Sueño de flautas
«Toma esto», dijo mi padre, y
me alcanzó una pequeña flauta de hueso, «tómala y no olvides a tu anciano padre
cuando alegres a la gente con tu música en países lejanos. Es tiempo de que
veas el mundo y aprendas algo. He mandado hacer esta flauta, porque no te gusta
ninguna otra tarea, excepto cantar. Piensa también que debes tocar siempre
canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el don que Dios te
ha concedido. »
Mi querido padre entendía poco
de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la
linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su
creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido
hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que
me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y
la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara
enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban
mi camino, y muy lozano también el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se
diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y
los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me
comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró
despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a
mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás,
hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una
muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala
ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
«Dios te guarde», le dije,
«¿adónde vas?»
«Debo llevar la comida a los
segadores», dijo. Y se puso a caminar a mi lado. «¿Y tú, dónde quieres ir?»
«Voy a conocer el mundo, mi
padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la
gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.»
«Bueno, bueno. ¿Y qué sabes
hacer en realidad? Porque algo debes saber.»
«Nada en especial. Puedo cantar
canciones.»
«¿Qué clase de canciones?»
«De todo tipo ¿sabes? A la
mañana y a la noche, ¿a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por
ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale
del bosque para llevar la comida a los segadores.»
«¿Puedes hacerlo? ¡Cántala
entonces!»
«Lo haré, pero, ¿cómo te
llamas?»
«Brigitte.»
Entonces entoné la canción de
la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de
cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo
largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente
a la canción, y me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba
hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo
le echaba el diente con ahinco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha,
ella me dijo: «No se debe comer a la carrera. Una cosa después de la otra».
Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las
rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
«¿Quieres volver a cantarme
alguna otra cosa?». preguntó cuando dejé de comer.
«Con gusto. ¿Qué quieres que
cante?»
«Algo acerca de una chica que
está triste porque ha sido abandonada por su novio.»
«No, no puedo. No conozco eso,
y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre
canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la
mariposa.»
«Y de amor, ¿no sabes ninguna?»
preguntó luego.
«¿De amor? Oh sí, eso es lo más
lindo de todo.»
Enseguida empecé una canción
acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con
ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y
al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la
muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de
regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere
ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír
y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y
cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo
miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados
yo mismo y un par de blancas flores del prado.
«El mundo es muy hermoso»,
dije, «mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta
donde está esa gente.»
Tomé su cesto y proseguimos el
camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía, y el bosque
hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan
contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de
puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la
montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si pudiera
comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y
las flores, de los hombres y las nubes, de la floresta y el bosque de pinares,
y también de los animales. Y asimismo todas las canciones de los mares lejanos
y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera
simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el
buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo pensaba de
este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás
se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa
del cesto.
«Ahora debo subir», dijo. «Allá
arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?»
«No, no puedo ir contigo. Tengo
que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré
en ti.»
Ella tomó su cesto con la comida;
y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se
adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste
de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente
por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró
hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y, agité el sombrero sobre
mi cabeza, inclinó ella la suya .una vez más y desapareció en silencio, como
una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte, continué
tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero dio la
vuelta en un recodo.
Allí había un molino, y junto
al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en la barca
parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y subí a
bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la mitad de
la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a dónde
íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
«Donde quieras», dijo con voz
apagada. «Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la elección es tuya.
Todo me pertenece. »
«¿Todo te pertenece? ¿Entonces
eres el rey?»
Quizá dijo él. «Y tú eres un
poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!»
Me infundía temor ese hombre
serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin ruido río
abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva las naves
y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto con las
orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de aquel hombre
permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente, como uno que
sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y también cantó
acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción era más bella y
vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él lo cantaba,
bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas, hosco y salvaje,
rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y presionando por
los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y bajo sus olas, y
entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonriente los blancos cuerpos de
los ahogados.
Nada de esto me gustaba; pero
su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente confundido, y
angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente cantaba con
su voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían sido nada más
que tontería, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era básicamente
bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y sufriente, malo y
sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de dolor.
Seguimos navegando. Las sombras
se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz sonaba
menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extrafío cantor respondía con una
canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí me dejaba
más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y sentía no
haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella Brigitte;
para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz fuerte a
través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y de sus
besos.
Entonces se inició el ocaso y
enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y del placer
del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos, y era
hermoso y conmovedor lo que cantaba Reno de pena a medida que oscurecía sobre
el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se había
convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados y
dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los unos
a los otros.
Yo escuchaba y quedé muy
fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años a través
de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocido emanaba y se
deslizaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y
mortal angustia.
«Así que la vida no es lo más
elevado y hermoso», dije finalmente con amargura, «sino la muerte. Entonces te
ruego, olí triste monarca, que cantes una canción a la muerte.»
El hombre al timón cantó de la
muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la muerte lo más
hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era vida, y la vida
muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de amor, y esto era
lo último y el sentido del mundo, y de allí se desprendía un resplandor que
podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una sombra que
enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde esa
tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más profundo
en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me había quedado
totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del extranjero.
Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad melancólica, y sus
ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del mundo. Me sonrió, y
entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad: «¡Ah, retorna, por favor!
Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de mi padre, o volver
para encontrar a Brigitte.»
El hombre se levantó y señaló
la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro enjuto e
imperturbable. «Ningún camino va hacia atrás», dijo seria y amablemente, «hay
que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el mundo. Y de la
muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más hermoso, y cuanto más
te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero marcha hacia donde
quieras; te daré mi lugar al timón.»
Yo me hallaba tremendamente
entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia pensé en
Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces cercano,
luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento iba a tomar
el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en silencio y me
dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se acercó a mí
también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me miró fijamente
a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me senté al timón y
hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la barca; advertí con
un profundo estremecimiento que el hombre había desaparecido. Sin embargo, no
me sentía asustado, lo había presentido. Me parecía que el hermoso día de
viaje, Brigitte, mi padre y la patria habían sido sólo un sueño, y que yo era
un viejo apenado y que siempre había viajado a través de aquel río nocturno.
Comprendí que no debía llamar a
ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre mí como una
helada.
Para saber lo que ya presentía,
me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra superficie me miró
un rostro penetrante y serio con ojos grises, un rostro viejo y sabio. Era el
mío.
Y como ningún camino lleva
hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de la noche.
Hermann Hesse