El pródigo
Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
-injurias del amor-
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la
soledad asciende con un canto radiante por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel
lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas
ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar,
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y
relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la
madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la
maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso
imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su
desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin
amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al
fuego como errantes mendigos que soñaran una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su
llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados
rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las
viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la
llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran
sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento
de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el
orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con
indulgencia.
Otra vez como antaño sólo vino con un ramo de ofrendas a
cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.
Olga Orozco
de Las muertes (1952)
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