El lenguaje, Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la
confianza: el signo y el objeto representado eran lo mismo. La escultura era un
doble del modelo; la fórmula ritual una reproducción de la realidad, capaz de
reengendrarla. Hablar era recrear el objeto aludido. La exacta pronunciación de
las palabras mágicas era una de las primeras condiciones de su eficacia. La
necesidad de preservar el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la gramática,
en la India védica. Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron que
entre las cosas y sus nombres se abría un abismo. Las ciencias del lenguaje
conquistaron su autonomía apenas cesó la creencia en la identidad entre el
objeto y su signo. La primera tarea del pensamiento consistió en fijar un
significado preciso y único a los vocablos; y la gramática se convirtió en el
primer peldaño de la lógica. Mas las palabras son rebeldes a la definición. Y
todavía no cesa la batalla entre la ciencia y el lenguaje.
La historia del hombre podría reducirse a la de las
relaciones entre las palabras y el pensamiento. Todo período de crisis se
inicia o coincide con una crítica del lenguaje. De pronto se pierde fe en la
eficacia del vocablo «Tuve a la belleza en mis rodillas y era amarga», dice el
poeta. ¿La belleza o la palabra? Ambas: la belleza es inasible sin las
palabras. Cosas y palabras se desangran por la misma herida. Todas las
sociedades han atravesado por estas crisis de sus fundamentos que son, asimismo
y sobre todo, crisis del sentido de ciertas palabras. Se olvida con frecuencia
que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están
hechos de palabras: son hechos verbales. En el libro XIII de las Analectas,
Tzu—Lu pregunta a Confucio: «Si el Duque de Wei te llamase para administrar su
país, ¿cuál sería tu primera medida? Él Maestro dijo: La reforma del lenguaje».
No sabemos en dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero
cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos* el
sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se
apoyan en sus nombres y viceversa. Nietzsche
inicia su crítica de los valores enfrentándose a las
palabras: ¿qué es lo que quieren decir realmente virtud, verdad o justicia? Al
desvelar el significado de ciertas palabras sagradas e inmutables —precisamente
aquellas sobre las que reposaba el edificio de la metafísica occidental— minó
los fundamentos de esa metafísica. Toda crítica filosófica se inicia con un
análisis del lenguaje.
El equívoco de toda filosofía depende de su fatal
sujeción a las palabras. Casi todos los filósofos afirman que los vocablos son
instrumentos groseros, incapaces de asir la realidad. Ahora bien, ¿es posible
una filosofía sin palabras? Los símbolos son también lenguaje, aun los más
abstractos y puros, como los de la lógica y la matemática. Además, los signos
deben ser explicados y no hay otro medio de explicación que el lenguaje.
Pero imaginemos lo imposible: una filosofía dueña de un
lenguaje simbólico o matemático sin referencia a las palabras. El hombre y sus
problemas —tema esencial de toda filosofía— no tendría cabida en ella. Pues el
hombre es inseparable de las palabras. Sin ellas, es inasible. El hombre es un ser
de palabras. Y a la inversa: toda filosofía que se sirve de palabras está
condenada a la servidumbre de la historia, porque las palabras nacen y mueren,
como los hombres. Así, en un extremo, la realidad que las palabras no pueden
expresar; en el otro, la realidad del hombre que sólo puede expresarse con
palabras. Por tanto, debemos someter a examen las pretensiones de la ciencia
del lenguaje. Y en primer término su postulado principal: la noción del
lenguaje como objeto.
Si todo objeto es, de alguna manera, parte del sujeto
cognoscente —límite fatal del saber al mismo tiempo que única posibilidad de
conocer— ¿qué decir del lenguaje? Las fronteras entre objeto y sujeto se
muestran aquí particularmente indecisas. La palabra es el hombre mismo. Estamos
hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único
testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco
objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida
es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado. Todo aprendizaje
principia como enseñanza de los verdaderos nombres de las cosas y termina con
la revelación de la palabra—llave que nos abrirá las puertas del saber. O con
la confesión de ignorancia: el silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está
preñado de signos. No podemos escapar del lenguaje. Cierto, los especialistas
pueden aislar el idioma y convertirlo en objeto. Mas se trata de un ser
artificial arrancado a su mundo original ya que, a diferencia de lo que ocurre
con los otros objetos de la ciencia, las palabras no viven fuera de nosotros.
