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13 de septiembre de 2015

Soneto II (La Chispa), Antonio Esteban Agüero

SONETO II

(LA CHISPA)

La poesía me transmite un telegrama
por un nervio sutil, desde la fuente
que en arenas de nubes se derrama
turbia, violenta y sigilosamente.

Llega en papel de pájaros; proclama
vago olor a caléndula reciente,
cuando estalla en la cueva de la frente
con su poder de pólvora sin llama.

Debo escribir pero escribir no quiero;
nada tengo que hacer con la escritura,
poco tengo que ver con el librero.

Solamente asumir con mano dura,
cálida voz y corazón entero,
la eléctronica chispa de locura.


Antonio Esteban Agüero

12 de septiembre de 2015

Canción para decir en la calle, Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle

Un día, siquiera, por semana
ensayemos el oficio humano:

Paremos el reloj,
ocultemos el calendario;
no abramos periódico ni libro,
ni escuchemos radio,
y tomemos un ómnibus cualquiera
que nos conduzca al campo.

Y una vez allí,
busquemos un sitio solitario,
entre pinos
y los álamos
a la vera del agua, si el arroyo
quiere ofrecernos su cristal cercano,
o en la abierta llanura donde el viento
galopa con los caballos.

Y vivamos,
sí, nada más,
vivamos,
mientras crece la luz, y la marea
de la savia asciende
por arterias de árbol;
vivamos,
mientras vuelan insectos, y las nubes
livianas y lentas como barcos
viajan al sur, y el aire
conduce pájaros;
sí, nada más,
vivamos
en reposo total como la hierba
que nos da su regazo
de vez en vez oyendo
el oscuro corazón del mundo
que late soterrano.

Sí, nada más,
vivamos,

solamente vivamos.

Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle de Antonio Esteban Agüero por Gabriela Bayarri

5ª Maratón de Lectura, 18 de Junio de 2012 organizada y llevada a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento, 9 horas de lectura continua (de 9 a 18 Horas)

11 de septiembre de 2015

Romance del enamorado, Antonio Esteban Agüero

Romance del enamorado

Mis ojos quietos y dulces
remiran lo ya mirado.
Asombro total y doble
prendido en el campanario,
en los yuyos, en las nubes,
en el color de los álamos.

Ahora, ¡qué muevo todo!
Es que estoy enamorado:
lleno de rosas el pecho
rosas de versos las manos.

Los caminos son caminos
que llevan a un sitio claro.
La luna nieva una casa.
Y el sol vigila unos pasos.
La vida se ha vuelto simple,
y el mundo menudo largo
lleno de un agua morena
que tiene el nombre que callo.

Ahora voy por las lomas
como antes, solitario,
pero alguien sigue mi sueño,
y oye escondida mi canto.
Palabras que nunca dije
dejan su olor en mis labios.
Raíces de besos hunden
hondos hilillos rosados,
visten mi carne de siesta
los besos que no le he dado.

Ahora pienso que todos
adivinan lo que guardo:
las gentes de la aldeúcha,
la guijas y los guijarros,
el cielo que mira y miro,
los chiquillos y los pájaros.

¡Esconde bien tus heridas
corazón enamorado …!
Que ni ella sepa tu llaga,

que todos te crean sano … 

Antonio Esteban Agüero

10 de septiembre de 2015

Digo las Guitarras, Antonio Esteban Agüero

DIGO LAS GUITARRAS

Hoy les ruego silencio;
                           simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.

Nada más que guitarras.

La primera será la de don Mauro,
-allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho, duro poncho,
-suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.

Cierta vez en un pueblo
de la sierra que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:

«Poeta Agüero que viva
cogollito de cardón,
yo lo quiero porque dice
cosas de su corazón».

Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
              -Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.

Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.

El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡»Camino de carros»...
Mañanitas de Merlo»...
»Caminito del Norte»...
Él las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.

Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.

Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porque suena
a dinero de feria y propaganda,
porque yo la quiero
modesta y humilde como un palo,
como una simple tabla,
como el mortero rural, o la batea
como el mortero, sí, como el mortero
en cuya boca ancha
se muelen las uvas de la Cueca,
el maíz de la Zamba,
y el trigo natal y comunero
que después será pan en las tonadas.

