Una difícil esperanza por Rodolfo Alonso
A la memoria
de Edgar Bayley,
que llegó a ser ejemplar
sin proponérselo
¡Viva la inteligencia! ¡Muera la muerte! Esta
significativa inversión de aquel siniestro apotegma ("¡Muera la
inteligencia! ¡Viva la muerte!") con que el no menos siniestro general
Millán Astray, allá a comienzos de la sublevación franquista contra la legítima
República española, llegó a provocar en Salamanca la justificada y saludable
reacción de todo un Unamuno, que me hallé silabeando un día casi por azar,
llegó a parecerme luego, además, y sin perder por supuesto aquellas otras
resonancias, casi la más cercana definición, el más claro linaje de esa vida y
esa obra que podemos seguir llamando Edgar Bayley (1919-1990).
Porque si algo lo caracterizó, como intelectual y como
artista, fue el ejercicio de una meridiana capacidad de raciocinio, de una
luminosa claridad de pensamiento que, casi desde un comienzo, y de una forma
quizás orgánica, constitucional, innata, siempre estuvo vigilada en sus
posibles desbordes, en el entrevisto, imaginado o temido riesgo de sus posibles
carencias y excesos, por un hondo y fundamental apego con la vida, por una
fecunda riqueza existencial.
Claro que a ello deberíamos añadir, si es que quisiéramos
ir precisando su retrato para quienes no lo conocieron en persona, una no menos
orgánica aversión por la solemnidad y la grandilocuencia, por la
autosuficiencia y la falta de sentido del humor, que lo llevaron a manifestarse
siempre y no pocas veces hasta con exceso, pero con dignidad indeclinable,
pagando su precio, como ajeno a toda componenda, a toda manipulación, a todo
conciliábulo. Por eso, ahora, cuando la muerte, como suele ocurrir, va dejando
a las obras cada vez más distantes de la existencia concreta del autor, va
colocando a los textos directamente en primer plano, alejándolos cada vez más
de las anécdotas que pudieron darles sustento o cauce, espero que se presente
para nuestra cultura una inmejorable oportunidad de acceder, sin prejuicios ni
malentendidos, a la luminosa y fecunda fuente de rigor y candor que representa,
en la historia de la literatura argentina, la personalidad y la palabra de
Edgar Bayley.
Cuando el destino tuvo a bien colocarme, allá en mi
primera adolescencia, a fines de 1951, en contacto con "Poesía Buenos
Aires", aquella legendaria revista argentina de vanguardia que sin su
fundador y principal mentor, Raúl Gustavo Aguirre, nunca hubiera llegado a
cubrir con sus treinta números trimestrales la entera década de los años
cincuenta, la presencia de Edgar Bayley se presentaba ya en aquella
constelación, en el grupo más o menos estable que se había ido conformando,
como un astro a la vez central pero con órbita propia. Si por un lado se
aceptaba abiertamente que la aparición, en 1944, del primer número de la
revista "Arturo" y, al año siguiente, 1945, la constitución de la
Asociación Arte Concreto-Invención, donde confluyeron los más despojados y
rigurosos exponentes de las artes visuales y del lirismo, los pintores
concretos y los poetas invencionistas, resultaban de algún modo las fuentes de
nuestra genealogía, también es verdad que, al mismo tiempo, la evolución
personal de Bayley y de la gran mayoría de los más asiduos participantes de
"Poesía Buenos Aires", iba a irse alejando por propia maduración, por
propia deriva de su ser más legítimo, de cualquier ortodoxia, del más mínimo
asomo de dogmatismo.