Nosotros somos su mundo y ellas el nuestro. Para apresar el lenguaje no tenemos
más remedio que emplearlo. Las redes de pescar palabras están hechas de
palabras. No pretendo negar con esto el valor de los estudios lingüísticos.
Pero los descubrimientos de la lingüística no deben hacernos olvidar sus
limitaciones: el lenguaje, en su realidad última, se nos escapa. Esa realidad
consiste en ser algo indivisible e inseparable del hombre. El lenguaje es una
condición de la existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema
convencional de signos que podemos aceptar o desechar. El estudio del lenguaje,
en este sentido, es una de las partes de una ciencia total del hombre1.
Afirmar que el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre
contradice una creencia milenaria. Recordemos cómo principian muchas fábulas:
«Cuando los animales hablaban,..». Aunque parezca extraño, esta creencia fue resucitada
por la ciencia del siglo pasado. Todavía muchos afirman que los sistemas de
comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el
hombre. Para algunos sabios no es una gastada metáfora hablar del lenguaje de
los pájaros. En efecto, en los lenguajes animales aparecen las dos notas
distintivas del habla: el significado —reducido, es cierto, al nivel más
elemental y rudimentario— y la comunicación. El grito animal alude a algo, dice
algo: posee significación. Y ese significado es recogido y, por decirlo así,
comprendido por los otros animales. Esos gritos inarticulados constituyen un
sistema de signos comunes, dotados de significación. No es otra la función de
las palabras. Por tanto, el habla no es sino el desarrollo del lenguaje animal,
y las palabras pueden ser estudiadas como cualquiera de los otros objetos de la
ciencia de la naturaleza.
El primer reparo que podría oponerse a esta idea es la
incomparable complejidad del habla humana; el segundo, la ausencia de
pensamiento abstracto en el lenguaje animal. Son diferencias de grado, no de
esencia.
Más decisivo me parece lo que Marshall Urban llama la
función tripartita de los vocablos: las palabras indican o designan, son
nombres; también son respuestas intensivas o espontáneas a un estímulo material
o psíquico, como en el caso de las interjecciones y onomatopeyas; y son
representaciones: signos y símbolos.
La significación es indicativa, emotiva y representativa.
En cada expresión verbal aparecen las tres funciones, a niveles distintos y con
diversa intensidad. No hay representación que no contenga elementos indicativos
y emotivos; y lo mismo debe decirse de la indicación y la emoción. Aunque se
trata de elementos inseparables, la función simbólica es el fundamento de las
otras dos. Sin representación no hay indicación: los sonidos de la palabra pan
son signos sonoros del objeto a que aluden; sin ellos la función indicativa no
podría realizarse: la indicación es simbólica. Y del mismo modo: el grito no
sólo es respuesta instintiva a una situación particular sino indicación de esa
situación por medio de una representación: palabra, voz. En suma, «la esencia
del lenguaje es la representación, Darstellung, de un elemento de experiencia
por medio de otro, la relación bipolar entre el signo o el símbolo y la cosa
significada o simbolizada, y la conciencia de esa relación» 2. Caracterizada
así el habla humana, Marshall Urban pregunta a los especialistas si en los
gritos animales aparecen las tres funciones. La mayor parte de los entendidos
afirma que «la escala fonética de los monos es enteramente "subjetiva* y
puede expresar sólo emociones, nunca designar o describir objetos». Lo mismo se
puede decir de sus gestos faciales y demás expresiones corporales. Es verdad
que en algunos gritos animales hay débiles indicios de indicación, mas en
ningún caso se ha comprobado la existencia de la función simbólica o
representativa. Así pues, entre el lenguaje animal y humano hay una ruptura. El
lenguaje humano es algo radicalmente distinto de la comunicación animal. Las
diferencias entre ambos son de orden cualitativo y no cuantitativo. El lenguaje
es algo exclusivo del hombre 3.
