permite que me tiemblen las manos. No permitió que tocaran el cuerpo, y, sin embargo, tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No lloró, no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiese llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza reverentemente sobre el pecho, con el rostro grave, mientras ella permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me estuviera exponiendo al Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama, tal como había fallecido; lo único que habían hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, tan general en los ataques del corazón.
-Muerte por sofocación -murmuré, ya que claramente advertí que se trataba de un ataque cardíaco.
-El corazón, señor, el corazón... Murió del corazón...
-¡Oh! Algunas veces el corazón es capaz de ahogar, lo sabe...puede... -dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una plegaria y luego {ella seguía en pie} exclamé en voz baja:
-¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos que tuve que besárselas de nuevo. Ella no reaccionó, no hizo ningún movimiento, sino que continuó en pie, como un ciprés, contemplando tristemente la pared. Mientras más tiempo pasaba, más difícil era negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así lo exigía la educación más elemental. Era inevitable. Me puse en pie, innecesariamente quité algunas motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella sigue en pie. Rodeada de silencio y olvido; los ojos, perdidos como los de Niobe; la mirada, cuajada de recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó hasta la punta de su nariz y se columpia, se columpia... como la espada de Damocles, mientras los cirios humeaban. Minutos después traté de decir algo en voz baja, marcharme silenciosamente; pero ella saltó como si la hubiese picado algo, dio unos cuantos pasos hacia adelante y volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Que intolerable situación! ¡Qué problema para una persona de sensibilidad como la mía y sobre todo con susceptibilidad! No la acuso, pero nadie podía negar que en su conducta había maldad. ¡Nadie podría convencerme de ello! No era ella, sino su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad ante ella y el difunto.
Arrodillado a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía derecho a tocar, contemplaba infructuosamente la colcha que lo envolvía hasta las axilas. Sus manos estaban colocadas cuidadosamente sobre la colcha. Algunas macetas con flores yacían al pie de la cama, y la palidez del rostro surgía del hueco de la almohada. Miré las flores y luego el rostro del difunto, pero lo único que se me ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente persistente, de que me hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada. Todo parecía dirigido, como una obra de teatro: había allí un cadáver arrogante, distante, mirando indiferentemente al techo, con los ojos cerrados; a su lado, la adolorida viuda; y, además, yo, un juez de instrucción, arrodillado, como un perro furioso al que se le ha puesto un bozal. «¿Qué ocurriría si me acercase, levantase la colcha y echase una mirada, o al menos tocase el cuerpo con la punta de un dedo?» Eso es lo que pensaba, pero la gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio, y el sufrimiento y la virtud me impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas! ¡Arrodíllate! ¿Qué pasa? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría preparado tal espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y común que no se presta a semejantes representaciones teatrales... No debería... «¡Al diablo!», me dije repentinamente, «¡Qué estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto? ¿Tal vez me estoy dando importancia? ¿Dónde he adquirido esta artificialidad, esta afectación? Generalmente me comporto de manera diferente. ¿Será que me han contagiado su estilo? ¿Qué es esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como la representación de un actor mediocre.
He perdido completamente mi personalidad en esta casa. ¿Por qué me estoy dando importancia?»
-Hmmm... -murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si una vez lanzado a aquel juego fuese incapaz de volver a mi estado normal.
«A nadie le aconsejo... A nadie le aconsejo que trate de hacer un demonio de mí. Soy capaz de aceptar el reto.»
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz y se encaminaba hacia la puerta, hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando, por fin, me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en vez de ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía que el rostro me ardía, hacía muecas y mis dedos se me agarrotaron de una manera para mí completamente inesperada. Ciertamente, me hallaba furioso. «Me están poniendo en ridículo», me dije. «¡Qué malvada mujer! ¡Qué hábilmente lo han preparado todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! ¡Que se les bese las manos! ¡Exigen de mí sentimientos! ¡Sentimientos! ¡Quieren que los acaricie! Pues bien, supongamos que no me guste todo eso, que no tenga sentimientos. Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y murmurar plegarias, arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos horriblemente sentimentales... Pero, sobre todo, detesto las lágrimas, suspiros, gotas en la punta de las narices; además, amo la claridad y el orden.»
-Hmmm... -hice para aclararme la garganta, después de un intervalo donde reflexioné con cautela, como si tratase de pronunciar un discurso-. ¿Quieren que les bese las manos? Tal vez también debería besarles los pies, pues, después de todo, ¿quién soy yo frente a la majestad de la muerte y del sufrimiento familiar? Un agente de la policía, vulgar e insensible, nada más. Mi naturaleza salió a la luz del día. Pero, hmmm... No sé... ¿No ha sido todo demasiado apresurado? En su situación yo me hubiese portado más... modestamente, con un poco más de... cuidado. Porque debieron haber tenido en cuenta mi carácter malévolo, ya que no mi... carácter privado, entonces... entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo que han olvidado. Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de instrucción. Y si consideramos el curso de los acontecimientos desde ese punto de vista... hmmm... el punto de vista de un juez de instrucción -formulé lentamente-, ¿cuáles serán las consecuencias?
»Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped que, accidentalmente, resulta ser un juez de instrucción. No le envían caballos, se resisten a abrirle la puerta. En otras palabras, hacen todo lo posible para que se sienta incómodo. De aquí se deduce que hay alguien que tiene interés en que este hombre no penetre en la casa. Después lo reciben con muestras de molestia, con un desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y, ¿quién puede sentirse molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción? Es necesario mantenerle algo oculto. Y por fin resulta que lo que han ocultado es un cadáver, muerto por ahogo en una habitación del piso superior. ¡Qué feo! Tan pronto como el cadáver sale a la luz, emplean todos los medios posibles para forzarme a que me arrodille, a que bese las manos, con el pretexto de que el finado murió de muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo a este razonamiento o aun ridículo (pues, para ser sincero, no se debe engañar de una manera tan ruda), no debe olvidar que un momento antes había pisoteado mi cuello con furor. Mi sentido de la responsabilidad había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida por consecuencia del insulto; es claro que no podría ser del todo responsable de mis acciones.
Mirando siempre hacia adelante, dije con absoluta serenidad:
-Hay algo irregular en todo esto.
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Pero, al poco rato, cansado de la infecundidad de mis quehaceres, conseguí el sueño. Sí, sí, la majestuosidad de la muerte es desde cualquier punto de vista digna de respeto, y nadie puede acusarme de no haberle rendido los honores que merece; pero no todas las muertes son igualmente majestuosas.
«Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su situación, estar tan seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente oscuro, complejo y dudoso, hmmm... como todas las evidencias parecen señalar.»