Don Crisanto Lucero cierta noche
quiso cruzar un vado del Conlara.
Entre los truenos y los rayos
de la tormenta de color de azufre,
y las violentas aguas;
su caballo era negro y en la noche
parecía un demonio
de crines enlutadas;
don Crisanto traía por delante,
sobre el apero de gozar domingos,
su mujer: la guitarra.
Y esto fue lo que vieron esa noche
los levantados hombros del Conlara:
un hombre solo hundiéndose en la muerte,
sobre el caballo de su amor de gaucho,
con las manos frenéticas alzando,
hasta la última ola de agonía,
para que no se ahogara
su mujer: la guitarra…
Aquí digo ese ataúd de música
que navega el Conlara.

Nada más que guitarras.

¿Y tu guitarra, Laura?
La pequeña guitarra que vendiste
por monedas una tarde en Larca,
entre la luz del aire con bumbunas
zorzales y cigarras
para pagar tu viaje hacia la muerte
donde esperaba sin saber tu amante.
Pero, ¿estás muerta, Laura?
¿Tu materia de luna se ha disuelto?
Solamente hay un muro con un clavo
donde cuelga sin ojos
y sin manos
la pequeña guitarra.

Jofré y Heredia son puntanos,
serenos constructores
de sonoras guitarras,
las fabrican de sueños,
las tejen de la nada
con rezagos de mesas inservibles,
con restos de antiguos ataúdes,
y sin embargo prontas
a cualquier resonancia.

Solamente guitarras.

Cuando el sábado enarbola:
las banderas del Vino.
Las guitarras
iluminan la noche desde Quines
hasta Buena Esperanza;
trepen a cualquier árbol,
asciendan a cualquier lomada,
podrán distinguirlas, invisibles,
más allá de las huellas del camino;
millares de guitarras,
nada más que guitarras...
Mejor morir en sábado
si queremos la muerte festejada.

Cada cosecha parten
los braceros puntanos,
a caballo
en camiones,
en vagones de carga
como otra bolsa más,
van al maíz,
al trigo,
a la vendimia,
a soportar los filos de la chala,
el mordisco sutil de la mazorca,
las ofensas del cardo, la urticaria
de la arpillera burda sobre el hombro,
y la lepra del amo
que les muerde la espalda.

Y sin embargo, luego, en los galpones
infernales de zinc, se recuperan
tañendo y soñando las guitarras.
Desde las cuerdas tensas
les sube, celeste, hasta la cara
una brisa de valles, que les dice
los cerros morados, el arroyo
donde sauces inventan la esperanza,
las venerables piedras amarillas,
los ranchos de adobes, la ternura
de los techos de paja,
y niños, más niños, otros niños,
detrás de mujeres solitarias.
Por un instante sienten
la libertad zumbar como una abeja,
o volar por el ámbito cerrado
como una golondrina equivocada.

Don Alonso Gatica, el «tartamudo»,
tenía un caballo, una montura,
el desamor de su amor,
y una guitarra;
diez mil lunas lo vieron en la noche
al pie de una ventana,
como ante el marco de un retrato oculto,
entonando la misma serenata;
comenzó cuando joven y ya era viejo
la noche aquella del gendarme torpe
que destripó a sablazos su guitarra;
lo mandaron a Oliva, encadenado
contra los hierros de una cama blanca.
-Murió de amor (rezaron las comadres).
-De amor por su amor y la guitarra.

Una noche saldré por la provincia
sin más compañía que estos Digos
que ayudaré a decir a la guitarra;
no llevaré más baqueano que mi instinto
de resero y calandria,
y caminaré caminos asfaltados
donde ruedan los autos de los ricos
que parecen los padres de las vacas,
recorreré las huellas de los carros
orilladas de tónico poleo
y díscolas viznagas,
y treparé senderos de caballo,
atajos de majadas,
las rutas que saben los mineros,
los pastores,
las cabras.
Y dondequiera se hermanen y reúnan
puntanos y puntanas,
les cantaré la guerra que proclamo,
esta guerra de paz que nos permita
conquistar la mañana,
incendiar la pobreza y los harapos,
quemar los maderos carcomidos,
decapitar el rencor, o fusilarlo,
derrotar heredados egoísmos,
sanar a los niños que agonizan
porque la leche falta,
repatriar a los jóvenes que parten
en trenes de sombra hacia ciudades
donde la vida es una muerte larga,
y romper los embrujos de la Sed
liberando los pájaros del Agua,
que duermen debajo de nosotros
prisioneros de rocas planetarias.