Porque si los concretos y los invencionistas ponían el
acento con riguroso énfasis en la "no expresión, no representación, ningún
significado" pero también en la "alegría" y en la "negación
de toda melancolía" (como reza ya explícitamente la primera página de
"Invención 2" (1945), en el mismísimo primer número de "Poesía
Buenos Aires" –cinco años después- es el propio Bayley quien, al concluir
un pequeño suelto denominado precisamente "Invencionismo", se
preocupa por aclarar que esa designación se realiza "sin insistir
demasiado en ello y a título provisorio". Y al culminar su "Realidad
interna y función de la poesía" (ese texto que "Poesía Buenos
Aires" reimprimió como folleto el mismo año de su publicación en dos
números de la revista, 1952, y que luego iba a dar título y ocupar el lugar
inicial en su primer libro de ensayos, homónimo, de 1966), decía más que
claramente: "he querido poner el espíritu crítico al servicio de la
inocencia". Y muchos años después, al reunir nuevamente sus ensayos en
"Estado de alerta y estado de inocencia", de 1989 -por otro lado, un
título suficientemente esclarecedor-, seguía afirmando: "No se gana la
poesía desertando de la inteligencia; no se gana la inteligencia desertando del
fervor, de la inocencia, de la poesía misma." Yo creo que, aún ahora, y
mucho me temo que cada vez más (al menos hasta que no dé un vuelco en alguna
medida favorable la situación que nos aflige), esos conceptos continúan
teniendo espléndida vigencia. Todavía esas palabras a la vez nos exigen y nos
nutren, nos convocan y nos cimentan, son nuestra esperanza y son, también, al
mismo tiempo, ineludiblemente, nuestro desafío.
Se trata de una actitud que él iba a mantener a lo largo
de toda su vida y que, de algún modo, como en todo creador raigalmente
auténtico, nos contagia las tensiones que fecundan su obra. Tensiones que, en
su caso, no eran por supuesto solamente intelectuales o mentales sino que
-estoy prácticamente seguro- se desprenden de su propia, peculiar,
irrenunciable manera de ser y de encarar la vida. En las primeras líneas del
prólogo que escribió para su "Antología personal" (1983), dice
Bayley: "No voy a aducir, para descargar responsabilidades, que he
procurado adoptar un punto de vista poético, tanto para vivir como para manejar
las palabras, y que de ese intento o propósito se deriva el modo como he vivido
y he escrito." Pero es evidente que el sólo hecho de mencionar juntas a la
poesía y a la vida, como era habitual en él con todos los recaudos personales
del caso, y de mencionarlas en ese preciso lugar, les otorga una destacada
significación.
Para mí, que tuve la suerte de conocerlo desde muy joven,
resulta por eso y por lo menos inquietante esta oportunidad de presentarlo a
otros. A otros que, si bien son sus legítimos destinatarios, esos apasionados y
exigentes lectores con que él siempre imaginó estar dialogando, para quienes
siempre sintió estar escribiendo, aunque en su vida todavía no hubieran
alcanzado el número merecido, no tuvieron (como quienes frecuentamos su trato)
la oportunidad de ser influidos en la percepción de su obra por su peculiar
estilo, por su inocencia disfrazada de ironía, por su buen humor jamás exento
de inteligencia, por su saludable desasimiento en suma de toda impostación,
pero también por sus sorpresivas mudanzas de genio o de carácter, por su
despierta ironía, siempre aguda pero jamás agresiva, y mucho menos siniestra.
A ellos, a esos nuevos, muchos y bienvenidos lectores
siento que puedo decirles, en cambio, que esa manera de vivir es la misma que
guió su manera de escribir. Y que, por lo tanto, como él mismo nos lo dejó
dicho una y otra vez, la misma luz de una ética de la inteligencia y de la más
exigente fraternidad iluminó a la vez su conducta y su producción, su vida y su
arte. Y que sería tan absurdo proponerse escindirlas como permitir que sus
anécdotas e incluso su leyenda, con ser tan verdaderas como auténticas, nos
impidan percibir la rigurosa claridad de su lirismo y de su talento, nos
opaquen la limpidez de su luminosa inteligencia.