A la mañana siguiente estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que el muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho rechoncho, soñoliento y carilleno, que me miraba de vez en cuando con suaves muestras de curiosidad. Puede que supiera quién era yo.
-¿De modo que murió tu amo? -dije.
-Así es.
-¿Cuántas personas trabajan aquí?
-Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos tres.
-¿El amo murió en la habitación de arriba?
-Arriba, por supuesto -replicó con indiferencia, soplando el fuego e inflando sus carrillos carnosos.
-¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró, pero su mirada esta vez era más aguda.
-Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo duermo en la despensa.
-Es decir, ¿del sitio donde duermen Szczepan y el mayordomo no hay medio de pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa? -pregunté con indiferencia.
-Así es -respondió, y me miró con atención.
-Y la señora, ¿dónde duerme?
-Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el cuarto de al lado.
-¿Desde su muerte?
-¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
-¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
-No, no lo sé...
-¿Dónde duerme el señorito Antoni? -fue mi última pregunta.
-En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el hecho de que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba del marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por decido así. Sin embargo, no debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni dar un paso en falso. Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la ventana. Con las manos juntas, contemplaba una taza de café. Murmuró algo monótono, mientras movía acompasadamente la cabeza. Tenía un pañuelo sucio y húmedo entre las manos. Cuando me acerqué a ella, comenzó repentinamente a caminar alrededor de la mesa en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y agitando los brazos, como si hubiera perdido el sentido. Pero yo había recuperado la calma que perdiera el día anterior y, manteniéndome a un lado, esperé pacientemente a que reparara en mi presencia.
-¡Ah! ¡Adiós! ¡Adiós, señor! -dijo vagamente, advirtiendo al fin mis repetidas reverencias-. ¿Así que ya se...?
-Lo siento -murmuré-. Yo... yo... no me voy aún. Me gustaría permanecer un poco más.
-¡Oh, es usted! -exclamó, y luego murmuró algo sobre el traslado del cadáver, y hasta llegó a honrarme al preguntarme con poca convicción si me quedaría para asistir al funeral.
-Es un gran honor -le dije-. ¿Quién podría rehusar este último servicio? ¿Se me podría permitir visitar al cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía, subió por las crujientes escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie y, como si reflexionara sobre los enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
«Es extraño», me dije, «muy interesante. A juzgar por las evidencias, este hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y lívida, como la de las personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia, ni en el cuerpo ni en la habitación.» Realmente parecía como si hubiera muerto, en efecto, tranquilamente, de un ataque cardíaco. Sin embargo, me acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo. Saltó.
-¿Qué es esto? -gritó-. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
-Por favor, no se agite, mi querida señora -repliqué y, sin más explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la habitación, escrupulosamente.
¡Las ceremonias son buenas hasta un cierto momento! Pues no podríamos sacar nada en limpio, si el ceremonial nos impidiera realizar una inspección minuciosa cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había trazas de nada. Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del guardarropa ni en la alfombrilla cercana a la cama. Lo único que destacaba del conjunto era una enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios aparecieron en la cara de la viuda, aunque continuó inmóvil, observando mis movimientos con una expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
-¿Por qué se mudó a la habitación de su hija hace aproximadamente una semana?
-¿Yo? ¿Por qué...? ¿Qué por qué me cambié? ¿De dónde...? Mi hijo me lo recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué asunto...? ¿Qué...?
-Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
Manifestó indicios de comprender, pareció advertir la personalidad oficial del hombre a quien se dirigía.
-Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es que ha advertido usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me aclaré la garganta y respondí:
-De cualquier manera -le dije secamente-, debo pedirle que... Me han dicho que van a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que el cuerpo permanezca aquí hasta mañana.
-¡Ignacy! -exclamó.
-Así es -fue mi respuesta.
-¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible!
-dijo, mirando el cuerpo con una expresión de dureza-. ¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó más interesante es que se detuvo en medio de una palabra, se irguió y me desafío con la mirada; después de esto, profundamente ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía sentirse ofendida? ¿Acaso una muerte que no es natural constituye un insulto a la esposa que no ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte no natural? Puede resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no ciertamente para el cadáver ni para sus parientes. Pero en aquella ocasión tenía cosas más urgentes que hacer en vez de formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé solo con el cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras más avanzaba en él, mayor era mi estupor. «Nada, nada por ningún lado», murmuré; <cucaracha
aplastada junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer que no hay bases para una acción ulterior.»
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo cadáver probaba claramente al ojo de cualquier experto que había muerto, normalmente, de asfixia cardíaca. Todas las apariencias: los caballos, el disgusto, el miedo, las reticencias hacían suponer algo turbio; pero el cadáver, contemplando el techo, proclamaba: «¡Morí de un ataque cardíaco!» Era una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que él no había sido asesinado. Tenía que admitir que la mayoría de mis colegas hubieran suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado ridículo, demasiado vengativo, y había ido ya demasiado lejos. Levanté mi dedo, fruncí el ceño: «El asesinato no nace de nada, señores. El asesinato es algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.»
«Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato», me dije sabiamente, «debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si, por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten finalmente en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en su contra, no debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las pruebas. Muy bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice Dostoievski) preparar un asado de liebre sin tener la liebre?»
Miré el cadáver, y éste miraba el techo, proclamando con el cuello inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el obstáculo! Pero lo que no puede ser removido, puede ser saltado: hic Rhodus, hic salta. ¿Le era posible a aquel objeto muerto con rasgos humanos (si quisiera yo lo podría tomar con mis manos), a aquel rostro helado, oponer una resistencia contra mi rápida y cambiante fisonomía, capaz de encontrar la expresión adecuada para cada diversa situación? Y en tanto que el rostro del cadáver seguía siendo el mismo -sereno, aunque un poco hinchado-, mi rostro expresaba una solemne astucia, un tonto desprecio hacia los demás y la seguridad en mí mismo, tal como si dijera: «Soy un pájaro demasiado viejo para que me cacen con trampas.»
«Sí», me dije gravemente, «a este hombre lo han asfixiado
Los abogados astutos tratarían de probar que el corazón lo ha asfixiado a él. Hmmm... hmm... ¡Que no nos engañen los abogados! El corazón tiene muchos sentidos, hasta el simbólico. A. quién le gustaría, cuando fuera conmovido por la noticia de un crimen, escuchar una respuesta apaciguante: «No es nada; es el corazón que lo ha asfixiado.» Perdónenme, ¿qué corazón? Ya lo sabemos bien. La palabra es tan confusa, tan multisignificativa. Se parece a un saco donde se pueden meter muchas cosas: el corazón frío de un homicida, el corazón enfriado de un libertino, el corazón fiel de una amante; corazón ardiente, corazón ingrato, corazón envidioso, corazón malévolo.
»En cuanto a la cucaracha  aplastada, este crimen parece tener poco en común con ella. Por ahora, es posible fijar sólo un detalle: el difunto fue ahogado, y la causa de ese ahogamiento es el corazón. Se puede también decir que la naturaleza de ese ahogamiento es del tipo «interior». Esa es toda la verdad: interior y cardíaca. Prematuras conclusiones, no. Y ahora, bueno, vamos a pasear un poco por la casa.»
Regresé abajo. Cuando entré en el comedor, escuché los pasos ligeros y rápidos de una persona que huía. ¿Tal vez era Cecylia? «No está bien, niña. No huyas. La verdad siempre te alcanzará.» Después de cruzar el comedor (la servidumbre me miraba a escondidas), penetré poco a poco en otras habitaciones. Fugazmente, a lo lejos, apareció la espalda del señorito Antoni. «En cuanto se habla de la muerte cardíaca», seguí pensando, «se debe decir que esta casa vieja le sirve a ella mejor que cualquier otra. Para ser exactos, no hay nada que pueda acusar a alguien. Pero -ya venteaba con mi nariz-, pero, sí hay pánico aquí; y en toda la atmósfera de la casa hay una especie de olor que cada uno puede soportar si es el suyo. Un olor semejante al del sudor. Podría llamado un olor a cariño familiar.»
Continué venteando, apunté varios detalles que, aunque pequeños, no parecían sin importancia: Pues, cortinas descoloridas, ya amarillentas; almohadas bordadas a mano; fotografías y retratos sin marcos; respaldos de sillas con huellas de espaldas de generaciones y, además: una carta no terminada, escrita en papel blanco y rayado; un pedazo de mantequilla que encontré en el marco de la ventana del salón; un vaso de medicina en la cómoda; una cinta azul detrás de la estufa; telarañas; muchos armarios; olores antiguos, todo eso constituía una atmósfera peculiar, de gran cariño. Así, en todas partes, el corazón tiene con qué alimentarse. Gozando de mantequilla vieja, de cintas, de olores (de verdad, el pan tiene su atractivo). También tuve que reconocer que la casa tenía su «interioridad» excepcional. Y esa interioridad daba la apariencia de un algodón que se mete por las ventanas, de un platillo estropeado, de un tóxico contra las moscas.
Sin embargo: para que no piensen que me dediqué a observar cuestiones subjetivas, mientras omitía otras posibilidades, comencé mi tarea. Verifiqué si verdaderamente se podía pasar de las habitaciones de la servidumbre a las habitaciones de la casa sólo a través de la despensa. No era posible. Hasta salí afuera; simulé dar un paseo y le di la vuelta a la casa mientras pisaba la nieve mojada. Era imposible, para cualquiera, penetrar por las puertas y las ventanas; éstas tenían pesadas contraventanas. Si se había cometido un crimen por la noche, a nadie se podía acusar, salvo al lacayo Stefan, quien había dormido en la despensa. «De veras», me decía, «estoy seguro: nadie, salvo Stefan. Por otra parte, tiene ojos de maldad.»
Y mientras yo me hablaba así, comencé a prestar atención, porque a través de un tragaluz entreabierto había escuchado una voz. Una voz que hacía poco era tan deliciosa, llena de tantas promesas, la voz de una reina dolorida; pero ahora se agitaba por el miedo y el espanto, tenía el lloriqueo débil de una voz de mujer.
-Cecylia, Cecylia, ¿ya se fue él o no? No te asomes a la ventana, no te asomes. Puede verte. Quizás entre y siga fisgando. Has sacado la ropa blanca. ¿Qué es lo que busca él? ¿Qué ha visto? Ignacy. ¡Mi Dios! ¿Para qué miró la estufa? ¿Para qué quería la cómoda? ¡Qué pena! Ha registrado toda la casa. En cuanto a mí: que haga lo que quiera. ¡Pero Antoni, Antoni no lo soportará! A él le parece un sacrilegio. Padeció enormemente cuando se lo conté todo. Tengo miedo de que le falten las fuerzas.
«No obstante, si el crimen (ya lo damos por seguro en nuestra investigación) es interior», seguí pensando, «es mi obligación reconocer que el asesinato cometido por el lacayo, probablemente motivado por robo, de ninguna manera se puede tener por un crimen de tipo interior. Un suicidio sí, ¡cómo no! Es otra cosa. Uno se mata a sí mismo, y todo actúa dentro de uno. O cuando se mata a su padre. Después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen. En cuanto a la cucaracha el asesino debe de haberla aplastado mientras se apuraba.»
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio a fumar un cigarro, y entonces se presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero con mayor modestia que la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
-Tienen ustedes un bello hogar -le dije-. Encuentro aquí una gran serenidad y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito, un hogar cálido. Lo hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de dormir, las uñas mordidas, un pañuelo que falta.
-¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Hay ratones. Pero yo no me refiero a esto. Mi madre me ha dicho que... usted parece pensar... eso es...
-Conozco un excelente remedio contra los ratones: el Ratopex.
-¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen que esta mañana estuvo usted en el cuarto de mi....padre... Es que... mejor dicho... de mi... cadáver...
-Sí.
-jAh! ¿Y...?
-¿Y...? ¿Y qué?
-Dicen que encontró usted algo...
