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13 de febrero de 2018

El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz


El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz

1
Nací y crecí en una casa muy respetable. ¡Oh, amada infancia, con cuánta emoción te recuerdo! Veo a mi padre: un hombre fascinante, orgulloso, un rostro cuya mirada, rasgos y cabellos grises personificaban una estirpe perfecta y noble. Veo a mi madre: vestida siempre de negro, con unos pendientes antiguos como único adorno. Me veo a mí mismo: un muchachito serio y pensativo. ¡Ay, qué ganas de llorar ante tantas esperanzas nunca satisfechas! Había en nuestra vida familiar un solo punto oscuro, y era el hecho de que mi padre odiara a mi madre. O mejor dicho —me he expresado mal—, no es que la odiara, sino más bien que no la soportaba, y siempre me resultó difícil explicarme tal situación. Sin embargo, ése fue el comienzo del enigma que en la edad madura me condujo a la catástrofe interior. En efecto, ¿en qué me he convertido? En un
inútil, o, para decirlo explícitamente, en un desastre moral. Por ejemplo, me comporto de la siguiente manera: mientras beso la mano de una dama babeo de tal manera que me veo obligado a sacar el pañuelo y secar la saliva, murmurando un imperceptible
«perdón».
Muy pronto pude advertir que mi padre evitaba como la peste todo contacto con mi madre. Evitaba mirarla, y llegaba al extremo de mirar hacia otro lado o contemplarse las uñas cuando hablaba con ella. ¡Nada tan triste como los ojos bajos de mi padre!
A veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. No lograba comprenderlo, pues yo, en cambio, no experimentaba ninguna aversión hacia mi madre. Es más, a pesar de que hubiese engordado enormemente, al grado de tropezar con todas
las cosas, me gustaba que me arrullara, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Pero, ¿cómo entonces explicar mi existencia? ¿Cómo, pues, había yo venido al mundo? Probablemente había sido concebido bajo una especie de coacción, con los dientes
cerrados, violentando los instintos. Dicho de otra manera, supongo que mi padre debió de luchar durante algún tiempo en nombre del deber conyugal contra su disgusto (de nada se vanagloriaba tanto como de su honor varonil) y que un bebé, yo, fue el fruto de ese heroísmo.
Después de ese esfuerzo sobrehumano, y casi seguramente único, su repugnancia se manifestó con fuerza explosiva. Un día sorprendí sus palabras cuando le gritaba a mi madre, retorciéndose los dedos con gestos desesperados:
—Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. ¿Te das acaso cuenta de lo que significa una mujer calva? ¿Lo que significa para mí? La calvicie de una mujer... una mujer con peluca... no, lo que es yo no lo soporto.
Después, tranquilizándose, añadía con voz sosegada, cargada de sufrimiento:
—Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuan horrible es tu aspecto. Por otra parte, la pérdida del pelo no es sino un detalle, igual que la nariz. Puede haber detalles repelentes aun entre los arios, pero tú, tú eres enteramente horrible, eres la personificación misma de lo horrible... Si por lo menos hubiera un punto en tu cuerpo que careciera de rasgos
horripilantes, tendría yo al menos un punto de partida, una base, y créeme, te lo juro, hubiera podido concentrar en él todos los sentimientos que prometí ante el altar. ¡Dios mío!
Todo aquello me resultaba incomprensible. ¿Por qué debía considerarse peor la calvicie de mi madre que la de mi padre? Además, sus dientes eran mucho mejores; había entre ellos un canino con una obturación de oro. ¿Y por qué mi madre no sentía repugnancia hacia él y le gustaba acariciarle (en presencia de invitados, pues eran las únicas ocasiones en que él no se rebelaba)? Mi madre era una mujer majestuosa. Aún puedo verla presidir un gran banquete o una venta de beneficencia, o rodeada de la servidumbre en su capilla privada mientras rezaba las oraciones nocturnas.
Nadie tan religioso como mi madre. No se trataba de fervor, sino de furor, una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A determinada hora todos nos presentábamos con puntualidad en la capilla, llena de crespones luctuosos, yo, el mayordomo, el cocinero, la camarera y el portero. Después de las oraciones comenzaban los sermones.
«¡El pecado! ¡La vergüenza!», vociferaba mi madre con violencia, mientras su doble papada oscilaba y temblaba como la yema de un huevo. ¿Acaso no me expreso con el debido respeto por aquellas sombras queridas? Ha sido la vida la que me enseñó ese lenguaje, el lenguaje del misterio..., pero no debemos anticiparnos...
A veces mi madre nos convocaba a horas insólitas, a mí, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera.
—¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo!
A veces, dirigidos por ella, cantábamos las letanías a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, hasta que finalmente, vestido de frac o de smoking, parecía mi padre con una expresión de supremo disgusto en la cara.
—¡De rodillas! —estallaba con tono amenazador mi madre, acercándose a él a tropezones y mostrándole con el brazo extendido un crucifijo.
—¡Basta! —respondía él—, ¡todos a la cama!
Era la orden de un gran señor.
—La servidumbre es mía —respondía entonces mi madre, y él salía apresuradamente, acompañado de las lamentaciones suplicantes que entonábamos ante el altar.
¿Qué significaba todo aquello, y por qué mi madre hablaba de sus «malvadas acciones»? ¿Por qué a mi madre le producían horror las acciones de mi padre en tanto que a él lo que le producía horror era ella? La inocencia de mi espíritu infantil se perdía
en esos misterios.
—¡El muy vicioso! —exclamaba mi madre—. Recordad que no es posible tolerar lo que aquí está ocurriendo. Aquél que no grite a la vista del pecado ¡que se ate al cuello una piedra de molino! Nunca se podrá sentir demasiado horror, desprecio y odio ante sus vicios. ¡El juró y ahora... ahora me desprecia! ¡Juró que no iba a despreciarme! ¡Al infierno! ¡Le doy asco, pero él me produce más asco todavía! ¡Llegará el día del juicio! ¡Entonces podrá verse cuál de nosotros es mejor!... ¡El alma! ¡El alma no tiene nariz ni pierde el cabello!... Es la fe ardiente la que abre las puertas del Paraíso. Llegará el día en que tu padre, retorciéndose por los tormentos, me suplicará a mí, que estaré sentada a la
diestra de Jeovah, quiero decir a la diestra de Dios Padre, me suplicará que mueva un dedo para ayudarlo. Veremos si entonces le daré asco.
También mi padre era un hombre piadoso y frecuentaba regularmente la iglesia, aunque nunca ponía los pies en nuestra capilla privada. Lo recuerdo, impecablemente vestido, decir con aquel guiño que le era característico:
—Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. No te niego el derecho a la religión; por el contrario, desde el punto de vista religioso, una conversa es algo hermoso, pero, ¿qué quieres?, se trata de esfuerzos perdidos, la naturaleza es inflexible. Recuerda el refrán: «Dios perdonará, los hombres olvidarán, pero la nariz quedará».
Yo entre tanto crecía. De cuando en cuando mi padre me sentaba en sus rodillas y observaba detenidamente mis rasgos.
—Hasta el momento la nariz es como la mía, a Dios gracias. Pero sus ojos, y sus orejas... ¡pobre niño! (y aquí sus nobles rasgos se crispaban de dolor). Sufrirá terriblemente cuando sea consciente de ello, y no me extrañaría que se produjera en él una especie de «progrom interior».
¿De qué conciencia hablaba y a qué progrom aludía? Además, ¿de qué color tenía que ser un ratón nacido de un macho negro y una hembra blanca? ¿Tenía por fuerza que nacer manchado? O tal vez, cuando los colores contrastantes son de igual intensidad, debería nacer un ratón incoloro... Pero veo que, por impaciente, me anticipo a los acontecimientos.

