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19 de noviembre de 2015

Peter Camenzind, Hermann Hesse

 «Peter Camenzind»

Recuerdo el «Camenzind» lejanamente como algo frío; papel lleno de color otoñal y sobriedad.
 Bertolt Brecht

 Fue para mí una gran alegría que Usted acogiese con tanta simpatía mi mezcla un poco agria de muchacho campesino y poeta. La única alegría profunda y el único enriquecimiento que puede obtener un autor de una publicación, son precisamente esas tres o cuatro cartas de amigos comprensivos...
 Usted ha estudiado el carácter peculiar de Peter Camenzind con claridad y sutileza extraordinarias. Me reprochan que mi descripción de las impresiones de la infancia de Peter sea tan poco infantil, y me alegra que Usted no lo haya dicho también. Pues el relato de estas impresiones está escrito por Peter, hombre ya adulto y hecho. Para todos nosotros la infancia no es lo que quizás fue en realidad, sino lo que entendemos por tal como adultos, una imagen del recuerdo mezclada con revelaciones posteriores y nostalgia.
 Y poco importa lo que sea de Peter al final. No se trataba de hacer que llegase a ser algo, sino de desarrollar hasta donde él pudiese sus aptitudes personales en el fuego de la vida.
 Pero basta ya de hablar de él. Ahora queda en manos de la crítica oficial que ya lo analizará y desplumará. Para mí el éxito del libro significa mucho. Espero que, aunque no tenga éxito comercial, eleve un poco mi nombre y mi crédito literario, para que mi existencia gane solidez e impulso.

 (Carta, 1904)
Hermann Hesse
Sobre «Peter Camenzind»
A los estudiantes franceses con motivo del tema de la «agrégation» de este año.

 Ustedes, jóvenes compañeros, han encontrado entre los temas que les presenta esta vez el programa de la «agrégation», el tema «H. Hesse, le romancier, en particulier: Peter Camenzind». Esto les llevará a muchos a leer por primera vez «Peter Camenzind» y a pensar sobre él.
 Constatarán que es sobre todo una obra temprana, de juventud, mi primera novela, escrita en Basilea en los primeros años de este siglo y publicada en 1903 por vez primera. Procede por lo tanto de un tiempo ya legendario, anterior a las grandes guerras y a los cambios profundos de la época, de la atmósfera de paz y despreocupación, de la que tal vez hayan oído hablar a sus padres o abuelos. Sin embargo, no respira contento ni satisfacción, porque es la obra y el testimonio de un joven, y el contento y la satisfacción no son rasgos de la juventud.
 El descontento y la nostalgia de Peter Camenzind no se refieren a las circunstancias políticas sino, en parte, a su propia persona, de la que exige más de lo que probablemente podrá dar, y en parte a la sociedad, a la que critica de manera juvenil. El mundo y la humanidad, a los que todavía ha tenido poca ocasión de conocer, le resultan demasiado hartos, demasiado autosatisfechos, demasiado escurridizos y normalizados; él quisiera vivir con más libertad, con más nobleza, con mayor intensidad y belleza, que ese mundo al que desde el principio se siente opuesto, sin darse cuenta de lo mucho que le seduce y atrae.
 Como es poeta, se vuelve, en su deseo irrealizado e irrealizable, hacia la naturaleza, la ama con la pasión y devoción del artista, encuentra temporalmente en ella, en su entrega al paisaje, a la atmósfera y a las estaciones, un refugio, un lugar de veneración, meditación y exaltación.
 En este sentido, como Ustedes saben, es un típico hijo de su época, la época alrededor de 1900, la época de los «Wandervógel» y de los movimientos juveniles. Trata de alejarse del mundo y la sociedad y volver a la naturaleza, repite a pequeña escala la rebelión, entre valiente y sentimental, de Rousseau, y por ese camino se convierte en poeta.
 Sin embargo, y éste es el rasgo que caracteriza este libro juvenil, Peter no pertenece a los «Wandervógel» y a las asociaciones juveniles, al contrario, en ninguna parte se integraría peor que en esos grupos tan convencionales e ingenuos como arrogantes y ruidosos, que tocan la guitarra en torno a los fuegos de campamento o se pasan las noches discutiendo. Su meta, su ideal no es ser hermano en un grupo, cómplice en una conjura, voz en un coro. En lugar de comunidad, camaradería e integración, busca lo contrario; no quiere recorrer el camino de muchos, sino seguir obstinado su propio camino, no quiere marchar con los demás y adaptarse, sino reflejar y vivir en su propia alma la naturaleza y el mundo en nuevas imágenes. No está hecho para la vida en colectividad, es un rey solitario en un reino de sueños, que él mismo ha creado.
 Creo que tenemos aquí la idea dominante que está presente en toda mi obra. Es verdad que no me he quedado en la peculiar actitud de ermitaño de Camenzind; en el curso de mi evolución no he eludido los problemas actuales y nunca he vivido, como creen mis críticos políticos, en una torre de marfil —pero mi primer y más acuciante problema no fue nunca el Estado, la Sociedad o la Iglesia, sino el ser humano, la persona, el individuo único sin normalizar—. En este sentido se puede tomar perfectamente el «Camenzind», por insignificante que pueda ser, como punto de partida para un estudio y un análisis de toda mi vida.
 Muchas cosas de este librito les resultarán curiosas, anticuadas y extravagantes. Peter Camenzind simplifica a menudo demasiado cuando piensa y formula, tiende a sobrevalorar demasiado lo natural y lo primitivo, lo ingenuo y lo intuitivo, frente al mundo del intelecto y la cultura.
 Con una sonrisa le sorprenderán a veces haciendo alardes y fantaseando como en la historia inventada de su estancia en París.
 No tengan miramientos con mi Peter, analícenlo bien con los medios de su ciencia. Mientras tanto se ha hecho viejo y ha perdido en su largo camino ya parte de su susceptibilidad y de sus manías.

