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23 de agosto de 2016

Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán

 Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán



Prólogo: El idioma de Spencer Holst


Ahora que lo pienso, la perfecta introducción a este pequeño gran libro no debería sobrepasar la longitud de las más breves ficciones aquí contenidas. Aun así, ¿cómo limitarse a una simple enumeración de adjetivos entusiastas? ¿cómo evitar la tentación de escribir un poco más acerca de El idioma de los gatos después de haber conversado tanto acerca de El idioma de los gatos, después de haber leído tantas veces El idioma de los gatos? Pequeños párrafos entonces; ideas sueltas perseguidas y atrapadas. Para definir un pequeño gran libro llamado El idioma de los gatos y un escritor llamado Spencer Holst. 
 Por ejemplo, si Spencer Holst escribiera la historia de este libro, la historia de este libro sería más o menos así: Había una vez —casi todos los relatos de este libro empiezan con un Había una vez... o un Hubo una vez...— un libro llamado El idioma de los gatos que se publicó en su idioma original, en Estados Unidos, en un año que respondía al nombre de 1971. Al año siguiente —un año que respondía al nombre 1972— en un raro y agradecible gesto de audacia, un editor llamado Daniel Divinsky lo hizo traducir por un escritor llamado Ernesto Schóo para publicarlo en una editorial llamada De la Flor en un país llamado Argentina. La primera edición del libro tardó más de veinte años en agotarse y —sin embargo— fue un éxito fulminante. Se entiende por éxito el hecho de que cada persona que leía ese libro se convertía en una persona más feliz, más creyente en los poderes mágicos y terapéuticos de la literatura. El idioma de los gatos se convirtió en uno de esos contados libros sobre los que se jura, un libro muy popular entre escritores o entre personas que querían ser escritores cuando fueran grandes. A veces, unos y otros se cruzaban en la calle, en una fiesta, y —con acento conspirador y modales de contraseña— se preguntaban unos a otros si habían leído El idioma de los gatos. Si la respuesta era afirmativa, inmediatamente se enumeraban sus tramas como perlas en un collar: el gato cazador de cebras, la comedora de uñas, el murciélago rubio, el desdichado monstruo de la calle Monroe, el hombre que siempre estaba deseando... Se conversaba sobre El idioma de los gatos más de lo que se demoraba en leer El idioma de los gatos. Se sonreían sus palabras y sus personajes. Se teorizaba sobre el paradero y la vida de Spencer Holst. Se fabulaba la idea de alquilar un avión, ir a buscarlo a Nueva York y organizar un desfile en su honor por la Quinta Avenida. Finalmente, cada uno volvía a su casa, prendía las luces, iba hasta su biblioteca y se sentaba a leer una vez más El idioma de los gatos.
Un crítico norteamericano escribió que los cuentos de Spencer Holst estaban destinados a durar para siempre. Tenía razón. Las historias contenidas en El idioma de los gatos son inmortales en su facultad de regenerarse una y otra vez, de parecer siempre diferentes, de cambiar con las estaciones y con la edad con que se las lee. El idioma de los gatos es, sí, un clásico. Y esta es la segunda edición argentina —más de veinte años después— de El idioma de los gatos.
 Las ganas de volver a leer El idioma de los gatos no demoran en traducirse en las ganas de seguir escribiendo sobre El idioma de los gatos.
Leí por primera vez El idioma de los gatos en otro país, en Venezuela, lejos.
Me lo regaló Daniel Divinsky.
Eso fue en 1976, creo.
Y todos estábamos en Venezuela porque no estábamos en Argentina, claro.
Desde entonces tengo ganas de escribir acerca de E/ idioma de los gatos. No pienso desaprovechar esta oportunidad. Voy a escribir todo lo que tengo para escribir —al menos hasta que vuelva a leer el libro; mañana, pasado— sobre El idioma de los gatos y sobre Spencer Holst.
 Hasta hace poco, Spencer Holst era un enigma para mí. Algunas noches nada me costaba imaginarlo como transparente seudónimo de J. D. Salinger.
Pero no; Daniel Divinsky me juró que Spencer Holst existía y que posiblemente se encontrara con él en un próximo viaje a Nueva York.
Como en un cuento de Spencer Holst, Daniel Divinsky y yo coincidimos en esa ciudad el pasado octubre y la posibilidad de conocer a uno de mis héroes era, de improviso, una posibilidad cierta.
Algo ocurrió, claro. Nos desencontramos.
A la vuelta, Daniel Divinsky me ofreció un cassette con una conversación con Spencer Holst para la escritura de este prefacio. Después de pensarlo un poco, decidí no aceptar la oferta para así preservar el enigma y el conocimiento puro de un autor tan sólo a través de sus textos.
Aún así, me hago sitio aquí para comentar las fotos del autor que acompañan la edición de The Zebra Storyteller / Collected Stories by Spencer Holst (Station Hill, 1993, 305 páginas).
No fue fácil encontrar el libro de Spencer Holst.
El libro de Spencer Holst no está en todas las librerías.
No es un libro fácil de encontrar.
Lo encontré —cerca del final del viaje, cerca de la medianoche— en una librería del barrio universitario.
81st Street, estoy casi seguro.
$ 14.95 más el impuesto.
Superada esa inconfundible emoción que siempre nos asalta cuando se encuentra aquello que se busca, descubrí que el libro venía con fotos del autor.
Doce fotos.
Fotos de un señor que desciende de celtas, escandinavos e indios.
Un señor que debe tener setenta y tantos años pero que —si se lo observa atentamente— parece no tener edad. Gorra de baseball. Libro en mano. Inequívoco aspecto de gnomo que sabe contar historias y que —en una breve noticia biográfica— precisa que “dentro de la geografía de la literatura siempre sentí que mi obra estaba equidistante entre dos escritores, ambos nacidos en Ohio: Hart Crane y James Thurber.
Pero mi mujer me dice que no sea tonto, que mis historias están a mitad de camino entre Hans Christian Andersen y Franz Kafka”.
La mujer de Spencer Holst es pintora, suele ilustrar los libros de su marido y se llama Beate Wheeler y aparece junto a Spencer Holst en algunas de las fotos de The Zebra Storyteller.