-Sí, he encontrado una cucaracha muerta.
-Aquí abundan las cucarachas muertas, es decir, las cucarachas... Quiero decir que son numerosas las  cucarachas que no están muertas.  .
-¿Quería usted mucho a su padre? -pregunté, tomando de la mesa un álbum de fotografías de Cracovia.
Esta pregunta, indudablemente, lo sorprendió. No, no estaba preparado para ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, tragó saliva y dijo con voz entrecortada, con indecible pesar, casi con aversión...
-Bastante...
-¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! ¿Solamente?
Y después dice con reticencia:
-¿Por qué me lo pregunta? -inquirió con voz ahogada.
-¿Por qué se porta con tan poca naturalidad? –pregunté yo a mi vez, con un tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, mientras sostenía el álbum de fotos en la mano.
-¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
-¿Por qué en este momento se ha puesto lívido?
-¿Yo? ¿Lívido?
-¡Oh, oh! Mira usted furtivamente... No termina sus frases... Habla de ratones, de cucarachas... Su voz es demasiado alta, luego demasiado apagada, ahogada, áspera, y de nuevo rompe en una especie de chillido que le destroza a uno los tímpanos -le dije muy seriamente-. Sus ademanes son nerviosos. Además, todos ustedes están nerviosos y poco naturales. ¿A qué se debe eso, joven? ¿No es mejor condolerse de una manera sencilla? Hmm... ¡Usted lo quería bastante! ¿Y por qué persuadió a su madre, hace una semana, para que abandonara la habitación de su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo o una pierna, sólo logró murmurar:
-¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre... mi padre... necesitaba más aire fresco.
-¿ La noche de su muerte durmió usted en su habitación, en la planta baja?
-¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi habitación después de dejarlo en una silla, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la boca ligeramente abierta y las piernas estrechamente unidas. «¡Anja! Se trata posiblemente de un temperamento nervioso. Un temperamento, una naturaleza exaltada... Excesivas emociones, cordialidad exagerada...» Pero me contuve, pues no quería aún asustar a nadie. Mientras me lavaba las manos en mi habitación y me preparaba para la comida, el mismo criado de la mañana entró para preguntarme si necesitaba alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban hacia todas direcciones, sus modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales estaban en el más alto grado de actividad. Le pregunté:
-Bien, ¿qué novedades hay?
-Señor juez -dijo él-, usted me preguntó si había dormido en la despensa anteanoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con llave la puerta de la despensa, por el lado del comedor.
-¿El joven nunca había cerrado esa puerta?
-Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido, porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé cuándo volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando él mismo me despertó por la mañana para decirme que el viejo amo había muerto; y entonces la puerta estaba ya bien abierta.
¡Entonces, por alguna razón inexplicable, el hijo del difunto había cerrado la puerta de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa? ¿Qué podía significar eso?
-Sólo 1e ruego al señor, señor juez, que no diga que yo se lo confesé.
No había sido desatinada mi calificación sobre aquella muerte de posible delito doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido acceso a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor del cuello del asesino se ceñía cada vez más. ¿Por qué, entonces, en vez de manifestar triunfo, me limitaba a sonreír estúpidamente? Porque, y esto tengo que admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos tan importante como la soga alrededor del cuello del asesino, a saber: la soga en torno al cuello de la víctima. Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al cuello, que resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer eternamente en un ciego estado de pasión. Muy bien; estoy de acuerdo: me hallaba furioso. Por una razón o por otra, el odio, el disgusto, los insultos me habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento en que recobraría la calma. Como dice la Biblia: «Llegará el día del Juicio.» Y entonces... hmm... yo diría: «Aquí está el asesino»; y el cadáver diría: «Morí de asfixia cardíaca.» Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que en el juicio preguntaran: «¿Usted sostiene que este hombre fue asesinado? ¿En qué se basa?»
Yo respondería: «Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus hijos, particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si lo hubieran asesinado; no cabe duda.»
«Pero, ¿por qué medio pudo ser asesinado, cuando no está asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente que murió de un ataque al corazón?»
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo discurso, moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que hubo un equívoco originado por mi torpe manera de razonar; que yo había confundido el crimen con el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de una conciencia culpable no era sino la expresión de una extremada sensibilidad, que tiende a replegarse frente al frío contacto de una persona ajena. Y otra vez más, el insoportable, cansado estribillo: «¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no está asesinado de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo que pueda demostrarlo?»
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la comida,  fin de desvanecer mis preocupaciones y dar un descanso a mis penetrantes dudas, y sin ninguna segunda intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el crimen par excellence no era un hecho físico, sino sicológico. Si no me engaño, nadie habló, excepto yo. Antoni no pronunció una palabra, no sé si debido a que me consideraba indigno de ella, como había sucedido la noche anterior, o por miedo a que su voz resultara demasiado estridente. La madre-viuda, sentada pontificalmente en su silla, continuaba, me imagino, sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían asegurarse la impunidad. Cecylia sorbía silenciosamente líquidos demasiado calientes. En cuanto a mí, como resultado de los motivos previamente mencionados y sin pensar que podía estar cometiendo una falta de tacto, ni reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí larga y volublemente:
-Creánme ustedes: la forma física de un hecho, el cuerpo torturado, el desorden en la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen sino detalles secundarios, hablando estrictamente; nada, apenas un apéndice del crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las autoridades; y nada más. El crimen real es cometido siempre en el alma. ¡Los detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: el sobrino, repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero, ya pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había recibido protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen sicológico ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un pequeño agujero en la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente que, por distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de su prima. ¿Quién iba a creerlo?
»¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo difícil estriba en localizar los conceptos espirituales. Por culpa de la extraordinaria fragilidad del organismo humano, uno puede cometer un asesinato por accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada surge entonces, repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
»Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en las frambuesas que estaba comiendo su esposo. Debo decides que el marido detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirlo, se le quedó mirando con una burlona sonrisa, y luego le dijo: «Te has comido un gusano.» «¡No!», gritó el marido aterrorizado. «Claro que te lo has comido», le respondió la mujer, y comenzó a describírselo. «Era de tal y tal manera, gordo y blancuzco.» Hubo muchas risas y bromas. El marido pretendía estar disgustado y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la maldad de su mujer. Todo el asunto quedó olvidado. Pasada una semana o dos, la mujer estaba terriblemente asombrada al ver que su marido perdía peso, se desmejoraba, devolvía los alimentos. Él se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y (perdónenme la expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo aumentó, hasta convertirse en una terrible enfermedad. Y de pronto, un día... terribles lágrimas, espantosos lamentos, porque se murió. Se vomitó a sí mismo. Le quedó solamente cabeza y garganta. El resto lo tiró al cubo. La viuda estaba desesperada. Al fin, comenzó a examinarse severamente; y descubrió, en los más oscuros rincones de su conciencia, que sentía una atracción anti-natural por un bulldog al que su marido había golpeado poco antes de comer las frambuesas.
»Otro caso más: En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre, mientras le repetía insistentemente la palabra irritante: "¡Toma asiento!" En la corte afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh! El crimen es algo tan fácil, que se asombrarían ustedes de saber cuánta gente muere de muerte natural..., especialmente cuando se trata del corazón; ese misterioso lazo entre los hombres, ese intricado corredor secreto entre tú y yo, esa bomba de succión y de fuerza que puede succionar excelentemente y esforzarse tan maravillosamente. Después se compone una atmósfera de luto, unas caras de cementerio, una dignidad doliente, la majestad de la muerte, ¡ja, ja, ja!, únicamente con el fin de provocar el "respeto" del dolor, para que nadie se asome al interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel asesinato.
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a interrumpirme. ¿Dónde estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arroja su servilleta, y con las manos más temblorosas que de costumbre, se levanta de la mesa. Yo me froto las manos.
-Perdónenme, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos generales sobre el corazón y de la bolsa del corazón, que tan fácilmente puede esconder un cadáver.
-¡Malvado! -exclama la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantan de la mesa.
-¡La puerta!... -les grito-. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un lamento nervioso, y entre gimoteos logró decir:
-La puerta... no fue mi madre. Yo la cerré. Yo fui quien lo hizo.
-Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta.
¿Por qué te rebajas ante este hombre?
-Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise... yo también quise cerrar la puerta y la cerré.
-Excúsenme la interrupción -les dije-. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antoni había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?
-La puerta... la puerta de la habitación de mi padre. Yo la cerré.
-Fui yo quien la cerró. Te prohíbo que digas esas estupideces, ¿me oyes? ¡Yo lo he ordenado!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado cerrando puertas? La noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, y también la madre y la hija cierran la puerta de su habitación.
-¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta -les pregunté impetuosamente-, excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo saben! Bajan la cabeza.
Una escena teatral. Entonces resonó la voz agitada de Antoni:
-¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Cállense! ¡Vámonos de aquí!
-En ese caso, tal vez usted pueda explicarme por qué cerró la puerta de la despensa esa noche, dejando así incomunicadas las habitaciones de los sirvientes.
-¿Yo? ¿Yo cerré la puerta?
-¿No? ¿Usted no lo hizo? Hay testigos. Es algo que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban, aterrorizadas por el espanto. El hijo, finalmente, como si recordara algo muy remoto, declaró con voz dura:
-Yo la cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró la puerta? ¿Tal vez para impedir las corrientes de aire?
-No puedo decírselo -replica con una soberbia difícil de explicar, y abandona el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de un lado al otro, de pared a pared, durante largo rato. Fuera comenzaba a oscurecer; las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad en las sombras que derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los árboles rodeaban la casa por todas partes.