Cosa en la cual él mismo, bien lo sé, es responsable de
lo suyo. Algo me dice que fue su innato pudor pero también su profundo
pundonor, su certidumbre de que se debía ser exigente pero sin caer en la
solemnidad, su apuesta casi innata por la vanguardia y la bohemia antes que por
el conformismo y el orden establecido, lo que le hizo comportarse, manifestarse
siempre de tal manera que fuera imposible canonizarlo, sacralizarlo,
idolizarlo. (Como alguna vez puntualizó Raúl Gustavo Aguirre con respecto a
"Poesía Buenos Aires", también de Edgar Bayley podía decirse -sin el
más mínimo temor a equivocarse- que "tendrá a bien no devenir
institución".) Intuyo que ésa fue, quizás, desde siempre, la lucha de su
espíritu por lograr que la potencia de su raciocinio no desecara las fuentes
frescas de lo vivo. El eligió mantenerse, firme, en la tierra de nadie. Que no
es en absoluto un lugar cómodo o, mucho menos aún, de privilegio: "Tierra
de nadie, aridez del rechazo propio. Rechazo de los otros, sangre del desamor.
Dominio del cuidado. Estrategia del desprecio."
Y ese combate, esa contienda tal vez consigo mismo pero
también con otros, y con otros valores, implicaba siempre en la irrecusable
libertad del arte una responsabilidad ética, individual y social, de algún modo
inmanente pero que se hacía explícita en gestos concretos. Y que no siempre
fueron percibidos pero que hoy, precisamente, en estos tiempos de desidia y de
desdén, deberían volver a ser calibrados, en primer lugar por quienes se
proponen ser artistas o escritores.
Ya al comienzo de su trabajo sobre Oliverio Girondo,
incluido en su segundo libro de ensayos (1989), Bayley destaca en primer lugar
"la evocación de su jovialidad, de su humor". Es algo que a quienes
lo conocimos no deja de hacernos sonreir, porque de inmediato nos hace acordar
de la propia jovialidad, del humor de Edgar, que era proverbial y permanente.
Un humor que en él rondaba siempre los límites del escenario, y que no sólo iba
a manifestarse en su propia producción teatral sino, también, en la concreción
y en la encarnación de ese singularísimo y funambulesco personaje, el Dr. Pi, ¿en
cierto modo un alter ego?, cuyas aventuras él se solazaba en representar
vívidamente cuando tenía ocasión de leerlas en público. (Y al pensar en esto no
puedo dejar de citar, aunque por aquel entonces no fuera santo de su devoción,
a Raúl González Tuñón: "que todo en broma se toma. / Todo, menos la
canción.", un límpido concepto sin duda revelador y que resulta tan justo,
tan nítido precisamente en relación con alguien como Bayley.)
En nuestra literatura ha habido casos de altas
personalidades un poco por suerte fuera de lo común, que a los ojos de la
mayoría han sido enmascarados en su dimensión más honda, en su verdadera
dimensión, incluso por su legítima excentricidad. Hubo, por ejemplo, una época
en que Macedonio Fernández o Juan L. Ortiz no eran recordados sino por sus
anécdotas. Todos sabemos que eso no es nada más que la apariencia. Y aunque los
trascendidos, los sucedidos, las circunstancias sin duda extraordinarias de la
aparente vida cotidiana, son parte fundamental, importantísima en la existencia
de cualquiera, y también por supuesto en la vida de los artistas, sobre todo de
artistas como el que aquí nos convoca, siento el temor de que con él nos pase
también como con aquellos significativos creadores, y nos quedemos en la mera
superficie, nos quedemos en las anécdotas, por divertidas o significativas que
sean, y no lleguemos a percibir la hondura, la profundidad, la originalidad, la
trascendencia en el mejor sentido, que tiene la personalidad, la obra y la vida
de Edgar Bayley.
Por ese motivo voy a tratar de prescindir de las
anécdotas, para ver si podemos enfocar la cuestión desde otro punto de vista.
En la constelación constituida por el grupo reunido durante la década de los
cincuenta alrededor de "Poesía Buenos Aires", como dije, si Raúl Gustavo
Aguirre es el astro fijo que le da coherencia a todo el sistema, Edgar Bayley
constituía una presencia que, sin estar muy cercana, sin ser de los íntimos que
se reunían cada semana, se nos hacía presente permanentemente aun sin estarlo.