Spencer Holst pasó varios años contando sus historias de pie y en voz alta en los cafés literarios de Nueva York.
Alguien que lo escuchó entonces escribió que “no cuesta demasiado imaginarlo contando historias en las calles de la antigua Roma”.
Después —enseguida— Spencer Holst se hizo relativamente famoso y ganó varios premios y el aprecio inquebrantable de muchas personas más famosas que él.
“El más hábil fabulador de nuestro tiempo”, no vaciló en informar The New York Times, por ejemplo.
De ahí lo que ya escribí al principio: en Nueva York —como en Buenos Aires, como en Praga— los escritores y las personas que quieren ser escritores cuando sean grandes se preguntan unos a otros si han leído un libro llamado El idioma de los gatos de Spencer Holst.


Hay un salón de baile escondido en Versalles donde anidaron las luciérnagas. Un salón de baile donde se encuentran a bailar los aforismos con los satoris y los haikus con las epifanías. Ese salón de baile escondido se llama, sí, El idioma de los gatos.
Mucho antes de que términos como minimalismo o ficción súbita vinieran a desafinar la gracia de las partituras, Spencer Holst era la segunda viola de la orquesta del salón de baile escondido. Nadie lo explicó mejor que John Cage cuando escribió que: “Estas historias fueron escritas ejecutando la máquina de escribir. Su autor es un mago; lo que significa que uno puede leer una historia, puede saberla de memoria, puede haber visto cómo se la escribía... pero aún así no comprender cómo se lo consiguió. Y la máquina de escribir que el autor utiliza es una máquina de escribir común y corriente”.
Es cierto.
Pero el misterio de El idioma de los gatos —a pesar del resplandor que encandila— es un misterio generoso.
No creo —no puedo recordar ahora— que haya libros más claros y didácticos a la hora de señalar los resortes que mueven a una historia, explicar los diferentes bloques que construyen una trama, ofrecer las instrucciones precisas a la hora de ordenar el ritmo cardíaco y cerebral de una historia.
Está todo aquí —trucos, astucias, consejos— en frases como “Tal es la función del cuentista” o “La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura”; o “Pero, como autor, tengo ciertos poderes” o en los perfectos y emocionantes finales de “El asesino de Papá Noel” y de “El copista de música”; o —sobre todo— en la oración que cierra la magistral “Historia de confesiones verdaderas” donde puede leerse aquello de “¡Ah! ¡Qué gran cosa es ser artista!”.
Tiene razón.
Exactamente.
 Mi gratitud como lector y escritor hacia este libro y su autor es infinita.
Todas y cada una de las veces que sostuve El idioma de los gatos en mis manos me sentí privilegiado miembro de una secta y —como todo poseedor de un secreto— en más de una oportunidad me pregunté si no estaba bien que así fuera; que no fueran muchos los que conocieran la existencia de Spencer Holst.
El paso del tiempo —me dicen— nos vuelve más generosos y por eso le pedí a Daniel Divinsky primero la autorización para reproducir varios de estos cuentos y predicar la Buena Nueva en las páginas veraniegas de un diario y —cuando supe de la reedición de El idioma de los gatos— el honor de aportar estas líneas desordenadas por la felicidad y el entusiasmo.
Podría seguir maullando varias páginas más sobre El idioma de los gatos pero —lo de antes, la necedad de no compartir las palabras mágicas— estaría cometiendo una injusticia y pecando de egoísta al postergar el encuentro de los lectores con las maravillas que aguardan al otro lado de esta puerta.
Un último comentario entonces, una intuición final.
Uno de los mejores relatos de El idioma de los gatos apuesta a un tan hipotético como impostergable encuentro entre Mona Lisa y Buda “allá arriba, en el cielo”. Mona Lisa entra por un extremo de una sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes y Buda entra por el otro extremo de la sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes. Se encuentran en el centro exacto del lugar y —concluye Spencer Holst— “se sonrieron”.
Lo que Spencer Holst no aclara —tal vez por humildad, tal vez por no saberlo— es el verdadero motivo detrás de esas sonrisas. Yo —como el narrador de “El asesino de Papá Noel”— conozco a la perfección el motivo detrás de las sonrisas de Mona Lisa y Buda.
Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro de que lo sé. Mona Lisa y Buda acaban de leer —no hace falta aclarar que no es la primera vez que lo leen— un libro llamado El idioma de los gatos escrito por alguien llamado Spencer Holst.
Por eso sonríen.
Por eso van a sonreír ustedes.
Bienvenidos al cielo