 (Carta, 1951)

 Hermann Hesse

18 de noviembre de 2015

Prólogo de un escritor a sus obras escogidas (1921), Hermann Hesse

 Prólogo de un escritor a sus obras escogidas
(1921)

 Un escritor de nuestro tiempo, uno de nuestros narradores preferidos, fue invitado a preparar una selección de sus obras y a exponer en un prólogo los criterios según los cuales había realizado la selección. Después de algunas semanas envió a su editor el siguiente

Prólogo

 La invitación a preparar una selección popular de mis escritos me ha obligado a diversos trabajos y reflexiones, pero sobre todo a examinar mis escritos, para ver si alguno que otro se prestaba por méritos especiales a ser incluido en tan distinguida selección.
 Las obras que deberían constituir esta proyectada antología tendrían que tener en primer lugar, dentro de su género, un nivel decoroso y ocupar entre mis obras un lugar especial, ya sea porque expresen mi manera de ser con más pureza que otras, ya sea porque resulten por su forma e intención particularmente afortunadas, satisfactorias y bien proporcionadas. Estos serían los criterios de una selección rigurosa.
 Al mismo tiempo parecía ofrecerse todavía una solución cómoda: yo podía aceptar la voz del pueblo como voz de Dios y elegir sencillamente aquellas obras preferidas por los lectores. Entonces mis mejores libros serían los que habían sido acogidos con más simpatía por la crítica y de los que se había vendido el mayor número. Pero si realmente se podía creer en aquella voz de Dios, yo era, según demostraban los números, un autor mucho más importante que algunos de nuestros más grandes maestros que yo veneraba humildemente, y en cambio, era pequeño e insignificante al lado de los brillantes éxitos literarios de ciertos contemporáneos, con los que ser confundido o simplemente comparado me hubiese sido más desagradable que caer entre asesinos. De modo que, ya después de un brevísimo examen, esta solución resultó desgraciadamente imposible y el penoso trabajo siguió pendiente. Tenía al menos que intentar y perseguir lo imposible: erigir dentro de mí un tribunal que juzgase el valor o la inutilidad de mis intentos literarios y dictase una sentencia.
 Dos actitudes eran posibles: comparar mis relatos con los de otros autores acreditados, o, lo que era aparentemente más sencillo, designar a través de una estricta selección aquellas obras que revelasen mejor y justificasen con más claridad mi ser, mi carácter, mis ideas sobre la vida, mi talento literario o mi misión. Había que probar ambos caminos antes de poder elegir uno.
 A título de prueba inicié el primero, tomando las obras de narradores acreditados como punto de referencia. De los novelistas de la primera y máxima categoría-inútil decirlo-prescindí; no podía pensar ni en el momento más ambicioso, compararme con Cervantes, Sterne, Dostoievski, Swift o Balzac. Pero pensé que tenía que ser posible una comparación humilde, respetuosa con otros, con maestros venerados, de la siguiente categoría todavía altísima: aunque me sobrepasaban cien veces, me pareció que podría constatarse alguna relación entre ellos y el que se esforzaba en seguirles. Y pensé entonces en narradores venerados y queridos como Dickens, Turgeniev, Keller. Pero tampoco encontré aquí un punto de contacto. Aparte de que estos maestros también se hallaban demasiado por encima de mí, había aún algo que hacía imposible encontrar un criterio o una medida de valores.
 Siempre que intentaba establecer una comparación entre uno de mis libros y una de aquellas obras admiradas de los grandes, sentía que mis libros no tenían nada que ver con aquéllas. Comprendí que trataba de relacionar magnitudes inconmensurables. Faltaba una medida, faltaba un denominador común. Y a partir de ahí encontré muy pronto mi verdad, una verdad profundamente humillante, por cierto.
 Aparentemente mis novelas podían compararse con las obras de aquellos autores anteriores. Lo que tenían en común era el título genérico de «novela» o «cuento». Pero en realidad, según descubrí entonces con profundo enfriamiento y súbita claridad, en realidad, mis novelas no eran novelas, mis novelas cortas no eran novelas cortas. Yo no era un narrador, no lo era en absoluto. Y el hecho de que a pesar de todo hubiese escrito cosas, que tenían todo el aspecto de narraciones, era mi gran culpa y debilidad. Desde niño había amado y leído mucho a aquellos magníficos maestros de la narrativa y de ahí había surgido una imitación de la que al principio no fui en absoluto consciente y más tarde sólo de manera imprecisa. La plena conciencia no la adquirí hasta aquel momento.
 Cierto que no estaba sólo con mi diletantismo y mi imitación. La literatura alemana moderna de los últimos cien años está llena de novelas que no lo son, y de autores que pretenden ser narradores sin serlo. Entre ellos hay grandes, magníficos escritores, cuyas supuestas novelas cortas amo, no obstante, fervorosamente; sólo necesito nombrar a Eichendorff. Yo me sentía cerca de esos escritores aunque sólo en lo que se refería a mi debilidad. La narración como poesía encubierta, la novela como etiqueta prestada para las tentativas de naturalezas poéticas, la expresión del sentimiento del yo y del mundo, eran un empeño específicamente alemán y romántico, aquí me sentía afín y culpable. Y a esto se añadía algo más. Poetas como Eichendorff y otros muchos no hubiesen tenido, según creo, necesidad de introducir subrepticiamente poesía en el mundo bajo la falsa bandera de la novela; sabían hacer poesía auténtica, excelente, no encubierta, y gracias a Dios, la hicieron. Pero la poesía no es solamente construir versos; la poesía es sobre todo hacer música. Y que la prosa alemana es un instrumento maravilloso y seductor para hacer música lo supieron muchos poetas que se entregaron a ese placer exquisito con frenesí. Pero pocos, muy pocos fueron lo bastante fuertes o sensibles para ver las ventajas que surgían del uso prestado de la forma narrativa (y entre estas ventajas, la de un público más numeroso) y para poner en el mundo su música-prosa con tanto orgullo como Hölderlin su «Hyperion» o Nietzsche su «Zarathustra». Y así yo también había interpretado, burlador burlado, inconscientemente, el papel de narrador. Que estuviese en compañía muy numerosa y en parte incluso buena, no me disculpa. De mis narraciones, de eso no cabía ya la menor duda, ninguna era, como obra de arte, lo bastante pura para ser citada. ¡Apaga la luz, y vete! Desde ese punto de vista la idea de aquella selección de mis obras estaba juzgada y rechazada.
 Humillado por este descubrimiento, emprendí el segundo camino. Era posible que mis libros fuesen impuros como obras de arte, que en su intento de compaginar géneros incompatibles fuesen bárbaros y un fracaso desde el principio, pero conservaban su valor temporal subjetivo como intentos de expresión de un espíritu que sentía, sufría y buscaba en nuestro tiempo. Para la «selección» de mis obras interesaba, por lo tanto, solamente qué obras eran las más auténticas, las menos mentirosas, en cuáles se expresaba mi sentir de manera más rotunda, en cuáles se había sacrificado a la imitación de una forma no auténtica, el mínimo de verdad y expresión.
 Comencé de nuevo, y pasaron las semanas mientras volvía a leer a menudo asombrado y sorprendido, a menudo avergonzado y descontento, casi todas mis antiguas obras. Algunas las había casi olvidado, pero todas habían permanecido en mi memoria de manera distinta a como se me aparecían ahora al releerlas. Mucho de lo que antes, hace años, me parecía bonito o acertado, ahora me resultaba ridículo e indigno. Y todas aquellas narraciones trataban de mí, reflejaban mi propio camino, mis sueños y deseos ocultos, mis propias amargas miserias. También los libros, en los que entonces, con la mejor fe, había creído representar destinos y conflictos ajenos y externos, cantaban la misma canción, respiraban el mismo aire, interpretaban el mismo destino: el mío.
 Ninguna de aquellas narraciones entraba en consideración para la selección. No había ahí nada que seleccionar. Obras en las que había estilizado, disfrazado y mentido (naturalmente de manera inconsciente) con más empeño, me gritaban —a pesar de que ahora las encontraba feas y malogradas— con más fuerza la verdad, me ponían sin piedad al descubierto, al leerlas con un ojo más crítico. Y precisamente en las obras, que con la voluntad más amarga había escrito como testimonio puro, encontraba ahora rodeos, subterfugios y embellecimientos extraños, y en parte ya incomprensibles. No, entre aquellos libros no había ninguno que no fuese testimonio y deseo vivo de expresar mi más profundo ser, pero tampoco había ninguno en el que el testimonio fuese completo y puro, en el que la expresión hubiese alcanzado la liberación.
 Si pienso en la suma de esfuerzos, renuncias, sufrimientos y sacrificios que significó a lo largo de muchos años la realización dé estos libros y la comparo con los resultados que hoy veo, podría considerar mi vida equivocada y desperdiciada. Sin embargo, analizadas con rigor, pocas vidas correrán una suerte diferente; ninguna vida, ninguna obra soporta la comparación con sus exigencias ideales. A nadie incumbe determinar el valor o la inutilidad de todo su ser y todos sus actos.
 Publicar las «obras escogidas» carece ya de sentido. Antes de iniciar este trabajo me gustaba la idea y en sueños veía ante mí los cuatro o cinco bonitos tomos de mi antología. Pero de esos tomos solamente ha quedado este prólogo.


