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1 de abril de 2021
Jueves, Witold Gombrowicz
De Diario 1 (1953-1956)
Jueves
Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos les parecen magníficos y que para nosotros, los italianos, no tienen mayor valor. Galeazzo Ciano: Diario
.
Artículo de Lechoń [Jan Lechoń (1899 − 1957): uno de los principales poetas del período de entreguerras; miembro del grupo poético Skamander. ] en Wiadomości titulado «La literatura polaca y la literatura en Polonia».
¿Hasta qué punto todo ello puede ser sincero? Esos razonamientos pretenden demostrar una vez más (¡ah, cuántas veces lo hemos oído!) que estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo; ¡estamos a su altura, pero permanecemos desconocidos e ignorados! Lechoń, en efecto, escribe (o, más bien, dice, ya que se trata de una conferencia pronunciada en Nueva York para la colonia polaca): «Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras… Sólo un gran poeta, un maestro de su propia lengua…, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shaskespeare.» Etcétera. ¿Del mismo metal? Diríase que esta comparación de Lechoń no es demasiado acertada. Porque precisamente la materia de la que está hecha nuestra literatura es diferente. Comparar a Mickiewicz con Dante o Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con un producto elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o una ciudad, un alma idílica con un alma urbana, formada entre la gente y no por la naturaleza, imbuida de conocimiento de la especie humana. ¿Fue realmente Mickiewicz menor que Dante? Puestos a dedicarnos a esta clase de mediciones, digamos que Mickiewicz veía el mundo desde las suaves colinas polacas, mientras que Dante fue elevado a la cima de una inmensa montaña (compuesta de gente), desde la que se abrían otras perspectivas.
Dante, quizá sin ser «más grande», estaba situado más arriba: por eso es superior.
De todas formas, esto es lo de menos. Me quiero referir más bien a lo anticuado del método y al eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a fortalecer los ánimos. Cuando Lechoń constata con orgullo que Lautréamont «aludía a Mickiewicz», mi cansado pensamiento desentierra del pasado cantidades ingentes de semejantes revelaciones orgullosas.
Cuántas veces alguien, quizá Grzymałia o hasta Dębicki, se ha puesto a demostrar urbi et orbi que después de todo no somos unos don nadie, porque «Thomas Mann consideraba Nieboska [Nieboska komedia: La No-Divina Comedia (1834), drama de Zygmunt Krasinski, una de las grandes obras del teatro romántico polaco.] una gran obra o porque Quo Vadis? ha sido traducido a todos los idiomas». Es el azúcar con el que nos fortalecemos desde hace tiempo. Pero me gustaría llegar a ver el momento en que el caballo de la nación coja con los dientes la dulce mano de los Lechoń.
Yo comprendo tanto a Lechoń como su empresa. Se trata ante todo de un deber patriótico, dado el momento histórico en el exilio forzoso. Es el papel del escritor polaco. En segundo lugar, es muy posible que hasta cierto punto crea en lo que escribe; digo «hasta cierto punto» porque se trata de unas verdades de un tipo que requiere mucha buena voluntad. Y, naturalmente, en cuanto se refiere a «lo constructivo”, hay que valorar positivamente su intervención en un cien por cien.
De acuerdo. Sin embargo, mi actitud frente a esas cuestiones es diferente. Un día tuve ocasión de participar en una de esas reuniones de polacos dedicada a darse ánimos mutuamente…, donde, tras haber cantado la Roía [Roía: canción patriótica polaca.] y bailado un krakowiak, todo el mundo se puso a escuchar a un orador que exaltaba a nuestro pueblo porque «había dado al mundo a Chopin», porque «tenemos a Curie-Skłbdowska» y el Wawel y a Słowacki y a Mickiewicz, y además porque fuimos el último baluarte del cristianismo y la constitución del 3 de mayo había sido muy progresista… Explicaba a sí mismo y a todos los asistentes que éramos una gran nación, lo cual tal vez ya no despertaba el entusiasmo de los oyentes (conocían ese ritual y participaban en él como en un acto religioso del que no se debía esperar sorpresas), que, sin embargo, lo recibían con cierta satisfacción por haber cumplido un deber patriótico. Pero yo veía esa ceremonia como venida directamente del infierno; esa misa nacional se me antojaba un espectáculo diabólicamente sarcástico y malignamente grotesco. Porque ellos al exaltar a Mickiewicz se humillaban a sí mismos, y cuando glorificaban a Chopin, demostraban que no eran dignos de él, y, deleitándose con su propia cultura, dejaban al descubierto su barbarie.