Rodrigo Fresán

22 de agosto de 2016

Digo a Juana Koslay, Antonio Esteban Agüero

Digo a Juana Koslay


Capitanes vinieron del poniente
por horizontes de nevada piedra
más allá del Arauco hasta las rucas
donde los Huarpes aguzaban flechas,
o machacaban maíz en la conanas,
o pintaban sus ánforas de greda;
capitanes de yelmo y armadura
sobre caballos con la crin espesa,
que asentaban sus cascos españoles
en este suelo por la vez primera;
masculinos y duros, con la espada
sobre los muslos, y en la faz severa
cicatrices de herida o de malaria
y la fatiga de un millar de leguas.
Recorrieron llanuras donde el jume
les prestaba su luz en las hogueras,
y arenales de luna, y salitrales
donde la Vida se tomaba yerma,
y vadearon un Río en cuyas aguas
era la sed una amargura nueva.

Y una tarde los duros Capitanes,
consumidos de páramo y espera,
hacia el Este del sol y la calandria
vieron de pronto levantarse sierras.
"Aquí será" - dijo una voz de mando -
porque el aire es azul, el agua buena,
y la montaña nos ofrece amparo
si el indio quiere provocarnos guerra".
Y al sentir esa voz descabalgaron,
y tres veces ondearon las banderas.
El Capitán entonces con la espada
trazó en el aire una ciudad aérea,
dibujando la plaza y el ejido,
acá el cabildo, más allá la iglesia,
el fortín al llegar a las colinas,
allá los ranchos de la soldadesca.
Y al mirar una fuga de venados,
con ese nombre bautizó a las Sierras
y a la ausente Ciudad que dibujaba
con el acero de su espada nueva.

Y después silenciosos Michilingues
con su Jefe, Koslay, a la cabeza,
les trajeron la paz en el saludo
y las cosas y frutos de la tierra;
Y entretanto Koslay permanecía
rodeado por arqueros y doncellas,
la hija suya, una hija que tenía
suave los ojos y la cara fresca
y nocturnos cabellos que apretaba
una vincha de plumas como seda,
miraba sonriente y en los ojos
nido le hacia a la mirada tierna
de un soldado español en cuyo pecho
amor ardía en olorosa hoguera;
Gómez Isleño se llamaba, aquí
digo su nombre para que la tierra
no lo olvide jamás porque el soldado
se desposó con la muchacha aquella
y fundó la progenie cuya sangre
da a nuestra gente claridad morena.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
Virgen dulce de Cuyo, Flor de América,
reverente me inclino y te saludo
porque tú fuiste la semilla nuestra
y nos diste color americano
centurias antes que la patria fuera.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
nada guarda tu nombre, ni siquiera
plaza civil, o silenciosa calle,
o troquel de medalla o de moneda,
o fuente comunal o flor de bronce
en San Luis del Venado y de las Sierras.
Pero yo, tu hijo, tu memoria canto,
y hago del verso corazón de piedra
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
para que nunca en los puntanos muera.

Antonio Esteban Agüero

de "Un hombre dice a su pequeño país"

21 de agosto de 2016

Canción del buscador de Dios, Antonio Esteban Agüero

Canción del buscador de Dios

Siempre buscando;
desde niño buscándolo;
buscando.
A través de la sombra y la neblina;
sumergido en la zona de penumbra
que separa los días de las noches,
y al cristiano también
del no cristiano,
por laberintos de la sangre oscura.
Siempre buscando;
desde niño buscándolo;
buscando.
Golpeando viejas puertas
clausuradas de bronce martillado;
gastando los ojos en las hojas
de antiguos libros muertos;
vigilando la savia cuando sube
por racimos y flores de verano;
escuchando palomas y cigarras;
mirándome en espejos
esta pálida frente,
estas frágiles manos,
esta boca que guarda la palabra,
oyendo la música que llueve
desde el silencio de los astros.
Buscando;
desde niño buscándolo;
preguntando
por las calles donde está la gente,
por caminos del campo.

