Tragedia en Harlem, O. Henry
Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la
señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.
-¿Has visto qué hermosura? -dijo la señora Cassidy.
Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora
Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme
moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le
sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.
A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa
semejante -manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.
-Yo no viviría con un hombre -declaró la señora Cassidy-
que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por
algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya
sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce
de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo
a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.
-Me atrevo a esperar -dijo la señora Fink, simulando
complacencia- que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a
ponerme la mano encima.
-¡Venga ya, Maggie! -dijo riéndose la señora Cassidy, mientras
se untaba el ojo con linimento de avellano-, lo que pasa es que tienes envidia.
Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se
limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O
no es verdad?
-Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos
cuando llega -reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza-; pero también
es cierto que jamás me toma por un Steve O’Donnell sólo para divertirse, eso
desde luego que no.
La señora Cassidy se rió con la risa satisfecha de la
matrona feliz y protegida. Con el aire de una Cornelia exhibiendo sus joyas, se
bajó el cuello del quimono y descubrió otro hematoma allí atesorado, de color
marrón y con un cerco naranja y oliváceo. Un buen cardenal sin lugar a dudas,
pero que sin embargo sería recordado con amor por su valía.
La señora Fink se rindió. Su ceremoniosa mirada se
suavizó para convertirse en envidia y admiración. Ella y la señora Cassidy
habían sido compañeras de trabajo en la fábrica de papel del sur de la ciudad
antes de casarse, hacía un año. Ahora, ella y su hombre ocupaban el piso de
arriba del de Mame y el suyo. Así que no podía andar fingiendo con su amiga.
¿Y no te duele cuando te zurra? -preguntó con curiosidad
la señora Fink.
¡Dolerme! -exclamó la señora Cassidy lanzando un grito de
gozo con su voz de soprano-. Dime, ¿se te ha caído alguna vez encima una casa
de ladrillo? Bueno, pues eso es lo que se siente; como cuando te están
desenterrando de entre los cascotes. Jack tiene una izquierda que vale por dos
sesiones de tarde y un nuevo par de zapatos Oxford, ¡y no digamos su derecha!
Su derecha supone un viaje a Coney Island y seis pares de carretes de encaje de
seda escocesa calada como desagravio.
-Pero ¿por qué te pega? -preguntó la señora Fink con los
ojos muy abiertos.
-¡Qué tonta eres! -exclamó la señora Cassidy con
indulgencia . Pues porque viene cargado. Suele ser los sábados por la noche.
-Pero ¿qué motivo le das tú? -insistió la señora Fink
empecinada en su pesquisa.
-¿Pues no me he casado con él? Jack llega borracho y yo
estoy aquí, ¿no? ¿A quién más tiene derecho a pegar? ¡Y que no lo coja yo
pegando a ninguna otra persona! A veces es porque la cena no está lista, y a
veces porque sí. Jack no anda mirando los motivos. Simplemente se pone a beber
hasta que se acuerda de que está casado, y entonces se viene para casa y la
toma conmigo. Los sábados por la noche aparto los muebles con esquinas picudas
para no abrirme la cabeza cuando pone manos a la obra. ¡Tiene un gancho de
izquierda que te deja temblando! A veces me doy por vencida en el primer
asalto; pero cuando tengo ganas de divertirme durante la semana, o me apetece
algún trapito nuevo, entonces me levanto para que me siga castigando. Eso es lo
que hice anoche. Jack sabe que llevo un mes deseando una blusa de seda, y no me
pareció que un ojo morado fuese suficiente para conseguirla. Te voy a decir una
cosa, Mag, apuesto lo que quieras a que me la trae esta noche.
La señora Fink estaba sumida en profundos pensamientos.
-Mi Mart -dijo- no me ha dado una paliza en su vida. Es
como tú has dicho, Mame; llega a casa de mal humor y no dice ni una sola
palabra. Nunca me lleva a ningún sitio. Por toda diversión se dedica a hacer en
casa de calientasillas. Me compra cosas, pero lo hace con aire tan abatido que
nunca las aprecio.
La señora Cassidy rodeó a su amiga con el brazo.
-¡Pobrecita mía! -dijo-. Pero es que no todo el mundo
puede tener un marido como Jack. El matrimonio no sería un fracaso si todos
fueran como él. Todas esas mujeres descontentas de las que se habla lo único
que necesitan es un hombre que llegue a casa y les dé una paliza una vez a la
semana, para convertirla luego en besos y crema de chocolate. Eso les daría
alguna ilusión de vivir. Lo que yo quiero es un hombre dominante que te zurra
cuando llega e juerga y te abraza cuanto está sereno. ¡Que Dios me libre del
hombre que no tiene agallas para hacer ninguna de las dos cosas!
La señora Fink suspiró.