¡Los genios! ¡Al diablo con todos esos genios! Me dieron ganas de decirles a los participantes en la reunión: — ¿A mí qué me importa Mickiewicz? Vosotros sois para mí mucho más importantes que Mickiewicz. Y ni yo, ni nadie, va a juzgar a la nación polaca por Mickiewicz o Chopin, sino por lo que pasa y se dice en esta sala. Incluso si fuerais una nación tan pobre en grandeza que vuestros artistas más célebres se llamaran Tetmajer o Konopnicka, pero supierais hablar de ellos con la soltura de la gente espiritualmente libre, con la mesura y la sobriedad de la gente madura, si vuestras palabras abarcaran un horizonte universal y no provinciano…, entonces hasta Tetmajer podría ser para vosotros un título de gloria. Pero tal como están las cosas, Chopin y Mickiewicz sólo sirven para destacar vuestra mezquindad, porque vosotros, con ingenuidad infantil, exhibís ante las narices del extranjero aburrido a esos grandes polacos con el único fin de fortalecer vuestro debilitado sentido del valor personal y daros más importancia. Sois como un pobre que presume de que su abuela tenía una granja y viajaba a París. Sois unos parientes pobres del mundo que tratan de impresionarse a sí mismos y de impresionar a los demás.
Sin embargo, eso no fue lo peor, lo más molesto, lo más humillante y doloroso. Lo más terrible era que estaban sacrificándose la vida y la razón contemporáneas en aras de los difuntos. Porque ese acto se podía definir como el mutuo embobamiento de unos polacos en nombre de Mickiewicz… Y ninguno de los allí presentes era tan tonto como la reunión que formaban, la cual respiraba una trivialidad llena de pretensiones. Además, la asamblea sabía muy bien que era estúpida, estúpida porque tocaba asuntos que no dominaba ni en el plano intelectual ni en el sentimental; de ahí ese diligente respeto y humildad hacia los lugares comunes, esa admiración por el Arte, ese lenguaje convencional y estudiado, esa falta de honradez y sinceridad.
Allí se recitaba. Pero si la asamblea se caracterizaba por su incomodidad, afectación y falsedad, se debía a que allí estaba presente Polonia, y ante Polonia un polaco no sabe comportarse; ella lo intimida y amanera, de tanto querer ayudarla y exaltarla se encuentra en un estado de tensión continua, de forma que ya no le «sale» nada como debiera ser. Fijaos que frente a Dios los polacos se comportan en la iglesia de manera normal y correcta, mientras que ante Polonia se sienten perdidos, es algo a lo que todavía no se han acostumbrado.
Me acuerdo de una pequeña recepción en una casa argentina, donde un polaco, conocido mío, empezó a hablar de Polonia y por supuesto, como siempre, puso sobre el tapete a Mickiewicz y a Kościuszko junto con el rey Sobieski y la batalla de Viena. Los extranjeros escuchaban con cortesía su ferviente discurso tomando buena nota de que «Nietzsche y Dostoyevski eran de origen polaco» y de que «tenemos dos premios Nobel de literatura».
Pensé que si alguien se elogiase de esta forma a sí mismo o a su familia, demostraría una falta de tacto impresionante. Me dije que compararse de esa manera con otras naciones, haciendo hincapié en genios y héroes, méritos y logros culturales, era precisamente una torpeza terrible en la táctica propagandística, puesto que con nuestro Chopin semifrancés y Copérnico de sangre no del todo pura, no podemos competir con Italia, Francia, Alemania, Inglaterra o Rusia; de modo que nuestro punto de vista nos condena precisamente a la inferioridad. Sin embargo, los extranjeros no dejaban de escuchar con paciencia como se escucha a los que, queriendo pasar por aristócratas, recuerdan cada dos por tres que su tatarabuelo era propietario del castillo de X. Y lo escuchaban con tanto más aburrimiento cuanto que todo eso no les importaba en absoluto, pues ellos mismos, por pertenecer a una nación joven y desprovista por suerte de genios, quedaban fuera de juego. Pero escuchaban con indulgencia e incluso con simpatía, ya que al fin y al cabo comprendían la situación psicológica del pobre polaco; y éste, emocionado con su papel, no paraba.