Por veces mendigando
la respuesta total
a la total pregunta.
Yo quería encontrarlo
(yo solo descubrirlo)
donde quiera que fuese para darle
mi agradecimiento humano,
por la cósmica lumbre que me habita,
por la gota de vida que me nutre,
por este débil corazón desnudo
que siento pulsar en mi costado.

Darle las gracias, sí,
por haberme construido como soy;
de sueño, de madera,
de cóleras y miedos,
de bondad y ternura,
de soledad y de razón pensante,
de claridad,
de sombras, de música y pecado.
Descendí por él a catacumbas,
anduve por túneles cerrados,
batallé con demonios,
conocí a la serpiente
y el abrazo
de su lívido cuerpo
de aceros anillados,
me frecuentaron
dragones y brujas increíbles;
y alguna vez solté, como a villanos,
las locas miradas por el cielo,
lejos de mí del mundo,
desprendidas del ser y de los ojos
el infinito solo navegando.
Y yo buscando;
desde niño buscándolo;
buscando...
Lo imaginaba ajeno,
misterioso,
terrible,
lejano.
Después de muchos viajes,
(ya en la curva más allá de los años)
de tormentosos viajes, con las velas
y los mástiles rotos, circundado
por el horror del mar donde las olas
eran de fría soledad de nada,
recordé una capilla entre los cerros,
los claros cerros de cristal morado,
y una joven pareja que venía
con un niño en brazos;
rememoré la pila con el agua,
las gotas de luz sobre la frente
los maderos en cruz, y la figura
solitaria y herida por los clavos.

Me recordé pequeño.
(el sabor de la sal sobre los labios)
volví a verme pequeño,
y recordé que el nombre que llevaba
era el nombre del niño que sentía
bajar sobre su frente
la santa cruz de agua ...
Yo dije: Dios, oh Dios. Oh Dios.
Aquello fue tremendo,
un cósmico relámpago,
como si el mismo Sol me detonara,
granada solar, entre las manos,
como la luz aquella de la bomba
que aniquiló la tarde en Hiroshima ...
Y dije: Dios, oh Dios. Oh Dios,
y dejé de buscarlo;
campanas sonaban por mi sangre
y dejé de buscarlo;
cantaba un millón de ruiseñores
y dejé de buscarlo ...


Antonio Esteban Agüero

20 de agosto de 2016

Canción para saludar al sol, Antonio Esteban Agüero

Canción para saludar al sol

Desnudo,
con las manos en alto,
Te saludo.
Con gritos de flores,
y suspiros de hierbas,
te saludo.
Como el joven gallo
de cresta morada que presiente
tu marea en la sombra,
te saludo.
Con la voz,
con el pulso,
con el yo,
desde el nudo
de serpientes azules
y escarlatas
donde surge la sangre,
te saludo.
Como un pájaro ciego,
te saludo.
Como una cigarra moribunda,
te saludo.
Como un viejo lagarto,
y una hoja reciente,
te saludo.
Habitado de semen,
sumergido en el polen,
te saludo.
Con relincho
y susurro,
por el potro y la abeja,
te saludo.
Llovido de lagrimas,
alegre,
vencedor de la niebla,
joven,
puro,
percutiendo tambores,
te saludo.
Como el niño que corre
por túneles oscuros
horadando la noche con las
uñas,
te saludo.
Con la piel,
te saludo;
con cada cabello,
te saludo;
con las vísceras todas
te saludo.
Solitario,
desnudo,
masculino,
da pie en la colina
te saludo.


Antonio Esteban Agüero

19 de agosto de 2016

Digo los primeros días, Antonio Esteban Agüero

 Digo los primeros días

Después hacia el Norte, por el Este,
otro soldado de apellido César,
que venía con naves de Gaboto
ancladas donde el Paraná refleja
las barrancas con ceibos sonrosados
y susurros del agua en las junqueras,
precedido por veinte de los suyos
halló montañas y subió por ellas,
y al llegar a los últimos roquedos,
sobre el Cerro que dicen de La Oveja,
sintió que a los ojos le venía,
sobre una luz amaneciente y bella,
horizontes del Valle del Conlara
en verde, azul y vegetal marea.

Poco después el Capital Francisco
de Villagra, mandado por Cabrera,
entró por el Norte a la Provincia,
anotando las tribus y las hierbas,
mensurando los ríos y las nubes
y la luz y las sombras de las leguas,
hasta que un día en el lugar que todos
nombran y dicen de Las Cortaderas,
vio reunidos a los Comechingones
la rara tribu que habitaba cuevas
y adoraba a Llastay, y convertía
en cera dócil la más dura piedra,
sonó el tambor y los clarines,
y entró en batalla con la raza aquella.
Ah, qué podían descalzos cazadores
contra caballo que incitaba espuela.
Oh, qué podían la honda y el guijarro
contra arcabuces de explosiva fuerza.
Ah, qué podía la frágil epidermis
contra la cota acorazada y férrea.
Si aún ahora campánulas que nacen,
cuando sube la luz de primavera,
en aquel sitio de la muerte injusta
abren corolas de humedad sangrienta.