2

Fui un buen alumno: aplicado y puntual, pero nunca gocé de la simpatía de los demás. Recuerdo la primera vez que me presenté ante el director: llegué lleno de entusiasmo, de buena voluntad, con el fervor que me era natural. El director me tomó amablemente de la barbilla. Pensaba yo que cuanto mejor me portara mayor sería el respeto de que gozaría entre los compañeros y los profesores. Pero mis buenas intenciones se estrellaban contra el muro de un invencible misterio. ¿Qué misterio? Yo no lo sabía, ni siquiera ahora lo sé por completo, yo me sentía sencillamente rodeado de un misterio hostil, aunque fascinante e impenetrable. ¿Os acordáis de aquella deliciosa y enigmática tonada?:

Uno, dos y tres, dos pan pan
no hay judío que no sea un can.
Los polacos en cambio son águilas de oro,
Uno dos y tres, ahora le toca al loro.

Cantábamos aquella estrofa a la hora del recreo. Sentía la fascinación de aquellas palabras y me encantaba declamarlas, pero no lograba explicarme el porqué de esa fascinación. Lo único que comprendía era que debía apartarme, limitándome a contemplar a los otros chicos cuando jugaban. Trataba de hacerme agradable con mis buenas maneras y con mi aplicación en el estudio, pero tanto mis buenas maneras
como la aplicación no me procuraron sino una actitud hostil por parte de mis compañeros y también (lo que me parecía extraño y sobre todo injusto) por parte de los profesores.
Me acuerdo del inolvidable profesor de historia y de literatura nacional, un vejete tranquilo, bastante inofensivo, que jamás levantaba la voz.
—Señores —decía, mientras se sonaba la nariz con un enorme pañuelo de colores o se rascaba la oreja con el dedo meñique—, ¿qué otra nación ha sido Mesías de las demás naciones? ¿Qué otra, una avanzada de la Cristiandad? ¿Qué nación puede ostentar un príncipe Poniatowski? Veamos, por ejemplo, a los genios y a los precursores de la humanidad, nosotros contamos con tantos como Europa entera —y luego preguntaba de inmediato—: ¿Dante?
—Yo lo sé profesor —gritaba—. ¡Krasinski!
—¿Y Moliere?
—¡Fredro!
—¿Newton?
—¡Copérnico!
—¿Beethoven?
—¡Chopin!
—¿Bach?
—¡Moniuszko!
—¡Sacad las conclusiones! —terminaba—. Nuestra lengua es cien veces más rica que la francesa, que, sin embargo, está considerada como una lengua perfecta. ¿Cómo se expresan los franceses? Petit,petiot, cuando mucho, très petit. En cambio nosotros,
¡vaya riqueza!: pequeño, pequeñito, pequeñín, pequeñísimo, pequeñuelo, pequeñitito, y muchas otras formas más.
Yo era quien mejor y más rápidamente respondía, pero él no sentía por mí la menor simpatía. ¿Por qué? No lo sabía. Un buen día comentó, entre toses, con voz extrañamente confidencial:
—Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos; sin embargo la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos. ¡Magnífico pueblo, el polaco!
A partir de entonces, disminuyó mi interés por el estudio. Sin embargo, ni siquiera esta nueva actitud logró valerme la simpatía del profesor de historia y de nada me sirvió su preferencia por los desaplicados y perezosos.
Bastaba con que nos lanzara una mirada para que de pronto se hiciera el silencio en la clase.
—¡Vaya, al fin la primavera! La sangre circula más rápidamente y nos conduce hacia los prados y los bosques. Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados. Nunca han logrado soportar mucho tiempo un mismo lugar. Ah, sí, las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, pero nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca?
El resultado de esas incitaciones fue que me enamoré de una joven, con la que repasaba las lecciones, sentados uno al lado de la otra en el mismo banco del parque. Durante mucho tiempo no supe cómo empezar, hasta que finalmente me decidí a preguntarle:
—¿Me permite, señorita? —ella ni siquiera me respondió. A la mañana siguiente, después de pedir consejo a mis compañeros de clase, vencí mi timidez y le di un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Volví a casa triunfante, feliz y seguro de mí mismo, aunque extrañamente turbado por aquel modo desacostumbrado de reír y de cerrar los ojos.
—También yo —les dije a mis compañeros, reunidos en el patio de la escuela—, también yo soy un vagabundo, un perezoso, un pequeño polaco. ¡Lástima que no me hayáis visto ayer en el parque, habríais asistido a cosas inauditas! —y les conté lo sucedido.
—¡Qué cretino! —comentaron, pero por primera vez me habían escuchado con interés.
De pronto alguien gritó:
—¡Una rana!
—¿Dónde? ¡Todos tras ella!
Todos nos precipitamos tras la rana. Comenzamos a golpearla con varas hasta que murió. Me sentía emocionado y orgulloso de haber sido admitido a sus juegos más íntimos; presentía que allí daba inicio una nueva etapa de mi vida.
—También hay una golondrina —grité—. Se metió en el salón de clases y ahora no puede salir.
Atrapé la golondrina y le rompí un ala para impedir que se escapara. Estaba a punto de golpearla con un palo cuando todos se acercaron a mi alrededor, exclamando:
—¡Pobrecilla! ¡Pobre pajarito herido! Démosle unas migas remojadas en leche —y cuando advirtieron que había estado a punto de golpearla con un palo, Pawleski frunció el ceño, apretó las mandíbulas hasta que la piel pareció a punto de estallar y me asestó un violento bofetón en plena cara.
—Lo ha abofeteado —gritaron los demás—. Estás deshonrado, Czarniecki. No te dejes humillar, sé hombre y devuélvele el golpe.
—No me es posible —repuse—, puesto que soy yo el más débil. Si se lo devuelvo volverá a golpearme y seré humillado por segunda vez —en respuesta a estas palabras, todos se lanzaron contra mí y me golpearon sin ahorrar escarnios ni insultos.
¡El amor! ¡Ese desatino fascinante e incomprensible...! Un pellizco, otro más, hasta un abrazo tal vez... ¡Ah cuántas cosas se encierran en esa palabra! ¡Bah! Ahora sé perfectamente bien a qué atenerme, he descubierto el secreto parentesco que existe entre
esa emoción y la guerra. También en la guerra se producen los pellizcos, los abrazos, sí, pero en aquel tiempo no era aún un fracasado, sino, por el contrario, me sentía lleno de entusiasmo. ¿Amaba? Puedo afirmar sin temor a exageraciones que buscaba el amor con la esperanza de destruir el muro que protegía aquel enigmático secreto... Con ardor
y con fe soportaba todas las extrañezas del más extraño de los sentimientos, contando con lograr finalmente comprender de qué se trataba.
—¡Te deseo! —le decía yo en un susurro a mi adorada. Pero ella destruía mi entusiasmo con lugares comunes.
—¿Quién es usted? Usted no es nadie —decía con aire misterioso, observándome—. Usted no es sino un consentido, un pequeño niño de mamá.
¿Niño de mamá? ¡Qué horror! ¿Qué quería decir con eso? ¿También ella estaría en el secreto? Yo, poco a poco, había llegado a comprender. Había comprendido que, si bien mi padre era de raza pura, mi madre también lo era, pero en sentido contrario, en sentido judío. Ignoraba qué razones habían obligado a mi padre, un aristócrata arruinado, a casarse con mi madre, hija de un rico banquero. Pero comprendía
el sentido de las miradas horrorizadas de mi padre cuando examinaba mis rasgos y comprendía las expediciones nocturnas de aquel hombre, que se marchitaba en la aborrecida convivencia con mi madre y que tendía, por razones superiores de la especie,
a transmitir la propia simiente a un vientre más digno. ¿Realmente comprendía yo? No, tal vez no comprendía nada y por eso se espesaba el fascinante muro de misterio: conocía, en teoría, los principios y sin embargo no sentía la menor aversión ni por mi madre ni por mi padre... era yo, a fin de cuentas, un hijo afectuoso. Aún ahora, por desconocer la teoría, no sé de qué color es el ratón nacido de un macho negro y de una hembra blanca; supongo tan sólo que conmigo se produjo un caso excepcional, una circunstancia sin precedentes, en que las razas hostiles de los padres, ambas igualmente
poderosas, se neutralizaron a tal punto que yo nací siendo un ratón sin pigmentación. ¡Un ratón neutro! He ahí mi destino y mi secreto, he ahí por qué no he tenido fortuna, por qué no he tomado parte en nada a pesar de haber participado en todo. He ahí por qué me sentí a disgusto cuando oí la expresión «hijo de mamá», acompañada, para colmo, de un ligero movimiento de párpados, gesto que ya más de una vez me había ocasionado problemas.
—El hombre —dijo ella, entrecerrando los ojos—, el hombre debe ser valiente.
—También yo puedo ser valiente —le respondí—.¡Ya lo creo!
Le venían a la mente los caprichos más inesperados. Me ordenaba que saltara profundas zanjas, que sostuviera pesos excesivos.
—Golpea ese abedul, pero no ahora, sino más tarde cuando el vigilante esté observando. ¡Destroza las ramas de estos arbustos! ¡Arroja al agua el sombrero de aquel señor! —yo evitaba discutir, recordando el incidente ocurrido en el patio del colegio; por otra parte, cuando trataba de comprender la razón de sus caprichos, me contestaba que ella misma
las ignoraba, que ella era en sí un enigma, una fuerza elemental—. ¡Soy una esfinge! —decía—. ¡Soy el misterio...! Cuando yo fracasaba en algo, ella se entristecía; cuando triunfaba, se ponía feliz como una muchachita y me permitía besar una de sus deliciosas orejas... como premio. Sin embargo nunca se permitió responder a mi apremiante: «¡Te deseo!».
—Algo hay en ti —me respondía, avergonzada—, ni siquiera sé lo que es, pero es algo repulsivo. Yo sabía muy bien lo que significaban esas palabras. Debo admitir que todo aquello era extrañamente seductor, hermoso, pero también poco satisfactorio. Sin embargo, no perdía el ánimo. Leía mucho, sobre todo poesía, y trataba de asimilar de la mejor manera el significado de mi secreto. Recuerdo un tema escolar: «El polaco y otros pueblos». Escribí: «Es inútil explicar la evidente superioridad de los polacos sobre los negros y los pueblos asiáticos; el color de la piel de estos últimos es repugnante. Pero la superioridad del polaco es igualmente indudable en lo que se refiere a otros pueblos europeos. Los alemanes son pesados, brutales, tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos, los italianos... bel canto. ¡Qué consolador resulta, pues, haber nacido polaco! Nada tiene entonces de extraño que todos nos envidien y quieran eliminarnos de la superficie terrestre. Sólo un polaco no produce repulsión».
Escribí aquel ensayo sin convicción, pero sentía que se trataba del significado profundo de mi enigmático secreto, y la ingenuidad de mis aseveraciones me producía una sensación agradable de placer.

