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22 de septiembre de 2017

Sobre el escritor (1909) (Ensayo) Herman Hesse



Sobre el escritor (1909) (Ensayo) Herman Hesse


 El que por uno de los mil azares de la vida tiene que vivir o puede vivir de un talento literario innato, tendrá que tratar de conformarse con un dudoso «oficio», que no es tal. La actividad del llamado escritor libre es actualmente lo que nunca fue en la historia universal, un «oficio», probablemente porque lo ejercen profesionalmente muchos que no tienen ninguna vocación. En realidad, escribir de vez en cuando y espontáneamente cosas bonitas, que en su conjunto se llaman literatura, no me parece que sea el trabajo de una vida, ni que merezca el nombre de oficio en el sentido habitual. El escritor «libre», en la medida en que es una persona honesta y un artista, no tiene oficio, por el contrario, es un ser ocioso, un particular que sólo produce de vez en cuando y según el humor y la inspiración del momento.
 A cualquier escritor libre le resulta bien difícil aceptar su posición ambigua entre individuo particular y escritor no libre, es decir periodista. Tener un oficio que no lo es, no es siempre divertido. Algunos, por necesidad de actividad continua aumentan su producción más allá de los límites de su talento natural y escriben demasiado. A otros la libertad y el ocio les conducen a la comodidad, porque un hombre sin oficio se echa fácilmente a perder. Y todos ellos, los trabajadores y los vagos, padecen la neurastenia y la hipersensibilidad de las personas insuficientemente ocupadas y demasiado dependientes de ellas mismas.
 Pero no quería hablar de esto, cada cual ha de resolver su caso personalmente. La interpretación que los propios escritores dan a su oficio es cosa suya. Algo completamente distinto a las ideas tan a menudo mezcladas con amarga autoironía que tienen los poetas y literatos de su trabajo, es el concepto de la opinión pública sobre el oficio de escritor.
 La opinión pública, la prensa, el pueblo, las asociaciones, en una palabra, todos los que no son escritores, consideran que el oficio y el círculo de obligaciones de éstos son mucho más sencillos. Y de esta manera el literato, igual que cualquier médico o juez o funcionario, descubre la esencia y el carácter de su oficio a través de las exigencias que se le hacen desde fuera. Cualquier escritor medianamente famoso aprende a diario por el correo lo que quiere y piensa de él el público, los editores, la prensa y los colegas.
 El público y los editores suelen estar completamente de acuerdo y suelen ser muy modestos en sus exigencias. Del autor de una comedia que ha tenido éxito esperan nuevas comedias que tengan éxito, del escritor de una novela rústica, nuevas novelas rústicas, del autor de un libro sobre Goethe, más libros sobre Goethe. A veces el propio autor no piensa ni desea otra cosa, entonces reina para siempre la unanimidad y la satisfacción recíproca. El creador del «Muchacho tirolés» continúa con la «Muchacha tirolesa», el autor de las «escenas de soldados» con las «escenas de cuarteles», y a «Goethe en su cuarto de trabajo» siguen «Goethe en la Corte» y «Goethe en la calle».
 Los autores que escriben así tienen realmente un oficio, ejercen realmente una profesión. Explotan sus recursos y poseen el atributo y el signo secreto del gremio de los verdaderos «escritores»: la «ilustre pluma».
 La «ilustre pluma» es un invento de aquel redactor desgraciadamente anónimo que hace varias décadas descubrió en el llamado «elemento personal» el mal cancerígeno del periodismo. Como es sabido, en lugar de la personalidad colocó el «nombre» y concedió a cada «nombre» una «ilustre pluma», de la que respetando la vanidad del autor sabía obtener después encargos. Esta técnica domina hoy todo el folletón periodístico cuando no rinde tributo al culto de lo impersonal bajo la forma más noble del anonimato absoluto.
 Así sucede, por ejemplo, que al autor de una novela con éxito le sorprenda el siguiente telegrama de un periódico de circulación mundial: «Ruego envíe de su ilustre pluma charla sobre, probable evolución técnica aérea; honorarios máximos garantizados». Para el redactor los autores medianamente conocidos sólo cuentan como nombre y calcula de la siguiente manera: los lectores desean titulares interesantes y actuales, además desean nombres famosos, de modo que combinaremos ambos. Lo que dice luego el artículo encargado es lo de menos: cuando se tiene una «pluma ilustre» se puede iniciar una charla sobre Gerhart Hauptmann con una decorativa frase de introducción sobre Zeppelin. Existen plumas sumamente ilustres que viven cómodamente de este trajín fraudulento.