Y éstos fueron los días iniciales,
horas de horror, pero también de fiesta,
porque el polen viril los fecundaba
violentando clausura de fronteras;
horas de fe, días de sol naciente,
horas de crear, días de casa nueva,
claras horas de hacer el Inventario
que redactaba, con la pluma trémula,
sobre el ronco tambor, o la montura,
mano que un día invalidó la guerra;
horas trayendo la primer semilla
de nogal o de vid, la primer yegua,
el primer asno, la primera cabra,
el primer toro y la primera oveja,
y el arado primero y la guadaña
para los tallos de la mies primera…

Antonio Esteban Agüero
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

18 de agosto de 2016

Rodolfo Herrero recitando Yo Presidente de Antonio Esteban Agúero

Video del 50 Encuentro Internacional de Poetas "Oscar Guiñazú Alvarez" 6, 7, 8, 9 de Octubre de 2011. Organizado y llevado a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento,  Traslasierra, Córdoba, Argentina

Rodolfo Herrero recitando Yo Presidente de Antonio Esteban Agüero

17 de agosto de 2016

1, Antonio Esteban Agüero

1, Antonio Esteban Agüero

 1


Como no sé, ni puedo,
cantar cosas grandes,
canto la modestia
de cosas rurales.

Delicias del campo:
faenas y hólganzas,
la paz de mi villa,
las glorias serranas,
una vida recta
más clara que el agua,
quizás una risa,
tal vez una lágrima...

Amo más que el muro
de elegancia urbana,
la firmeza humilde
de la tapia aldeana,
y más que la vida
veloz, ciudadana,
mi vivir oscuro
en la tierra puntana.

¡Ojalá que nunca
de esta villa salga!
Y si el ruego se cumple,
destino... ¡bienhayas!


Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937)

16 de agosto de 2016

Digo guerras, Antonio Esteban Agüero

Digo Guerras


Y después a lo largo de centurias
se dibujó la inacabable guerra:
marejada de chuzas que subía
en galopante y ancestral marea
a romper el Malón en los fortines
de paloapique o levantada piedra.
Que vivir era entonces milagroso,
porque la vida era una débil hebra
suspendida del viento que cortaba
golpe de lanza, inadvertida flecha,
boleadoras zumbantes, o violento
jirón de lazo o puñalada cruenta.
Cualquier día y en cualquier instante
los vigías de El Lince o El Varela,
con el humo de cardos anunciaban:
«Ya se viene el Malón; estad alerta».
Y en San Luis resonaba una campana
cuyo rebato clausuraba puertas,
tras el miedo de pálidas mujeres
que en hornacinas alumbraban velas,
y los hombres montaban a caballo
armados de espadas o escopetas...
Unas veces vencían, y otras veces
el Malón se volcaba por la aldea
como trueno que viento parecía,
altas las chuzas y las duras crenchas
perfilando en la sombra del poniente
un desfile de bárbaras cimeras.
Fue a veces San Luis, otras Mercedes,
otras El Morro. Saladillo, o Renca,
pero siempre los últimos fortines
que el Río Quinto en su cristal espeja.
Yo quisiera decir para vosotros
algunos hechos de esa larga guerra,
que no van en memoria de papeles
sino que vienen animando lenguas,
y cantar la batalla que una tarde
en Laguna Amarilla sostuvieran
Baígorrita. el Cacique ranquelino,
y el Caudillo puntano. Lanza Seca.
Resonaba el combate, entre las balas
y los caballos de espumosa fuerza
se buscaron los jefes enemigos
con el duro rencor de las espuelas.
Por detrás de la pólvora se oían.
-¡Maula!- gritaron, y soltaron esas
masculinas palabras cuyo golpe
arde en la faz como picor de abeja.
De repente las balas se apagaron,
mudas quedaron tercerola y flecha,
y ambos grupos un círculo cerraron
en torno a Baigorrita y Lanza Seca.
Y los dos, con la lanza solamente,
despuntaron la flor de la pelea,
frente a indios y blancos que callaban
como quien mira una sagrada fiesta.
Remolinos de potros, y artimañas
de centauros veloces, cuya ciencia
les llegaba por sombras de la sangre
desde jinetes que ya son leyenda;
acezar de los pechos, y relinchos;
eran dos hombres y también dos bestias
disputándose el ramo de la Vida
sobre el brillo redondo de la arena.
De repente la lanza del puntano
vióse bajar con masculina fuerza
sobre el rostro del indio Baigorrita
que se dobló sobre las crines negras
del trotón malonero que emprendió
-¡ese vuelo de cascos en la hierba!-
un galope de fuga hacia la Pampa
que lo esperaba con la falda abierta...


