Eros (y Logos), Rodolfo Alonso
“Y el
mundo está lleno de esos seres
incompletos
que andan en dos pies y
degradan
el único misterio
que
les queda: el sexo”
D. H. LAWRENCE
Entre las muchas palabras ambiguas del
ambiguo lenguaje de los hombres, quizá no haya ninguna que pueda competir con
el más que ambiguo termino erotismo.
Si bien son muchos los esfuerzos que gente sumamente valiosa ha hecho por
clarificarlo (y recordemos al pasar, nada menos que a un D. H. Lawrence o un
Henry Miller, quienes procuraron diferenciarlo con toda nitidez de su antónimo
pornografía), no es fácil adjudicarle al erotismo contornos muy marcados. No
sólo porque lo que aparenta darle sentido es justamente la ausencia de límites,
sino porque toda precisión —y de manera muy especial para este caso— se torna
en realidad perjudicial para la comprensión real del objetivo buscado.
Ya se ha hecho carne entre nosotros
relacionar esta cuestión con el Eros consagrado por Freud, aunque no de la
forma en que el siglo ha terminado por masificarlo y degradarlo. Pero no ha
sido el daño menor, la consecuencia más funesta de aquello, el alejarnos,
cuando no olvidarnos, de la divina limpidez del sueño griego. Lo decididamente
erótico nunca ha sido tan decidido; siempre ha hecho su perfección de sutilezas,
siempre ha encontrado su culminación —por definición hija del instante y, en
consecuencia, momentánea— en la ausencia de fronteras claramente delimitadas,
aunque esos limites (la existencia inmanente de esos límites, la transgresión
de esos límites) hayan sido no pocas veces lo que le constituye.
Porque no hay erotismo de buena ley,
erotismo legítimo, sin pudor. Y no hay pudor que no implique agregarle una
pizca de sal al erotismo sano. En esa doble condición, de incierta justeza, de
pudorosa licencia, de sutil limitación y límites sutilmente sobrepasados,
resulta cuando menos aventurado intentar encararse con el asunto desde el
ángulo de la poesía.
La poesía es la respuesta mejor, la única
respuesta posible de los hombres a la ambigüedad esencial, irredimible del
lenguaje humano. De esa carencia acaso orgánica, de esa constitucional
incapacidad de precisión absoluta, que más que afligir fundamenta el lenguaje
de los hombres, la poesía —humanísima— ha hecho su cantera. Y obtiene sus
inquietan tes beneficios, sus siempre impredecibles consecuencias, de convertir
en riqüeza a la pobreza de aquella dificultad. Condenada a buscar la sutileza,
a volver más precisa
—es decir expresiva— la imprecisión de
tantos límites, la poesía (cuando es auténtica) no se niega a la maldición de
su destino sino que, de modo inverso, lo asume porque sabe que es justamente
allí, en el corazón mismo de la ambigüedad que habita en el corazón de todo
lenguaje humano, donde ha de buscar sus posibilidades de claridad de expresión.
No resulta
desatinado, entonces, pretender encontrar en la poesía de una comunidad alguna
de las manifestaciones más dignas y relevantes de su erotismo. Porque si otra
de las cualidades ineludibles de un lenguaje humano es la de estar
irreparablemente ligado con los usos y costumbres, con la manera de vivir de
los hombres que lo hablan, también el erotismo representa para los hombres una
emanación ineludible de su cultura, es decir de su manera de vivir.
Rodolfo Alonso
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