Las hipótesis
tendientes a explicar la génesis y el desarrollo del lenguaje como el paso
gradual de lo simple a lo complejo —por ejemplo, de la interjección, el grito o
la onomatopeya a las expresiones indicativas y simbólicas— parecen igualmente
desprovistas de fundamento. Las lenguas primitivas ostentan una gran
complejidad. En casi todos los idiomas arcaicos existen palabras que por sí
mismas constituyen frases y oraciones completas. El estudio de los lenguajes
primitivos confirma lo que nos revela la antropología cultural: a medida que
penetramos en el pasado no encontramos, como se pensaba en el siglo XIX,
sociedades más simples, sino dueñas de una desconcertante complejidad. El
tránsito de lo simple a lo complejo puede ser una constante en las ciencias
naturales pero no en las de la cultura. Aunque las hipótesis del origen animal
del lenguaje se estrella ante el carácter irreductible de la significación, en
cambio tiene la gran originalidad de incluir el «lenguaje en el campo de los
movimientos expresivos»4. Antes de hablar, el hombre gesticula. Gestos y
movimientos poseen significación. Y en ella están presentes los tres elementos
del lenguaje: indicación, emoción y representación. Los hombres hablan con las
manos y con el rostro. El grito accede a la significación representativa e
indicativa al aliarse con esos gestos y movimientos. Quizá el primer lenguaje
humano fue la pantomima imitativa y mágica. Regidos por las leyes del
pensamiento analógico, los movimientos corporales imitan y recrean objetos y
situaciones.
Cualquiera que sea el origen del habla, los especialistas
parecen coincidir en la «naturaleza primariamente mítica de todas las palabras
y formas del lenguaje...». La ciencia moderna confirma de manera impresionante
la idea de Herder y los románticos alemanes: «parece indudable que desde el
principio el lenguaje y el mito permanecen en una inseparable correlación... Ambos
son expresiones de una tendencia fundamental a la formación de símbolos: el
principio radicalmente metafórico que está en la entraña de toda función de
simbolización»5. Lenguaje y mito son vastas metáforas de la realidad. La
esencia del lenguaje es simbólica porque consiste en representar un elemento de
la realidad por otro, según ocurre con las metáforas. La ciencia verifica una
creencia común a todos los poetas de todos los tiempos: el lenguaje es poesía
en estado natural.
Cada palabra o grupo de palabras es una metáfora. Y
asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo susceptible de cambiarse en
otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la palabra pan, tocada por la
palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el sol, a su vez, se vuelve un
alimento luminoso. La palabra es un símbolo que emite símbolos. El hombre es
hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro
y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo
al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es la constante producción de
imágenes y de formas verbales rítmicas es una prueba del carácter simbolizante
del habla, de su naturaleza poética. El lenguaje tiende espontáneamente a
cristalizar en metáforas. Diariamente las palabras chocan entre sí y arrojan
chispas metálicas o forman parejas fosforescentes. El cielo verbal se puebla
sin cesar de astros nuevos. Todos los días afloran a la superficie del idioma
palabras y frases chorreando aún humedad y silencio por las frías escamas. En
el mismo instante otras desaparecen. De pronto, el erial de un idioma fatigado
se cubre de súbitas flores verbales.
Criaturas luminosas habitan las espesuras del habla.
Criaturas, sobre todo, voraces. En el seno del lenguaje hay una guerra civil
sin cuartel. Todos contra uno. Uno contra todos. ¡Enorme masa siempre en
movimiento, engendrándose sin cesar, ebria de sí! En labios de niños, locos,
sabios, cretinos, enamorados o solitarios, brotan imágenes, juegos de palabras,
expresiones surgidas de la nada. Por un instante, brillan o relampaguean. Luego
se apagan. Hechas de materia inflamable, las palabras se incendian apenas las
rozan la imaginación o la fantasía. Mas son incapaces de guardar su fuego. El
habla es la sustancia o alimento del poema, pero no es el poema. La distinción
entre el poema y esas expresiones poéticas —inventadas ayer o repetidas desde
hace mil años por un pueblo que guarda intacto su saber tradicional— radica en
lo siguiente: el primero es una tentativa por trascender el idioma; las
expresiones poéticas, en cambio, viven en el nivel mismo del habla y son el
resultado del vaivén de las palabras en las bocas de los hombres. No son
creaciones, obras. El habla, el lenguaje social, se concentra en el poema, se
articula y levanta. El poema es lenguaje erguido.
