EL VAGAMUNDO
1839
Llegó a Buenos Aires hace cuatro días, sólo cuatro días,
y siente que no podrá quedar aquí mucho tiempo. El amor, su viejo enemigo, le
acecha, le ronda, le olfatea, como un animal que se esconde pero cuya presencia
adivina alrededor, con uñas, con ojos ardientes. Por alguna parte de la
pulpería se despereza ahora ese amor que enciende sus llamas secretas y que le
obligará a partir. Su vida monstruosa ha sido eso: partir, partir en cuanto el
amor alumbra. Y el amor alumbra todas las veces, en todas partes, en todas las
épocas. ¡Ay, si la falta fue grave, también es terrible el castigo! Llegar y
partir, llegar y partir; con la eterna, la infinita zozobra frente a ese amor
que, eludido, torna a formarse y a crecer, a modo de una enredadera que llena
el aire de látigos y le impulsa a andar, a andar de nuevo, a andar...
Y así siempre, siempre, en Inglaterra, en Francia, en
Italia, en Hungría, en Polonia, en España, en Moscovia, en Suecia, en
Dinamarca; en Oriente y en Occidente; aquí y allá, aquí y allá, siempre,
siempre. Siempre con sus trajes flotantes, con sus ojos pálidos, con sus barbas
finas, con sus duras manos viriles. Andando, andando... Y ahora, en Buenos
Aires. ¿Qué más da? También tenía que venir aquí, e irá a Chile y al Perú y a
México y a donde sea, andando, andando... ¡Ojalá el amor consiguiera sofocarle
por fin, para que muriera! Pero no; él no muere. No murió en Vicenza, hace
tanto tiempo, cuando le encarcelaron por espía y resolvieron ahorcarle; hasta
las sogas más gruesas se rompieron y el “capitano”, absorto ante la maravilla,
ordenó que le dejaran ir. Ir, ir... Eso era, precisamente, lo único que él no
quería, mas no hubo nada que hacer. Y de nuevo a andar, a andar...
El rumor de la fiesta entra por la ventana de la
pulpería, y el hombre que jamás sonríe no lo escucha. Escucha con los oídos de
su corazón a ese amor que madura en alguna parte, cerca, muy cerca, detrás del
flaco tabique que aísla su cuarto de viajero. Tanto ha caminado, que confunde
las regiones, los años y los episodios; pero al amor no lo confunde porque el
amor es el enemigo y siempre debe estar pronto a enfrentarlo, a prevenirlo, a
rechazarlo, y sus sentidos se han aguzado sutilmente, horriblemente, para
percibir su presencia en seguida. Lo demás... lo demás ¿qué le importa? En
Venecia, en Nápoles, en Sicilia, cantan su historia extraña o la refieren; con
ella compusieron los ingleses una balada, y los flamencos otra, que es como una
queja dulce. Los imagineros populares pregonan su efigie y le dan nombres
distintos. A veces las gentes le han acosado como a un perro rabioso, y a veces
le agasajaron y pidieron su consejo. En Alemania, el populacho cristiano
invadió en más de una ocasión los barrios judíos, gritando que le tenían allí
oculto y que le quemarían en el mercado; y en Florencia la multitud colmó la
plaza de los Alberti para verle, tocarle y acompañarle entre hachones
deslumbrantes hasta la Señoría, donde le acogieron como a un huésped ilustre. Y
en España le llamaron Juan Espera-en-Dios, y en Siena... en Siena tuvo que
resolver si el cuadro en el cual Andrea Vanni representó a Cristo agobiado bajo
la cruz estaba parecido, si Cristo era en verdad así... Pero de eso hace mucho
tiempo... centurias... Su vida se mide por centurias...
El rumor de la fiesta invade su aposento. El cortejo
estará llegando. El hombre se pone a la ventana y observa, en frente, la
iglesia de Monserrat adornada con ramos de olivo y con banderas. Repican las
campanas. Golpean los tambores de los negros. El carro triunfal rueda por el
medio de la calle. La muchedumbre lo rodea entre cánticos y vivas.
A su espalda la puerta se abrió y entra la sobrina del
pulpero. Sin volverse, el hombre siente que el amor está ahí, flotando, que
todavía no se define y titubea, pero que ya está ahí y ya empieza a mostrar las
uñas y los colmillos.