De repente se oyeron ruidos en el vestíbulo. La puerta se
abrió al instante ante la patada del señor Cassidy. Traía los brazos cargados
de paquetes. Mame voló hacia él y le echó los brazos al cuello. Su ojo morado
resplandecía con la luz de amor que brilla en los ojos de la doncella maorí
cuando recobra el sentido en la cabaña después de haber sido golpeada y
arrastrada hasta allí por su pretendiente.
-¡Hola, guapísima! -exclamó el señor Cassidy.
Dejó los paquetes y la levantó en volandas con un
poderoso brazo.
-Tengo entradas para el circo Barnum and Bailey’s, y si
deshaces uno de esos paquetes es muy posible que encuentres esa blusa de seda
que querías... Perdón, señora Fink, muy buenas tardes, no la había visto a
usted. ¿Cómo anda el bueno de Mart?
-Muy bien, señor Cassidy, muchas gracias -dijo la señora
Fink-. Y ahora tengo que subir ya. Mart llegará pronto a cenar. Mañana te
traeré el patrón que querías, Mame.
La señora Fink subió a su casa y se echó a llorar un
poco. Era el suyo un llanto sin sentido, ese tipo de llanto que sólo entienden
las mujeres, un llanto enteramente absurdo, sin una causa concreta, el más
efímero y desesperado de todos los llantos que existen en el repertorio del
dolor. ¿Por qué Martin no la había golpeado nunca? Era tan alto y tan fuerte
como Jack Cassidy. ¿Es que ella no le importaba nada? Nunca discutía; llegaba a
casa y se dejaba caer a la bartola, callado, taciturno, inmóvil. Era un
proveedor relativamente decente, pero nada sabía del picante de la vida.
El barco de sueños de la señora Fink estaba en calma
chicha. Su capitán iba de su budín de pasas a su hamaca. ¡Si al menos hiciese
temblar las cuadernas o le diese patadas al alcázar de vez en cuando! ¡Y ella
que había soñado con zarpar alegremente, llegando a tocar puerto en las islas
Deliciosas! Pero ahora, para variar, estaba dispuesta a tirar la toalla,
exhausta, con un rasguño como toda muestra de aquellos asaltos mansos e insípidos
de combate simulado. Por un instante, casi llegó a odiar a Mame, a Mame con sus
heridas y moretones, con su bálsamo de regalos y besos, embarcada en aquel
tormentoso viaje junto a su pendenciero, brutal y enamorado compañero.
El señor Fink llegó a casa a las siete. Venía impregnado
de la maldición de la domesticidad. No le interesaba lo más mínimo andar
vagando más allá de los límites del portal de su cómodo hogar. Era el hombre
que ya ha tomado el tranvía, la anaconda que ha engullido su presa, el árbol
que yace allí donde cae.
¿Te gusta la cena, Mart? -preguntó la señora Fink, que se
había afanado en ella.
-No está mal -gruñó el señor Fink.
Después de cenar se puso a leer los periódicos. Se sentó
con los calcetines al aire, sin zapatos.
¡Despierta, oh nuevo Dante, y dime cuál será el rincón de
perdición más apropiado para el hombre que se sienta en su casa en calcetines!
Hermanas de la Paciencia que, obligadas por las ataduras o el deber, lo han
inmortalizado en seda, hilo, algodón o lana, ¿no pertenece a ellas el nuevo
canto?
El día siguiente era el Día del Trabajo. Las ocupaciones
del señor Cassidy y el señor Fink cesaban durante una jornada del sol. El
trabajo, triunfante, desfilaría por las calles y, por otra parte, encontraría
una expansión.
La señora Fink bajó temprano a casa de la señora Cassidy
con el patrón. Mame tenía puesta su blusa de seda nueva. Incluso su ojo morado
se las arreglaba para lanzar un destello festivo. Jack mostraba su fructífera
penitencia, y ante ellos se abría un día de regocijo, lleno de parques,
meriendas al aire libre y cerveza rubia.
Una creciente e indignada envidia fue apoderándose de la
señora Fink mientras volvía a casa. ¡Ay, la feliz Mame, con sus golpes y su
inmediato bálsamo calmante! ¿Pero es que Mame había de tener el monopolio de la
felicidad? No cabía duda alguna de que Martin Fink era tan buen hombre como
Jack Cassidy. ¿Iba su esposa a vivir siempre sin un palo ni una caricia suya?
Una idea súbita y brillante que la dejó sin aliento se le ocurrió de repente a
la señora Fink. Le demostraría a Mame que había maridos tan capaces de usar sus
puños, y quizá de mostrarse tan tiernos después como cualquier Jack.
El día de fiesta parecía que de fiesta sólo iba a tener
el nombre en casa de los Fink. La señora Fink tenía las pilas de la cocina
llenas de ropa sucia de dos semanas que había estado en remojo toda la noche.
