Sobre el escritor (1909)
(Ensayo) Herman Hesse
El que por uno de los mil azares de la vida
tiene que vivir o puede vivir de un talento literario innato, tendrá que tratar
de conformarse con un dudoso «oficio», que no es tal. La actividad del llamado
escritor libre es actualmente lo que nunca fue en la historia universal, un
«oficio», probablemente porque lo ejercen profesionalmente muchos que no tienen
ninguna vocación. En realidad, escribir de vez en cuando y espontáneamente
cosas bonitas, que en su conjunto se llaman literatura, no me parece que sea el
trabajo de una vida, ni que merezca el nombre de oficio en el sentido habitual.
El escritor «libre», en la medida en que es una persona honesta y un artista,
no tiene oficio, por el contrario, es un ser ocioso, un particular que sólo
produce de vez en cuando y según el humor y la inspiración del momento.
A cualquier escritor libre le resulta bien
difícil aceptar su posición ambigua entre individuo particular y escritor no
libre, es decir periodista. Tener un oficio que no lo es, no es siempre
divertido. Algunos, por necesidad de actividad continua aumentan su producción
más allá de los límites de su talento natural y escriben demasiado. A otros la
libertad y el ocio les conducen a la comodidad, porque un hombre sin oficio se
echa fácilmente a perder. Y todos ellos, los trabajadores y los vagos, padecen
la neurastenia y la hipersensibilidad de las personas insuficientemente
ocupadas y demasiado dependientes de ellas mismas.
Pero no quería hablar de esto, cada cual ha de
resolver su caso personalmente. La interpretación que los propios escritores
dan a su oficio es cosa suya. Algo completamente distinto a las ideas tan a
menudo mezcladas con amarga autoironía que tienen los poetas y literatos de su
trabajo, es el concepto de la opinión pública sobre el oficio de escritor.
La opinión pública, la prensa, el pueblo, las
asociaciones, en una palabra, todos los que no son escritores, consideran que
el oficio y el círculo de obligaciones de éstos son mucho más sencillos. Y de
esta manera el literato, igual que cualquier médico o juez o funcionario,
descubre la esencia y el carácter de su oficio a través de las exigencias que
se le hacen desde fuera. Cualquier escritor medianamente famoso aprende a
diario por el correo lo que quiere y piensa de él el público, los editores, la
prensa y los colegas.
El público y los editores suelen estar
completamente de acuerdo y suelen ser muy modestos en sus exigencias. Del autor
de una comedia que ha tenido éxito esperan nuevas comedias que tengan éxito,
del escritor de una novela rústica, nuevas novelas rústicas, del autor de un
libro sobre Goethe, más libros sobre Goethe. A veces el propio autor no piensa
ni desea otra cosa, entonces reina para siempre la unanimidad y la satisfacción
recíproca. El creador del «Muchacho tirolés» continúa con la «Muchacha
tirolesa», el autor de las «escenas de soldados» con las «escenas de
cuarteles», y a «Goethe en su cuarto de trabajo» siguen «Goethe en la Corte» y
«Goethe en la calle».
Los autores que escriben así tienen realmente
un oficio, ejercen realmente una profesión. Explotan sus recursos y poseen el
atributo y el signo secreto del gremio de los verdaderos «escritores»: la
«ilustre pluma».
La «ilustre pluma» es un invento de aquel
redactor desgraciadamente anónimo que hace varias décadas descubrió en el
llamado «elemento personal» el mal cancerígeno del periodismo. Como es sabido,
en lugar de la personalidad colocó el «nombre» y concedió a cada «nombre» una
«ilustre pluma», de la que respetando la vanidad del autor sabía obtener
después encargos. Esta técnica domina hoy todo el folletón periodístico cuando
no rinde tributo al culto de lo impersonal bajo la forma más noble del
anonimato absoluto.
Así sucede, por ejemplo, que al autor de una
novela con éxito le sorprenda el siguiente telegrama de un periódico de
circulación mundial: «Ruego envíe de su ilustre pluma charla sobre, probable
evolución técnica aérea; honorarios máximos garantizados». Para el redactor los
autores medianamente conocidos sólo cuentan como nombre y calcula de la siguiente
manera: los lectores desean titulares interesantes y actuales, además desean
nombres famosos, de modo que combinaremos ambos. Lo que dice luego el artículo
encargado es lo de menos: cuando se tiene una «pluma ilustre» se puede iniciar
una charla sobre Gerhart Hauptmann con una decorativa frase de introducción
sobre Zeppelin. Existen plumas sumamente ilustres que viven cómodamente de este
trajín fraudulento.