3

El horizonte político se volvía cada vez más amenazador; mi amada, en cambio, cada vez más nerviosa. ¡Ah, las grandes y maravillosas jornadas de septiembre! Aquellos anhelos, aquella amargura, aquel incendio, aquel sentimiento de irrealidad, tenían el sabor de la menta y del musgo, como había leído en un libro. La multitud por las calles, los cantos y cortejos, la locura y la exaltación, todo enmarcado por el paso cadencioso de las tropas que se desplazaban hacia el frente. He ahí al antiguo combatiente por la Independencia... ¡lágrimas y bendiciones! Allá, la movilización y los adioses entre parejas de recién casados. Más allá aún, las banderas, los discursos, el entusiasmo delirante, el himno nacional. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación, odio. Si los artistas son dignos de crédito, nunca fueron más hermosas las
mujeres. Mi amada no me hacía caso; su mirada se volvió más sombría y más profunda, más elocuente; no tenía ojos sino para los militares. Yo me preguntaba qué debía hacer. El mundo enigmático había de pronto adoptado proporciones cósmicas y debía ser doblemente prudente.
Al igual que los demás, afirmaba tumultuosamente mi patriotismo, y hasta llegué a participar en varios juicios sumarios contra los espías. Comprendía que aquello era sólo un paliativo. Algo en la mirada de mi Jadwiga me obligó a alistarme como voluntario;
fui adscrito a un regimiento de ulanos. Pronto me convencí de que había elegido el buen
camino: en la sección médica, desnudo, de pie con mis documentos en la mano, delante de seis funcionarios y de dos médicos, me ordenaron levantar una pierna y comenzaron a examinar el talón; todos tenían la misma mirada escrutadora, seria, reflexiva y fríamente calculadora de Jadwiga; es más, me sorprendió que ella nunca hubiese reparado en mi talón cuando en el parque me reprochaba mi debilidad.
De pronto me vi convertido en un soldado y un ulano que cantaba junto con los demás: «Ulanos, ulanos, bellos muchachos, más de una joven correrá alegremente tras los colores de vuestras insignias». Y, en efecto, mientras atravesábamos la ciudad cantando, inclinados sobre el cuello de nuestros caballos, con lanzas y kepis, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres, y sentía que muchos corazones latían también por mí. No entiendo por qué, ya que no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki, hijo de una Goldwasser, sólo que calzaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras de color frambuesa. Mi madre me suplicaba que no tuviera piedad ni conociera el perdón; me bendecía con una santa reliquia en presencia de toda la servidumbre; la camarera era visiblemente la más conmovida.
—¡Arrasa, quema, mata! —gritaba mi madre en su delirio—. ¡No perdones a nadie! Eres un instrumento de Jeovah, quiero decir de Dios Nuestro Señor. Eres el instrumento de la ira, del horror, del desprecio, del odio. ¡Destruye a todos los malvados que sienten repugnancia aunque en el altar hayan jurado que nunca la sentirían!
Mi padre, aquel gran patriota, lloraba en un rincón.
—Hijo mío —me dijo—, con la sangre podrás borrar la mancha de tu origen. Piensa en mí siempre antes de iniciar la batalla y ahuyenta como la peste el recuerdo de tu madre, podría serte fatal. ¡Piensa en mí y no perdones! ¡No perdones! Extermina hasta el último de aquellos bribones! ¡Haz desaparecer todas las otras razas para que sólo la mía sobreviva!
Mi amada me entregó por primera vez su boca; fue en un parque, al sonido de una orquesta de café, una noche en que los perfumes de musgo y de menta eran especialmente penetrantes; sin ninguna preparación, sin preámbulos, me ofreció su boca. ¡Qué delicia! ¡Estuve a punto de llorar! Ahora comprendo que se trataba de un pregusto a cadáveres: así como nosotros, los hombres, nos preparábamos para la carnicería, ellas, las mujeres, habían dado ya comienzo a la obra. Sin embargo, en aquella época yo no era aún un fracasado y la idea, aunque me hubiese venido a la mente, me habría parecido filosofía vana, así que no supe ocultar mis lágrimas de alegría.
La guerra es hermosa. Ah, perdonad, vuelvo una vez más al misterio que me angustiaba. El soldado en el frente chapotea entre fango y cadáveres; las enfermedades, la suciedad y los piojos le persiguen y, cuando un obús le destroza el vientre, sus intestinos saltan por el aire. ¡Pafff! ¿Cómo comprender el misterio? ¿Por qué el soldado es una golondrina y no una rana? ¿Por qué la profesión de soldado es tan hermosa y tan envidiada por todos? Me explico mal, no es una profesión hermosa, sino espléndida,
sí, sí, espléndida es poco decir. Era precisamente la conciencia de ese esplendor lo que me proporcionaba las energías para combatir a ese abominable traidor del alma del soldado: el miedo... Y aquello me proporcionaba una extraña felicidad, como si me
encontrara ya al otro lado del muro infranqueable. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces me sentía columpiar en la sonrisa impenetrable de las mujeres, al ritmo del gallardo canto de los ulanos, y hasta sentía
ganarme el afecto de mi caballo (el orgullo de todo ulano), que hasta el momento sólo me había dedicado mordiscos y coces.