El señor Fink, en calcetines, estaba leyendo el periódico. Así es como la
fiesta del Trabajo amenazaba transcurrir.
La envidia se encendió vivamente en el corazón de la
señora Fink, y más vivamente aún nació una resolución audaz. Si su hombre no le
había pegado nunca, si todavía no había demostrado su hombría ni sus
prerrogativas ni su interés por los asuntos conyugales, habría de ser incitado
a cumplir con su deber.
El señor Fink encendió la pipa y se frotó pacíficamente
un tobillo con el otro pie, enfundado en su calcetín. Permanecía en la vida
conyugal como un grumo de mantequilla en un pastel mal revuelto. Aquél era su
Eliseo horizontal: sentado cómodamente, ceñía con sus manos, negligentemente,
un mundo de letra impresa; y mientras tanto le llegaban los ruidos de su esposa
chapoteando al lavar y los agradables olores de los recién retirados platos del
desayuno y los de la comida por venir. Había muchas ideas alejadas de su mente,
pero la más alejada de todas era la de pegar a su mujer.
La señora Fink abrió el agua caliente y metió las tablas
de lavar en las pilas. Del piso de abajo le llegó la alegre risa de la señora
Cassidy. Sonaba como un sarcasmo, como una ostentación de su propia felicidad
en la mismísima cara de la intocada novia del piso de abajo. Ahora le tocaba a
la señora Fink.
De repente se volvió como una furia hacia el hombre
enfrascado en su lectura.
-¡Escucha, maldito gandul! -gritó-. ¿Es que tengo que
ajarme las manos lavando como una esclava por tu cara bonita? ¿Eres un hombre o
un perrito faldero?
El señor Fink dejó caer el periódico, paralizado por la
sorpresa. Ella temió que no fuese a pegarle, que la provocación hubiera sido
insuficiente. Se lanzó hacia él y lo golpeó ferozmente en la cara con el puño
cerrado. En aquel instante sintió un estremecimiento de amor por él, que hacía
mucho tiempo que no sentía. ¡Levántate, Martin Fink, y entra en tu reino!
¡Ahora tenía que sentir sobre ella el peso de su mano, para demostrarle que la
quería, sólo para demostrarle que la quería!
El señor Fink se puso en pie de un salto y Maggie volvió
a golpearlo en la quijada con un fuerte impulso de la otra mano. Cerró los ojos
en aquel momento de bienaventurado temor que precedía a su esperado ataque,
susurró su nombre para sus adentros, y se inclinó para recibir el deseado
golpe, hambrienta de recibirlo.
En el piso de abajo, el señor Cassidy, con un rostro
avergonzado y contrito, estaba empolvándole el ojo a Mame, preparándola para su
tarde de juerga. Del piso de arriba llegó el sonido de una voz femenina que
gritaba, y se oyó una sacudida, un tropezón y un arrastrar de algo, una silla
volcada, signos indiscutibles de un conflicto doméstico.
-¿Mart y Mag zurrándose? -apuntó el señor Cassidy-. No
sabía que se entregasen a esas cosas. ¿Subo a ver si necesitan un árbitro?
Uno de los ojos de la señora Cassidy resplandeció como un
diamante. El otro lanzó al menos un destello de bisutería.
-Huy, huy -dijo con suavidad y sin significado aparente,
con ese tono femenino como de jaculatoria-. ¡A lo mejor, a lo mejor...! Espera,
Jack, que voy a subir a ver.
Corrió escaleras arriba. Mientras cruzaba el vestíbulo
del piso de arriba, la señora Fink salió de su casa por la puerta de la cocina,
como un salvaje torbellino.
-¡Maggie! -exclamó la señora Cassidy, con un suspiro de
placer-. ¿Lo ha hecho? ¿Dime, lo ha hecho?
La señora Fink corrió a esconder la cabeza en el hombro
de su amiga y se puso a sollozar desesperadamente.
La señora Cassidy cogió el rostro de Maggie entre sus
manos y lo levantó con dulzura. Estaba bañado en lágrimas, pálido y enrojecido,
pero su superficie aterciopelada, blanca y rosa que iba llenándose de manchas,
no tenía ni un rasguño, ni un golpe, ni había sido mínimamente desfigurada por
el cobarde puño del señor Fink.
-Dime algo, Maggie -le suplicó Mame-, o si no entraré ahí
para averiguarlo. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha hecho daño, qué te ha hecho?
La cara de la señora Fink volvió a hundirse
desesperadamente en el hombro de su amiga.
-Por lo que más quieras, Mame, no abras esa puerta
-sollozó-. Y nunca se lo digas a nadie, guárdatelo para ti sola. No ha... no ha
llegado a tocarme siquiera, y está... ¡Ay, Dios mío!, está lavando la ropa,
¡está lavando la ropa!