Para esa guerra tengo
-en un baúl sin llave-
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
-para el grito guerrero
y la rapsodia- una verde guitarra.

Y ahora les pregunto:
- ¿Y la otra guitarra,
la que guardo
entre pecho y espalda?
¿La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
La guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
¿Esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
¿Y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
esta hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero ¿es que no vale
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?.

Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.

Antonio Esteban Agüero

De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

9 de septiembre de 2015

(Prólogo), Antonio Esteban Agüero

(Prólogo) –

Yo no soy Yo sino Aquél que llega
a posarse en mi hombro, y a decirme,
Junto al oído, las extrañas voces
que se susurran a través del cosmos.

Voces de Dios y del Demonio,
donde el Ángel combate en el infierno
por vencer al azufre incandescente
y al plutonio y al cobalto juntos.

Yo no soy Yo sino aquél que dicta
a mi ardiente corazón moderno
todas las letras de un idioma antiguo,

perdido hace mucho y sepultado,
bajo arena total y cruel ceniza,
pero parlado por mi boca sabia.


Antonio Esteban Agüero

8 de septiembre de 2015

Canción del arquero Tehuelche, Antonio Esteban Agüero

CANCIÓN DEL ARQUERO TEHUELCHE

Con martillo de piedra,
mataremos Europa,
sobre yunque de piedra americana,
mataremos a Europa.

Con flecha mojada de curare,
Y abrazo de anaconda
Y rápida fauce de piraña,
mataremos a Europa.

Con cuerno de búfalo bicorne,
y zarpa de puma cazadora,
y saliva de sierpe brasileña,
mataremos a Europa.

Sonando maracas
mataremos a Europa
percutiendo monótonos tambores
mataremos a Europa.

Con óxido de cobre,
con sales de bórax,
con trampas de liana misionera
mataremos a Europa.

Con lazo de ocho tientos,
Y golpe de triple boleadora,
Y dagas agudas como un grito
mataremos a Europa.

No se cuando. Mañana.
Acaso mañana con la aurora.
Sudando la piel de los tambores,
mataremos a Europa.

Que Grecia nos perdone.
Que nos perdone Roma´
Y la luz de París que nos perdone.
Mataremos a Europa.

Llorando una lágrima celeste
Por Beethoven y Mozart,
Sollozando memoria de Leonardo
Mataremos a Europa.

Para ser en el mundo una bandera,
Y una llama creadora,
Y de nuevo simiente y nervadura´
Mataremos a Europa.


Antonio Esteban Agüero

7 de septiembre de 2015

Soneto III (Orfeo), Antonio Esteban Agüero




SONETO III

(ORFEO)

De peldaño en peldaño la escalera
de roca negra fue bajando Orfeo,
con la flauta en la mano, solamente
con su flauta de caña entre los dedos.

Lobos de sombra, y tigres como lobos,
y dragones de pólvora y veneno´
y una serpiente con anillos rojos,
esperaban la música de Orfeo.

Él era un niño con los pies desnudos,
los ojos nuevos y la boca hermosa,
y el corazón como una flor reciente.

Y al llegar a los últimos peldaños
de roca negra, bajando la escalera,
la flauta sola dominó al Infierno.


Antonio Esteban Agüero

19 de julio de 2015

Domingo. Antonio Esteban Agüero

DOMINGO


I

De mañana se viste la aldehuela
con la misa y el son de su capilla.
Todo puro y limpio, todo claro,
con el manso sol que dora arriba.

II

Y de tarde -una tarde igual a todas-
anudo un mirar en la plazuela,
veo la niña que su gracia luce,
y a mozo que estrena su camisa nueva.


III

Después, la noche oscura, perfumada,
poniendo al día una pausa negra,
y una guitarra que se une al canto
de una voz varonil, un tanto ebria.


Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937) canto a la sierra de los Comechingones


18 de julio de 2015

Cielo, Antonio Esteban Agüero


CIELO

Tu nombre, tu limpio nombre: cielo,
-perdona mi absurda fantasía-
tiene el blandor de un ala en vuelo.

Este mi cielo azul y luminoso,
que apuntalan el duro y alto cerro,
y el álamo agudo y vanidoso.

Esta corona azul de mi terruño,
que la luna y la noche hacen de plata,
y el sol mañanero de oro rubio.

Fueras pupila azul y femenina,
y con amor ardiente te besara
mi sedienta boca masculina.

Antonio Esteban Agüero
De Poemas Lugareños (1937)

17 de julio de 2015

Digo el mate, Antonio Esteban Agüero

DIGO EL MATE


Porque sábado es hoy y la mañana
como una fruta desde el tala cae,
y soy joven y sano, y me navegan
tradiciones y música la sangre,
quiero ser otra vez, entre vosotros
para decir y celebrar el Mate.

De Guarania nos vino con la Yerba
que resume fragancias tropicales,
y ese barro de América que un día
vio que llegaban sigilosas naves,
con cadenas, y perros y arcabuces,
y duras voces vulnerando el aire;
Verde Yerba de América, divina
como todas las cosas naturales
Santa Yerba de América, sembrada
y tendió la llanura hacia naciente,
y hacia poniente levantó los Andes,
y la Coca sembró para los Quichuas,
y el Algarrobo para pan del Huarpe.

Yo era niño –recuerdo- y la primera
memoria verde se remonta al Mate,
en mi casa de Merlo, donde el día
comenzaba a girar cuando mi Madre
sorprendía el hervor de la tetera
entre volutas de vapor quemante:
Y era luego la lenta ceremonia,
vieja suma de gestos y ademanes,
aquel ir y venir de la cuchara,
la visión del azúcar, el fragante
esplendor de la Yerba, la bombilla
con doradas virolas y espirales,
y el porongo de plata que tenía
curva de seno adolescente y grácil,
y cobraba, de premio, en la penumbra
nítida luz de religioso cáliz;
Ubre dulce me fue, mi vino verde,
mi pan primero, mi nodriza amante.

Yo recuerdo sus íntimos sabores,
y también sus diversas variedades:
Dulce Mate del alba que se bebe
morosamente al emprender un viaje,
en la puerta de casa mientras miro
entre neblinas despertar el valle;
y aquel Mate primero del retorno
por la sombra con grillos de la tarde,
que nos vuelve liviana la fatiga
sobre los hombros como un ala de ave;
y ese Mate que beben los troperos
cuando regresan de Salinas Grandes;
y aquel Mate nocturno que me diera
una muchacha cuya boca suave
daba un beso primero a la bombilla
como manera de poder besarme;
y aquel Mate gustado en la cocina,
escuchando al anciano Magallanes,
dibujar sobre el humo las historias
del Niño Ladino y de Urdemales;
y aquel Mate que sabe a veramota
y el que guarda memoria del husillo;
y el que a mastuerzo y mejorana sabe;
y el que una gota de aguardiente trae;
y ese Mate gustado en la penumbra
que conforman higueras y nogales,
mientras crece la siesta, y la cigarra
el masculino corazón me tañe;
y aquel Mate de bodas, con su gusto
a rama nueva, a porvenir, a encaje;
y ese Mate bebido en Carolina
y el que bebí en la Sierra El Gigante;
y el que un día me dieron en Trapiche;
y el que supe gustar en Rumi-Huasi;
y aquel fúnebre Mate que bebimos
en el velorio de Adelaida Chávez,
lamentando su muerte y admirando
su juventud de porcelana frágil...

Pueblo somos por Él; desde centurias
su costumbre nos forma, como sabe
modelar un cacharro el alfarero
con la destreza de su mano suave;
él nos dio, generoso, las virtudes
que entrelazan raíces esenciales
en el nudo del ser, y nos perfilan
un idéntico rostro innumerable;
porque en Él se juntaba la Familia,
como el agua diversa sobre el cauce,
y al juntarse quebraba el egoísmo,
el monólogo torpe, las cobardes
galerías del odio, y frutecía
sobre mazorcas de granar afable;
y nos fue profesor de democracia,
a pesar de los hierros coloniales,
porque supo igualar a la bombilla
la sed del Hijo con la sed del Padre,
el dolor de la criada y la señora,
la hartura del rico con el hambre
milenaria del pobre, de tal modo,
que supimos medir en lo que vale
la celeste razón que nos convierte
en ciudadanos civilmente iguales.