 Así se caracterizan más o menos las exigencias de la prensa respecto de los escritores libres. Hay que añadir aún las «encuestas», en las que como en una fiesta de máscaras, los profesores hablan de teatro, los actores de política, los poetas de economía, los ginecólogos de la conservación de monumentos. En total, una actividad inocente y divertida que nadie toma en serio y hace poco daño. Peores son las exigencias de la prensa que cuentan con la vanidad y la necesidad de publicidad de los literatos bajo el lema «manus manum lavat». Entre estas cosas tan poco elegantes cuento también los pequeños artículos de publicidad y autobiografías adornados con fotos en muchos periódicos y suplementos dominicales.
 El escritor enfrentado a estas ofertas e invitaciones comprende poco a poco su oficio, y si de momento no tiene nada que hacer, puede ocupar al menos su vida atendiendo a toda esta correspondencia en el fondo inútil. Luego llegarán aún muchas e inesperadas cartas privadas aumentando y variando con los años. No voy a decir nada de las cartas que solicitan favores, todo el mundo las recibe. Pero en una ocasión me sorprendió que un preso recién puesto en libertad con 35 condenas anteriores, me ofreciese la historia de su vida para que la utilizase a mi gusto a cambio de una compensación única de mil marcos. Que cada pequeña biblioteca y algunos estudiantes sin medios supongan que un autor disfruta regalando sus libros por docenas es ya menos divertido. También es extraño que cada año todos los clubs de Alemania y todos los alumnos del último curso de bachillerato quieran para sus aniversarios y para sus fiestas de fin de estudios, colaboraciones literarias de todos los escritores alemanes. Comparado con esto, poco importan los deseos de los coleccionistas de autógrafos, aunque obliguen a contestar enviando el franqueo de vuelta.
 Pero todos los editores, redacciones, estudiantes de bachillerato, adolescentes y clubs del mundo juntos no dan a un escritor tanto trabajo como sus colegas, desde el escolar de dieciséis años que envía para que sean sometidos a examen y a enjuiciamiento rigurosos varios centenares de poemas difícilmente legibles, hasta el viejo literato con rutina, que pide con toda amabilidad una crítica favorable de su último libro y que al mismo tiempo da a entender de manera clara y prudente que tanto en caso positivo como negativo no dejará de devolver el favor. Se puede conservar la tranquilidad y el humor frente a los editores y los periódicos, los pedigüeños y los ingenuos pero, a menudo, el afán comercial y la insistencia egoísta de los plumíferos superfluos no suscitan más que asco y disgusto. El joven superamable que hoy envía sus poemas con una carta enfática llena de adulación y que quiere someterse por completo a mi juicio y consejo, puede contestar pasado mañana a mi carta ponderada, amable pero negativa, con un artículo furibundo lleno de injurias en el semanario local. He conocido personalmente y he sido amigo de un gran número de escritores a los que estimo mucho, y todos han hecho las mismas experiencias y ninguno de nosotros ha seguido nunca ese camino del pedigüeño y del chantajista. Por lo tanto se puede deducir que esos indestructibles colegas de la especie de los aduladores y pedigüeños, son realmente mediocres y seguramente no cometeremos ninguna injusticia contra ningún hombre de honor, ni contra ningún genio, si hacemos caso omiso de esa multitud de impertinencias que se renuevan a diario, arrojándolas al mismo cesto en que terminan las cartas de peticiones no literarias.
 Y al final del ciclo se ve que lo que parece un oficio y un empleo consiste para el escritor en un conjunto de necedades y palabras inútiles, mientras que su verdadero trabajo, a pesar de todas las opiniones opuestas, no puede regularse ni convertirse en oficio. Nuestro oficio es estar callado, abrir los ojos y esperar a que llegue el momento favorable, y entonces, aunque el trabajo exija sudor y noches en vela, es delicioso y deja de ser «trabajo».