Hermann Hesse

17 de noviembre de 2015

Lenguaje, Hermann Hesse

Lenguaje
(1917)

 La carencia más importante, el barro terrenal más pegadizo, bajo los que sufre el escritor, es el lenguaje. A veces puede llegar a odiarlo, condenarlo y maldecirlo —o más bien quizá se maldiga a sí mismo por haber nacido para trabajar con tan miserable instrumento. Con envidia pensará en el pintor cuyo idioma —el color— habla de manera comprensible a todo el mundo desde el Polo Norte hasta África, o en la música cuyos tonos también hablan cualquier idioma humano y al que desde la melodía unísona hasta la orquesta de cien voces, desde el cuerno hasta el clarinete, desde el violín hasta el arpa, tienen que obedecer tantos idiomas nuevos, individuales, delicadamente diferenciados.
 Pero hay algo por lo que el escritor envidia a diario y profundamente al músico: que posea su idioma para él solo, exclusivamente para hacer música. El escritor en cambio, tiene que utilizar el mismo idioma con el que se enseña en la escuela y se hacen negocios, con el que se telegrafía y llevan procesos. Es tan pobre que no dispone para su arte de un instrumento propio, de una vivienda propia, de un jardín propio, de una ventana propia para contemplar la luna; tiene que compartirlo todo con la vida cotidiana. Si dice «corazón» refiriéndose a lo más vivo y palpitante que hay en el ser humano, a su capacidad y debilidad más íntimas, la palabra significa al mismo tiempo un músculo. Si dice «fuerza» tiene que luchar con el ingeniero y el físico por el sentido de su palabra, si habla de «bienaventuranza» aparece en la expresión de su idea un matiz teológico. No puede utilizar una sola palabra que no mire al mismo tiempo hacia otro lado, que no recuerde en el mismo instante ideas extrañas, molestas, hostiles, que no contenga inhibiciones y limitaciones y que no se estrelle contra sí misma como contra paredes demasiado estrechas, de las que vuelve la voz, ahogada y sin resonancia.
 Si realmente es un bellaco el que da más de lo que tiene, un escritor no es nunca un bellaco. Pues no da ni la décima, ni la centésima parte de lo que quisiera dar, y estará satisfecho si el que le escucha le entiende superficialmente, desde lejos, de pasada, y por lo menos no le interpreta demasiado mal en lo que es más importante. Generalmente no consigue más. Y por todas partes donde un escritor cosecha aplauso o crítica, donde causa algún efecto o es objeto de burla, donde se le quiere o condena, no se habla de sus ideas y sueños, sino sólo de la centésima parte que pudo pasar por el estrecho canal del idioma y el no más amplio del entendimiento del lector.
 Por eso la gente se rebela con tanta vehemencia, tan a vida o muerte, cuando un artista o toda una juventud de artistas, prueban nuevas expresiones y lenguajes y tratan de romper sus penosas cadenas. Para el ciudadano, el lenguaje (todo lenguaje aprendido con esfuerzo, no sólo el de las palabras) es algo sagrado. Para el ciudadano es sagrado lo común y colectivo, lo que comparte con muchos, quizás con todos, lo que nunca le recuerda la soledad, el nacimiento y la muerte, el yo más profundo. Los ciudadanos tienen también, como el escritor, el ideal de un idioma universal. Pero el idioma universal de los ciudadanos no es el que sueña el escritor, una jungla de riqueza, una orquesta infinita, sino un lenguaje de signos, simplificado, telegráfico, con el que se ahorran esfuerzo, palabras y papel y que no estorba a la hora de ganar dinero. ¡Ah, la literatura, la música y cosas parecidas estorban siempre cuando se quiere ganar dinero!
 Cuando el ciudadano por fin aprende un idioma que él considera el idioma del arte, se siente satisfecho, cree comprender y poseer el arte, y se enfurece cuando descubre que ese idioma que ha aprendido tan penosamente sólo es válido para una provincia diminuta del arte. En la época de nuestros abuelos había gente aplicada y culta que había logrado aceptar en la música junto a Mozart y Haydn también a Beethoven. Hasta ahí «llegaban». Pero cuando aparecieron Chopin y Liszt y Wagner y se exigió de ellos que volviesen a aprender un nuevo idioma, que abordasen con un espíritu revolucionario y joven, elástico y entusiasta algo nuevo, se enojaron profundamente, descubrieron la decadencia del arte y la degeneración de la época en la que estaban condenados a vivir. Hoy les sucede a muchos miles de seres lo que les sucedió a aquellas pobres gentes. El arte muestra nuevos rostros, nuevos lenguajes, nuevos sonidos y ademanes balbuceantes, está harto de hablar siempre el mismo idioma de ayer y anteayer, quiere bailar una vez, quiere cometer excesos, quiere ponerse una vez el sombrero ladeado y andar haciendo eses. Y los ciudadanos se enfadan, se sienten burlados, y cuestionados fundamentalmente, lanzan denuestos a diestro y siniestro, y se tapan con la manta de la cultura. Y el mismo ciudadano que por el roce y la ofensa más leves de su dignidad personal corre al juez, inventa ahora ofensas terribles.