«¡Qué casa más especial!», pensé, «una casa de asesinos, una casa monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y premeditado. ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón?» De antemano sabía lo que puede esperarse de un corazón bien alimentado y qué clase de corazón tenía aquel parricida: un corazón henchido de grasa, nutrido con mantequilla y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada prematuramente. ¡Y ellos, tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! ¿El sentimiento? Mejor sería que explicaran por qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y podía señalar con el dedo al asesino, por qué perdía mi tiempo en vez de actuar? Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que, como la nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura de la noche. El cadáver debe haber sido objeto de reflexiones por parte de aquella banda de asesinos. Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver en un ataque frontal, con la visera levantada, llamando al pan pan y señalando claramente al criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas que estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y la blancura la blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por consiguiente, sólo debía proseguir hasta el final, insistir en aquella falacia y en aquel absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la posibilidad de que, si el cadáver no quiere, tal vez la verdad pudiera encontrar el camino hasta la superficie por su propio modo, como el petróleo. ¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo, no estuvieran tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin moverme de la habitación y sin cesar de tildarlos de sinvergüenzas y asesinos. Triunfando, y a la vez confiando en mí pues la situación permite perdón por medio de tantos esfuerzos, de tantas muecas, de tanta pasión; y, al final, ella no se podría resistir, porque tensa, llevada al límite, se debe resolver en alguna forma, engendrar algo no del mundo de la ficción, sino algo real. Porque no podíamos seguir así indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: «Paso»; todo dependía de quién fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el silencio. Pasé al salón, pero no percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué podrían estar dedicados? ¿Estarían, por fin, haciendo lo que se esperaba de ellos? Como yo había triunfado gracias a todas aquellas puertas cerradas, ¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada y adecuadamente aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o estarían sus espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando?
-¡Ah! -exclamé con alivio, cuando a eso de la medianoche oí al fin pasos en el salón, y luego alguien tocó a mi puerta.
-¡Adelante! -exclamé.
-Perdóneme -dijo Antoni, sentándose en la silla que le señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo sabía que el discurso coherente no era su virtud más descollante.
-Su conducta... -encadenó-, y luego sus palabras... Para decido de una vez: ¿qué es lo que todo esto significa? O se va inmediatamente de mi casa... o me habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! -estalló.
-Bueno, ¿al fin me lo pregunta? -exclamé-. ¡Bastante tarde! Y aún ahora habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre ha sido...
-¿Qué? ¿Que ha sido...?
-Estrangulado.
-Estrangulado. Muy bien, estrangulado... -repitió, estremeciéndose con una especie de extraño placer.
-¿Se alegra?
-Me alegro.
-¿Quiere hacer otras preguntas? -le dije después de una pausa.
-¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! -exclamó.
-Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber atacado inmediatamente a su víctima y...
-Muy bien, muy bien -murmuró-, muy bien. Un momento. Otra pregunta. ¿Quién, a su juicio... quién...?
-¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría afirmar que durante la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal sigilo que no lo advirtieran el guarda ni los perros? ¿Podría creer en la posibilidad de que se hubiesen dormido, tanto el guarda como los perros, y que la puerta de la finca, por algún descuido, hubiese quedado abierta? ¿Es así? ¿Es así? ¡Que coincidencia tan desafortunada!
-Nadie pudo haber entrado -replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su inmovilidad que me despreciaba con todo el corazón.
-Nadie -confirmé enseguida, disfrutando alegremente de su orgullo-. ¡Absolutamente nadie! Entonces sólo quedan ustedes tres, y los tres sirvientes. Pero el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por qué cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
-La cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
-No adopte esos aires -le advertí, y mi breve comentario lo hizo volver a sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
-La cerré sin saber por qué, maquinalmente -dijo con dificultad y murmuró por dos veces-: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento nervioso.
-Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente, su puerta, sólo queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el único que esa noche tuvo libre acceso a la habitación de su padre: «Un mes ha pasado, los perros duermen y detrás del bosque alguien palmotea...»
-Supone entonces -exclamó- que yo... que yo... ¡ja, ja, ja!
-¿Quizás usted trata con esa risa de expresar que no fue usted? -dije secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota falsa-. ¿No fue usted? En ese caso, joven -añadí más suavemente-, ¿quiere explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
-¿Una lágrima?
-Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al principio, ayer mismo, en la escalera. Es habitual que las madres pierdan y traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía, y declaró que se sentía feliz por la muerte de su padre -dije triunfal, rotundamente, repitiendo sus palabras hasta que, una vez que la fuerza lo abandonó, me miró como a un ciego instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur, un aparte, digamos, que surgía directamente de su garganta.
-Era sólo sarcasmo... ¿comprende?... Al revés... De intento.
-¿Se permite el sarcasmo sobre la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
-¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un padre... No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito por haber salido de él con paso seguro; Antoni ni siquiera se movía.
-¿Será que está turbado porque lo quería? ¿Quizás lo quería realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
-¡Muy bien! Si usted insiste... sí... entonces, sí, muy bien...
Así era; lo quería -dijo, arrojando algo sobre la mesa, y después exclamó-: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
-Perfectamente -le dije-, quítelo de ahí.
-¡No, no quiero! Puede cogerlo, se lo regalo.
-¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted lo quería, eso es lo natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted cuenta, no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito que casi ha logrado usted convencerme con ese rizo; pero, ¿sabe?, hay una cosa fundamental que no logro aún resolver -aquí nuevamente bajé la voz y murmuré a su oído-: Usted lo quería, eso está muy bien; pero, ¿por qué hay tanta confusión, tanto desdén en ese amor? -se volvió a poner lívido y no respondió nada-. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué oculta su amor de la misma manera que un criminal oculta su crimen? ¿No me responde? ¿No lo sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted lo amaba. Sí, pero cuando su padre enfermó... le habló a su madre sobre la necesidad de que tuviera aire fresco. Su madre, quien, dicho sea de paso, también lo amaba, escuchó y asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacer daño; entonces se cambió para la habitación de su hija, pensando: «Estaré cerca de él, pendiente de cualquier llamada suya.» ¿No es así? Puede corregirme.
-Así fue.
-¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche, la madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave en una cerradura. ¿Una, dos, tres? La hicieron girar, maquinalmente, y se metieron en la cama. Sí, mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la puerta de la despensa. ¿Por qué? ¿Acaso cada pequeña acción de este tipo se puede fundamentar? De la misma forma se podría exigir fundamentación de por qué usted en este momento está sentado y no parado.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
-Sí, así fue, exactamente como usted dice.
-Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez pensaba: «Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar algo.» Por tanto, silenciosamente, pues para qué despertar a los que duermen, va hacia la habitación de su padre por las crujientes escaleras. Y cuando se encontró en la habitación -creo que la continuación no necesita comentarios-, entonces, maquinalmente, ¡vamos hasta el final!
Escuchaba sin creer a sus oídos. Repentinamente pareció despertar y exclamó con un aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual sólo podía ser inspirada por su gran miedo:
-¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación! No sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi cuarto. Yo también dormí encerrado... Debe tratarse de algún error.
-¿Qué? -exclamé-o ¿También se encerró? Según parece, todo el mundo se encerró. ¿Quien fue entonces?
-No lo sé, no lo sé... -respondió con estupor, secándose la frente-. Sólo ahora comienzo a comprender que nosotros debimos de haber estado esperando que ocurriera algo; debimos de haber tenido un presentimiento, y por miedo y por vergüenza -exclamó violentamente-, nos encerramos todos con llave... porque todos queríamos que mi padre, que mi padre... resolviera por su cuenta sus asuntos.
-¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se aproximaba, se encerraron antes de que llegara a producirse. ¿Entonces, ustedes esperaban ese crimen?
-¿Lo esperábamos?
-Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado, mientras ustedes esperaban; y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad de hacerlo.
Calló.
-Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado -murmuró al fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable-. Debe tratarse de un error.
-En ese caso, ¿quién lo asesinó? -seguí repitiendo incesantemente-. ¿Quién lo asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas, parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo? ¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las manos para la acción.
Tal vez, en un único instante, lo sobresaltó el incierto pensamiento de que, después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía excluirse del todo. Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio apareció como un complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una fracción de ese instante llegó a penetrar en la terrible dualidad de de los sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos tal es mi interpretación), y debe haber hecho estragos en todo lo que existía en su interior, de tal manera que, envuelto en su compasión, llegó a resultar intolerable hasta para sí mismo. Y aunque esto duró sólo un segundo, fue suficiente. Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis sospechas durante doce horas; durante doce horas había sentido una persecución despiadada y obstinada tras él, y debe de haber digerido todos los absurdos de que el pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto, dejó caer la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
-Yo lo... Yo fui... Yo.
-¿Qué quiere decir con eso de «fui»?
-Yo fui, como usted ha dicho; maquinalmente vamos hasta el final.
-¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo reconoce? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
-Sí, yo fui.
-¡Anja! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
-No más... Un minuto cuando mucho. No debemos sobreestimar el tiempo. Un minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y me dormí. Antes de dormirme, bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, que al día siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara (aunque su voz se volvió áspera), y a la vez feroz, llena de un gozo extraordinario. ¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el cuello, ¿qué se podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus propios derechos en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué puede un cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y -es difícil de explicar-, en ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino admitir franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es decir, contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible resistencia o estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí una gran confianza hacia él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, que había llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confusión, exhausto y sin aliento después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí repentinamente en un niño, un niño pequeño y desamparado que desea confesar sus errores y travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él entendería y no me negaría sus consejos. «Sí», pensé, «es lo único que me resta por hacer: una confesión franca. Él entenderá, me ayudará; encontrará una solución.» Pero, por si acaso, me levanté y me empecé a acercar a la puerta.
-Usted ve -dije, y mis labios temblaban ligeramente-; hay una dificultad... cierto obstáculo, una formalidad; para ser sinceros, nada importante. La cosa es que -toqué el picaporte-, a decir verdad, el cuerpo no revela huella alguna de estrangulamiento. Para expresarlo en términos fisiológicos, no fue estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque cardíaco. ¡El cuello, sabe, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé el salón con toda la rapidez que me era posible. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque con miedo, aguardé. El lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello. Esperé largo rato, y comencé a dudar; pensé que nada iba a ocurrir, que habían estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo el tiempo a hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se deslizó en el interior con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía horriblemente en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban cumpliendo ex post facto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado. Cuando después de una larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y la fuerza prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama. El cadáver estaba colocado diagonalmente a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Aunque los peritos médicos no estuvieron completamente satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron al fin consideradas, junto con la terminante confesión del asesino, como base legal suficiente.