Así se caracterizan más o menos las exigencias
de la prensa respecto de los escritores libres. Hay que añadir aún las
«encuestas», en las que como en una fiesta de máscaras, los profesores hablan
de teatro, los actores de política, los poetas de economía, los ginecólogos de
la conservación de monumentos. En total, una actividad inocente y divertida que
nadie toma en serio y hace poco daño. Peores son las exigencias de la prensa
que cuentan con la vanidad y la necesidad de publicidad de los literatos bajo
el lema «manus manum lavat». Entre estas cosas tan poco elegantes cuento
también los pequeños artículos de publicidad y autobiografías adornados con
fotos en muchos periódicos y suplementos dominicales.
El escritor enfrentado a estas ofertas e
invitaciones comprende poco a poco su oficio, y si de momento no tiene nada que
hacer, puede ocupar al menos su vida atendiendo a toda esta correspondencia en
el fondo inútil. Luego llegarán aún muchas e inesperadas cartas privadas
aumentando y variando con los años. No voy a decir nada de las cartas que
solicitan favores, todo el mundo las recibe. Pero en una ocasión me sorprendió
que un preso recién puesto en libertad con 35 condenas anteriores, me ofreciese
la historia de su vida para que la utilizase a mi gusto a cambio de una
compensación única de mil marcos. Que cada pequeña biblioteca y algunos
estudiantes sin medios supongan que un autor disfruta regalando sus libros por
docenas es ya menos divertido. También es extraño que cada año todos los clubs
de Alemania y todos los alumnos del último curso de bachillerato quieran para
sus aniversarios y para sus fiestas de fin de estudios, colaboraciones
literarias de todos los escritores alemanes. Comparado con esto, poco importan
los deseos de los coleccionistas de autógrafos, aunque obliguen a contestar
enviando el franqueo de vuelta.
Pero todos los editores, redacciones,
estudiantes de bachillerato, adolescentes y clubs del mundo juntos no dan a un
escritor tanto trabajo como sus colegas, desde el escolar de dieciséis años que
envía para que sean sometidos a examen y a enjuiciamiento rigurosos varios
centenares de poemas difícilmente legibles, hasta el viejo literato con rutina,
que pide con toda amabilidad una crítica favorable de su último libro y que al
mismo tiempo da a entender de manera clara y prudente que tanto en caso
positivo como negativo no dejará de devolver el favor. Se puede conservar la
tranquilidad y el humor frente a los editores y los periódicos, los pedigüeños
y los ingenuos pero, a menudo, el afán comercial y la insistencia egoísta de
los plumíferos superfluos no suscitan más que asco y disgusto. El joven
superamable que hoy envía sus poemas con una carta enfática llena de adulación
y que quiere someterse por completo a mi juicio y consejo, puede contestar
pasado mañana a mi carta ponderada, amable pero negativa, con un artículo
furibundo lleno de injurias en el semanario local. He conocido personalmente y
he sido amigo de un gran número de escritores a los que estimo mucho, y todos
han hecho las mismas experiencias y ninguno de nosotros ha seguido nunca ese
camino del pedigüeño y del chantajista. Por lo tanto se puede deducir que esos
indestructibles colegas de la especie de los aduladores y pedigüeños, son
realmente mediocres y seguramente no cometeremos ninguna injusticia contra
ningún hombre de honor, ni contra ningún genio, si hacemos caso omiso de esa
multitud de impertinencias que se renuevan a diario, arrojándolas al mismo
cesto en que terminan las cartas de peticiones no literarias.
Y al final del ciclo se ve que lo que parece
un oficio y un empleo consiste para el escritor en un conjunto de necedades y
palabras inútiles, mientras que su verdadero trabajo, a pesar de todas las
opiniones opuestas, no puede regularse ni convertirse en oficio. Nuestro oficio
es estar callado, abrir los ojos y esperar a que llegue el momento favorable, y
entonces, aunque el trabajo exija sudor y noches en vela, es delicioso y deja
de ser «trabajo».
Herman Hesse