 Herman Hesse

21 de septiembre de 2017

Leer y poseer libros (1908) (Ensayo) Herman Hesse



Leer y poseer libros (1908) (Ensayo) Herman Hesse



Es muy habitual entre nosotros considerar cada trozo de papel impreso como un valor, y que todo lo impreso es fruto de un trabajo intelectual y merece respeto. De vez en cuando se puede encontrar uno junto al mar o en las montañas a alguna persona aislada cuya vida no ha sido alcanzada todavía por la marea de papel y para la que un calendario, un folleto o incluso un periódico son bienes valiosos y dignos de ser conservados. Estamos acostumbrados a recibir en casa gratuitamente grandes cantidades de papel, y el chino que piensa que todo papel escrito o impreso es sagrado nos hace sonreír.
 A pesar de todo se ha conservado el respeto al libro. Aunque últimamente se distribuyen gratuitamente y empiezan a convertirse aquí y allá en material de saldo. Por lo demás, parece que precisamente en Alemania, está creciendo el afán de poseer libros.
 Claro que todavía no se sabe lo que significa realmente poseer libros. Muchos se niegan a gastar en libros ni la décima parte de lo que dedican a cerveza y otras banalidades. Para otros, más anticuados, el libro es algo sagrado que acumula polvo en la sala de estar sobre un mantelito de terciopelo.
 En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere volverlo a leer, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. Tomar un libro prestado, leerlo y devolverlo, es una cosa sencilla; en general lo que se ha leído así se olvida tan pronto como el libro desaparece de casa. Hay lectores, especialmente las mujeres desocupadas, que son capaces de devorar un libro cada día, y para éstos la biblioteca pública es al fin la fuente adecuada, ya que de todos modos no quieren coleccionar tesoros, hacer amigos y enriquecer su vida, sino satisfacer un capricho. A esa especie de lectores, que Gottfried Keller supo retratar tan bien en una ocasión, hay que dejarla con su vicio.
 Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizás ganarla como amigo. Cuando leemos a los poetas, no conocemos solamente un pequeño círculo de personas y hechos, sino sobre todo al escritor, su manera de vivir y ver, su temperamento, su aspecto interior, finalmente su caligrafía, sus recursos artísticos, el ritmo de sus pensamientos y de su lenguaje. El que quedó cautivado un día por un libro, el que empieza a conocer y entender al autor, el que logró establecer una relación con él, para ése empieza a surtir verdaderamente efecto el libro. Por eso no se desprenderá de él, no lo olvidará, sino que lo conservará, es decir, lo comprará, para leer y vivir en sus páginas cuando lo desee. El que compra así, el que siempre adquiere únicamente aquellos libros que le han llegado al corazón por su tono y por su espíritu, dejará pronto de devorar lectura a ciegas, y con el tiempo, reunirá a su alrededor un círculo de obras queridas, valiosas en el que hallará alegría y sabiduría, y que siempre será más valioso que una lectura desordenada, casual, de todo lo que cae en sus manos.
 No existen los mil o cien «mejores libros»; para cada individuo existe una selección especial de los que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos. Por eso no se puede crear una biblioteca por encargo, cada uno tiene que seguir sus necesidades y su amor y adquirir lentamente una colección de libros como adquiere a sus amigos. Entonces una pequeña colección puede significar un mundo para él. Los mejores lectores han sido siempre precisamente los que limitaban sus necesidades a muy pocos libros, y más de una campesina que solamente posee y conoce la Biblia ha sacado de ella más sabiduría, consuelo y alegría que los que logre extraer jamás cualquier rico mimado de su valiosa biblioteca.
 El efecto de los libros es algo misterioso. Todos los padres y educadores han hecho la experiencia de creer que daban a un niño o a un adolescente un libro excelente y escogido en el momento adecuado y luego han visto que había sido un error. Cada cual, joven o viejo, tiene que encontrar su propio camino hacia el mundo de los libros, aunque el consejo y la amable tutela de los amigos puede ayudar mucho. Algunos se sienten pronto a gusto entre los escritores y otros necesitan largos años hasta comprender lo dulce y maravilloso que es leer. Se puede comenzar con Homero y acabar con Dostoievski o al revés; se puede ir creciendo con los poetas y pasar al final a los filósofos o al revés; hay cien caminos. Pero sólo existe una ley y un camino para cultivarse y crecer intelectualmente con los libros, y es el respeto a lo que se está leyendo, la paciencia de querer comprender, la humildad de tolerar, escuchar. El que solamente lee como pasatiempo, por mucho y bueno que sea lo que lea, leerá y olvidará y luego será tan pobre como antes. Pero al que lee como se escucha a los amigos, los libros le revelarán sus riquezas y serán suyos. Lo que lea no resbalará, ni se perderá, sino que se quedará con él y le pertenecerá y consolará, como sólo los amigos son capaces de hacerlo.