Witold Gombrowicz
Traducción: Sergio Pitol


13 de febrero de 2018

El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz


El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz

1
Nací y crecí en una casa muy respetable. ¡Oh, amada infancia, con cuánta emoción te recuerdo! Veo a mi padre: un hombre fascinante, orgulloso, un rostro cuya mirada, rasgos y cabellos grises personificaban una estirpe perfecta y noble. Veo a mi madre: vestida siempre de negro, con unos pendientes antiguos como único adorno. Me veo a mí mismo: un muchachito serio y pensativo. ¡Ay, qué ganas de llorar ante tantas esperanzas nunca satisfechas! Había en nuestra vida familiar un solo punto oscuro, y era el hecho de que mi padre odiara a mi madre. O mejor dicho —me he expresado mal—, no es que la odiara, sino más bien que no la soportaba, y siempre me resultó difícil explicarme tal situación. Sin embargo, ése fue el comienzo del enigma que en la edad madura me condujo a la catástrofe interior. En efecto, ¿en qué me he convertido? En un
inútil, o, para decirlo explícitamente, en un desastre moral. Por ejemplo, me comporto de la siguiente manera: mientras beso la mano de una dama babeo de tal manera que me veo obligado a sacar el pañuelo y secar la saliva, murmurando un imperceptible
«perdón».
Muy pronto pude advertir que mi padre evitaba como la peste todo contacto con mi madre. Evitaba mirarla, y llegaba al extremo de mirar hacia otro lado o contemplarse las uñas cuando hablaba con ella. ¡Nada tan triste como los ojos bajos de mi padre!
A veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. No lograba comprenderlo, pues yo, en cambio, no experimentaba ninguna aversión hacia mi madre. Es más, a pesar de que hubiese engordado enormemente, al grado de tropezar con todas
las cosas, me gustaba que me arrullara, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Pero, ¿cómo entonces explicar mi existencia? ¿Cómo, pues, había yo venido al mundo? Probablemente había sido concebido bajo una especie de coacción, con los dientes
cerrados, violentando los instintos. Dicho de otra manera, supongo que mi padre debió de luchar durante algún tiempo en nombre del deber conyugal contra su disgusto (de nada se vanagloriaba tanto como de su honor varonil) y que un bebé, yo, fue el fruto de ese heroísmo.
Después de ese esfuerzo sobrehumano, y casi seguramente único, su repugnancia se manifestó con fuerza explosiva. Un día sorprendí sus palabras cuando le gritaba a mi madre, retorciéndose los dedos con gestos desesperados:
—Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. ¿Te das acaso cuenta de lo que significa una mujer calva? ¿Lo que significa para mí? La calvicie de una mujer... una mujer con peluca... no, lo que es yo no lo soporto.
Después, tranquilizándose, añadía con voz sosegada, cargada de sufrimiento:
—Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuan horrible es tu aspecto. Por otra parte, la pérdida del pelo no es sino un detalle, igual que la nariz. Puede haber detalles repelentes aun entre los arios, pero tú, tú eres enteramente horrible, eres la personificación misma de lo horrible... Si por lo menos hubiera un punto en tu cuerpo que careciera de rasgos
horripilantes, tendría yo al menos un punto de partida, una base, y créeme, te lo juro, hubiera podido concentrar en él todos los sentimientos que prometí ante el altar. ¡Dios mío!
Todo aquello me resultaba incomprensible. ¿Por qué debía considerarse peor la calvicie de mi madre que la de mi padre? Además, sus dientes eran mucho mejores; había entre ellos un canino con una obturación de oro. ¿Y por qué mi madre no sentía repugnancia hacia él y le gustaba acariciarle (en presencia de invitados, pues eran las únicas ocasiones en que él no se rebelaba)? Mi madre era una mujer majestuosa. Aún puedo verla presidir un gran banquete o una venta de beneficencia, o rodeada de la servidumbre en su capilla privada mientras rezaba las oraciones nocturnas.
Nadie tan religioso como mi madre. No se trataba de fervor, sino de furor, una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A determinada hora todos nos presentábamos con puntualidad en la capilla, llena de crespones luctuosos, yo, el mayordomo, el cocinero, la camarera y el portero. Después de las oraciones comenzaban los sermones.
«¡El pecado! ¡La vergüenza!», vociferaba mi madre con violencia, mientras su doble papada oscilaba y temblaba como la yema de un huevo. ¿Acaso no me expreso con el debido respeto por aquellas sombras queridas? Ha sido la vida la que me enseñó ese lenguaje, el lenguaje del misterio..., pero no debemos anticiparnos...
A veces mi madre nos convocaba a horas insólitas, a mí, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera.
—¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo!
A veces, dirigidos por ella, cantábamos las letanías a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, hasta que finalmente, vestido de frac o de smoking, parecía mi padre con una expresión de supremo disgusto en la cara.
—¡De rodillas! —estallaba con tono amenazador mi madre, acercándose a él a tropezones y mostrándole con el brazo extendido un crucifijo.
—¡Basta! —respondía él—, ¡todos a la cama!
Era la orden de un gran señor.
—La servidumbre es mía —respondía entonces mi madre, y él salía apresuradamente, acompañado de las lamentaciones suplicantes que entonábamos ante el altar.
¿Qué significaba todo aquello, y por qué mi madre hablaba de sus «malvadas acciones»? ¿Por qué a mi madre le producían horror las acciones de mi padre en tanto que a él lo que le producía horror era ella? La inocencia de mi espíritu infantil se perdía
en esos misterios.
—¡El muy vicioso! —exclamaba mi madre—. Recordad que no es posible tolerar lo que aquí está ocurriendo. Aquél que no grite a la vista del pecado ¡que se ate al cuello una piedra de molino! Nunca se podrá sentir demasiado horror, desprecio y odio ante sus vicios. ¡El juró y ahora... ahora me desprecia! ¡Juró que no iba a despreciarme! ¡Al infierno! ¡Le doy asco, pero él me produce más asco todavía! ¡Llegará el día del juicio! ¡Entonces podrá verse cuál de nosotros es mejor!... ¡El alma! ¡El alma no tiene nariz ni pierde el cabello!... Es la fe ardiente la que abre las puertas del Paraíso. Llegará el día en que tu padre, retorciéndose por los tormentos, me suplicará a mí, que estaré sentada a la
diestra de Jeovah, quiero decir a la diestra de Dios Padre, me suplicará que mueva un dedo para ayudarlo. Veremos si entonces le daré asco.
También mi padre era un hombre piadoso y frecuentaba regularmente la iglesia, aunque nunca ponía los pies en nuestra capilla privada. Lo recuerdo, impecablemente vestido, decir con aquel guiño que le era característico:
—Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. No te niego el derecho a la religión; por el contrario, desde el punto de vista religioso, una conversa es algo hermoso, pero, ¿qué quieres?, se trata de esfuerzos perdidos, la naturaleza es inflexible. Recuerda el refrán: «Dios perdonará, los hombres olvidarán, pero la nariz quedará».
Yo entre tanto crecía. De cuando en cuando mi padre me sentaba en sus rodillas y observaba detenidamente mis rasgos.
—Hasta el momento la nariz es como la mía, a Dios gracias. Pero sus ojos, y sus orejas... ¡pobre niño! (y aquí sus nobles rasgos se crispaban de dolor). Sufrirá terriblemente cuando sea consciente de ello, y no me extrañaría que se produjera en él una especie de «progrom interior».
¿De qué conciencia hablaba y a qué progrom aludía? Además, ¿de qué color tenía que ser un ratón nacido de un macho negro y una hembra blanca? ¿Tenía por fuerza que nacer manchado? O tal vez, cuando los colores contrastantes son de igual intensidad, debería nacer un ratón incoloro... Pero veo que, por impaciente, me anticipo a los acontecimientos.