4

Sin embargo, ocurrió un día un incidente que me lanzó al abismo de la depravación moral, de la que, hasta el momento, no he logrado escapar. Todo sucedía de la mejor manera posible. La guerra se había desencadenado en todo el mundo y, con ella, el
secreto. Los hombres se lanzaban contra las bayonetas, odiaban, experimentaban disgusto y despreció, amor y veneración. Ahí donde en otro tiempo el honrado campesino almacenaba el grano no había ahora sino escombros. ¡Yo estaba en medio de ellos! No tenía la menor duda sobre cuál fuese el camino justo a seguir; la dura disciplina militar me indicaba el camino del secreto. Corría al ataque, yacía en las
trincheras entre exhalaciones de gases asfixiantes. La esperanza, consuelo de todos los imbéciles, me hacía vislumbrar ya las dichosas perspectivas del porvenir: el regreso a casa, librado de una vez por todas de la insoportable situación de ratón neutro. ¡Pero las cosas no ocurrieron de esa manera! El cañón retumbaba a lo lejos... la noche caía sobre campos roturados por los proyectiles... En el cielo se desplazaban lentamente las nubes... soplaba un viento gélido, mientras nosotros, más espléndidos que nunca, defendíamos con tesón por tercer día consecutivo una colina en cuya cima se erguía un
árbol mutilado. El teniente nos había dado la orden de resistir hasta la muerte.
Fue entonces cuando cayó el obús que al explotar le cortó de tajo ambas piernas al ulano Kacperski y le destrozó los intestinos. El golpe le dejó estupefacto, no sabía lo que había ocurrido, aunque un instante después explotó en una carcajada convulsiva, también él explotó, pero de risa. Se llevó la mano al vientre ensangrentado y comenzó a estremecerse con esa risa macabra, histérica, alucinante, durante largos e interminables minutos. ¡Qué carcajadas tan contagiosas las suyas! No podéis siquiera imaginar lo que significa semejante risa en el campo de batalla. No sé cómo pude resistir hasta el final
de la guerra. Cuando volví a casa, con aquella risa aún en el oído, comprobé que todo lo que hasta entonces había sostenido mi existencia yacía hecho escombros, que nada quedaba de mis sueños de vivir una vida feliz al lado de Jadwiga y que, en el desierto que se extendía ante mis ojos, no quedaba más que volverse comunista. ¿Comunista? ¿Por qué? Pero, en primer lugar, ¿qué es lo que entiendo por comunista? Ese término no implica para mí ninguna connotación ideológica exacta, ni un programa, sino más bien todo lo contrario, todo lo que contiene algo extraño, hostil, oscuro y que provoca en los individuos más serios estremecimientos de horror y les extrae salvajes gritos de repulsión.
Si tuviera que trazar un programa sería el siguiente: exijo y pretendo que todo, los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, todo, absolutamente todo, sea nacionalizado y distribuido, bajo entrega rigurosa de cupones, en porciones iguales y suficientes. Exijo, y sostendré esta exigencia delante de todo el mundo, que mi madre
sea cortada en pequeños trozos y que sea repartida entre quienes no son suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo se haga con mi padre entre aquellos cuya raza es poco satisfactoria. Exijo, además, que todas las sonrisas, todas las gracias, todos los encantos, sean suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado se castigue con la permanencia en correccionales. Ese es mi programa. ¿El método? Dos elementos principales lo constituirán: sonrisas acariciadoras y guiños. Insisto en sostener que la guerra destruyó en mí todo sentimiento humano. Insisto en establecer como principio que yo, personalmente, no he firmado la paz con nadie y que el estado de guerra sigue siendo para mí algo válido. «¡Ah, ah!», me diréis, «¡qué programa absurdo, qué método tan imbécil y poco comprensible!». Es posible que así sea. Pero, decidme, ¿es acaso vuestro programa más realista? ¿Son vuestros métodos más comprensibles? Por otra parte, no quiero obcecarme en el programa ni en los métodos...; si elijo el término «comunismo», lo hago exclusivamente porque el «comunismo» constituye para intelectos que le son adversos un enigma totalmente incomprensible, como lo son para mí vuestras sonrisas sarcásticas y vuestros rostros brutales.
Así las cosas, señores míos, vosotros sonreís, os hacéis guiños, acariciáis las golondrinas y torturáis a las ranas, os obcecáis en determinar la forma de una
nariz, estáis dispuestos siempre a odiar a alguien, y hay siempre alguien que os produce repulsión, o caéis en éxtasis por excesivo amor, y todo ello siempre con el único fin de satisfacer un enigma. ¿Qué ocurrirá cuando también yo tenga mi secreto personal
y cuando obligue a todo el mundo a aceptarlo, sirviéndome de todo el patriotismo, de todo el heroísmo; de todo el espíritu de sacrificio que me fueron enseñados en el amor y en la guerra? ¿Qué ocurrirá si también yo comienzo a sonreír (aunque mi sonrisa será muy distinta) y cuando guiñe el ojo con la seguridad de un viejo soldado? Creo que fue con mi adorada Jadwiga con quien estuve más irónico. «¿No es acaso la mujer ya en sí algo misterioso?», le pregunté. (A mi regreso me recibió con efusiones extraordinarias, observó la medalla que llevaba yo en el pecho e inmediatamente nos dirigimos hacia el
parque.)
—Claro que lo es —respondió—. ¿No soy yo acaso misteriosa? —añadió bajando los párpados—. ¿No soy una mujer que desencadena las pasiones, una mujer esfinge?
—También yo constituyo un misterio —le dije—. También yo dispongo de un lenguaje personal secreto, y deseo que lo adoptes. ¿Ves este sapo? Te doy mi palabra de soldado de que voy a metértelo debajo de la blusa, si inmediatamente, con toda seriedad y fijando en mí la mirada, no repites conmigo las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar.
Fue imposible. No quiso pronunciarlas. Encontró toda clase de excusas, explicando que sería tonto e ilógico decirlas, que ella no podía, se puso roja como un tomate, trató de tomar todo a broma, hasta que finalmente comenzó a llorar.
—No puedo, no puedo —repetía entre sollozos—. Me da vergüenza. ¡Cómo voy a decir esas palabras tan absurdas!
Tomé entonces un sapo grande y gordo y cumplí mi palabra. Se puso como una loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó se podía sólo comparar al del hombre a quien el obús le había cortado las dos piernas y reventado el vientre. Admito que la comparación y la misma broma con el sapo son de pésimo gusto, pero, señores, debéis recordar que también yo, el ratón incoloro, el ratón ni blanco ni negro, también yo, digo, soy un hecho de pésimo gusto en la opinión de mucha gente. ¿Es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo que de toda esta historia me resulta
agradable y misterioso, lo que tuvo el perfume de musgo y menta fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa.
Es posible que no sea yo realmente un comunista, sino sólo un pacifista militante. Vago por el mundo, navego en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropiezo con un sentimiento misterioso: sea la virtud o la familia, la fe o la patria, siento necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, una madre con su niño o un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!