 Herman Hesse

20 de septiembre de 2017

El trato con los libros (1907) (ensayo) Herman Hesse



El trato con los libros (1907) Herman Hesse

 No hay ninguna lista de libros que sea imprescindible leer y sin la cual no existan salvación y cultura. Pero para cada uno hay un número considerable de libros en los que puede hallar satisfacción y placer. Encontrar esos libros poco a poco, establecer con ellos una relación duradera, asimilarlos gradualmente, si es posible como una propiedad externa e interna, constituye para el individuo un esfuerzo propio, personal, que no puede descuidar sin reducir de manera fundamental el círculo de su cultura y de sus placeres, y con ello, el valor de su existencia.
 Igual que no se llegan a conocer a través de un libro de botánica el árbol o la flor que se ama especialmente, no se conocerán ni encontrarán los libros favoritos propios en una historia de la literatura o en un estudio teórico. El que se ha acostumbrado a ser consciente del verdadero sentido de cada acto de la vida cotidiana (y ésa es la base de toda formación), aprenderá muy pronto a aplicar también a la lectura las leyes y las diferenciaciones esenciales, aunque en un principio sólo lea revistas y periódicos.
 El valor que puede tener para mí un libro, no depende de su fama y popularidad. Los libros no están para ser leídos durante algún tiempo por todo el mundo y constituir un tema fácil de conversación y ser olvidados después como la última noticia deportiva o el último asesinato: quieren ser disfrutados y amados en silencio y con seriedad. Sólo entonces revelan su belleza y su fuerza más profundas.
 Sorprendentemente el efecto de muchos libros aumenta cuando son leídos en voz alta. Pero eso sólo es válido para poesías, relatos breves, ensayos cortos de forma depurada y obras parecidas. Leyendo bien en voz alta se puede aprender mucho, sobre todo se agudiza el sentido del ritmo secreto de la prosa, base de todo estilo personal.
 El libro que ha sido leído una vez con placer, debe comprarse sin falta aunque no sea barato.
 El que disponga de escasos recursos hará bien en comprar únicamente aquellas obras que le hayan recomendado encarecidamente sus amigos más íntimos, o las que ya conozca y aprecie, y que sepa que volverá a leer alguna vez.
 El que tenga con algún libro una relación íntima, el que pueda leerlo una y otra vez y encuentre siempre nueva alegría y satisfacción, debe confiar tranquilamente en su intuición y no dejar que ninguna crítica estropee su placer. Hay quien prefiere más que nada leer libros de cuentos y quien aleja a sus hijos de esa clase de lectura. La razón la tiene el que no sigue una norma ni un esquema fijos sino su sensibilidad y las necesidades de su corazón.
 Sobre los grandes (como Shakespeare, Goethe, Schiller) debe leerse poco o nada, al menos hasta conocerlos a través de sus propias obras. Cuando se leen demasiadas monografías y descripciones de la vida, es fácil estropearse el maravilloso placer de descubrir la personalidad de un autor a través de sus obras, de crear uno mismo su imagen. Y junto a las obras no debe perderse uno las cartas, los diarios, las conversaciones, por ejemplo las de Goethe. Cuando las fuentes están tan cerca y son tan fácilmente accesibles no hay que contentarse con regalos de segunda mano. En todo caso deberían leerse solamente las mejores biografías; el número de los mediocres es legión.

