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14 de diciembre de 2016

Anunciación del fuego, Leandro Calle

Anunciación del fuego

...como si la zarza hubiera vuelto
a arder sólo para él...
George Steiner

      I
Cosido con un hilo de fuego
yace en la piedra
un Prometeo inmóvil.

Cuando los hombres
decidieron enfrentar la madera a la madera
frotándola, taladrando y perforando,
los dioses adoraron a los hombres.
Una copulación inconsciente nacía de su carne etérea
y el resultado fue una llama tenue
comunicándose de aldea en aldea.
Los hombres celebraron esta fiesta celeste
y los dioses vejados se libraron al sueño
de copular al capricho de los hombres.
La carne cansada de la carne
sugirió la pregunta
y todo se apagó sobre la tierra.

Cosido con un hilo de fuego
yace en la piedra
un Prometeo inmóvil.

Sin embargo los hombres
supieron la manía
de masturbar los dioses
para ganar el fuego
y en las noches de luna
o de frío silente
el rito taumaturgo
persistió entre las cuevas:
la madera enfrentando la madera
para ganar la llama.

      II
Hierve el tiempo en su cáscara de fuego.
Cuando la tierra exprime sus grietas palpitantes
bocanadas de auxilio rechazan las cadenas
las cadenas de barro que el buen Dios puso un día
como corteza eterna
como pura vasija
del látigo quemante
que duerme y despierta en lo hondo
en lo oscuro
en el centro
de la piel alfarera.

Como un panal partido
desagua el fuego a veces.
Cáscara del tiempo.

      III
No hay humo
sólo la brasa sola
teje en silencio
su callar ardiente.

      IV
Cuece el monje con cenizas su manjar.
¿A qué sabe la muerte?
A desazón.
La ceniza anuncia el triunfo de los muertos.

      V
¡Fuego!
La palabra explotó en los oídos del fusilado.
Fue el silbido de las balas
que dieron a los vendados ojos
la imagen veloz de un puñado de plomos.
Mordeduras en el aire.
También la boca del fusil
creó la nube necesaria
para no ver el cuerpo
cayendo lentamente.
¡Fuego!
Y no se escuchó más.
Se quemaba en la boca la última palabra.

       VI
¿Arde la zarza todavía?
Todo arbusto es una llama verde
Tal vez era la tarde
calentando las piedras.

      VII
Crece como la piel del cilicio
mordiendo débilmente la carne del alma.
Imperceptible fuego en las entrañas.
Pequeña batalla en los rincones del cuerpo.
Crece como un punzón que busca la muerte.

Cuando las yemas de los dedos destilan fuego
cuando alumbran
cuando los huesos arden
cuando el aliento es un hueco de humo
cuando se apagan todos los nombres
la quemadura es un niño abandonado.
¡Cómo se quema la ausencia en el papel mojado!
Cenizas del futuro.

      VIII
No era el fuego
sino una pequeña  tibieza
que empezaba por tu piel.
Mis ojos anidaban en las cúpulas tristes
y mi sed de canales
mis pies cansados de tanta tierra en el alma
y mis manos otoñales
y todo comenzaba por tu piel extraña.
No, no era el fuego
era una pequeña tibieza
que comenzaba en tus brazos.
Un par de relámpagos tus labios
un par de relámpagos dormidos.

      IX
Una esquina en París
una esquina como cualquier otra
un poco más cerca o más lejos de la gare de Montparnasse.
Caminabas.
En la esquina te disparé la sed que me quedaba.
Caminamos.
Conservamos el fuego sin tocarnos.
Volví sobre mis pasos
con un adiós encendido en tus mejillas.
Guardamos nuestro fuego protegiendo el pie desnudo.
Nunca supe tu nombre.
Aquella esquina se enciende todavía
y crepita en la memoria
la gare de Montparnasse a mis espaldas.

      X
Alargan mi sombra los faroles del río.

      XI
En carne viva
cómo hierve tu piel
la recorro con el inmóvil motor del tacto.

      XII
Toda la tierra es fuego.
¿Arde la zarza todavía?

Oxidada llama en la memoria
que crepita al compás
de alucinaciones y tormentas.
Oxidada llama la del tiempo
cosida a la memoria
con un hilo de tierra.


¿Arde la zarza todavía?

Leandro Calle


13 de diciembre de 2016

Falsa mordaza la del corazón, Leandro Calle

Falsa mordaza la del corazón
que al fin y al cabo siempre habla.
Tú voz arde cuando llega el silencio.


Leandro Calle de Entonces . Alción Editora (2010)


12 de diciembre de 2016

Esos días extraños... Elvio Romero



Esos días extraños...

Vienes de afuera. Traes
vitales adherencias en la mirada clara.
Se te ve el regocijo. El júbilo te invade.
Repites nombres, cosas. Y al punto te detienes
en ese espacio grave de
 distancia que existe
en ese espacio grave de
 distancia que existe
entre el fervor que traes y el silencio que habito... 
¿Qué tengo? ¿Qué contorno
de penumbra me sella y me fatiga?
¿Bajo qué precipicios cierro los ojos tristes
y apenas ya converso con brumas imprecisas?
¿Qué sucede que apenas te conozco,
que tu mirada clara se me borra en las manos
y me enredo en mi noche y mis recuerdos? 
Pronto ves que no entiendo.
Que no estoy. Que no escucho.
Que irremediablemente me pierdo en esa umbría
donde, ciego y perdido, rompo mis pobres báculos
que he bajado a una estancia de fiebres invasoras
de donde extraigo, huraño y melancólico,
mis diarias cosechas, mi
s vinos silenciosos. 
Algo quieres decirme. Algo quieres contarme.
Pero no estoy. No siento. Persisto en mi guarida.
Me hospedo en esa niebla
donde a veces me pierdo,
bajo la estera oculta donde me afano y doblo,
en la triste carlanca donde enfundo mi sangre,
en mi agujero amargo. 