El tenía otros círculos, otros movimientos planetarios, otras elipsis, otras
parábolas para movilizarse, nunca se comportaba digamos de una manera normal,
en el sentido directo, él procedía por alusiones, por entradas imprevistas,
generalmente desde atrás, por apariciones repentinas, por olvidos, por
presencias insólitas, por papeles olvidados que sin embargo para él eran
fundamentales, nunca se comportaba de manera convencional, en el sentido
incluso administrativo del término.
Su capacidad de raciocinio hondísimo, y al mismo tiempo
sutilísimo, su capacidad de predicción, de anticipación, su capacidad de ver
antes de tiempo cosas que iban a ocurrir después, convivían en él, al mismo
tiempo, con una profunda modestia, no sólo personal, sino también intelectual,
artística, una modestia de raza. No es casual, y tampoco es habitual en nuestra
vida artística, que alguien que había llegado a ser no sólo jefe de escuela
sino también el exigente teórico de un movimiento poético que, como el
invencionismo, acentuaba en términos casi inimaginables la rigurosidad y el
desprendimiento de todo lo accesorio, de todo lo que no fuera esencial para su
estricto sentido del lirismo, se ponga a sí mismo reparos. Y esto es muy
importante porque ya entonces se manifestaban allí esas dos características de
Edgar Bayley que me parecen muy llamativas: su capacidad de razonamiento -muy
profunda- y, al mismo tiempo, su capacidad humana de ponerle un límite, humano,
a esa rigurosa inteligencia.
Así ocurre cuando, en el último número de "Poesía
Buenos Aires", de la cual llegó a ser codirector, publica uno de sus
lúcidos ensayos "Breve historia de algunas ideas acerca de la
poesía", algo así como un balance o un análisis de sus propias teorías,
que van evolucionando a lo largo del tiempo, en el sentido de ser cada vez más
amplias y cada vez menos rígidas ("no creo, en modo alguno, en la
superioridad estética de los caminos insólitos"). Pero, al mismo tiempo,
manteniendo lo que tenían en el fondo de renovadoras, y sin poner el acento
exclusivamente en lo formal, cosa de la cual por otro lado se había cuidado
casi desde un comienzo: se habla allí, con claridad, de la garantía del
"no poder hacer otra cosa" pero, también, lúcidamente, "de la
jerarquía de esa forzosidad".
No se trata entonces del caso, por demás remanido y
habitual, de aquellos que en los tiempos de su madurez claudican o reniegan de
lo sostenido durante su juventud. Más bien, aquí, se trata precisamente de todo
lo contrario. Y, en consecuencia, de algo por desdicha muy poco habitual en
nuestras letras. Un gran artista que es también un lúcido, riguroso intelectual
y que, desde un comienzo, aplica sus afinados instrumentos de juicio y
evaluación a sabiendas, aceptando expresamente que se trata de una materia que,
como la vida misma, no sólo reconoce sino que ama por ser precisamente
imprevista, cambiante y mudable. Y que, como buen fabbro, no se obnubila en
abstracciones: "Porque no creo que haya experiencias poéticas inefables,
experiencias que se queden a mitad de camino y que no lleguen a las palabras."
Bayley es sin duda uno de nuestros grandes, de nuestros
más límpidos poetas, pero es también uno de los ensayistas más lúcidos, más
transparentes de la literatura argentina. Reléase por ejemplo "Realidad
interna y función de la poesía", y podrá verse la capacidad de captación
que implica, no sólo su conocimiento de la evolución de la poesía occidental
sino también la forma en que logra detectar, dentro de ese vasto panorama, una
serie de momentos precisos, nítidos, lúcidamente percibidos, que tienen que ver
con cierto uso del lenguaje, con la metáfora, con la imagen, pero también por
supuesto con su peculiar intuición del lirismo, y que si van obviamente hacia
sus propias teorías iniciales no concluyen sin embargo de manera absoluta en
ningún dogma.
