Anunciación del fuego
...como si la zarza hubiera vuelto
a arder sólo para él...
George Steiner
I
Cosido con un hilo de fuego
yace en la piedra
un Prometeo inmóvil.
Cuando los hombres
decidieron enfrentar la madera a la madera
frotándola, taladrando y perforando,
los dioses adoraron a los hombres.
Una copulación inconsciente nacía de su carne etérea
y el resultado fue una llama tenue
comunicándose de aldea en aldea.
Los hombres celebraron esta fiesta celeste
y los dioses vejados se libraron al sueño
de copular al capricho de los hombres.
La carne cansada de la carne
sugirió la pregunta
y todo se apagó sobre la tierra.
Cosido con un hilo de fuego
yace en la piedra
un Prometeo inmóvil.
Sin embargo los hombres
supieron la manía
de masturbar los dioses
para ganar el fuego
y en las noches de luna
o de frío silente
el rito taumaturgo
persistió entre las cuevas:
la madera enfrentando la madera
para ganar la llama.
II
Hierve el tiempo en su cáscara de fuego.
Cuando la tierra exprime sus grietas palpitantes
bocanadas de auxilio rechazan las cadenas
las cadenas de barro que el buen Dios puso un día
como corteza eterna
como pura vasija
del látigo quemante
que duerme y despierta en lo hondo
en lo oscuro
en el centro
de la piel alfarera.
Como un panal partido
desagua el fuego a veces.
Cáscara del tiempo.
III
No hay humo
sólo la brasa sola
teje en silencio
su callar ardiente.
IV
Cuece el monje con cenizas su manjar.
¿A qué sabe la muerte?
A desazón.
La ceniza anuncia el triunfo de los muertos.
V
¡Fuego!
La palabra explotó en los oídos del fusilado.
Fue el silbido de las balas
que dieron a los vendados ojos
la imagen veloz de un puñado de plomos.
Mordeduras en el aire.
También la boca del fusil
creó la nube necesaria
para no ver el cuerpo
cayendo lentamente.
¡Fuego!
Y no se escuchó más.
Se quemaba en la boca la última palabra.
¿Arde la zarza todavía?
Todo arbusto es una llama verde
Tal vez era la tarde
calentando las piedras.
VII
Crece como la piel del cilicio
mordiendo débilmente la carne del alma.
Imperceptible fuego en las entrañas.
Pequeña batalla en los rincones del cuerpo.
Crece como un punzón que busca la muerte.
Cuando las yemas de los dedos destilan fuego
cuando alumbran
cuando los huesos arden
cuando el aliento es un hueco de humo
cuando se apagan todos los nombres
la quemadura es un niño abandonado.
¡Cómo se quema la ausencia en el papel mojado!
Cenizas del futuro.
VIII
No era el fuego
sino una pequeña
tibieza
que empezaba por tu piel.
Mis ojos anidaban en las cúpulas tristes
y mi sed de canales
mis pies cansados de tanta tierra en el alma
y mis manos otoñales
y todo comenzaba por tu piel extraña.
No, no era el fuego
era una pequeña tibieza
que comenzaba en tus brazos.
Un par de relámpagos tus labios
un par de relámpagos dormidos.
IX
Una esquina en París
una esquina como cualquier otra
un poco más cerca o más lejos de la gare de Montparnasse.
Caminabas.
En la esquina te disparé la sed que me quedaba.
Caminamos.
Conservamos el fuego sin tocarnos.
Volví sobre mis pasos
con un adiós encendido en tus mejillas.
Guardamos nuestro fuego protegiendo el pie desnudo.
Nunca supe tu nombre.
Aquella esquina se enciende todavía
y crepita en la memoria
la gare de Montparnasse a mis espaldas.
X
Alargan mi sombra los faroles del río.
XI
En carne viva
cómo hierve tu piel
la recorro con el inmóvil motor del tacto.
XII
Toda la tierra es fuego.
¿Arde la zarza todavía?
Oxidada llama en la memoria
que crepita al compás
de alucinaciones y tormentas.
Oxidada llama la del tiempo
cosida a la memoria
con un hilo de tierra.
¿Arde la zarza todavía?
Leandro Calle