1926 Witold Gombrowicz de Bakakaï o las Memorias del Tiempo de la inmadurez.
Traducción de Sergio Pitol


WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969). Novelista, cuentista y dramaturgo. Hijo de una familia de terratenientes empobrecidos que él mismo llamó «familia desarraigada». Este sentimiento de alienación lo acompañó durante toda su vida. Cuando se inicia la ocupación fascista se encontraba lejos de su patria, a la que nunca regresaría.
Entre sus obras señalaremos: Diario del período de adolescencia, Ferdydurke, Trasatlántico, Diario, Pornografía y Cosmos.

12 de febrero de 2018

Como hoguera en el cielo, Rafael Horacio López

Como hoguera en el cielo

Recuerdo como eran
los sauces en el agua
era extensa la siesta,
y mi niñez dorada.

Las hojas que caían
cantaban en la arena
era un viento mu fuerte
como hoguera en el cielo.
-Yo quisiera cantarte
con la voz de mi otoño
pero las hojas caen
y el silencio en el alma.

Como un paisaje mudo, saciado de distancias
lo veo en tus veredas y el murmullo del agua.

Tus voces me recuerdan
una infancia tranquila
con niños en la escuela:
claveles en el aire.

Recuerdo cómo eran los sauces en el alma
acercaban despacio tus brasas en el aire,
yo temblaba en enero por la emoción del fuego
era extensa la siesta y mi niñez dorada


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

11 de febrero de 2018

Rafael Horacio López reflexiones literarias sobre el tiempo

Videopoético del Café Literario del Jueves 29 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tiempo y coordino la velada Rafael Horacio López.

10 de febrero de 2018

A cielo abierto, Rafael Horacio López

A cielo abierto

Como el milagro de las cosas
que pasaron
me siento un árbol por los vientos
castigado,
y son mis manos un temblor
de nido abierto
con los que escribo mis recuerdos
y mis días.
La vieja casa de una infancia
que no olvido
donde los viejos se sentaban
con sus cosas
y serpenteaban los inviernos
y pasaban
dejando un leve retumbar
de libro abierto.

Y si algún día comprendiera los idiomas
que entre las hojas teje un pájaro celeste
conocería de esta historia que a mi vida
le brinda siempre una canción a cielo abierto
con el oído en el trajín
de los que amo
yo fui hilvanando un canto a dios
en la espesura
en este patio que tejieron
con los niños
las manos recias de mi padre
que yo admiro.
En este canto yo prolongo
el día abierto
para tenerlos aquí cerca
en mi guitarra
y recordarles con el canto
de zorzales
el manantial que ellos sembraron
en mi infancia.


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

9 de febrero de 2018

8 de febrero de 2018

A veces ocurre, Rafael Horacio López

A veces ocurre
que me quedo con ganas
de besar el musgo
de tu cuerpo,
de brindarte caricias apagadas
y al no poder besar tus muslos,
me quedo
con ganas de abrir
las rodillas de este valle
y caminar
la arena de tus cuerdas,
guitarra verde,
voz femenina
de este rio,
espaldas verdes,
idioma azul,
Comechingón,
dc Córdoba al oeste
siempre azul
cn sus campanas,
y desde aquí
el rio que se marcha
lentamente
buscando los Cerrillos
y El Cañaveral
de mis mayores.


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

7 de febrero de 2018

Piedra pintada, Rafael Horacio López

Piedra Pintada

Sentado en la cansada gramilla
mis ojos están puestos en los ojos dela piedra.

El agua pasa como una rodilla transparente,
sin embargo, me quedo en la piedra.

Ignoro a todos lo que pasan
menos a esa espina verde que también me mira.

Como una víbora húmeda espero pacientemente
que las plumas del sol me envuelvan.

Estarán gozando de su juventud
en las cigarras lentas.

Ellos fundaron el miedo a los caballos:
“se oyen voces graves en la piedra”;

“en la Piedra Pintada”-decían-
Y así se habrá Fundado este pueblo,
digo, su nombre.

Me lo cantó el Cutaco Cornejo,
alfarero, poeta y amigo,
sentado en la cansada piedra,
allá, en Piedra Pintada.

Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

6 de febrero de 2018

Porque tengo una inquietud, Rafael Horacio López

Porque tengo una inquietud
me asomo al verde corno niño se asoma a su juguete.

Y hundo mi curiosidad en el estribo que rumoroso
me despierta el rio. Y allí donde se juntan

la piedra con el árbol en la libertad del cielo
descubrí colores, ramas y cantos

que se balanceaban en generosos ritos. Y saludo
al martillo musical del garabato que en corcovos de verdes

se modula en la mano triunfal del artesano.
Francisco Flores me lo dijo mientras soñaba en su Piedra
Pintada.

“Se defiende con espinas que en cercos biselados
nos detienen y besa al río y pinta el paisaje en su figura”.

Piel mordida sin rencores por las plumas de la piel nocturna
que cumple el ritual del fuego.

Verano a lo largo del paisaje dando color a Las Raíces
del Valle, a los besos del musgo entre las piedras,
a la silenciosa armonía de las sombras.
En el Valle conocí a Don Francisco Leyría
artesano del Río de los Sauces. El besa sus tierras,

las voces de los naturales aún latentes en los misterios
de los algarrobos, de los garabatos, y de cuantos verdes

que suavizan las miradas de los criollos, las aguas, los veranos
y los sauces, y la silenciosa economía de las piedras.
Con golpes verdes me atora el camino a un río con destino
de alcoba
Que marea las manos de un delgado progreso.


Rafael Horacio López
De Oda al río de los sauces, Cantata.
Editorial tinta Libre, córdoba, argentina

Octubre de 2017

5 de febrero de 2018

El punto final, Jacques Sternberg

El punto final

Dios creó el mundo en seis días, como se ha dicho. Después, al séptimo día, descansó.
Esto le permitió reflexionar. Y, aterrado por el monstruo que había arrojado al espacio infinito, al día siguiente creó la muerte.


Jacques Sternberg

4 de febrero de 2018

Pequeño compendio de historia del futuro, Jacques Sternberg

Pequeño compendio de historia del futuro, Jacques Sternberg

 
1980
Para vengar con algún retraso la humillación sufrida en 1940, Francia declara la guerra a Alemania. Cuatro jóvenes franceses y dos alemanes responden a la orden de movilización general. La paz es firmada al día siguiente.
 
1981
Una máquina de calcular infalible prueba de forma perentoria que en realidad no puede ser más que el año 1051. Se admite el error, pero para no embrollar las cuentas no es rectificado.
 
1982
El tiempo de la máquina de finalidad negativa ha llegado. La máquina de ensuciar las calles para dar trabajo a los parados conoce un enorme auge. El aspirador-escupidor de polvo es exigido por todas las amas de casa realmente apasionadas por su trabajo.
 
1983
Un cohete enviado a Marte con dos pasajeros vuelve a caer en la Tierra y se pierde en un continente desconocido, desierto, y más vasto que el Brasil. Los navegantes protestan y discuten.
 
1984
Los hombres de negocios son equipados, a gran costo, con un ingenioso dispositivo que les permite ganar realmente tiempo: algunos minutos cada veinticuatro horas, tiempo que es automáticamente convertido en dinero líquido.
 
1985
Una secta de científicos moralizantes pone a punto un aparato que cumple las funciones de conciencia y fulmina al menor delito. Los científicos pagan con su vida este invento, que desaparece misteriosamente antes de poder ser comercializado.
 