Yo experimento con respecto a Edgar Bayley, y como me ha
ocurrido no pocas veces en la Argentina, una sensación de derroche. Porque su
obra, una obra que ha sido escudada por él mismo de la estolidez y de la
vulgaridad con esta distancia, con este humor entre blanco y negro, con esta
saludable antisolemnidad, con esta sonrisa sardónica, con esta autocrítica no
diría feroz pero sí firme, permanente (que por otro lado era como vimos una
práctica bastante común entre quienes lo rodeábamos: no solemnizarse, "no devenir
institución"), en su propio país no ha sido aprehendida aún en lo que
tiene de esencial y de nutricia, no ha sido digerida, no ha sido vuelta
cultura, alimento vivo para todos. Todavía hoy, legítima victoria, como pudo
decir Valéry de Mallarmé, sus poemas siguen siendo a lo mejor secretamente
escandidos por solitarios jóvenes -o maduros- devotos en cada rincón de nuestra
tierra. Y hasta puede ocurrir que aquella misma barrera autoerigida por él
contra la solemnidad estupidizante conspire aún ahora para que no se tenga,
donde corresponde, mayor conciencia, conciencia clara de la verdadera dimensión
estética e intelectual de Bayley. (Lo cual, por cierto, como siempre, a él no
habría de preocuparlo mucho. El supo siempre que, si bien "nunca terminará
es infinita esta riqueza abandonada", también existen motivos para confiar
en que, finalmente, "otros verán el mar".)
Hombre de amplios y profundos intereses, no es
desacertado sostener que la poesía fue, con mucho, el dominio fundamental de su
vida y de sus preocupaciones. Pero no sólo la poesía escrita, en esta y otras
lenguas, y por lo tanto su traducción, sino también la reflexión sobre ella,
ligada siempre con una experiencia particular, concreta ("contigo estoy /
es mi argumento / no puede traducirse"), y no con meras generalizaciones,
y también la poesía del teatro y la del humor, y por supuesto la poesía de las
artes plásticas, de las artes visuales, que como vimos estuvo unida con sus
mismos orígenes, así como una concreta preocupación por las relaciones entre
arte, cultura, sociedad y política, también ligadas a sus primeros momentos, en
el especialísimo contexto de la lucha mundial contra el fascismo y por la
democracia, que de algún modo continuaron siempre presentes, signándola, a lo
largo de su vida.
Que su escritor clave, su referente no sólo intelectual o
de arte sino también de vida y de moral haya sido desde siempre Guillaume
Apollinaire, con el cual yo intuyo se sentía incluso hasta identificado, nos
habla de su sensualidad mediterránea, de su gozoso paladeo del lenguaje y de la
belleza, inmersos en una visión solar y luminosa del mundo y de la vida
("no puedo decirlo de otro modo / vendrá un día vendrá un día / una mañana
/ y todo será muy claro y muy despierto"), que en Bayley reflejan casi
explícitamente tanto títulos de sus libros ("El día") como de sus
poemas ("El cielo se abre", "Una verdad al extremo del
cielo", "Un sentido iluminado y abierto", "Mediodía",
"Transparencia"), y que frente a la opacidad cuando no a los
siniestros desmentidos del mundo real, no dejó de mantenerse siempre, incluso
en comunicaciones personales, íntimas, lo que demuestra sin duda un persistente
arraigo, como su irrefrenable adhesión a "una difícil esperanza".
El tenía una idea tan profunda de la libertad del
artista, tan orgánica, tan visceral, que cada día se vuelve más emocionante y
cada día resulta más deseable imaginarla habitual entre nosotros. Jamás se
presentó a un premio literario, si revisamos su bibliografía veremos que
prácticamente todos sus libros fueron editados en forma ajena al circuito
comercial (muchos de ellos con el sello de "Poesía Buenos Aires" y
por inspiración directa de Aguirre, y uno incluso mediante ese embrión de
cooperativa de autores que bautizamos -no por cierto sin firme ingenuidad-
Fondo de Escritores Asociados), nunca ejerció jamás las relaciones públicas,
nunca permitió que hubiera promoción, ni mucho menos marketing, no hubo nada de
eso. Pero lo que sí hay, todavía, nada menos, es el acaso derrochado pero de
todos modos disponible, indeleble ejemplo de una honestidad artística,
intelectual y humana que cada vez resulta, entre nosotros, por desgracia, y
aunque silenciosa, más estruendosamente llamativa.