 Pero precisamente esa ira y esa excitación estéril no liberan al burgués, no descargan ni limpian su interior, no disipan de ningún modo su inquietud y su desgana internas. El artista en cambio, que no tiene menos motivos de quejarse del ciudadano que éste de él, el artista hace un esfuerzo y busca, inventa y aprende un idioma nuevo para su ira, su desprecio, su rabia. Siente que las injurias no valen de nada y comprende que el que las usa está equivocado. Como en nuestro tiempo no posee otro ideal que el de sí mismo, como no quiere ni desea otra cosa que ser totalmente él mismo, y hacer y expresar lo que la naturaleza ha creado y depositado en él, convierte su hostilidad contra los ciudadanos en algo sumamente personal, bello y expresivo. No expresa su ira con saña, sino que escoge, tamiza, construye y trabaja, y amasa una forma, una nueva ironía, una nueva caricatura, un nuevo camino, para convertir lo desagradable y la desgana en algo agradable y hermoso.
 Qué infinidad de lenguajes tiene la naturaleza, y qué infinidad han creado los hombres. Esos miles de gramáticas simples que han fabricado los pueblos entre el sánscrito y el volapuk, son productos relativamente pobres. Son pobres porque siempre se han contentado cor. lo más indispensable y lo que los ciudadanos consideran siempre lo más indispensable es ganar dinero, hacer pan y cosas parecidas. De esa manera no florecen los idiomas. Nunca ha alcanzado un idioma (me refiero a la gramática) el impulso y la gracia, el esplendor y el espíritu que derrocha un gato en los movimientos de su cola o un ave del paraíso en el polvo plateado de sus galas nupciales.
 Sin embargo, en cuanto el hombre ha sido él mismo y no ha pretendido imitar a las hormigas y las abejas, ha superado al ave del paraíso, al gato y a todos los animales o plantas. Ha inventado lenguajes que comunican y permiten vibrar infinitamente mejor que el alemán, el griego o el latín. Ha creado como por arte de magia religiones, arquitecturas, pinturas, filosofías, ha creado música cuyo juego expresivo y riqueza cromática superan ampliamente a todas las aves del paraíso y mariposas. Cuando pienso «pintura italiana»; ¡cuánta riqueza y variedad veo, qué coros llenos de devoción y dulzura e instrumentos de todo tipo escucho! Huele a frescor devoto en iglesias de mármol, veo monjes arrodillados y mujeres hermosas reinar en paisajes cálidos. O pienso «Chopin»: los tonos surgen como perlas en la noche, suaves y melancólicos, la nostalgia suspira solitaria en la lejanía al son de la lira, los sufrimientos más delicados y personales se expresan en armonías y disonancias de una manera más íntima, infinitamente mejor y más precisa que por medio de todas las palabras, números, curvas y fórmulas científicas.
 ¿Quién piensa seriamente que «Werther» y «Wilhelm Meister» están escritos en el mismo idioma? ¿Que Jean Paul ha hablado el mismo idioma que nuestros maestros de escuela? ¡Y fueron sólo poetas! Tuvieron que trabajar con la pobreza y la aridez del lenguaje, con un instrumento que estaba hecho para algo completamente distinto.
 Pronuncia la palabra «Egipto» y oirás un lenguaje que alaba a Dios con poderosos acordes de bronces, impregnados de una visión de la eternidad y de un temor profundo a lo perecedero: reyes que miran con ojos pétreos, implacables sobre millones de esclavos y por encima de todos y de todo sólo ven los negros ojos de la muerte; animales sagrados que miran fijamente, graves y terrenales-flores de loto que huelen delicadamente en las manos de bailarinas. Este «Egipto» es un mundo, un firmamento de mundos, puedes tumbarte boca arriba y fantasear durante un mes sobre esta palabra. Pero de repente se te ocurre otra cosa. Oyes el nombre «Renoir» y sonríes y ves el mundo disuelto en generosas pinceladas rosadas, luminosas y alegres. Y dices «Schopenhauer» y ves ese mismo mundo descrito con los rasgos de las personas que sufren, que en noches de insomnio convirtieron el sufrimiento en su divinidad y que con rostros graves recorren un camino largo y duro que conduce a un paraíso infinitamente quieto, infinitamente modesto y triste. O recuerdas las palabras «Walt und Vult» y el mundo entero se ordena como las nubes, dúctil a la manera de Jean Paul en torno a un nido de pequeños burgueses alemanes, donde el alma de la humanidad, dividida en dos hermanos camina indiferente a través de la pesadilla de un testamento extravagante y las intrigas de un hormiguero enloquecido de pequeños burgueses.
 El burgués suele comparar al soñador con el loco. El burgués no se equivoca cuando piensa que se transtornaría inmediatamente si, como el artista, el religioso o el filósofo, descendiese a su abismo interior. Podemos llamar a ese abismo alma o subconsciente o como queramos, de él procede todo impulso de nuestra vida. El burgués ha colocado entre él y su alma un guardián, una conciencia, una moral, una oficina de seguridad y no acepta nada que venga directamente de ese abismo del alma, sin que previamente haya recibido el visto bueno de esa entidad. El artista, en cambio, no dirige constantemente su desconfianza contra el mundo del alma, sino precisamente contra cualquier autoridad fronteriza y se mueve en secreto entre el aquí y el allí, entre el consciente y el subconsciente, como si en ambos se sintiese en casa.
 Cuando vive en este lado, en el lado conocido del día, donde también vive el burgués, la pobreza de todos los lenguajes pesa infinitamente sobre él, y ser poeta le parece una vida espinosa. Pero si está más allá, en el mundo del alma, las palabras vuelan como por encanto una tras otra hacia él, llevadas por todos los vientos, las estrellas cantan y las montañas sonríen y el mundo es perfecto y es lenguaje divino donde no falta ninguna palabra, ni letra, donde todo puede decirse, donde todo resuena, donde todo está liberado.