Herman Hesse

19 de septiembre de 2017

Sobre Demian de Hermn Hesse



Demian, Herman Hesse



"El que quiere nacer, tiene que romper un mundo"Herman Hesse



La vida de todo hombre es un camino hacia sí mismo, la tentativa de un camino, la huella de un sendero.

Ningún hombre ha sido nunca por completo él mismo; pero todos aspiran a llegar a serlo, oscuramente unos, más claramente otros, cada uno como puede. Todos llevan consigo, hasta el fin, viscosidades y cáscaras de huevo de un mundo primordial.

Alguno no llega jamás a ser hombre, y sigue siendo rana, ardilla u hormiga.

Otro es hombre de medio cuerpo arriba, y el resto, pez. Pero cada uno es un impulso de la Naturaleza hacia el hombre. Todos tenemos orígenes comunes: las madres;

todos nosotros venimos de la misma sima, pero cada uno –tentativa e impulso desde lo hondo- tiende a su propio fin.

Podemos comprendernos unos a otros, pero sólo a sí mismo puede interpretarse cada uno.


Demian Hermann Hesse




Recuerdo esa tarde de finales de Julio de 1982, la recuerdo bien porque en ese mes había hecho una gran travesura, salía comerme el mundo, a huir no se de que quizás de mi mismo y el mundo me termino comiendo. Tenía 13 años y mi gran aventura de escaparme de mi casa solo duro un par de días.  Esa tarde estaba aburrido y castigado, así como preso en mi casa, revisando la biblioteca en un estante perdido bien alto veo un libro de tapas duras verdosas y letras en dorado gastadas cubierto de tierra, no pude resistirme a hojearlo y soplarle el polvo, lo abrí e inmediatamente sentí el llamado de ese libro. Sentí que era mi búsqueda, que eso aclararía mis dudas, mis preguntas existenciales, mis ideas, mis dramas del vivir. Comencé a leerlo y no pude dejarlo hasta que lo termine en ese fin de semana.

Demian es una obra escrita por Hermann Hesse; muy emparentada con lo simbólico y el psicoanálisis de la escuela de Carl Gustav Jung. Trata acerca de la vida de Emil Sinclair, un chico con una forma de pensar distinta a la generalidad de la gente, sintiéndose confundido pues no encuentra el objeto de su estancia en vida, hasta que en cuentra su Daimond, Max Demian .

La acción transcurre de forma cronológica. Dentro de la propia historia, que ya de por si es un flash-back porque se nos relatan los acontecimientos rescatándolos de los recuerdos del protagonista y narrador, hayamos constantes referencias al pasado, es decir, flash-backs más breves que aparecen en la memoria del narrador mientras nos está relatando los hechos. Imperdible, apasionante, nunca es tarde para disfrutar de este libro, muchos lo tildan de lectura para la adolescencia y yo aún hoy con mis estaciones sobre mis hombros lo leo y no evito emocionarle como aquella tarde de finales de julio del 82.


  Jose Luis Colombini

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