Antonio Esteban Agüero

De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

15 de agosto de 2016

La cafetera, Théophile Gautier

 La cafetera, Théophile Gautier

I
El año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía.
El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.
Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras botas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol.
Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y mantener los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación.
La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo.
Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados.
Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado bien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco.
No advertí estas cosas hasta después de que el criado, tras dejar la palmatoria en la mesa de noche, me hubo deseado felices sueños y, lo confieso, empecé a temblar como una hoja. Me desnudé rápidamente, me acosté y, para acabar con aquellos estúpidos temores, pronto cerré los ojos volviéndome hacia el lado de la pared.
Pero me fue imposible permanecer en esa postura: la cama se agitaba como una ola y mis párpados y mis ojos se negaban obstinadamente a cerrarse. No tuve más remedio que volverme y mirar.
El fuego que ardía en la chimenea lanzaba reflejos rojizos a la estancia, de modo que se podía sin dificultad contemplar los personajes de los tapices y las figuras de los retratos borrosos colgados de la pared.
Eran los antepasados de nuestro anfitrión, caballeros con armaduras de hierro, consejeros con peluca, y bellas damas de rostro maquillado y cabellos empolvados de blanco, que llevaban una rosa en la mano.
De repente el fuego cobró un extraño grado de actividad; un resplandor macilento iluminó la habitación, y vi claramente que lo que había tomado por simples pinturas se hacía realidad; porque las pupilas de aquellos seres enmarcados se movían, brillaban de forma singular; sus labios se abrían y se cerraban como labios de personas que hablaran, pero yo no oía sino el tic-tac del reloj de pared y el silbido del viento otoñal.
Un terror invencible se apoderó de mí, se me erizaron los cabellos, los dientes me castañeteaban tan fuertemente que pensé que se me iban a romper, y un sudor frío inundó todo mi cuerpo.
El reloj dio las once. La vibración del último toque retumbó durante un instante interminable y, cuando hubo cesado completamente...
¡Oh, no! No me atrevo a decir lo que ocurrió, nadie me creería y me tomarían por loco.
Las velas se encendieron solas; el fuelle, sin que ningún ser visible lo pusiera en movimiento, empezó a soplar el fuego, carraspeando como un viejo asmático, mientras las tenazas removían los tizones y la paleta levantaba las cenizas.
Después, una cafetera se tiró desde una mesa en la que estaba posada, y se dirigió, renqueando, hacia la lumbre, donde se instaló entre los tizones.
Unos instantes más tarde, las butacas empezaron a ponerse en movimiento y, agitando sus retorcidas patas de forma sorprendente, fueron a colocarse alrededor de la chimenea. 
 II
No sabía qué pensar de lo que veía; pero lo que me quedaba por ver era todavía más extraordinario.
Uno de los retratos, el más antiguo de todos, el de un gordo mofletudo de barba gris, que se parecía, hasta el punto de confundirse a la idea que siempre me había hecho del viejo sir John Falstaff, sacó, gesticulando, la cabeza de su marco y, después de grandes esfuerzos, habiendo logrado pasar sus hombros y su rechoncho vientre por entre los estrechos márgenes de la orla saltó pesadamente al suelo.
Todavía no había recobrado el aliento cuando sacó del bolsillo de su jubón una llave increíblemente pequeña: sopló dentro para asegurarse de que el agujero estaba bien limpio, y la aplicó a todos los marcos, unos tras otros. Y todos los marcos se ensancharon para dejar pasar fácilmente a las figuras que encerraban.
Pequeños y sonrosados abates, nobles ancianas, secas y amarillas, magistrados de gesto grave, embutidos en enormes trajes negros, petimetres con medias de seda, calzón de lana y la punta de la espada en alto... todos esos personajes presentaban un espectáculo tan extraño que, a pesar de mi espanto, no pude evitar que me diera la risa.
Los dignos personajes se sentaron; la cafetera saltó ágilmente a la mesa. Tomaron el café en tazas del Japón, blancas y azules, que acudieron espontáneamente procedentes de la superficie de un escritorio, cada una provista de un terrón de azúcar y de una cucharita de plata.
Una vez tomado el café, tazas, cafetera y cucharas desaparecieron a la vez, y empezó la conversación, realmente la más curiosa que jamás había oído porque ninguno de los extraños conversadores miraba al otro al hablar: todos tenían los ojos fijos en el reloj de péndulo.