Partiendo de una inteligencia que como dije era
absolutamente meridiana, desde un comienzo se percibe asimismo una convicción
de que la inteligencia resulta necesaria sí, pero no suficiente, de que la
razón no es suficiente. En las propias palabras de Edgar Bayley podemos
encontrar manifestada una y otra vez esta aparente contradicción entre esa
razón que se sabe luminosa, clarísima, razón sutil y, al mismo tiempo, también
la conciencia de que hay que tener cuidado con esa razón, que no hay que
dejarse manejar totalmente por esa razón, que hay algo más que esa razón. Si
existe alguien a quien Edgar Bayley quiso y admiró como creador es sin duda,
como dije, Guillaume Apollinaire. (Lo cual era, por supuesto, compartido. No es
casual que el título que se eligió para la colección publicada por el
mencionado Fondo fuera "La razón ardiente", una cita del bello poema
"La linda pelirroja".) El talante de Bayley nunca fue magistral,
apodíctico, ejemplarizador, sino más bien todo lo contrario. Si algo nos
transmitía era por ósmosis, por contagio, y me animo a creer que su relación
con Apollinaire era también, en gran medida, similar. Tanto que, a veces,
llegué a pensar si no se había posesionado, en cierto modo, de él.
En el prólogo a la primera edición de sus ensayos (1966),
él concluye afirmando: "La capacidad, por una parte, de negar toda salida
en este o en cualquier mundo, de rechazar los valores y la ideología del
conformismo y el miedo, de asumir en suma, hasta sus últimas consecuencias, la
rebeldía y la desesperación, y, por otra, la voluntad de no disolver la propia
voz en el desprecio y la agresividad, de afirmar una difícil esperanza, un modo
de estar entre los hombres y las cosas, continuarán signando, como hasta ahora,
la vida y el trabajo creador del poeta." Aquí hay, como se ve, una
perfecta asunción de que el mundo es imperfecto, de que el mundo no sólo merece
rebeldía sino que merece incluso desesperación, porque incluye una clara
conciencia de que existen cosas que son dolorosamente casi irresolubles. Pero,
a la vez, esa amarga constatación no lo conduce ni a la inercia ni al
nihilismo, sino a afirmar una y otra vez, como vimos en privado o en público,
en secreto o a voces, la irrenunciable percepción de "una difícil
esperanza". Es una presencia ansiosamente viva, angustiosamente palpable y
que, para él, nunca pudo quedar en un concepto apenas y que sostuvo, entonces,
por ejemplo, permanentemente, en cada gesto, inclusive en su vida cotidiana.
En muchas de sus cartas personales y de sus dedicatorias,
a lo largo de los años, se reitera una y otra vez esa misma bella y conmovedora
imagen. La "difícil esperanza" era para Bayley algo vivido y
razonado, algo entrañable y cierto, algo fundamental y hondo que en gran medida
venía a resolver, en iluminadora síntesis, las ricas y generosas tensiones
creadoras de su vida y de su obra. Tensiones que eran su mundo y que resultaban
de su abierta y enriquecedora relación con el mundo.
¿Puede recordarse, sin la más mínima intención de
menoscabarlo en absoluto, todo lo contrario que, como persona, aquel que nació
como Edgar Maldonado Bayley no era para nada dúctil, ni maleable, sino más bien
duro de boca, harto difícil de manejar? Su gentileza y su buen humor no fueron
nunca complacientes Tampoco era muy explícito en aquello que lo tocaba en lo
profundo, en lo íntimo. Porque era reservado, no distante. Burlón sí, pero
discreto.
Hay una evolución en él, como intelectual y como hombre
que es permanente, legítima, producto de su propio existir. Pero que, al
parecer, lo sigue manteniendo siempre alrededor de aquello que entrevimos ya
desde un comienzo: una inteligencia que se quiere meridiana pero con una
actitud de vigilancia con respecto a la misma, para que no se transforme en un
racionalismo, para que no se vuelva algo que seque las fuentes saludablemente
inconscientes, naturalmente orgánicas de la poesía y de la vida misma,
"ese mundo que, como poeta, no quisiera ver determinado nunca por vía de
análisis", como afirmó tan lúcidamente al concluir ese texto clave que es
"Realidad interna y función de la poesía".