Herman Hesse

16 de noviembre de 2015

Ciudades, Enrique Lihn


CIUDADES


Ciudades son imágenes.
Basta con un cuaderno de escolar para hacer
la absurda vida de la poesía
en su primera infancia:
extrañeza elevada al cubo de Durero,1
y un dolor que no alcanza a ser él mismo,
melancólicamente.
Dos ratas blancas giran en un círculo
a la velocidad de la neurosis;
después de darme vueltas sesenta días justos
en el gran mundo como en una jaula,
me concentro en un solo pensamiento:
ratas que giran.
Blanca, velluda, diminuta esfera
partida en dos mitades que brincan por juntarse,
pero donde fue el tajo, la perpleja lisura
y el dolor, ahora están esas patitas,
y en medio de ellas sexos divisorios,
sexos compensatorios.
Nos salen cosas donde fuimos seres
aparte enteramente, enteramente aparte.
Cinco minutos de odio, total. cinco minutos.
Ciudades son lo mismo que perderse en la calle
de siempre, en esa parte del mundo, nunca en otra.
¿Qué es lo que no podría dar lo mismo
si se le devolviera al todo, en dos palabras,
el ser mezquinamente igual de lo distinto?
Sol del último día; ¡qué gran punto final
para la poesía y su trabajo!
En el gran mundo como en una jaula
afino un instrumento peligroso.

1 El poliedo de Durero.


Enrique Lihn

15 de noviembre de 2015

A Roque Dalton, Enrique Lihn

   A Roque Dalton

Soy un poco poeta del chambergo flotante,
de los quevedos flotantes, de la melena y la capa española;
un viejo actor de provincia bajo una tempestad artificial
entre los truenos y relámpagos que chapucea el utilero.
Si mal no recuerdo, monólogo, me esmero
en llenar el vacío en que moldeo mi voz,
y la palabra brilla por su ausencia
y el drame me es impenetrable.
Envejezco al margen de mi tiempo
en el recuerdo de unos juegos florales
porque no puedo comprender exactamente la historia.