Yo tampoco podía desviar la mirada de él, ni evitar seguir la aguja, que avanzaba hacia medianoche a imperceptibles pasos.
Por fin, sonaron las doce; una voz, cuyo timbre era exactamente el del reloj, se dejó oír y dijo:
-Es la hora, bailemos.
El grupo entero se levantó. Las butacas retrocedieron solas; entonces, cada caballero cogió la mano de una dama, y la misma voz dijo:
-¡Vamos, señores de la orquesta, empiecen!
He olvidado decir que el motivo de los tapices era: en uno, un concierto italiano y, en el otro, una cacería de ciervos donde varios criados tocaban el cuerno. Los monteros y los músicos que, hasta entonces, no habían hecho gesto alguno, inclinaron la cabeza en señal de adhesión.
El maestro levantó la batuta, y una armonía viva y bailable surgió de los dos extremos de la sala. Primero bailaron el minué.
Pero las rápidas notas de la partitura ejecutada por los músicos armonizaban mal con las graves reverencias: además, cada pareja de bailarines, al cabo de unos minutos, se puso a hacer piruetas como una peonza. Los vestidos de seda de las mujeres, arrugados en aquel torbellino danzante, emitían sonidos de especial naturaleza; era como el ruido de alas de un vuelo de palomos. El aire que se introducía por debajo los inflaba prodigiosamente, de modo que parecían campanas en movimiento.
El arco de los virtuosos pasaba tan rápidamente por las cuerdas, que salían chispas eléctricas. Los dedos de los flautistas se alzaban y bajaban como si hubieran sido de azogue; las mejillas de los monteros estaban hinchadas como balones, y todo ello formaba un torrente de notas y trinos tan apresurados y escalas ascendentes y descendentes tan embrolladas, tan inconcebibles, que ni los propios demonios hubieran podido seguir dos minutos semejante compás.
Daba pena ver los esfuerzos de aquellos bailarines por seguir el ritmo. Saltaban, hacían cabriolas, zalamerías, agitados pasos de danza y trenzados de tres pies de altura, con tal ímpetu que el sudor, que les caía por la frente hasta los ojos, les desdibujaba los bigotes y el maquillaje. Pero por mucho que hicieran, la orquesta siempre se les adelantaba tres o cuatro notas.
El reloj dio la una; se detuvieron. Vi algo que se me había escapado: una mujer que no bailaba.
Estaba sentada en una butaca a un lado de la chimenea, y no parecía en lo más mínimo tomar parte en lo que pasaba a su alrededor.
Jamás, ni siquiera en sueños, nada tan perfecto se había presentado a mis ojos; una piel de resplandeciente blancura, el cabello de un rubio ceniciento, largas pestañas y unos ojos azules, tan claros y tan transparentes, que a través de ellos veía su alma tan nítidamente como un guijarro en el fondo de un arroyo.
Y sentí que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, sería a ella. Salté precipitadamente de la cama, donde hasta entonces no había podido moverme, y me dirigí hacia ella, llevado por algo que actuaba sobre mí sin que pudiera darme cuenta; y me encontré a sus pies, con una de sus manos entre las mías, charlando como si la conociera desde hacía veinte años.
Pero, por un extraño prodigio, mientras le hablaba, seguía con una ligera oscilación de cabeza la música que no había cesado de sonar; y, aunque estuviera en el colmo de la dicha conversando con tan bella persona, los pies me ardían de deseos de bailar con ella.
Sin embargo no me atrevía a proponérselo. Al parecer, comprendió lo que yo quería, porque, levantando hacia la esfera del reloj la mano que le quedaba libre, dijo:
-Cuando la aguja avance hasta ahí, ya veremos, mi querido Théodore.
No sé cómo ocurrió pero no me sorprendió en absoluto oír que me llamaba por mi nombre, y continuamos charlando. Por fin, sonó la hora indicada, la voz con timbre de plata vibró otra vez en la habitación y dijo:
-Ángela, puedes bailar con el caballero, si te apetece, pero ya sabes lo que pasará.
-No importa -respondió Ángela en tono enojado.
Y me rodeó el cuello con su brazo de marfil. -Prestissimo! -gritó la voz.
Y empezamos a bailar un vals. El seno de la muchacha tocaba mi pecho, su aterciopelada mejilla rozaba la mía, y su suave aliento acariciaba mi boca.
En toda mi vida había experimentado una emoción semejante; mis nervios vibraban como resortes de acero, la sangre me corría por las arterias como un torrente de lava, y oía latir mi corazón como si tuviera un reloj en los oídos.
Sin embargo aquel estado no era terrible en absoluto. Estaba inundado de una inefable dicha y hubiera querido seguir siempre así, y, cosa extraordinaria, aunque la orquesta hubiera triplicado su velocidad, no necesitábamos hacer esfuerzo alguno para seguirla.
Los asistentes, maravillados de nuestra agilidad, gritaban entusiasmados, y aplaudían con todas sus fuerzas, aunque no emitían ningún sonido.