Así como ya nadie sostiene que el pueblo sea el autor de
las epopeyas homéricas, tampoco nadie puede defender la idea del poema como una
secreción natural del lenguaje. Lautréamont
quiso decir otra cosa 3 cuando profetizó que un día la poesía sería
hecha por todos. Nada más deslumbrante que este programa. Pero como ocurre con
toda profecía revolucionaria, el advenimiento de ese estado futuro de poesía
total supone un regreso al tiempo original. En este caso al tiempo en que
hablar era crear. O sea: volver a la identidad entre la cosa y el nombre. La
distancia entre la palabra y el objeto —que es la que obliga, precisamente, a
cada palabra a convertirse en metáfora de aquello que designa— es consecuencia
de otra: apenas el hombre adquirió conciencia de sí, se separó del mundo
natural y se hizo otro en el seno de sí mismo. La palabra no es idéntica a la
realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente,
entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí. La palabra es un
puente mediante el cual el hombre trata de salvar la distancia que lo separa de
la realidad exterior. Mas esa distancia forma parte de la naturaleza humana.
Para disolverla, el hombre debe renunciar a su humanidad, ya sea regresando al
mundo natural, ya trascendiendo las limitaciones que su condición le impone.
Ambas tentaciones, latentes a lo largo de toda la historia, ahora se presentan
con mayor exclusividad al hombre moderno. De ahí que la poesía contemporánea se
mueva entre dos polos: por una parte, es una profunda afirmación de los valores
mágicos; por la otra una vocación revolucionaria. Las dos direcciones expresan
la rebelión del hombre contra su propia condición. «Cambiar al hombre», así,
quiere decir renunciar a serlo: hundirse para siempre en la inocencia animal o
liberarse del peso de la historia. Para lograr lo segundo es necesario
trastornar los términos de la vieja relación, de modo que no sea la existencia
histórica la que determine la conciencia sino a la inversa. La tentativa
revolucionaria se presenta como una recuperación de la conciencia enajenada y,
asimismo, como la conquista que hace esa conciencia recobrada del mundo
histórico y de la naturaleza. Dueña de las leyes históricas y sociales, la
conciencia determinaría la existencia. La especie habría dado entonces su
segundo salto mortal. Gracias al primero, abandonó el mundo natural, dejó de
ser animal y se puso en pie: contempló la naturaleza y se contempló. Al dar el
segundo, regresaría a la unidad original, pero sin perder la conciencia sino
haciendo de ésta el fundamento real de la naturaleza. Aunque no es ésta la
única tentativa del hombre para recobrar la perdida unidad de conciencia y
existencia (magia, mística, religión y filosofía han propuesto y proponen otras
vías), su mérito reside en que se trata de un camino abierto a todos los
hombres y que se reputa como el fin o sentido de la historia. Y aquí habría que
preguntarse: una vez reconquistada la unidad primordial entre el mundo y el
hombre, ¿no saldrían sobrando las palabras? El fin de la enajenación sería
también el del lenguaje. La utopía terminaría, como la mística, en el silencio.
En fin, cualquiera que sea nuestro juicio sobre esta idea, es evidente que la
fusión —o mejor: la reunión— de la palabra y la cosa, el nombre y lo nombrado, exige
la previa reconciliación del hombre consigo mismo y con el mundo. Mientras no
se opere este cambio, el poema seguirá siendo uno de los pocos recursos 4el
hombre para ir; más allá de sí mismo, al encuentro de lo que es profunda y
originalmente* Por tanto, no es posible confundir el chispoitoteo de lo poético
con las empresas más temerarias f decisivas de la poesía.
La imposibilidad de confiar al puro dinamismo del
lenguaje la creación poética se corrobora apenas se advierte que no existe un
solo poema en el que no haya intervenido una voluntad creadora. Sí, el lenguaje
es poesía y cada palabra esconde una cierta carga metafórica dispuesta a
estallar apenas se toca el resorte secreto, pero la fuerza creadora de la
palabra reside en el hombre que la pronuncia. El hombre pone en marcha el
lenguaje. La noción de un creador, necesario antecedente del poema, parece
oponerse a la creencia en la poesía como algo que escapa al control de la
voluntad. Todo depende de lo que se entienda por voluntad. En primer término,
debemos abandonar la concepción estática de las llamadas facultades como hemos
abandonado la idea de un alma aparte. No se puede hablar de facultades
psíquicas —memoria, voluntad, etc. — como si fueran entidades separadas e independientes.
