RODOLFO ALONSO
(Ciudad Autónoma-Buenos Aires-Argentina)
LOS MIL Y UN PESSOA(S)
Nadie podía imaginar en 1888, cuando Fernando António
Nogueira Pessoa nació en Lisboa, y tampoco incluso muchas décadas después de su
muerte, que su poesía alcanzaría al mismo tiempo la canonización universal y la
intimidad de tantos que lo siguen viviendo como un secreto personal.
Los argentinos bien podríamos preciarnos de haberlo
“descubierto”. O, al menos, de haber sido de los primeros en hacerlo. Mucho
antes de que empezara a hablarse de él, cuando hasta en Portugal era casi
desconocido, en 1961 Fabril Editora publica en Buenos Aires la primera
traducción de Fernando Pessoa en América latina. Que fue, al mismo tiempo, la
primera en castellano de todos sus heterónimos. El reconocimiento llegó incluso
a Portugal, donde esa edición argentina tuvo el honor de ser celebrada en
Lisboa por Maria Aliete Galhoz, que en 1963 dijo: “Rodolfo Alonso nos restituye
un poeta a través del amor de otro poeta”.
Cuando Aldo Pellegrini (1903-1973), siendo yo tan joven, me
ofreció seleccionar y traducir una amplia antología de Pessoa, recuerdo que no
sólo fue arduo conseguir sus libros sino también convencer a su cuñado,
Francisco Caetano Dias. Como si su familia se avergonzara de ese extraño pariente,
de vida más que anónima, que recluyó bajo la humilde apariencia de esporádico
traductor de correspondencia extranjera para casas comerciales la gestación de
su “drama en gente”, la múltiple obra de creación que lo poblaba.
Pero lo relevante de esa primicia argentina no se limita a
su carácter pionero, sino también a la intensidad con que fue recibida. La
aceptación fue tan inmediata que en contado plazo, sin publicidad alguna,
exigió sucesivas reediciones, anticipando lo ahora evidente: Pessoa conquista
sus admiradores de persona a persona, por la propia potencialidad de sus
poemas, sin que se trate en absoluto de un éxito programado, superficial, y de
forma tan indeleble que todavía –me consta– aquella edición se conserva como un
entrañable compañero, de huella perdurable.
Ahora que una canonización universal confirma la premonición
de Adolfo Casais Monteiro, que ya en 1958 lo vio como “el más universal y el
más portugués de los poetas de este siglo”, me sigue sorprendiendo la exquisita
avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalidad
globalizada, viven como descubrimiento propio, trascendente y enriquecedor, a
ese gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto. Una de las
condiciones de cuyo encanto será siempre el carácter auténticamente enigmático,
la irónica altivez de quien supo desnudarse a fondo: “Trata de seducir con lo
que hay en tu silencio”.
Pero aún ahora, es del legendario baúl que en Lisboa
conserva en hojas sueltas su disperso y al parecer infinito legado, de donde se
continúa haciendo surgir nuevos “libros” de quien sólo publicó uno en vida:
Mensaje. Y sus lectores, ya que se trata de obras exigentes, no son los de
tanto best seller predigerido sino aquellos que, como dijo alguna vez Ricardo
Piglia, son los únicos para quienes vale la pena escribir: los que siguen
buscando el texto único en la maraña de las librerías marginales.
Pessoa no sólo concretó lo que el genial adolescente Rimbaud
(1854-1891) había intuido: “Porque YO es otro”. También nos dejó no pocos
enigmas contagiosos. El hecho sorprendente de que su apellido signifique al
mismo tiempo “Persona” y “Hombre” en portugués ya sería premonitorio pero,
además, su etimología nace en “Máscara”, mientras que en francés se aplica
también a “Nadie”. De esas máscaras que son uno y muchos, de esas máscaras que
revelan y velan, que cubren y descubren, Pessoa hizo nacer espejos, imborrables
y hondos, que nos siguen hablando a la vez de él y de nosotros. Porque el arte
no puede ser ni juego, ni entretenimiento, ni espectáculo, sino apuesta
desmedida. Como él mismo sostuvo: “la literatura es la prueba de que la vida no
alcanza”.
Susan Sontag afirmó: “El gusto es el contexto y el contexto
ha cambiado”. Y Luis Cernuda señaló, citando a Bécquer, que la obra de arte
alcanza las dimensiones de la imaginación que impresiona. Y se refería, sin
duda, al legítimo alcance que una gran obra podía lograr, al ser descubierta y
valorada. Pero hoy, emasculándola al masificarla, oscureciéndola al exhibirla a
plena luz, la sociedad del espectáculo destruye con bárbara inocencia el
sentido crítico, la negatividad de una gran obra mediante el simple recurso de
hacerla triunfar en el mercado, sin volverla cultura.
No creo que sea posible con Pessoa. A pesar de encontrarse
traducido casi en todo el mundo, a pesar de los incontables estudios sobre su
obra y su persona, algo lo mantiene fuera de la desoladora tiranía del mercado.
Algo secreto seguirá siempre vigente en el Pessoa público. Algo intransferible.
¿Qué puede hacer la sociedad de consumo con alguien capaz de expresarse con la
ferocidad que sigue? “Si escribir –en el sentido de escribir para decir algo–
es un acto que tiene el cuño de la mentira y el vicio, criticar cosas escritas
no deja de tener su correspondiente aspecto de curiosidad mórbida o de
futilidad perversa.”
Fernando Pessoa es felizmente irrecuperable. Como su gemelo
no menos oscuro e indeleble, Franz Kafka, en una carta de 1923, bien hubiera
podido decirnos: “¿De qué estás hablando? ¿Qué ocurre? Literatura, ¿qué es eso?
¿De dónde viene? ¿Para qué sirve?” Lo cual prueba que ambos fueron y son
auténticos escritores, escritores de raza, nunca apenas meros literatos.
Rodolfo Alonso
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