–Mi tío manda decir a su mercé que si no quiere bajar al
zaguán, que asistirá mejor a la fiesta.
El hombre recoge su atado, la alforja que tiene
perpetuamente lista, y la sigue. Sabe que pronto deberá partir.
En el zaguán aplástase la gente. El olor de los asados
que crepitan detrás de la iglesia se mezcla al perfume de las magnolias. Hay
quienes se han puesto de rodillas. Afuera, brilla el rojo. Todo es rojo en la
parroquia de Monserrat, esta mañana de fiesta: las colgaduras, los cintajos,
los abanicos, las testeras y coleras de los caballos, los chiripás que ondulan
en la brisa. Las flores y el hinojo alfombran las calles. Ilumínanse los
vidrios de las casas con las luces internas y se recortan, pegados en las
ventanas, los versos que elogian al Restaurador, a Rosas el Grande. Y el
Restaurador avanza de pie, en la majestad del lienzo enorme pintado quizás por
García del Molino. Triunfa en el carro lento, tapizado de seda escarlata, que
los clérigos, los militares y los magistrados empujan hacia la iglesia de
Monserrat, como si condujeran en alto, sobre las ruedas pesadas, una hoguera.
El hombre de barba fina y ojos pálidos mira el desfile
sin verlo. Otros muchos desfiles ha visto en su vida andariega. Ha visto la
entrada de los podestás orgullosos, en las ciudades del Renacimiento, bajo
arcos esculpidos por los artistas admirables; ha visto a los emperadores, al
frente de los cortejos heroicos, las coronas ciñéndoles los cascos de hierro,
al viento los estandartes, y alrededor los siervos humillados en la nieve. Ha
visto... ¿qué no ha visto él, que conoce todos los idiomas y todos los dialectos,
que habla el toscano y el bergamasco y la lengua de Sicilia y las jerigonzas
indostanas y las tablas chirriantes del Asia Menor?
Mira el desfile sin verlo. Otra comitiva pasa ahora ante
la inmensa lasitud de sus ojos. ¿Siempre tendrá que verla, Dios de Moisés y de
Elías? ¿Siempre se renovará la escena de su maldición?
Él era zapatero, en Jerusalén. Cuando el que arrastraba
la cruz se detuvo ante su puerta, y se apoyó en ella un instante, para recobrar
las fuerzas, él le dijo ásperamente:
–Ve, sigue, sigue tu camino.
Y Jesús le respondió, escrutándole con los ojos húmedos:
–Yo descansaré, pero tú caminarás hasta que regrese a
juzgar a los mortales.
Y el Señor continuó su marcha. Venía de lejos, del
lithostrotos de Poncio Pilato, de la casa de Anás, de la casa de Caifás, y
trepó la cuesta del Gólgota, cayendo y levantándose, entre el cortinaje de
picas y el llanto de las mujeres piadosas. Su huella era púrpura.
El hombre baja los párpados. Los alza una vez más y nota
que el carro de triunfo se para delante de la iglesia de Monserrat y que
descienden con pompa el retrato del dictador rubio en cuyo uniforme ciega el
oro de los laureles.
¡Ay, a aquel otro, al que sudaba sangre, no le llevaban
en un carro de gloria! Los pretorianos se mofaban de él y los caballos de
arneses escandalosos manchaban sus vestiduras con el lodo que arrojaban al
pasar al galope.
–Yo descansaré, pero tú caminarás...
Ya lo siente. El amor, su enemigo, está aquí. La sobrina
del pulpero le roza el brazo y él siente el contacto como una quemadura cruel.
Es el amor: el deseo antiguo como el mundo; el hambre que devora y enriquece;
el hambre de los cuerpos y las almas; el hambre... El peregrino aprieta los
labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las
palabras le horadan los labios y escapan, monótonas, como siempre:
–Ve, sigue, sigue tu camino.
La muchacha le contempla asombrada. ¡Sería tan hermoso
quedarse junto a ella, hundir la cabeza en la frescura de su regazo, y reposar!
Pero no. El amor es el signo, la orden de marcha. Hasta el fondo de los tiempos
le perseguirá, irónico, vengándose sin alivio de quien odió porque sí, por
odiar, sólo por odiar.
El judío errante se echa la alforja a la espalda y se
aleja.
Manuel Mújica Lainez
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