La psiquis es una totalidad indivisible.
Si no es posible trazar las fronteras entre el cuerpo y
el espíritu, tampoco lo es discernir dónde termina la voluntad y empieza la
pura pasividad. En cada una de sus manifestaciones la psiquis se expresa de un
modo total. En cada función están presentes todas las otras. La inmersión en
estados de absoluta receptividad no implica la abolición del querer. El
testimonio de San Juan de la Cruz —«deseando nada»— cobra aquí un inmenso valor
psicológico: la nada misma se vuelve activa, por la fuerza del deseo. El
Nirvana ofrece la misma combinación de pasividad activa, de movimiento que es
reposo. Los estados de pasividad —desde la experiencia del vacío interior hasta
la opuesta de congestión del ser— exigen el ejercicio de una voluntad decidida
a romper la dualidad entre objeto y sujeto. El perfecto yogui es aquel que,
inmóvil, sentado en una postura apropiada, «mirando con mirada impasible la
punta de su nariz», es tan dueño de sí que se olvida de sí.
Todos sabemos hasta qué punto es difícil rozar las
orillas de la distracción. Esta experiencia se enfrenta a las tendencias
predominantes de nuestra civilización, que propone como arquetipos humanos al
abstraído, al retraído y hasta al contraído. Un hombre que se distrae, niega al
mundo moderno. Al hacerlo, se juega el todo por el todo. Intelectualmente, su
decisión no es diversa a la del suicida por sed de saber qué hay del otro lado
de la vida. El distraído se pregunta: ¿qué hay del otro lado de la vigilia y de
la razón? La distracción quiere decir: atracción por el reverso de este mundo.
La voluntad no desaparece; simplemente, cambia de dirección; en lugar de servir
a los poderes analíticos les impide que confisquen para sus fines la energía
psíquica. La pobreza de nuestro vocabulario psicológico y filosófico en esta
materia contrasta con la riqueza de las expresiones e imágenes poéticas.
Recordemos la «música callada» de San Juan o «el vacío es plenitud» de Lao—tsé.
Los estados pasivos no son nada más experiencias del silencio y el vacío, sino
de momentos positivos y plenos: del núcleo del ser salta un chorro de imágenes.
«Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche», dice el poema azteca.
La voluntaria parálisis no ataca sino a una parte de la psiquis. La pasividad
de una zona provoca la actividad de la otra y hace posible la victoria de la
imaginación frente a las tendencias analíticas, discursivas o razonadoras. En
ningún caso desaparece la voluntad creadora. Sin ella, las puertas de la
identificación con la realidad permanecen inexorablemente cerradas.
La creación poética se inicia como violencia sobre el
lenguaje. El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las
palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y menesteres habituales:
separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven únicos, como si
acabasen de nacer. El segundo acto es el regreso de la palabra: el poema se
convierte en objeto de participación. Dos fuerzas antagónicas habitan el poema:
una de elevación o desarraigo, que arranca a la palabra del lenguaje; otra de
gravedad, que la hace volver. El poema es creación original y única, pero
también es lectura y recitación: participación. El poeta lo crea; el pueblo, al
recitarlo, lo recrea. Poeta y lector son dos momentos de una misma realidad.
Alternándose de una manera que no es inexacto llamar cíclica, su rotación
engendra la chispa: la poesía.
Las dos operaciones —separación y regreso— exigen que el
poema se sustente en un lenguaje común. No en un habla popular o coloquial,
como se pretende ahora, sino en la lengua de una comunidad: ciudad, nación,
clase, grupo o secta. Los poemas homéricos fueron «compuestos en un dialecto
literario y artificial que nunca se habló propiamente» (Alfonso Reyes). Los
grandes textos de la literatura sánscrita pertenecen a épocas en que esta
lengua había dejado de hablarse, excepto entre grupos reducidos. En el teatro
de Kalidasa los personajes nobles hablan sánscrito; los plebeyos, pracrito.