2

Fui un buen alumno: aplicado y puntual, pero nunca gocé de la simpatía de los demás. Recuerdo la primera vez que me presenté ante el director: llegué lleno de entusiasmo, de buena voluntad, con el fervor que me era natural. El director me tomó amablemente de la barbilla. Pensaba yo que cuanto mejor me portara mayor sería el respeto de que gozaría entre los compañeros y los profesores. Pero mis buenas intenciones se estrellaban contra el muro de un invencible misterio. ¿Qué misterio? Yo no lo sabía, ni siquiera ahora lo sé por completo, yo me sentía sencillamente rodeado de un misterio hostil, aunque fascinante e impenetrable. ¿Os acordáis de aquella deliciosa y enigmática tonada?:

Uno, dos y tres, dos pan pan
no hay judío que no sea un can.
Los polacos en cambio son águilas de oro,
Uno dos y tres, ahora le toca al loro.

Cantábamos aquella estrofa a la hora del recreo. Sentía la fascinación de aquellas palabras y me encantaba declamarlas, pero no lograba explicarme el porqué de esa fascinación. Lo único que comprendía era que debía apartarme, limitándome a contemplar a los otros chicos cuando jugaban. Trataba de hacerme agradable con mis buenas maneras y con mi aplicación en el estudio, pero tanto mis buenas maneras
como la aplicación no me procuraron sino una actitud hostil por parte de mis compañeros y también (lo que me parecía extraño y sobre todo injusto) por parte de los profesores.
Me acuerdo del inolvidable profesor de historia y de literatura nacional, un vejete tranquilo, bastante inofensivo, que jamás levantaba la voz.
—Señores —decía, mientras se sonaba la nariz con un enorme pañuelo de colores o se rascaba la oreja con el dedo meñique—, ¿qué otra nación ha sido Mesías de las demás naciones? ¿Qué otra, una avanzada de la Cristiandad? ¿Qué nación puede ostentar un príncipe Poniatowski? Veamos, por ejemplo, a los genios y a los precursores de la humanidad, nosotros contamos con tantos como Europa entera —y luego preguntaba de inmediato—: ¿Dante?
—Yo lo sé profesor —gritaba—. ¡Krasinski!
—¿Y Moliere?
—¡Fredro!
—¿Newton?
—¡Copérnico!
—¿Beethoven?
—¡Chopin!
—¿Bach?
—¡Moniuszko!
—¡Sacad las conclusiones! —terminaba—. Nuestra lengua es cien veces más rica que la francesa, que, sin embargo, está considerada como una lengua perfecta. ¿Cómo se expresan los franceses? Petit,petiot, cuando mucho, très petit. En cambio nosotros,
¡vaya riqueza!: pequeño, pequeñito, pequeñín, pequeñísimo, pequeñuelo, pequeñitito, y muchas otras formas más.
Yo era quien mejor y más rápidamente respondía, pero él no sentía por mí la menor simpatía. ¿Por qué? No lo sabía. Un buen día comentó, entre toses, con voz extrañamente confidencial:
—Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos; sin embargo la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos. ¡Magnífico pueblo, el polaco!
A partir de entonces, disminuyó mi interés por el estudio. Sin embargo, ni siquiera esta nueva actitud logró valerme la simpatía del profesor de historia y de nada me sirvió su preferencia por los desaplicados y perezosos.
Bastaba con que nos lanzara una mirada para que de pronto se hiciera el silencio en la clase.
—¡Vaya, al fin la primavera! La sangre circula más rápidamente y nos conduce hacia los prados y los bosques. Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados. Nunca han logrado soportar mucho tiempo un mismo lugar. Ah, sí, las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, pero nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca?
El resultado de esas incitaciones fue que me enamoré de una joven, con la que repasaba las lecciones, sentados uno al lado de la otra en el mismo banco del parque. Durante mucho tiempo no supe cómo empezar, hasta que finalmente me decidí a preguntarle:
—¿Me permite, señorita? —ella ni siquiera me respondió. A la mañana siguiente, después de pedir consejo a mis compañeros de clase, vencí mi timidez y le di un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Volví a casa triunfante, feliz y seguro de mí mismo, aunque extrañamente turbado por aquel modo desacostumbrado de reír y de cerrar los ojos.
—También yo —les dije a mis compañeros, reunidos en el patio de la escuela—, también yo soy un vagabundo, un perezoso, un pequeño polaco. ¡Lástima que no me hayáis visto ayer en el parque, habríais asistido a cosas inauditas! —y les conté lo sucedido.
—¡Qué cretino! —comentaron, pero por primera vez me habían escuchado con interés.
De pronto alguien gritó:
—¡Una rana!
—¿Dónde? ¡Todos tras ella!
Todos nos precipitamos tras la rana. Comenzamos a golpearla con varas hasta que murió. Me sentía emocionado y orgulloso de haber sido admitido a sus juegos más íntimos; presentía que allí daba inicio una nueva etapa de mi vida.
—También hay una golondrina —grité—. Se metió en el salón de clases y ahora no puede salir.
Atrapé la golondrina y le rompí un ala para impedir que se escapara. Estaba a punto de golpearla con un palo cuando todos se acercaron a mi alrededor, exclamando:
—¡Pobrecilla! ¡Pobre pajarito herido! Démosle unas migas remojadas en leche —y cuando advirtieron que había estado a punto de golpearla con un palo, Pawleski frunció el ceño, apretó las mandíbulas hasta que la piel pareció a punto de estallar y me asestó un violento bofetón en plena cara.
—Lo ha abofeteado —gritaron los demás—. Estás deshonrado, Czarniecki. No te dejes humillar, sé hombre y devuélvele el golpe.
—No me es posible —repuse—, puesto que soy yo el más débil. Si se lo devuelvo volverá a golpearme y seré humillado por segunda vez —en respuesta a estas palabras, todos se lanzaron contra mí y me golpearon sin ahorrar escarnios ni insultos.
¡El amor! ¡Ese desatino fascinante e incomprensible...! Un pellizco, otro más, hasta un abrazo tal vez... ¡Ah cuántas cosas se encierran en esa palabra! ¡Bah! Ahora sé perfectamente bien a qué atenerme, he descubierto el secreto parentesco que existe entre
esa emoción y la guerra. También en la guerra se producen los pellizcos, los abrazos, sí, pero en aquel tiempo no era aún un fracasado, sino, por el contrario, me sentía lleno de entusiasmo. ¿Amaba? Puedo afirmar sin temor a exageraciones que buscaba el amor con la esperanza de destruir el muro que protegía aquel enigmático secreto... Con ardor
y con fe soportaba todas las extrañezas del más extraño de los sentimientos, contando con lograr finalmente comprender de qué se trataba.
—¡Te deseo! —le decía yo en un susurro a mi adorada. Pero ella destruía mi entusiasmo con lugares comunes.
—¿Quién es usted? Usted no es nadie —decía con aire misterioso, observándome—. Usted no es sino un consentido, un pequeño niño de mamá.
¿Niño de mamá? ¡Qué horror! ¿Qué quería decir con eso? ¿También ella estaría en el secreto? Yo, poco a poco, había llegado a comprender. Había comprendido que, si bien mi padre era de raza pura, mi madre también lo era, pero en sentido contrario, en sentido judío. Ignoraba qué razones habían obligado a mi padre, un aristócrata arruinado, a casarse con mi madre, hija de un rico banquero. Pero comprendía
el sentido de las miradas horrorizadas de mi padre cuando examinaba mis rasgos y comprendía las expediciones nocturnas de aquel hombre, que se marchitaba en la aborrecida convivencia con mi madre y que tendía, por razones superiores de la especie,
a transmitir la propia simiente a un vientre más digno. ¿Realmente comprendía yo? No, tal vez no comprendía nada y por eso se espesaba el fascinante muro de misterio: conocía, en teoría, los principios y sin embargo no sentía la menor aversión ni por mi madre ni por mi padre... era yo, a fin de cuentas, un hijo afectuoso. Aún ahora, por desconocer la teoría, no sé de qué color es el ratón nacido de un macho negro y de una hembra blanca; supongo tan sólo que conmigo se produjo un caso excepcional, una circunstancia sin precedentes, en que las razas hostiles de los padres, ambas igualmente
poderosas, se neutralizaron a tal punto que yo nací siendo un ratón sin pigmentación. ¡Un ratón neutro! He ahí mi destino y mi secreto, he ahí por qué no he tenido fortuna, por qué no he tomado parte en nada a pesar de haber participado en todo. He ahí por qué me sentí a disgusto cuando oí la expresión «hijo de mamá», acompañada, para colmo, de un ligero movimiento de párpados, gesto que ya más de una vez me había ocasionado problemas.
—El hombre —dijo ella, entrecerrando los ojos—, el hombre debe ser valiente.
—También yo puedo ser valiente —le respondí—.¡Ya lo creo!
Le venían a la mente los caprichos más inesperados. Me ordenaba que saltara profundas zanjas, que sostuviera pesos excesivos.
—Golpea ese abedul, pero no ahora, sino más tarde cuando el vigilante esté observando. ¡Destroza las ramas de estos arbustos! ¡Arroja al agua el sombrero de aquel señor! —yo evitaba discutir, recordando el incidente ocurrido en el patio del colegio; por otra parte, cuando trataba de comprender la razón de sus caprichos, me contestaba que ella misma
las ignoraba, que ella era en sí un enigma, una fuerza elemental—. ¡Soy una esfinge! —decía—. ¡Soy el misterio...! Cuando yo fracasaba en algo, ella se entristecía; cuando triunfaba, se ponía feliz como una muchachita y me permitía besar una de sus deliciosas orejas... como premio. Sin embargo nunca se permitió responder a mi apremiante: «¡Te deseo!».
—Algo hay en ti —me respondía, avergonzada—, ni siquiera sé lo que es, pero es algo repulsivo. Yo sabía muy bien lo que significaban esas palabras. Debo admitir que todo aquello era extrañamente seductor, hermoso, pero también poco satisfactorio. Sin embargo, no perdía el ánimo. Leía mucho, sobre todo poesía, y trataba de asimilar de la mejor manera el significado de mi secreto. Recuerdo un tema escolar: «El polaco y otros pueblos». Escribí: «Es inútil explicar la evidente superioridad de los polacos sobre los negros y los pueblos asiáticos; el color de la piel de estos últimos es repugnante. Pero la superioridad del polaco es igualmente indudable en lo que se refiere a otros pueblos europeos. Los alemanes son pesados, brutales, tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos, los italianos... bel canto. ¡Qué consolador resulta, pues, haber nacido polaco! Nada tiene entonces de extraño que todos nos envidien y quieran eliminarnos de la superficie terrestre. Sólo un polaco no produce repulsión».
Escribí aquel ensayo sin convicción, pero sentía que se trataba del significado profundo de mi enigmático secreto, y la ingenuidad de mis aseveraciones me producía una sensación agradable de placer.