1986
El problema de la polución, que conoció un cierto auge en los años setenta, vuelve a estar a la orden del día. Con una cierta fuerza de percusión. En efecto, se constata que la edad media del hombre apenas supera los treinta años. Salvo en Nueva York, donde desde hace ya más de diez años que las bicicletas han reemplazado a los coches, prohibidos en un radio de 50 kilómetros. Si se quiere salvar a la humanidad, hay que reaccionar. Y se reacciona fuertemente. Es puesta a punto una bomba antipolución que debe sanear la atmósfera tras estallar sin causar ningún daño material. La bomba A.P. es experimentada con éxito en el Sahara. No tan solo ha eliminado a todos los microbios, sino que ha devuelto al cielo y a la tierra su pureza original.
 
1987
Animados por esta experiencia perfectamente concluyen-te, se lanza una lluvia de bombas por sobre todo el planeta, todas al mismo tiempo. Los resultados son concluyentes: todo rastro de polución es destruido, los habitantes de la Tierra están indemnes y, aparentemente, en perfecta salud.
Un único inconveniente que nadie había previsto: ningún ser vivo, ningún hombre, es ya capaz de emitir el menor pensamiento.
 
1988
El espectáculo en la Tierra es bastante desolador: miles de millones de seres vagan, privados de recuerdos, de memoria y de toda iniciativa, en medio de una civilización intacta con la que no saben qué hacer. Ya no saben dónde viven. Ya no saben quiénes son. Ya no saben qué hacer con sus manos o con su futuro. Ya no saben nada. Se han convertido en alucinados maniquíes de carne, más vulnerables que los animales, puesto que se hallan menos armados por la naturaleza.
 
1989
Un joven sacerdote emprendedor que estaba dedicado a la pesca submarina en el momento de la explosión de las bombas se ha salvado milagrosamente de los efectos de la bomba A.P. Sigue en plena posesión de sus facultades y de su fe. Decide regenerar a las ovejas perdidas, es decir a sesenta millones de franceses. Inculcarles la fe.
 
1990
Lo consigue fácilmente. En algunos meses, millones de simples de espíritu se convierten en excelentes cristianos. Pero nada más. No saben hacer otra cosa que rezar balbuceantemente, entonar cánticos, y creer sin saber exactamente en qué creen.
 
1991
El sacerdote, que se ha autonombrado oficialmente Papa de Francia, intenta un golpe maestro, que le va a resultar fatal, haciéndose pasar por el Mesías. Y para demostrarlo espectacularmente llega a materializar, a los ojos de sus simples fieles, el alma humana. Es una sorpresa bastante imprevista: el alma humana se presenta bajo la forma de una babosa larvaria que tiene a la vez elementos de sapo, de langosta y de mosca gigante. Más aterrados por esta aparición que ante una tormenta, los fieles se arrojan sobre el cura-papa y lo echan como pasto al alma humana, que se lo zampa de un bocado. Luego vuelven a caer en un alelamiento total. Exactamente igual al que conocen todos los demás habitantes de la Tierra.
 
1992
El hombre ha perdido no tan solo todo el sentido de la iniciativa, toda veleidad, sino que ha perdido igualmente el uso de la palabra, se ha vuelto miope, amorfo, casi sordo. La mortalidad es aterradora, ya que come todo lo que cae en sus manos, mal protegido por un instinto animal perdido hace tanto tiempo. La Mayor parte de los seres humanos duermen ahora quince o veinte horas al día. No se despiertan más que para arrastrarse como sonámbulos en busca de cualquier alimento, tragarlo, y digerirlo en un semisueño.
1993
Afortunadamente, el problema de la superpoblación ha quedado igualmente resuelto: hace algunos años la natalidad es nula. Los seres humanos ni siquiera piensan en tener reacciones sexuales. Todos se han convertido en unos débiles sexuales. Y en este plano se revelan igualmente como muy inferiores a los animales. La Tierra no cuenta más que con mil millones de habitantes, si se les puede llamar así.
 
1994
Las ciudades matan más que nunca. Se están estancando en un terrible enmohecimiento que nadie sabe ya contener. Además, las provisiones disminuyen irreductiblemente, aunque parezcan inagotables. Incluso aunque el hombre moderno se contente ahora con una sola frugal comida a la semana, tal como es el caso.
 
1995
El Gran Éxodo empieza: los hombres, unos tras otros, abandonan las ciudades, se arrastran hacia el verdor, hacia el campo. Huyendo al ralentí de la podredumbre que se desprende de los cadáveres que nadie se preocupa de enterrar, huyendo al mismo tiempo de los almacenes cuyas reservas están a punto de agotarse para siempre.
 
1996
Desinteresándose de todo, el hombre ni siquiera se da cuenta de la proliferación de las hormigas en las ciudades.
Parecen venir del subsuelo y lo atraviesan todo, remontando a la superficie de los parquets de los apartamentos.
 
1997
Ya no hay hombres en las ciudades. Todos han emigrado hacia los campos y los bosques, las costas y las montañas.
Ya no se producen suicidios, pero miles de seres mueren cada día porque ya ni siquiera tienen la voluntad de seguir buscando algo con qué subsistir.
Los supervivientes viven aislados, eternamente solitarios. La Mayor parte de ellos se sepultan bajo montones de ramas que utilizan para confundirse con el suelo.
Como contrapartida, oficialmente, las hormigas abandonan la naturaleza y despliegan una desbordante actividad en todas las ciudades.
Las hormigas lo dejan también todo tras ellas, pero en cambio salen ganando, ya que se lanzan al asalto de la civilización técnica y comercial que el hombre acaba de abandonar.
Millones de tribus toman en efecto posesión de las ciudades. Jamás luchan entre ellas. Por el contrario, parecen cooperar, y se podría admitir que están persiguiendo un fin bien definido.
 
1998
Se trata, efectivamente, de un fin bien definido. Las hormigas parecen tomar el relevo y utilizar lo que el hombre ha abandonado.
Con una feroz obstinación, las hormigas se afanan en los laboratorios, como si buscaran, ante todo, comprender algunos misterios químicos.
 
1999
Finalmente lo han comprendido, hallando lo que estaban buscando: las hormigas consiguen aumentar de tamaño artificialmente.
Su estatura alcanza ya los sesenta centímetros.
Las más dotadas aprenden a andar sobre dos patas.
Aprenden también a servirse de los múltiples restos que han quedado de la pasada civilización de la humanidad.
 
2000
Ya no queda ninguna duda. Las hormigas son catapultadas por una oscura fuerza que se ríe de todas las dificultades. A menos que admitamos el azar y sus derivados, parece existir realmente una intervención divina en su potencia de acción sin límites.
Ya no hay ningún misterio. Hay que admitir el increíble esperado desde hace tantos siglos, el nuevo Mesías ha descendido a la Tierra. Pero es una hormiga.
Ha galvanizado a sus hermanas, les ha dado un alma, la voluntad de actuar y la fuerza ciega de los creyentes.
En una palabra, hay que aceptar la impensable verdad: las hormigas tienen fe. En nombre de esta fe, electrizadas, se lanzan ciegamente al ataque de este mundo de simples de espíritu que el hombre ha dejado tras él.
 
2001
Maravilladas de estupor y alegría ante tantos nuevos utensilios, las hormigas aprenden a servirse de un lápiz, de una paleta, de un compás, de una palanca, de un paraguas, en pocas palabras, de los millones de objetos que caen entre sus patas. Su altura alcanza ahora el metro veinte. Parecen estabilizarse en este tamaño. Pero su fe es más alta que la del hombre.
Y siendo más ágiles, más flexibles y más resistentes, las hormigas realizan con una destreza infinitamente Mayor que la del hombre los mil gestos tradicionales de la vida cotidiana.
 