Enrique Lihn 
De La musiquilla de las pobres esferas, Editorial Universitaria, Colección Letras de América dirigida por Pedro Lastra. (1969)

14 de noviembre de 2015

La pieza oscura, Enrique Lihn

LA  PIEZA  OSCURA

La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso hubiera amenazado
una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia y de precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos
no ignorábamos que causa;
juego de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente dulces
que una primera perdida de sangre vengada a dientes y uñas o, para una muchacha
dulces como una primera efusión de su sangre.

Y así empezó girar la vieja rueda -símbolo de la vida- la rueda
que se atasca como si no volara,
entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y un cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos de
dos en dos, con las orejas rojas -símbolos del pudor que saborea su ofensa- rabiosamente tiernos,
la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.
Por un momento rein6 la confusi6n en el tiempo. Y yo mordí,
largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad
anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos;
creencia rayana en la fe como el juego en la verdad
y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos
con las orejas rojas.
Dejamos de girar por el suelo, mi primo Angel vencedor de Paulina,
mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas
ninfas en un capullo de frazadas que las hacia estornudar –olor
a naftalina en la pelusa del fruto-.
Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas
confundiéndose unas con otras a modo de nidos como celdas,
de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies
y en las manos.
Dejamos de girar con una rara sensaci6n de vergüenza, sin conseguir
formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su
aparición en el mito, como en su edad de madera recién carpintereada
con un ruido de canto de gorriones medievales;
el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se enardecía
por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas
espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del molino,
todo él por único objeto desbordante
y la vida -símbolo de la rueda- se adelantaba a pasar
tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad acelerada,
como en una molienda de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido
de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico
como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad,
la crueldad del coraz6n en el fruto del amor, la corrupción
del fruto y luego.. . el carozo sangriento, afiebrado y seco.

iQué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender
la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del
molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos
cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor, allí
estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas -los hombres a un extremo, las mujeres al otro-
en un orden perfecto, anterior a la sangre.

En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda
antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos encontrarnos
a la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente veloces;
en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio.

Pero una parte de mi no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente.
Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que
cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles presagios
y no he cumplido aún toda mi edad
ni llegaron a cumplirla como él
de una sola vez p para siempre.

Enrique Lihn de La pieza oscura (1955 - 1962)


Editorial Universitaria S.A. 1963

13 de noviembre de 2015

[Nada tiene que ver el dolor.. .] Enrique Lihn

[Nada tiene que ver el dolor.. .]

Nada tiene que ver el dolor con el dolor
nada tiene que ver la desesperación con la desesperación
Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas
No hay nombres en la zona muda
Allí, según una imagen de uso, viciada espera la muerte a sus nuevos amantes
acicalada hasta la repugnancia, y los médicos
son sus peluqueros, sus manicuros, sus usurarios usuarios
la mezquinan, la dosifican, la domestican, la encarecen
porque esa bestia tufosa es una tremenda devoradora
Nada tiene que ver la muerte con esta imagen de la que me retracto
todas nuestras maneras de referirnos a las cosas están viciadas
y éste no es más que otro modo de viciarlas
Quizá los médicos no sean más que sabios y la muerte -la niña
de sus ojos- un querido problema
la ciencia lo resuelve con soluciones parciales, esto es, difiere
su nódulo insoluble sellando una pleura, para empezar
Puede que sea yo de esos que pagan cualquier cosa por esa tramitación
Me hundiré en el duelo de mí mismo, pero cuidando de mantener
ciertas formas como ahora en esta consulta
Quiero morir (de tal o cual manera) ese es ya un verbo descompuesto
y absurdo, y qué va, diré algo, pero razonable
mente, evidentemente fuera del lenguaje en esa
zona muda donde unos nombres que no alcanzan a ser
cuando ya uno, qué alivio, está muerto, olvidado ojalá previamente de sí mismo
esa cosa muerta que existe en el lenguaje
y que es su presupuesto
Invoco en la consulta al Dios
de la no mismidad, pero sabiendo que se trata
de otra ficción más
sobre la unión de Oriente y Occidente
de acápites, comentarios y prólogos
Un muerto al que le quedan algunos meses de vida tendría que aprender
para dolerse, desesperarse y morir, un lenguaje limpio
que sólo fuera accesible más allá de las matemáticas a especialistas
de una ciencia imposible e igualmente válida
un lenguaje como un cuerpo operado de todos sus órganos
que viviera una fracci6n de segundo a la manera del resplandor
y que hablara lo mismo de la felicidad que de la desgracia
del dolor que del placer, con una sonriente
desesperación, pero esto es ya decir
una mera obviedad con el apoyo
de una figura ret6rica
mis palabras no pueden obviamente atravesar la barrera de ese lenguaje desconocido
ante el cual soy como un babuino llamado por extraterrestres a interpretar
el lenguaje humano
Ay dios habría que hablar de la felicidad de morir en alguna inasible forma
de eso que acompañó a la inocencia al orgasmo a todos y a cada uno
de los momentos que improntaron la memoria
con impresiones desaforadas
Cuando en la primera polución
-mucho más mística que la primera comunión- pensabas en Isabel
ella no era una persona sino su imagen el resplandor orgástico de esa creatura
que si vivió lo hizo para otros diluyéndose para ti carnalmente en el tiempo de los demás
sin dejar más que el rastro de su resplandor en tu memoria
eso era la muerte y la muerte advino y devino
el click de la máquina de memorizar esa repugnante devoradora
acicalada en palabras como éstas tu poesía, en suma es la muerte
el sueño de la letra donde toda incomodidad tiene su asiento
la cárcel de tu ser que te privaba del otro nombre de amor escrito silenciosamente en el muro o figuras obscenas untadas de vómito
tu vida que -otra palabra- se deslizó, sin haberse podido
engrupir en lo existente detenerse en lo pasajero hundir el hocico
feliz en el comedero, golpear por un asilo nocturno
con el amor como con una piedra
la muerte fue la que se disfrazó de mujer en el altillo
de una casa de piedra y para ti de sombra y humo y nada
porque ya no podías enamorar a su dueña, temblando
del placer de perderla bajo una claraboya con telarañas
tienes que reconstituir ese momento ahora que la dueña de la casa es la muerte
y no la otra, esa nada ese humo esa sombra
darte el placer de ser ella y de unirte a ella como los labios de Freud
que se besan a sí mismos