Elvio Romero

11 de diciembre de 2016

Alegres éramos... Elvio Romero



Alegres éramos...



Usted sabe, señor,

qué alegría colgaba en la floresta;

qué alegría severa

como raigambre sudorosa;

cómo el alegre polvo veraniego

fulguraba en su lámina esplendente,

cómo, ¡qué alegremente andábamos! 

¡Qué alegremente andábamos! 

Usted sabe, señor,

usted ha visto cómo

la lluvia torrencial sempiterna caía

sobre un textil aroma de bejucos salvajes

y cómo iba dejando con sus pétalos húmedos

su flora resbalosa,

su acuosa florería. 

Usted sabe, señor,

cómo los sementales retozaban

hartos de florecer, jubilosos de hartazgo,

con qué poder la noche deponía

su amargura en la altura del rocío

tal como deponía la desdicha

su arma en las arboledas. 

Usted sabe qué alegre

aflicción de racimos por las ramas

en frutal arco iris vespertino;

cómo alegres luciérnagas subían

a encender las estrellas,

a conducir azahares que estallaban

como emoción nupcial o lumbraradas. 

Usted sabe, señor,

que antes de que aquí se enseñoreara

la pobreza, frunciendo hasta las hojas,

desesperando el aire,

bien sabe, bien conoce

que cualquier miserable aquí podía

fortificar un canto en su garganta,

en su pecho opulento. 

(¡Cómo podías reír, muchacha mía!

Juvenil, ¡cómo izabas

una sonrisa fértil como un grano,

cómo te coronaban los jazmines

y cómo yo apuraba

mi vaso de fervor! ¡Qué alegres éramos!) 

Antes, antes de la amargura,

antes de que sorbiéramos

un caudaloso cáliz de indigencias boreales,

antes de que amarraran los perfumes,

que en su reverso el sol guardase el hambre,

¡qué alegres caminábamos! 

Antes,

antes de que el aura ofendieran,

de arrancar la raíz sangrándole los bulbos,

antes del mayoral, del tiro, antes del látigo,

qué alegría, señor,

¡qué alegremente andábamos! 



Elvio Romero


10 de diciembre de 2016

Conversando con Jose Asunción Silva, Elvio Romero



CONVERSANDO CON JOSE ASUNCIÓN FLORES



He elegido esta clara mañana, hermano mío,

para posar mis duras lámparas en tu mesa,

llegar con gesto tardo para hablarte de cosas

que al recóndito tiemblo de nuestro ser conciernan:

los montes, las surgentes, los niños, la poesía

y esas guaranias tuyas como soles que queman.



Yo no hubiera querido sino cantar contigo.

Sin embargo, tú sabes que todas nuestras flechas

deben hoy aguzarse con nuevos resplandores,

y nuestra voz cargarse de implacables centellas,

como a veces debemos, en vez de miel sonora,

llevar en las gargantas ásperas torrenteras.



¡Y cómo no ha de ser! Si tercamente siguen

los amigos de la hez, la oscura gente aquella

que ya de tanto y tanto golpear en la sombra

supone que es posible quebrantar nuestra fuerza,

sobornar el tranquilo panal de nuestro pecho,

tal vez desarbolarnos de nuestra roja tierra.



¡Tal vez desarbolarnos de la tierra! ¿Comprendes,

comprendes que pretenden arrojarnos afuera

de lo que más amamos: las casas, los palmares,

las llanuras natales? ¡ Es como si pudieran

arrancarle los hijos a una madre, a la noche

las hebras con que puede tejer sus sementeras!



¡Y qué, qué pueden ésos, ésos que desconocen

lo que es sorber el cáliz de las cosas supremas,

lo que es llenar la copa de generoso vino

y ofrecerlo a un amigo como airosa presea,

que al mirar nuestros pasos jamás aquilataron

el granero de sueños que dejan a sus huellas!



Pero nosotros hemos de averiguar un día

cuáles fueron los hijos más fieles, las maderas

de mayor rectitud, cuáles fueron los árboles

que poblaron sus ramas de más altas estrellas,

qué labios se nutrieron de canciones más hondas

y quiénes repartieron las mieses de su alforja.



¡Y qué, qué pueden ésos tramar contra el soberbio

clavel que levantamos con una luz severa,

si ya no les alumbran los densos alimentos

de las verdades simples, la rumorosa veta

del agua y la honradez, que la primer criatura

del mundo comprendía que iba a llevar a cuestas!



He elegido esta clara mañana, hermano mío,

para decirte cosas y escuchar cómo llegas,

colmada la mochila de pan para los hombres,

trazado el alto rumbo sobre la frente inmensa,

y sentir que galopa tu música hacia el alba,

ganada por la boca del pueblo que despierta.



Deja que aquéllos anden con esa exigua luna

ya arrumbada de tanto desgastarse en la piedra;

déjalos que en la inútil penumbra reconozcan

que ya no llevan sangre ni calor en las venas,

y que al tocar sus rostros descubran que palparon

máscaras desoladas de niebla polvorienta.



¡Que arríen sus banderas! Nosotros levantamos

la claridad más pura, la más valiente arena.

¡Déjalos con su sombra! Nosotros activamos

la labor poderosa que hay en las herramientas,

manejamos cordeles de rocío y tenemos

un ancho corazón para poblar la tierra!



Elvio Romero de El sol bajo las raíces (1956)




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