2002
¿Puede hablarse todavía de los hombres que a veces pueden descubrirse en las madrigueras de los campos? ¿Puede llamárseles todavía seres humanos? No son más que larvas humanas. Se han vuelto sordos, mudos, casi ciegos. Todos ellos han perdido sus dientes, sus uñas, sus cabellos. Sus rasgos parecen cerrarse como cicatrices. Viven como enormes topos, casi paralizados, atrofiados, más grises ya que el suelo en el que parecen hundirse para camuflarse. Se alimentan de raíces, de gusanos de tierra, de hojas secas. Pueden beber el agua estancada de cualquier charca sin el menor peligro de enfermedad.
En cuanto a las hormigas, evolucionan como virtuosas en su nuevo mundo. Crean oficinas, comunicaciones, bancos, centros administrativos, y reinventan, a una cadencia acelerada, todas las maravillosas instituciones primarias que los hombres erigieron a través de muchos siglos.
Las hormigas cuentan ya en dólares, y tanto el comercio como la industria funcionan sobre esta base.
Naturalmente dotadas, habiendo sido socialistas y habiéndose convertido además al cristianismo, las hormigas no pierden un segundo, ya que ignoran tanto la pereza como la pasión de dormir.
En efecto, cada veinticuatro horas tan solo toman una hora de sueño. Es decir que muy pronto alcanzarán la civilización que hubiera alcanzado el hombre en el siglo XXI.
Con la religión, las hormigas han tomado consciencia de una moral, y de la forma más natural del mundo han rein-ventado el uso de la reverencia, las prisiones, la guillotina, el asesinato, la conciencia profesional, las leyes y los reglamentos y, por supuesto, el servicio militar.
La divisa del nuevo mundo de las hormigas es, en efecto: «Trabajo, Oración, Patria». Los riesgos de fracaso o de golpe de estado parecen despreciables: ninguna hormiga tiene sentido del humor.
 
2003
Sin embargo, algunas hormigas, más privilegiadas, leen, se convierten en auténticas intelectuales, y llegan a pensar en el mundo de los hombres, el de los años setenta por ejemplo, y se dicen: «Aquellos eran buenos tiempos».
Un germen de nostalgia está naciendo. Porque hay que decir que los tiempos son duros para las hormigas. El dólar es difícil de ganar, los salarios son muy bajos, y los subsidios familiares no existen. Los horarios de trabajo están fijados inflexiblemente en veintidós horas diarias. En los presidios se trabaja veintitrés horas diarias. El servicio militar ha sido establecido con una duración de tres años, lo cual es muy largo, ya que las hormigas no han conseguido prolongar su vida más allá de los seis años.
Además, el código penal se ha endurecido: una falta profesional en una oficina, una distracción en la misa o una ausencia, incluso con un pretexto válido, traen consigo automáticamente la pena capital.
Y las compensaciones están reducidas al mínimo. Las hormigas no han vuelto a abrir ni los cines ni las discotecas ni los teatros. Estiman que se trata de una pérdida de tiempo inútil, y consideran los espectáculos como una injuria a la moral. Sin embargo, hay una hora de televisión cada día, consagrada a la retransmisión en diferido de la misa obligatoria de la mañana.
Incluso aunque nunca se llega a la revuelta o a la huelga sistemática, los comités de vigilancia represiva se ven obligados a redoblar su vigilancia, ya que se descubren, aquí y allá, casos aislados de rebeldía, de mal ánimo. Algunas hormigas empiezan, no solamente a pensar, sino a hacer comparaciones, a trazar planes, a soñar con otro futuro. Todas no parecen creer ciegamente en un Dios de bondad que no les reserva más que un infierno en la Tierra y nebulosas promesas después de la muerte.
 
2004
Se ha fundado un clan secreto de hormigas marxistas. Niegan la existencia de Dios y consideran que el P.C.H. -el Partido Cristiano de las Hormigas, único partido en el poder- no piensa más que en explotar a las hormigas.
 
2005
El clan se ha convertido en un partido clandestino que agrupa en realidad a millones de hormigas dispuestas a todo. El clan tiene sus jefes, sus subjefes, sus espías, su imprenta. Fabrica sus propias armas. Tiene su bandera y sus siglas: el P.M.U., Partido Marxista Unificado. En la sombra, erige el programa de un mundo futuro basado no ya en la explotación de la hormiga por la hormiga, sino en el trabajo, el sudor, la lucha de clases para la prosperidad del partido.
 
2006
El primer acto de violencia estalla al descubierto, en plena noche de Navidad: una ristra de hormigas-obispo es barrida a golpe de metralleta al pie del altar.
El P.C.H. no sabe a quién arrestar, cómo lanzar su acción de represalias. Este ejército de las sombras se les escapa. Funda unidades de combate y de choque agrupados bajo el emblema de la U. D. R.: Unión Draconiana de Revanchistas. Todos los miembros del clero se convierten al mismo tiempo en jefes de una policía secreta.
 
2007
Pero esta sed de represalias llega demasiado tarde. No hace más que enloquecer a las hormigas aún vacilantes, que se unen por millones a las filas del P.M.U.
Y en primavera estalla una guerra civil de gran violencia. Se la llama Guerra de Secesión. Las hormigas marxistas son más numerosas, pero las cristianas están mejor armadas y sus cuadros están formados por un ejército mercenario. La lucha es feroz y mortífera.
 
2008
Un grupo de hormigas-ingeniero del P.M.U. encuentra los planos de un bombardero. Consiguen construir un primer avión. Luego un segundo. Construyen igualmente una o dos bombas.
Los dos aviones lanzan su cargamento de dos bombas sobre el cuartel general del P.C.H. Es el pánico. El P.C.H. capitula una hora más tarde.
 
2009
Acusado de alta traición, el Mesías Hormiga es crucificado en una colina de las afueras de la capital.
Los miembros más importantes del P.C.H. son juzgados y condenados a muerte. En los circos, son entregados a los osos hormigueros gigantes.
 
2010
Se limpian las ruinas, se reconstruye. Se anuncia una nueva Edad de Oro. Todo un pueblo vive en el entusiasmo de trabajar todavía más duro que en el pasado, propulsado hacia adelante por la exaltación de vivir para el futuro del partido. Un partido que se ha escindido ya en dos grupos: el antiguo Partido Marxista de las Hormigas y el P.S.U., Partido Segregacionista Unificado. Pero por el momento se mantienen en el estricto campo de la polémica y de las injurias.
 
2011
El acontecimiento que esperaban los hombres desde hacía tantos siglos llega finalmente: procedentes del espacio, los marcianos desembarcan en la Tierra.
Milagro: son hormigas gigantescas, como habían previsto los peores autores de ciencia ficción.
- ¡Hermanas, hermanas! -gritan al unísono las hormigas marcianas y las hormigas terrestres.
 
2012
Un año más tarde estalla una guerra sin cuartel entre las hormigas marcianas y las terrestres. Las hormigas marcianas, más evolucionadas y mejor armadas, no tienen apenas problemas para conseguir una aplastante victoria que no deja ningún superviviente entre las terrestres. Las marcianas ocupan la Tierra, lo cual no cambia nada, ya que no traen a nuestro planeta nada nuevo. Ellas creen también en una civilización de trabajo, de disciplina, de superproducción y de sacrificio absoluto por Marte, su patria.
 
2013
La Tierra es rebautizada y se convierte oficialmente en el planeta Marte Bis. Está bajo el régimen de un protectorado independiente.

En pocas palabras, todo esto causa multitud de cadáveres, y las larvas humanas que todavía subsisten en la Tierra agradecen este final. En efecto, comer hormiga se ha convertido para ellas no tan solo en un plato exquisito, sino en su único placer.