3

El horizonte político se volvía cada vez más amenazador; mi amada, en cambio, cada vez más nerviosa. ¡Ah, las grandes y maravillosas jornadas de septiembre! Aquellos anhelos, aquella amargura, aquel incendio, aquel sentimiento de irrealidad, tenían el sabor de la menta y del musgo, como había leído en un libro. La multitud por las calles, los cantos y cortejos, la locura y la exaltación, todo enmarcado por el paso cadencioso de las tropas que se desplazaban hacia el frente. He ahí al antiguo combatiente por la Independencia... ¡lágrimas y bendiciones! Allá, la movilización y los adioses entre parejas de recién casados. Más allá aún, las banderas, los discursos, el entusiasmo delirante, el himno nacional. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación, odio. Si los artistas son dignos de crédito, nunca fueron más hermosas las
mujeres. Mi amada no me hacía caso; su mirada se volvió más sombría y más profunda, más elocuente; no tenía ojos sino para los militares. Yo me preguntaba qué debía hacer. El mundo enigmático había de pronto adoptado proporciones cósmicas y debía ser doblemente prudente.
Al igual que los demás, afirmaba tumultuosamente mi patriotismo, y hasta llegué a participar en varios juicios sumarios contra los espías. Comprendía que aquello era sólo un paliativo. Algo en la mirada de mi Jadwiga me obligó a alistarme como voluntario;
fui adscrito a un regimiento de ulanos. Pronto me convencí de que había elegido el buen
camino: en la sección médica, desnudo, de pie con mis documentos en la mano, delante de seis funcionarios y de dos médicos, me ordenaron levantar una pierna y comenzaron a examinar el talón; todos tenían la misma mirada escrutadora, seria, reflexiva y fríamente calculadora de Jadwiga; es más, me sorprendió que ella nunca hubiese reparado en mi talón cuando en el parque me reprochaba mi debilidad.
De pronto me vi convertido en un soldado y un ulano que cantaba junto con los demás: «Ulanos, ulanos, bellos muchachos, más de una joven correrá alegremente tras los colores de vuestras insignias». Y, en efecto, mientras atravesábamos la ciudad cantando, inclinados sobre el cuello de nuestros caballos, con lanzas y kepis, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres, y sentía que muchos corazones latían también por mí. No entiendo por qué, ya que no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki, hijo de una Goldwasser, sólo que calzaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras de color frambuesa. Mi madre me suplicaba que no tuviera piedad ni conociera el perdón; me bendecía con una santa reliquia en presencia de toda la servidumbre; la camarera era visiblemente la más conmovida.
—¡Arrasa, quema, mata! —gritaba mi madre en su delirio—. ¡No perdones a nadie! Eres un instrumento de Jeovah, quiero decir de Dios Nuestro Señor. Eres el instrumento de la ira, del horror, del desprecio, del odio. ¡Destruye a todos los malvados que sienten repugnancia aunque en el altar hayan jurado que nunca la sentirían!
Mi padre, aquel gran patriota, lloraba en un rincón.
—Hijo mío —me dijo—, con la sangre podrás borrar la mancha de tu origen. Piensa en mí siempre antes de iniciar la batalla y ahuyenta como la peste el recuerdo de tu madre, podría serte fatal. ¡Piensa en mí y no perdones! ¡No perdones! Extermina hasta el último de aquellos bribones! ¡Haz desaparecer todas las otras razas para que sólo la mía sobreviva!
Mi amada me entregó por primera vez su boca; fue en un parque, al sonido de una orquesta de café, una noche en que los perfumes de musgo y de menta eran especialmente penetrantes; sin ninguna preparación, sin preámbulos, me ofreció su boca. ¡Qué delicia! ¡Estuve a punto de llorar! Ahora comprendo que se trataba de un pregusto a cadáveres: así como nosotros, los hombres, nos preparábamos para la carnicería, ellas, las mujeres, habían dado ya comienzo a la obra. Sin embargo, en aquella época yo no era aún un fracasado y la idea, aunque me hubiese venido a la mente, me habría parecido filosofía vana, así que no supe ocultar mis lágrimas de alegría.
La guerra es hermosa. Ah, perdonad, vuelvo una vez más al misterio que me angustiaba. El soldado en el frente chapotea entre fango y cadáveres; las enfermedades, la suciedad y los piojos le persiguen y, cuando un obús le destroza el vientre, sus intestinos saltan por el aire. ¡Pafff! ¿Cómo comprender el misterio? ¿Por qué el soldado es una golondrina y no una rana? ¿Por qué la profesión de soldado es tan hermosa y tan envidiada por todos? Me explico mal, no es una profesión hermosa, sino espléndida,
sí, sí, espléndida es poco decir. Era precisamente la conciencia de ese esplendor lo que me proporcionaba las energías para combatir a ese abominable traidor del alma del soldado: el miedo... Y aquello me proporcionaba una extraña felicidad, como si me
encontrara ya al otro lado del muro infranqueable. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces me sentía columpiar en la sonrisa impenetrable de las mujeres, al ritmo del gallardo canto de los ulanos, y hasta sentía
ganarme el afecto de mi caballo (el orgullo de todo ulano), que hasta el momento sólo me había dedicado mordiscos y coces.