En su segundo libro de ensayos (1989) donde, a diferencia
del primero, los atisbos pueden llegar a parecernos a veces acaso más
trascendentes que las concreciones, lo que no deja de ser otra prueba de su
profunda honestidad y de su sinceridad para consigo mismo y para con la poesía,
me parece evidente la tentativa (a la vez inalcanzable y necesaria, tan
inextinguible como ineludible) de pretender rozar algo que él mismo sigue
prefiriendo como indefinible: el misterio de la creación poética, la vieja
inquietud que sabiéndose irresoluble vuelve a planteársenos una y otra vez. Y
que sin duda tiene algo muy hondo que ver con el lenguaje general, con el
lenguaje humano: ¿qué vuelve poema a unas palabras?, ¿qué hace que algo sea
poesía o no?, ¿por qué algunas palabras son poesía y otras no?
Edgar Bayley pertenece a ese linaje de grandes poetas
que, como Baudelaire y Apollinaire, no sólo fueron capaces de reflexionar sobre
la poesía y el arte sino también de descubrir y anunciar nuevos valores y
encabezar nuevos movimientos. Pero no porque se hubieran propuesto hacer
docencia o hacer proselitismo, todo lo contrario, sino porque han sido artistas
de raza, artistas exigidos, artistas de fondo, que han sentido que el ejercicio
apasionado y sin dobleces de su propia poesía los llevaba, intensa y
rigurosamente, a plantearse preguntas a esas cuestiones que sabían insolubles.
Porque, como en tantas otras cosas, aquí también el camino sigue siendo más
importante que la meta. Y la pregunta invalorablemente más preciosa que ninguna
respuesta.
Durante aquel período tan doloroso que fue la última
dictadura militar, y que coincidió con los altos años de su vida, Bayley se
refugió en la frecuentación de poetas más jóvenes. Con ellos siguió mostrando
la misma actitud de fondo que había mantenido toda su vida, y también con ellos
llegó entonces, probablemente, a resultar magistral sin habérselo propuesto en
absoluto. Pero la dimensión intelectual y artística de la obra literaria de
Edgar Bayley no se limita a sus muchos amigos poetas y artistas.
Creo sinceramente que lo que más le hubiera gustado es
seguir vivo, latente en las palabras que vivió, en el país, en el mundo, con
los otros, en la evidencia compartida, en la exigente y tiernísima poesía, en
inteligencia con el corazón y en el corazón de la inteligencia, en la difícil
esperanza: "Una lucidez fraternal. Un nacimiento. El mundo llega a ser un
tú. Canto. Luz en la piedra fecundada. Nos reconocemos. Luminoso cielo oscuro.
Sangre del desamor enamorada. Rostro del hermano."
Quizás, en los tiempos difíciles, áridos y ácidos para la
poesía que nos toca vivir, esta vida y esta obra se vuelvan cada vez más
necesarias para mantener abiertas, fecundantes y fecundas, las esclusas del
lenguaje, las dínamos del día. Pero una cosa es segura, esta personalidad y
esta escritura constituyen la evidencia de una corriente original dentro del
cuerpo de la poesía argentina contemporánea, una tendencia que renunció a la
vez al sentimentalismo y la retórica, a la grandilocuencia y al cerebralismo,
al formalismo y lo patético, que corrió el riesgo de permanecer fuera de todos
los circuitos supuestamente prestigiosos para no ponerse fuera del alcance de
la vida y que, aunque no demasiado frecuentada en estos tiempos, aunque hoy
aparentemente dejada de lado cuando no obviada u obturada, no cesará de fluir si
es que -como lo creo- está viva, no dejará de ofrecerse, incesantemente, ni
desprecio ni rechazo, evidencia del lenguaje y rostro del hermano, razón y
corazón, llama temblorosa en la tierra de nadie, "todo el viento del
mundo".
Rodolfo Alonso
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