Coricos
Las canciones antiguas
pasan lúgubremente hacia la muerte.
Labios fríos que ya no cantan, y coronas marchitas,
ojos arrepentidos, y pechos y alas caídos-
símbolos de canciones antiguas
bajando lúgubremente
hacía las enormes olas blancas
observadas por nadie
salvo las delicadas aves marinas
y las muchachas ágiles y pálidas,
hijas de Océano.
Y las canciones pasan
del campo verde
que se extiende sobre las olas como una hoja
en las flores del jacinto;
y pasan desde las aguas,
los vientos diversos y la luna mortecina,
y vienen,
volando silenciosamente a través del suave atardecer
cimerio,
hasta las silenciosas planicies
que ella guarda para todos nosotros,
que ella forjó para que todos durmiéramos
en los días argénteos del albor de la tierra-
Proserpina, hija de Zeus.
Y nos apartamos de los pechos ciprios,
y nos apartamos de ti,
Febo Apolo,
y nos apartamos de la música de antaño
y de las colinas que amábamos y de los campos,
y nos apartarnos del día abrasador,
y de los labios que eran dulces en demasía;
pues silenciosamente
rozando los campos con pies calzados de rojo,
con túnica púrpura
cauterizando las flores como una llama súbita,
Muerte,
has caído sobre nosotros.
Y de todas las canciones antiguas
que pasan hacia los salones azul-golondrina
junto a los arroyos oscuros de Perséfone,
sólo esto queda:
que nos volvemos hacia ti,
Muerte,
que nos volvemos hacia ti, cantando
una última canción.
Oh Muerte,
tú eres una brisa reparadora
que sopla sobre las flores blancas
trémulas por el rocío;
tú eres un viento que fluye
sobre oscuras leguas de mar solitario;
tú eres el crepúsculo y la fragancia;
tú eres los labios del amor que sonríen lúgubremente;
tú eres la pálida paz de alguien
saciarlo de viejos deseos;
tú eres el silencio de la belleza,
y ya no buscamos la mañana,
ya no anhelamos el sol más,
puesto que con tus manos blancas,
Muerte,
nos coronaste con las pálidas guirnaldas,
las amapolas delgadas y sin color
que sola en tu jardín
suavemente recogiste.
Y silenciosamente,
y con pies lentos acercándonos,
y con cabeza gacha y ojos sin luz,
nos arrodillamos ante ti:
y tú, inclinándote hacia nosotros,
depositas acariciante sobre nosotros
flores de tus manos delgadas y frías,
y, sonriendo como una mujer casta
que conoce el amor en su corazón,
sellas nuestros ojos
y la quietud ilimitable
cae suavemente sobre nosotros.
Richard
Aldington