Sin embargo, mi situación de escritor polaco se volvía cada vez más molesta. No me muero en absoluto de ganas de representar a ninguna cosa aparte de mi propia persona; no obstante, el mundo nos impone esas funciones representativas en contra de nuestra voluntad, y no es culpa mía que para aquellos argentinos yo representara a la literatura polaca contemporánea. De modo que tuve que escoger: o ratificar aquel estilo, el estilo de pariente pobre, o bien destruirlo, pero con la conciencia de que la destrucción echaría a perder todas las informaciones más o menos halagüeñas y ventajosas para nosotros que se acababan de proporcionar, lo cual indudablemente iría en detrimento de nuestros intereses polacos. Y, sin embargo, no fue otra cosa que la dignidad nacional lo que me impidió entrar en cálculos: soy un hombre con un alto sentido de la dignidad personal, y un hombre así, aunque no esté vinculado a su país por los lazos de un normal patriotismo, siempre velará por la dignidad nacional aunque sólo sea porque no puede desprenderse de su nacionalidad y porque ante el mundo es polaco, de ahí que cualquier humillación a su nación también le humilla a él personalmente ante los demás. Y estos sentimientos, de algún modo obligados e independientes de nosotros, son cien veces más fuertes que todas las sensiblerías aprendidas y sobadas.
Cuando nos invade semejante sentimiento, más fuerte que nosotros, en cierto modo actuamos a ciegas; esos momentos son importantes para el artista, ya que en ellos se crean las bases para la forma, se determina su postura ante una cuestión imperiosa. ¿Qué es lo que dije? Me di cuenta de que sólo un cambio radical de tono podía salvarnos. Hice todo lo posible, pues, para que en mi voz se evidenciara el menosprecio y me puse a hablar como aquel que no da mayor importancia a lo conseguido por la nación hasta ahora, como aquel para quien el pasado tiene menos valor que el futuro, para quien la ley suprema es la ley del presente, la de la máxima libertad espiritual en un momento dado. Resalté el elemento ajeno en la sangre de los Chopin, Mickiewicz y Copérnico (para que no pensaran que tenía algo que ocultar, que algo me pudiera quitar la libertad de movimientos), y dije que no se debía tomar demasiado en serio la metáfora de que nosotros, los polacos, los «habíamos traído al mundo», puesto que ellos únicamente habían nacido entre nosotros. ¿Qué tiene que ver con Chopin la señora Kowalska? ¿Acaso por el hecho de que Chopin compusiera baladas sube, aunque mínimamente, el peso específico del señor Powalski? ¿Acaso la batalla de Viena le proporciona ni siquiera un gramo de gloria al señor Ziębicki de Radom? No —dije—, no somos herederos directos ni de la grandeza ni de la mezquindad pasadas, ni de la sabiduría ni de la estupidez, ni de la virtud ni del pecado: cada cual sólo es responsable de sí mismo, cada cual no es más que uno mismo.
En ese momento, sin embargo, experimenté la sensación de no haber profundizado lo suficiente y de que debería tratar (para que lo que estaba diciendo fuera eficaz) la cuestión a una escala mayor. De modo que, reconociendo por un lado que, hasta cierto punto, en los grandes logros de una nación y en las obras de sus creadores se manifiestan las virtudes particulares propias de esa comunidad concreta y todas aquellas tensiones, energías y encantos que nacen de una masa y constituyen su expresión, ataqué a la vez el principio mismo de la auto— adoración nacional. Dije que si una nación verdaderamente madura debe juzgar con moderación sus propios méritos, una nación verdaderamente viva debe aprender a menospreciarlos, tiene que mostrarse altiva ante todo lo que no sea su presente y su devenir contemporáneo…
¿Fue «destrucción» o «construcción»? De una cosa estoy seguro: esas palabras eran destructivas en tanto que minaban el laboriosamente elevado edificio de la «propaganda», y hasta pudieron escandalizar a los extranjeros. Pero ¡qué placer hablar no para alguien, sino para uno mismo! ¡Cuando cada palabra te afirma más en ti mismo, te da más fuerza interior, te libera de miles de temerosos cálculos, cuando hablas no como esclavo del efecto, sino como hombre libre!
Et quasi cursores, vitæ lampada tradunt.
Pero sólo en el mismo final de mi filípica encontré la idea que me pareció —en medio de aquella atmósfera de turbia improvisación— la más lograda. A saber, que nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre.
Witold Gombrowicz
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