Y por qué no decir las Cebadoras,
que vestidas de sedas o percales,
o calzadas de tímida alpargata,
o con zapatos de charol brillante,
bajo el sol y la luna de la Vida
supieron darme los mejores mates;
viejas eran algunas, con el rostro
a corteza del molle semejante,
lindas eran algunas, otras feas,
desgarbadas, coquetas, elegantes,
con cabello retinto como el ala
voladora de tordos y zorzales,
o teñido por leve plenilunio,
o lo mismo que sombra de trigales,
pero en todas igual se prodigaba
la gracia criolla como miel amable.

Sólo nombres conservo, como guarda
de las flores su olor el caminante:
Doña Mercho Cornejo, Lola López,
Francisca Cuello, Evangelina Páez,
Reginalda Lucero, Pancha Orozco,
Adelina Yanzón, Rosario Báez,
Clara Chiringo, Petronila Gómez,
Minerva Leyes –prima de mi padre-,
Doña Delia Baigorria, Doña Isaura,
Sara Bedoya, Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla,
y la por siempre recordada Carmen.

¿Por donde andarán ahora que las digo,
y las vuelvo una esencia para el Arte?
¿Cuál cocina gobiernan? ¿Qué alacena
acomodan y limpian? ¿Qué zaguanes
las contemplan barrer por la mañana
con las escobas de pichana? ¿Cuáles
los arcones que ordenan en domingo?
¿Qué chirigua las oye entre los sauces?
¿Dónde sueñan, o lloran? ¿Dónde ríen?
¿Bajo cuál piedra con su nombre yacen?

De repente me callo porque siento
una voz que me nombra, y, acercarse,
sobre un tímido andar y una mirada,
cálido, y dulce, y nacional, el Mate...


Antonio Esteban Agüero 
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

16 de julio de 2015

Digo la tonada, Antonio Esteban Agüero


Digo la tonada

El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.

Y el Idioma triunfó, los ruiseñores
de Castilla vencieron, la calandria
cuya voz era tierra, barro nuestro,
son y zumo de tierra americana
de repente calló cuando los hierros
agrios del odio en su dolor de fragua
le marcaron el pecho que gemía
y segaron la luz de su garganta…

Pero la lucha prosiguió en la sombra,
una guerra de acentos y palabras,
de fugitivas voces y vocablos
con las venas sangrantes que buscaban
refugiarse en la frente o esconderse
en la nocturna claridad del alma
perdiendo expresión y contenido,
la sonora raíz, la leve gracia,
el poder bautismal y la semilla
para ser sólo la sutil fragancia
que nos sella la voz con el anillo
popular y común de la tonada:
Yo entrecierro los ojos y la escucho
venir y llegar hasta mi almohada
como un largo rumor de caracola,
como memoria de mujer descalza,
como llega la música en la brisa
si la brisa es arroyo de guitarra;
y la siento volar en la tertulia
de labio en labio, mariposa mansa,
suave cuerda que vibra, quena sorda,
o fugaz sugerencia de campana;
y la escucho en la voz que me despierta
con el mate y su luz en la mañana
cuando el sol es un padre que nos dona
el reciente verdor de la esperanza;
y la escucho en un niño que transita
por el sendero que trazó la cabra
y me grita: ¡Buen día! y me conforta
con la sonrisa de su alegre cara;
de repente la siento que rodea
mi corazón como una mano blanda
si la voz de la madre o de la esposa
se florece con íntimas palabras;
alguna noche la escuché en Rosario
en la voz de una joven que pasaba
y eso sólo bastó para que viera
amanecer los cerros del Conlara;
y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no se qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cuotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el "sí" suspirado que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto
y suspirar en la recién casada.
Dondequiera que esté yo la escucho
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...

No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suene el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música nuestra soterrada,
este leve clamor, esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza,
este oscuro puñal inadvertido
este perfil oral, esta campana,
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.

Antonio Esteban Agüero

 Antonio Esteban Agüero
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

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