Enrique Lihn

Del libro DIARIO DE MUERTE, Colección Fuera de serie Editorial Universitaria (1989)

12 de noviembre de 2015

Noticias de Babilonia, Enrique Lihn

Noticias de Babilonia, Enrique Lihn

Error, me das la cara incorregible,
uno a uno los pasos de la prueba
en la medida misma en que te alejan
extienden la frontera de tu reino.

No se ha perdido nada de la muerte
ni del primer contacto peligroso,
con todo lo que fuimos a vivirnos,
a pesar del rosario y por su culpa.

Cuando se deshicieron nuestras piernas
del cuatro, nació el sexo en la miseria.
Era una tumba todo ese silencio
y el amor al silencio el primer paso.

Iglesia de los Padres Capuchinos,
Iglesia de los Padres Alemanes,
lo del cordero fue una historia cruel
lo de la eternidad mi pesadilla.

Seres amados que se me escaparon
de los dedos, camino de los cielos,
estamos vivos pero desdoblados:
sigo allí en ese misterio doloroso.

Pruebas al canto del error: viví
entre columnas de arrepentimiento,
bajo un ruido de alas de cigüeña,
sometido al rigor de la inocencia.

Música en que aprendí mi silabario
de la Pasión según Santa Vitrola,
Palacio de Cristal allá en lo alto
lleno del cacareo de los ángeles.

Calle de Dios perdida para el mundo
sobre la cual el cielo demostraba
con el compás solar, mórbidamente,
la belleza perfecta del divino.

Atardecer que se nos iba hundiendo
mientras soplaba, en un silencio exacto,
un mal barroco de alas estropeadas
su trompetilla, oleajes

acantilados montes de la luna
playas del sol para que allí fondearan
por millares los barcos de la muerte,
todo como en la palma de mi mano.

Abuela de escribir, máquina mía,
ya no corre la sangre por mis venas:
de agua bendita soy un pudridero,
llenas de musgo y podre están las llagas.

Este que vino a Babilonia en cuatro
caballos sucesivos
huyendo del camino de Damasco,
es el quinto jinete apocalíptico.

No había amor humano que cortara
el aliento al amor a lo divino
sin convertir de golpe al corazón
por asfixia en "el órgano del miedo"*.

Y en plena asfixia vi cómo cruzaba
Calle de Dios abajo, perdidiza
quebrándome la línea del destino,
Erika: el paraíso en bicicleta.

Adiós, bajo este signo: mala estrella
polar preludio de lo que no es,
mi soledad babea tango a tango
el repertorio de las que se fueron.

Corriente de mujeres migratorias
de toda pluma, el cazador se emperra
en olfatear la sombra de la carne
que trae el perro-rio entre los dientes.

Este pequeño aborto del infierno
vino al mundo a lavarlo del pecado.
San Francisco de Asís había muerto,
alguien tenía que resucitarlo.

Iglesia de los Padres Capuchinos,
Angel de la Trompeta en la ventana.
Dios es amor, reparto a domicilio.
Alguien tenía que resucitarlo.

Vino al mundo con flores a María
en un decir Asís y "Vamos todos".
Para la eternidad no hay muerto eterno.
Alguien tenia que resucitarlo.

Lo del cordero fué una historia cruel,
ese primer contacto peligroso.
No se ha perdido nada con la muerte
dice la eternidad, mi pesadilla.

Máquina de morir, abuela eterna,
contra mi corazón arrodillado
se me humilla de pronto la cabeza,
mi corazón, "el órgano del miedo".

Contra el error no he dado con la fórmula
Alquimia del amor a lo divino
irreversible como la locura,
nunca di con el oro de lo humano.

Ni aun la poesía me consuela:
es inviolable "El Gran Brillante"* o
cada una de esas vainas metafísicas
déla botica celestial, no hay nada**

nadie que pase intacto la barrera
de lo que fue una vez lo prohibido
sin meterse en el lecho de Yocasta
bajo la gran sonrisa de la Esfinge.

De las pobres esferas sube y sube
esta miseria de la musiquilla:
un solo de trompeta que se ahoga
frente al solo de sol de la respuesta.

Elevado silencio a todo cubo
resonando en la callea toda pala,
alli abajo recogen la basura.
Venid y vamos todos al infierno.

A la ciudad de Babilonia llega

el desconsuelo de la musiquilla.

 Enrique Lihn

 •Me lo dijo mi hermano: según Nietzsche "La música es el órgano del miedo".
•El Gran Brillante de la Oda a Charles Fourier, de André Bretón
**La farmacopea celeste, de Baudelaire.