 Jacques Sternberg

3 de febrero de 2018

La secretaria, Jacques Sternberg

 Jacques Sternberg

Jacques Sternberg (Amberes, Bélgica, 17 de abril de 1923 - París, Francia, 11 de octubre de 2006) fue un novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés de origen judío.
Su trabajo en el campo de la ciencia ficción y de la literatura fantástica y la impresionante cantidad de microrrelatos que escribió (alrededor de 1.500), además del guion de la película Je t'aime, je t'aime, dirigida por Alain Resnais, y su participación en el célebre Grupo Pánico, lo hicieron mundialmente reconocido.
La secretaria, Jacques Sternberg

La habían contratado por su hermosura, sin preguntarle ni siquiera si sabía escribir a máquina. Escribía a máquina como una virtuosa, con una destreza que superaba a la de todas las restantes empleadas. Era capaz de entregar más de veinte cartas por día.
Lo asombroso de todo era que escribía a máquina con los pies, sin usar nunca las manos.
El primer día, eso causó mala impresión.
Pero la impresión muy pronto fue eclipsada por otros hechos: la secretaria no sólo tenía hermosísimas piernas, sino también un vientre plano que hacía soñar mientras respondía muy comercialmente a los clientes.

Jacques Sternberg

2 de febrero de 2018

La bajada, Jacques Sternberg

La bajada, Jacques Sternberg

Según el mapa, la carretera bajaba durante doce kilómetros. Ya había recorrido seis, la cara quemada por el viento y el sol, las manos agarradas con fuerza al manillar de su bicicleta, los dedos separados como patas de cangrejo, prestos a frenar en las vueltas.
De repente, se detuvo. Le pareció que el cable del freno trasero se soltaba.
Sonrió un instante al panorama de montañas que tenía enfrente. Luego se asombró al notar un súbito frío. Una verdadera sombra de hielo, a pesar de que no había viento. Buscó un suéter en la bolsa.
Y entonces vio el muro. Y detrás del muro, el cementerio.
A un lado de la carretera, una señal indicaba que se acercaba a San Sabornin.
Siguió el camino, prudente. Llegó a imaginar que algo le esperaba en esa carretera cerca de San Sabornin. Atravesó el pueblo despacio, con toda clase de precauciones. Salió del pueblo, y alcanzó la señal del otro lado.
No volvió a tomar velocidad hasta unos kilómetros más allá.
Su freno se rompió cuando alcanzó los últimos metros de la bajada. En aquel lugar era peligrosa en extremo. No pudo virar y salió al vacío.
Eso sucedía a cien metros de Cadoliva, pequeña localidad que carecía de cementerio. Los muertos eran enterrados en San Sabornin.


Jacques Sternberg

1 de febrero de 2018

El delegado, Jacques Sternberg

El delegado

 
Cuando salió de los talleres donde habían pasado diez años para ponerlo a punto, se le juzgó tan perfecto que en un primer momento sus constructores se preguntaron si realmente no habría que proporcionarle una tarjeta de identidad e inscribirlo en la seguridad social.
Pero, después de todo, no era más que un robot.
Físicamente, no tenía nada de extraordinario. No era ni muy alto ni particularmente seductor. Era un hombre como tantos otros, y así precisamente había sido concebido. ¿Quizá para disimular las increíbles capacidades de que había sido dotado su sistema cerebral? Puesto que estas capacidades eran innegables, y tan enormes que planteaban un grave problema: ¿en qué emplear aquel robot?
No había más problema que la elección, pero la elección era infinita. La sociedad que lo había concebido se dio cuenta de repente de lo relativa que era la complejidad de los asuntos comerciales, ya que el robot podía dirigir esta sociedad y todas sus sucursales sin la menor dificultad. Al mismo tiempo, podía asumir la contabilidad general de toda la red de firmas, la dirección de todo el personal, el conjunto de las cuestiones administrativas, la responsabilidad de todo el secretariado. En pocas palabras, coordinar los varios centenares de servicios y reunirlos en un solo centro nervioso capaz de enfrentarse con cualquier problema y darle sin vacilar, no ya solo una solución eficiente, sino la solución más eficiente a elegir en el amplio abanico de más de un centenar de soluciones.
Pero como el director general de la sociedad se creía irreemplazable, y cada responsable de un servicio tenía la misma impresión, se decidió considerar a aquel robot como si fuera otro empleado, ni mejor ni peor dotado que cualquier otro.
Se decidió incluso obligarle a subir peldaño a peldaño los escalones de la jerarquía. Fue así como, para empezar, se le relegó al subsuelo, al departamento de expediciones. En tan solo una hora el robot liquidó un retraso de diez días, todo el trabajo del día, y el que estaba preparado para el día siguiente. Fue enviado a la planta baja, puesto que se consideró que este ejemplo era nefasto para los mozos de almacén.
El robot se convirtió de embalador en secretario. Tras media hora de labor, había terminado el trabajo de todas las mecanógrafas, tras lo cual, en un genio de anticipación, respondió algunas cartas que ni siquiera habían llegado todavía, eliminando de un plumazo el correo de los diez días siguientes.
El comité de administración de la sociedad comprendió que jamás podría emplear al robot en un lugar donde tuviera que codearse con otros empleados. Era urgente aislarlo, bajo pena de provocar a través de todos los servicios una irremediable epidemia de inferioridad.
Así pues, el robot fue nombrado delegado.
Su trabajo era complejo pero muy definido: viajar de ciudad en ciudad, establecer las conexiones entre las distintas sucursales del negocio, enviar regularmente informes y, si se prestaba, sugerencias.
Durante un año el delegado cumplió con su trabajo a la perfección. Coordinando, organizando, informando, viajando, sin tomarse ni una hora de descanso, sin el menor fallo en su ritmo de pistón pensante. Los miles de sugerencias que hizo a la dirección permitieron a la sociedad triplicar su cifra de negocios en un mes y convertirse, tras algunos meses, en un trust cuyas ramificaciones ya no podían ser asimiladas por los responsables, es decir un negocio colosal que aplastaba a sus dirigentes, tanto a sus directores como a sus subdirectores, que no tenían otra preocupación que creerse a la altura de las circunstancias, ilusión sencilla de mantener ya que los negocios reportaban beneficios de miles de millones y parecían dirigirse por sí mismos.
Hasta que, un día, el contacto se perdió.
El delegado había sido enviado a Italia, había llegado bien allí, había enviado un primer informe. Luego, el silencio. Ninguna noticia. Y nadie conocía su dirección en Roma.
Pasaron varios meses.
Los responsables intentaron comprender el inextricable dédalo de complejidades inéditas que el cerebro del robot había creado, trataron de resolver los problemas más inmediatos a través del cálculo integral y de la química verbal, pero fue en vano. Hubo que aceptar el hacer frente, no tan solo a un descenso fulminante de la cifra de negocios, sino a la quiebra en un día no muy lejano.
En cuanto al delegado, fue hecho buscar por todas las policías del mundo, por todos los investigadores privados. Igualmente en vano. Jamás se halló su rastro. Se llegó a imaginar que se había desintegrado o, más simplemente, que había desaparecido.
Lo cual era falso.
El robot vivía aún. En Roma, además. Pero ya no pensaba en los negocios. Había olvidado completamente sus funciones, su papel, sus responsabilidades. Lo había olvidado todo.
Pasaba todos sus días en una pequeña salita de un museo de la capital. Iba allá a primera hora de la mañana, y no se iba hasta la hora del cierre.
No había otra finalidad en su existencia, aparte aquella.

Simplemente, se había enamorado locamente de uno de los objetos que había allá, en un estante de una vitrina en la salita de aquel museo: una encantadora y frágil muñequita de relojería del siglo XVIII, 

 Jacques Sternberg

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