Ángela, que hasta entonces había bailado el vals con una energía y una perfección sorprendentes, de repente pareció cansarse; me pesaba en el hombro como si las piernas le flaquearan; sus piececitos que, un minuto antes, tocaban ligeramente el suelo se alzaban muy lentamente, como si estuvieran cargados con una masa de plomo.
-Ángela, estás cansada -le dije-; descansemos.
-Me gustaría -contestó enjugándose la frente con su pañuelo-. Pero mientras bailábamos el vals, todos se han sentado; sólo queda una butaca y somos dos.
-¡Qué importa, ángel mío! Te sentaré en mis rodillas. 
 III
Sin hacer la menor objeción, Ángela se sentó, me rodeó con sus brazos como si de un chal blanco se tratara y escondió la cabeza en mi pecho para calentarse un poco, porque se había quedado fría como el mármol.
No sé cuánto tiempo permanecimos en esa posición, porque todos mis sentidos estaban absortos en la contemplación de aquella misteriosa y fantástica criatura.
Había perdido la noción de la hora y del lugar; el mundo real ya no existía para mí, y todos los lazos que me acaban a él se habían roto; mi alma, libre de su prisión de fango, nadaba en el vacío y el infinito; comprendía lo que ningún hombre puede comprender, pues los pensamientos de Ángela se me revelaban sin que ella tuviera necesidad de hablar. Su alma brillaba en su cuerpo como una lámpara de alabastro, y los rayos que salían de su pecho atravesaban el mío de parte a parte.
Cantó la alondra y un pálido resplandor se vislumbró tras las cortinas.
En cuanto Ángela lo vio, se levantó precipitadamente, me hizo un gesto de despedida y, después de dar unos pasos, lanzó un grito y se desplomó.
Presa de espanto, me precipité a levantarla... La sangre se me hiela sólo de pensarlo: no encontré sino la cafetera rota en mil pedazos.
Ante aquella visión, convencido de que había sido el juguete de alguna ilusión diabólica, se apoderó de mí tal pánico, que me desvanecí. 
 IV
Cuando recobré el conocimiento, me encontraba en la cama; Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli estaban de pie a la cabecera.
En cuanto abrí los ojos, Arrigo exclamó:
-¡Bueno, menos mal! Llevo casi una hora frotándote las sienes con agua de Colonia. ¿Qué diablos has hecho esta noche? Por la mañana, al ver que no bajabas, entré en tu habitación, y te encontré, cuan largo eres, tirado en el suelo, vestido de cuello duro y levita, abrazando un trozo de porcelana rota como si de una joven y bella muchacha se tratara.
-¡Pues claro! Es el traje de boda de mi abuelo -dijo el otro levantando uno de los faldones de seda forrado en tono rosa y estampado en tonos verdes-. Estos son los botones de estrás y de filigrana de los que tanto presumía. Théodore lo habrá encontrado en algún rincón y se lo habrá puesto para divertirse. Pero ¿cuál ha sido la causa de tu mal? Eso está bien para una damisela de blancos hombros; se le afloja el corsé, se le quitan los collares, el chal: una buena ocasión para hacer remilgos.
-No ha sido más que un desmayo; soy muy propenso -respondí secamente.
Me levanté y me despojé de mi ridícula vestimenta.
Luego fuimos a almorzar.
Mis tres compañeros comieron mucho y bebieron todavía más; yo casi no comí, pues el recuerdo de lo que había pasado me distraía de forma extraña.
El almuerzo terminó, pero como llovía a cántaros, no se podía salir; cada uno se entretuvo, pues, como pudo. Borgnioli tamborileó marchas guerreras en los cristales; Arrigo y el anfitrión jugaron una partida de damas; yo saqué de mi álbum una hoja de pergamino y me puse a dibujar.
Las líneas casi imperceptibles trazadas por mi lápiz, sin que hubiera pensado en ello en absoluto, comenzaron a diseñar con la más maravillosa exactitud la cafetera que había jugado un papel tan importante en las escenas de la noche.
-Es sorprendente cómo esta cabeza se parece a mi hermana Ángela -dijo el anfitrión, que había terminado su partida y me veía trabajar por encima del hombro.
En efecto, lo que antes me había parecido una cafetera era realmente el perfil dulce y melancólico de Ángela.
-¡Por todos los santos del paraíso! ¿Está muerta o viva? -exclamé con un cierto temblor en la voz, como si mi vida dependiera de su respuesta.
-Murió hace dos años, de una pleuresía, después de un baile.
-¡Ay! -respondí dolorosamente.
Y, conteniendo una lágrima que estaba a punto de caer, guardé el papel en el álbum.

¡Acababa de comprender que para mí ya no era posible la felicidad en la tierra!

Théophile Gautier

14 de agosto de 2016

Humo, Théophile Gautier

Humo

Bajo los árboles hay
una choza corcovada;
con el tejado vencido,
rotas paredes y musgo
en el umbral de la puerta.
Ciega está por sus postigos
la ventana, pero igual
que cuando hace mucho frío
se ve como un tibio aliento
de la casa que respira.
Un tirabuzón de humo
gira en hilillos azules
y así del alma encerrada
en aquel tugurio lleva
noticias frescas a Dios.


Théophile Gautier

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