  Enrique Lihn de La musiquilla de las pobres esferas, Editorial Universitaria, Colección Letras de América dirigida por Pedro Lastra. (1969)

11 de noviembre de 2015

Nieve, Enrique Lihn

NIEVE

Cómo te gustaría suspender esta peregrinación
       solitaria
y retomarla luego que pase, compañera de viaje, la
       fatiga
del extranjero para el cual todo se mezcla a ella,
aun en medio del mayor encantamiento.
Como ayer mientras el viejo Brueghel montaba para
       ti su tabladillo,
nada menos que en el Museo Real de Bellas Artes;
ángeles y demonios, y sin embargo habías perdido
       tantas veces
esa misma batalla minuciosa
que ahora el pincel mágico del viejo la libraba
del otro lado de un espejo oscuro. Retuviste el aliento,
en honor a lo real, para dejarlo hacer
su trabajo de siempre sin un nuevo testigo.
La nieve era en Bruselas otro falso recuerdo
de tu infancia, cayendo sobre esos raros sueños
tuyos sobre ciudades a las que daba acceso
la casa ubicua de los abuelos paternos:
peluquerías en las largas calles; espejos, en lugar de
       puertas, rebosantes
de pintadas columnas giratorias;
tiendas, invernaderos, palacios de cristal, la oveja que
       balaba,
mitad juguete mitad inmolación
del cordero pascual, y reconoces
el Boulevard du Jardin Botanique, por alguna razón
       tan misteriosa
como la nieve.
¿Dónde está lo real? No hiere preguntarlo ni
       importa que uno sepa de memoria
las exactas respuestas del maestro y los suyos
entre los cuales vive tu voluntad. No importa.
Entiendes bien que el solipsismo es una coartada
del poder contra el espíritu. Pero aquí, en el más
       absoluto aislamiento, se es víctima de
       impresiones curiosas,
a la vuelta de una esquina que nunca parece
       exactamente la misma
como si las calles caminaran contigo, participando de
       tu desconcierto.
Estabas advertido: había que viajar en compañía, pero
en cambio viniste del otro lado del mundo
para mirar tu soledad a la cara
y lo demás que ahora no interesa.
Esta forma del ser, obstinada en impugnarlo; celosa
de toda ambigüedad, la conoces
como Edipo a la Esfinge, horma de su zapato.
Nieva en Bruselas y en tus falsos recuerdos. Piensas:
       «es mi fatiga.
Ella es la que no se extraña de nada».
El viejo cierra a las cinco su caja de Pandora.
       Demasiado temprano, ya lo sabes.
Como si dispusiera de lo eterno, otra vez, la noche
       se da el lujo de caer lentamente
sobre la Gran Plaza que ha encendido su torre
en un dorado Oficio de Tinieblas,
y es tu familiaridad la sorprendida
con un mundo en que el logos fue la magia.
Piedras transfiguradas por las manos del hombre
hasta hacerse tocar por los ángeles mismos:
ocios del gótico tardío. No,
nada te habría encaminado a lo oscuro que te
       significara
la recuperación de una embriaguez perdida
con los años de triste aprendizaje.
Pero, en fin, habías bebido unos vasos de cerveza
       por lo que pudiera ocurrir y fue el temor
de que nada ocurriera sino sólo en ti mismo
el primero en empujarte en esa dirección.
Rue des Chanteurs, rue de la Bienfaisance; los nombres
       cambian de sonido y lugar
igual, en todas partes, permanece,
bajo luces distintas esa tierra de nadie, lindando con
       el Reino de las Madres:
su viejo cómplice y enemigo de siempre.
Tu distracción tomaba la forma de la nieve,
       ahora ese lejano resplandor
que todo lo cubría vagamente, hasta la aparición
       articulada
de la mujer, en su pequeña vitrina, como ahogada
       en una luz incierta.
Y sonreía sólo para sí misma.
No fue ella, por cierto, la anfitriona; allí estaba
       la otra,
esa que reconocerías entre miles, cuyo nombre
       ha cambiado tantas veces,
pronta a participar, por un momento, en el diálogo.
       Sólo lo justo para hacerse presente
como si nunca nada pudiera comenzar.

Enrique Lihn

De Poesía de paso, Premio Casa de las Américas 1966





Leonardo Dellepiane (Peru) leyendo Nieve de Enrique Lihn

Video poético del Café Literario del Jueves 08 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue La Nieve y coordino la velada Jose Luis Colombini.

10 de noviembre de 2015

De todas las desesperaciones... Enrique Lihn

De todas las desesperaciones...

De todas las desesperaciones, la de la muerte tiene que ser la peor
ella y el miedo a morir, cruz y raya
cuando ya se puede pronosticar el día y la hora
Hay una fea probabilidad de que el miedo a morir y la desesperación de la muerte sean normalmente inseparables como la uña y la carne
Recuerdo a un amigo de otros años él huía de noche de su casa y del hospital
sin más salvoconducto que el que se daría a un condenado en el infierno
por ellas, condenadamente bellas
exigía con argumentos propios de la ciencia de la locura
que lo recibieran en esas casas como huésped estable
me parece ver cómo al final de esas conversaciones imposibles
era reconducido a su madriguera por las señoras y los esposos
en medio del gran silencio, él, el gnomo de la selva negra del amanecer
de vuelta a su anticasa
o al aeródromo de los hospitales para que no perdiera su vuelo.


Enrique Lihn

Del libro DIARIO DE MUERTE, Colección Fuera de serie Editorial Universitaria (1989)

9 de noviembre de 2015

Tuerto rey, Horacio Castillo

Tuerto rey

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.


Horacio Castillo

7 de noviembre de 2015

Osvaldo Guevara recordando anécdotas de Alejandra Pizarnik y de Horacio Castillo

Video poético del Café Literario del Jueves 08 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue La Nieve y coordino la velada Jose Luis Colombini.

Osvaldo Guevara recordando anécdotas de Alejandra Pizarnik y de Horacio Castillo

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