4

Sin embargo, ocurrió un día un incidente que me lanzó al abismo de la depravación moral, de la que, hasta el momento, no he logrado escapar. Todo sucedía de la mejor manera posible. La guerra se había desencadenado en todo el mundo y, con ella, el
secreto. Los hombres se lanzaban contra las bayonetas, odiaban, experimentaban disgusto y despreció, amor y veneración. Ahí donde en otro tiempo el honrado campesino almacenaba el grano no había ahora sino escombros. ¡Yo estaba en medio de ellos! No tenía la menor duda sobre cuál fuese el camino justo a seguir; la dura disciplina militar me indicaba el camino del secreto. Corría al ataque, yacía en las
trincheras entre exhalaciones de gases asfixiantes. La esperanza, consuelo de todos los imbéciles, me hacía vislumbrar ya las dichosas perspectivas del porvenir: el regreso a casa, librado de una vez por todas de la insoportable situación de ratón neutro. ¡Pero las cosas no ocurrieron de esa manera! El cañón retumbaba a lo lejos... la noche caía sobre campos roturados por los proyectiles... En el cielo se desplazaban lentamente las nubes... soplaba un viento gélido, mientras nosotros, más espléndidos que nunca, defendíamos con tesón por tercer día consecutivo una colina en cuya cima se erguía un
árbol mutilado. El teniente nos había dado la orden de resistir hasta la muerte.
Fue entonces cuando cayó el obús que al explotar le cortó de tajo ambas piernas al ulano Kacperski y le destrozó los intestinos. El golpe le dejó estupefacto, no sabía lo que había ocurrido, aunque un instante después explotó en una carcajada convulsiva, también él explotó, pero de risa. Se llevó la mano al vientre ensangrentado y comenzó a estremecerse con esa risa macabra, histérica, alucinante, durante largos e interminables minutos. ¡Qué carcajadas tan contagiosas las suyas! No podéis siquiera imaginar lo que significa semejante risa en el campo de batalla. No sé cómo pude resistir hasta el final
de la guerra. Cuando volví a casa, con aquella risa aún en el oído, comprobé que todo lo que hasta entonces había sostenido mi existencia yacía hecho escombros, que nada quedaba de mis sueños de vivir una vida feliz al lado de Jadwiga y que, en el desierto que se extendía ante mis ojos, no quedaba más que volverse comunista. ¿Comunista? ¿Por qué? Pero, en primer lugar, ¿qué es lo que entiendo por comunista? Ese término no implica para mí ninguna connotación ideológica exacta, ni un programa, sino más bien todo lo contrario, todo lo que contiene algo extraño, hostil, oscuro y que provoca en los individuos más serios estremecimientos de horror y les extrae salvajes gritos de repulsión.
Si tuviera que trazar un programa sería el siguiente: exijo y pretendo que todo, los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, todo, absolutamente todo, sea nacionalizado y distribuido, bajo entrega rigurosa de cupones, en porciones iguales y suficientes. Exijo, y sostendré esta exigencia delante de todo el mundo, que mi madre
sea cortada en pequeños trozos y que sea repartida entre quienes no son suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo se haga con mi padre entre aquellos cuya raza es poco satisfactoria. Exijo, además, que todas las sonrisas, todas las gracias, todos los encantos, sean suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado se castigue con la permanencia en correccionales. Ese es mi programa. ¿El método? Dos elementos principales lo constituirán: sonrisas acariciadoras y guiños. Insisto en sostener que la guerra destruyó en mí todo sentimiento humano. Insisto en establecer como principio que yo, personalmente, no he firmado la paz con nadie y que el estado de guerra sigue siendo para mí algo válido. «¡Ah, ah!», me diréis, «¡qué programa absurdo, qué método tan imbécil y poco comprensible!». Es posible que así sea. Pero, decidme, ¿es acaso vuestro programa más realista? ¿Son vuestros métodos más comprensibles? Por otra parte, no quiero obcecarme en el programa ni en los métodos...; si elijo el término «comunismo», lo hago exclusivamente porque el «comunismo» constituye para intelectos que le son adversos un enigma totalmente incomprensible, como lo son para mí vuestras sonrisas sarcásticas y vuestros rostros brutales.
Así las cosas, señores míos, vosotros sonreís, os hacéis guiños, acariciáis las golondrinas y torturáis a las ranas, os obcecáis en determinar la forma de una
nariz, estáis dispuestos siempre a odiar a alguien, y hay siempre alguien que os produce repulsión, o caéis en éxtasis por excesivo amor, y todo ello siempre con el único fin de satisfacer un enigma. ¿Qué ocurrirá cuando también yo tenga mi secreto personal
y cuando obligue a todo el mundo a aceptarlo, sirviéndome de todo el patriotismo, de todo el heroísmo; de todo el espíritu de sacrificio que me fueron enseñados en el amor y en la guerra? ¿Qué ocurrirá si también yo comienzo a sonreír (aunque mi sonrisa será muy distinta) y cuando guiñe el ojo con la seguridad de un viejo soldado? Creo que fue con mi adorada Jadwiga con quien estuve más irónico. «¿No es acaso la mujer ya en sí algo misterioso?», le pregunté. (A mi regreso me recibió con efusiones extraordinarias, observó la medalla que llevaba yo en el pecho e inmediatamente nos dirigimos hacia el
parque.)
—Claro que lo es —respondió—. ¿No soy yo acaso misteriosa? —añadió bajando los párpados—. ¿No soy una mujer que desencadena las pasiones, una mujer esfinge?
—También yo constituyo un misterio —le dije—. También yo dispongo de un lenguaje personal secreto, y deseo que lo adoptes. ¿Ves este sapo? Te doy mi palabra de soldado de que voy a metértelo debajo de la blusa, si inmediatamente, con toda seriedad y fijando en mí la mirada, no repites conmigo las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar.
Fue imposible. No quiso pronunciarlas. Encontró toda clase de excusas, explicando que sería tonto e ilógico decirlas, que ella no podía, se puso roja como un tomate, trató de tomar todo a broma, hasta que finalmente comenzó a llorar.
—No puedo, no puedo —repetía entre sollozos—. Me da vergüenza. ¡Cómo voy a decir esas palabras tan absurdas!
Tomé entonces un sapo grande y gordo y cumplí mi palabra. Se puso como una loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó se podía sólo comparar al del hombre a quien el obús le había cortado las dos piernas y reventado el vientre. Admito que la comparación y la misma broma con el sapo son de pésimo gusto, pero, señores, debéis recordar que también yo, el ratón incoloro, el ratón ni blanco ni negro, también yo, digo, soy un hecho de pésimo gusto en la opinión de mucha gente. ¿Es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo que de toda esta historia me resulta
agradable y misterioso, lo que tuvo el perfume de musgo y menta fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa.
Es posible que no sea yo realmente un comunista, sino sólo un pacifista militante. Vago por el mundo, navego en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropiezo con un sentimiento misterioso: sea la virtud o la familia, la fe o la patria, siento necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, una madre con su niño o un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!


1926 Witold Gombrowicz de Bakakaï o las Memorias del Tiempo de la inmadurez.
Traducción de Sergio Pitol


WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969). Novelista, cuentista y dramaturgo. Hijo de una familia de terratenientes empobrecidos que él mismo llamó «familia desarraigada». Este sentimiento de alienación lo acompañó durante toda su vida. Cuando se inicia la ocupación fascista se encontraba lejos de su patria, a la que nunca regresaría.
Entre sus obras señalaremos: Diario del período de adolescencia, Ferdydurke, Trasatlántico, Diario, Pornografía y Cosmos.

12 de febrero de 2018

Como hoguera en el cielo, Rafael Horacio López

Como hoguera en el cielo

Recuerdo como eran
los sauces en el agua
era extensa la siesta,
y mi niñez dorada.

Las hojas que caían
cantaban en la arena
era un viento mu fuerte
como hoguera en el cielo.
-Yo quisiera cantarte
con la voz de mi otoño
pero las hojas caen
y el silencio en el alma.

Como un paisaje mudo, saciado de distancias
lo veo en tus veredas y el murmullo del agua.

Tus voces me recuerdan
una infancia tranquila
con niños en la escuela:
claveles en el aire.

Recuerdo cómo eran los sauces en el alma
acercaban despacio tus brasas en el aire,
yo temblaba en enero por la emoción del fuego
era extensa la siesta y mi niñez dorada


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

11 de febrero de 2018

Rafael Horacio López reflexiones literarias sobre el tiempo

Videopoético del Café Literario del Jueves 29 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tiempo y coordino la velada Rafael Horacio López.

10 de febrero de 2018

A cielo abierto, Rafael Horacio López

A cielo abierto

Como el milagro de las cosas
que pasaron
me siento un árbol por los vientos
castigado,
y son mis manos un temblor
de nido abierto
con los que escribo mis recuerdos
y mis días.
La vieja casa de una infancia
que no olvido
donde los viejos se sentaban
con sus cosas
y serpenteaban los inviernos
y pasaban
dejando un leve retumbar
de libro abierto.

Y si algún día comprendiera los idiomas
que entre las hojas teje un pájaro celeste
conocería de esta historia que a mi vida
le brinda siempre una canción a cielo abierto
con el oído en el trajín
de los que amo
yo fui hilvanando un canto a dios
en la espesura
en este patio que tejieron
con los niños
las manos recias de mi padre
que yo admiro.
En este canto yo prolongo
el día abierto
para tenerlos aquí cerca
en mi guitarra
y recordarles con el canto
de zorzales
el manantial que ellos sembraron
en mi infancia.


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

9 de febrero de 2018

8 de febrero de 2018

A veces ocurre, Rafael Horacio López

A veces ocurre
que me quedo con ganas
de besar el musgo
de tu cuerpo,
de brindarte caricias apagadas
y al no poder besar tus muslos,
me quedo
con ganas de abrir
las rodillas de este valle
y caminar
la arena de tus cuerdas,
guitarra verde,
voz femenina
de este rio,
espaldas verdes,
idioma azul,
Comechingón,
dc Córdoba al oeste
siempre azul
cn sus campanas,
y desde aquí
el rio que se marcha
lentamente
buscando los Cerrillos
y El Cañaveral
de mis mayores.


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

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