Ahora bien, popular o minoritario, el lenguaje que sustenta al poeta posee dos
notas: es vivo y común. Esto es, usado por un grupo de hombres para comunicar y
perpetuar sus experiencias, pasiones, esperanzas y creencias. Nadie puede
escribir un poema en una lengua minoritaria, excepto como ejercicio literario
(y entonces no se trata de un poema, porque éste sólo se realiza plenamente en
la participación: sin lector la obra sólo lo es a medias), tampoco el lenguaje
matemático, físico o de cualquier otra ciencia ofrece sustento a la poesía: es
lenguaje común, pero no vivo. Nadie canta en fórmulas. Es verdad que las
definiciones científicas pueden ser utilizadas en un poema (Lautréamont las
empleó con genio). Sólo que entonces se opera una transmutación, un cambio de
signo: la fórmula científica deja de servir a la demostración y más bien tiende
a destruirla. El humor es una de las armas mayores de la poesía.
Al crear el lenguaje de las naciones europeas, las
leyendas y poemas épicos contribuyeron a crear esas mismas naciones. Y en ese
sentido profundo las fundaron: les dieron conciencia de sí mismas. En efecto,
por obra de la poesía, el lenguaje común se transformo en imágenes míticas
dotadas de valor arquetípico.
Rolando, el Cid,
Arturo, Lanzarote, Parsifal son héroes, modelos. Lo mismo puede decirse —con
ciertas y decisivas salvedades— de las creaciones épicas que coinciden con el
nacimiento de la sociedad burguesa: las novelas. Cierto, lo distintivo de la
edad moderna, desde el punto de vista de la situación social del poeta, es su
posición marginal. La poesía es un alimento que la burguesía —como clase— ha
sido incapaz de digerir.
De ahí que una y otra vez haya intentado domesticarla.
Sólo que apenas un poeta o un movimiento poético cede y acepta regresar al
orden social, surge una nueva creación que constituye, a veces sin
proponérselo, una crítica y un escándalo. La poesía moderna se ha convertido en
el alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad
escindida corresponde una poesía en rebelión. Y aun en este caso extremo no se
rompe la relación entrañable que une al lenguaje social con el poema. El
lenguaje del poeta es el de su comunidad, cualquiera que ésta sea. Entre uno y
otro se establece un juego recíproco de influencias, un sistema de vasos
comunicantes. El lenguaje de Mallarmé es un idioma de iniciados. Los lectores
de los poetas modernos están unidos por una suerte de complicidad y forman una
sociedad secreta. Pero lo característico de nuestros días es la ruptura del
equilibrio precariamente mantenido a lo largo del siglo XIX.
La poesía de sectas toca a su fin porque la tensión se ha
vuelto insoportable: el lenguaje social día a día se degrada en una jerga
reseca de técnicos y periodistas; y el poema, en el otro extremo, se convierte
en ejercicio suicida. Hemos llegado al término de un proceso iniciado en los
albores de la edad moderna.
Muchos poetas contemporáneos, deseosos de salvar la
barrera de vacío que el mundo moderno les opone, han intentado buscar el
perdido auditorio: ir al pueblo. Sólo que ya no hay pueblo: hay masas
organizadas. Y así, «ir al pueblo» significa ocupar un sitio entre los
«organizadores» de las masas. El poeta se convierte en funcionario. No deja de
ser asombroso este cambio. Los poetas del pasado habían sido sacerdotes o
profetas, señores o rebeldes, bufones o santos, criados o mendigos.
Correspondía al Estado burocrático hacer del creador un alto empleado del
«frente cultural». El poeta ya tiene un «lugar» en la sociedad. ¿Lo tiene la
poesía?
La poesía vive en las capas más profundas del ser, en
tanto que las ideologías y todo lo que llamamos ideas y opiniones constituyen
los estratos más superficiales de la conciencia. El poema se nutre del lenguaje
vivo de una comunidad, de sus mitos, sus sueños y sus pasiones, esto es, de sus
tendencias más secretas y poderosas.
El poema funda al pueblo porque el poeta remonta la
corriente del lenguaje y bebe en la fuente original. En el poema la sociedad se
enfrenta con los fundamentos de su ser, con su palabra primera. Al proferir esa
palabra original, el hombre se creó. Aquiles y Odiseo son algo más que dos
figuras heroicas: son el destino griego creándose a sí mismo. El poema es
mediación entre la sociedad y aquello que la funda. Sin Homero, el pueblo griego
no sería lo que fue. El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso
que somos.
Los partidos políticos modernos convierten al poeta en
propagandista y así lo degradan. El propagandista disemina en la «masa» las
concepciones de los jerarcas. Su tarea consiste en trasmitir ciertas
directivas, de arriba para abajo. Su radio de interpretación es muy reducido
(ya se sabe que toda desviación, aun involuntaria, es peligrosa). El poeta, en
cambio, opera de abajo para arriba: del lenguaje de su comunidad al del poema.
En seguida, la obra regresa a sus fuentes y se vuelve objeto de comunión. La
relación entre el poeta y su pueblo es orgánica y espontánea. Todo se opone
ahora a este proceso de constante recreación. El pueblo se escinde en clases y
grupos; después, se petrifica en bloques. El lenguaje común se transforma en un
sistema de fórmulas. Las vías de comunicación tapiadas, el poeta se encuentra
sin lenguaje en que apoyarse y el pueblo sin imágenes en que reconocerse. Hay
que aceptar con lealtad esta situación. Si el poeta abandona su destierro
—única posibilidad de auténtica rebeldía— abandona también la poesía y la
posibilidad de que ese exilio se transforme en comunión. Porque entre el
propagandista y su auditorio se establece un doble equívoco: él cree que habla
el lenguaje del pueblo; y el pueblo, que escucha el de la poesía. La soledad
gesticulante de la tribuna es total e irrevocable. Ella —y no la del que lucha
a solas por encontrar la palabra común» sí que es soledad sin salida y sin
porvenir.
Algunos poetas creen que un simple cambio verbal basta
para reconciliar poema y lenguaje social. Unos resucitan el folklore; otros se
apoyan en el habla coloquial Mas el folklore, preservado en los museos o en
regiones aisladas, ha dejado de ser lenguaje desde hace varios siglos: es una
curiosidad o una nostalgia. Y en cuanto al habla desgarrada de las urbes: no es
un lenguaje, sino el jirón de algo que fue un todo coherente y armónico. El
habla de la ciudad tiende a petrificarse en fórmulas y slogans y sufre así la
misma suerte del arte popular, convertido en artefacto industrial, y la del
hombre mismo, que de persona se transforma en masa. La explotación del
folklore, el uso del lenguaje coloquial o la inclusión de pasajes
deliberadamente antipoéticos o prosaicos en medio de un texto de alta tensión
son recursos literarios que tienen el mismo sentido que el empleo de dialectos
artificiales por los poetas del pasado. En todos los casos se trata de
procedimientos característicos de la llamada poesía minoritaria, como las
imágenes geográficas de los poetas «metafísicos» ingleses, las alusiones
mitológicas de los renacentistas o las irrupciones del humor en Lautréamont y
Jarry.
Piedras de toque, incrustadas en el poema para subrayar
la autenticidad del resto, su función no es distinta a la del empleo de
materiales que tradicionalmente no pertenecían al mundo de la pintura. No en
balde se ha comparado The Waste Land a un collage. Lo mismo puede decirse de
ciertos poemas de Apollinaire. Todo esto posee eficacia poética, pero no hace
más comprensible la obra. Las fuentes de la comprensión son otras: radican en
la comunidad del lenguaje y de los valores. El poeta moderno no habla el
lenguaje de la sociedad ni comulga con los valores de la actual civilización.
La poesía de nuestro tiempo no puede escapar de la soledad y la rebelión,
excepto a través de un cambio de la sociedad y del hombre mismo. La acción del
poeta contemporáneo sólo se puede ejercer sobre individuos y grupos. En esta
limitación reside, acaso, su eficacia presente y su futura fecundidad.
Los historiadores afirman que las épocas de crisis o
estancamiento producen automáticamente una poesía decadente. Condenan así la
poesía hermética, solitaria o difícil. Por el contrario, los momentos de
ascenso histórico se caracterizan por un arte de plenitud, al que accede toda
la sociedad. Si el poema está escrito en lo que llaman el lenguaje de todos,
estamos ante un arte de madurez. Arte claro es arte grande. Arte oscuro y para
pocos, decadente. Ciertas parejas de adjetivos expresan esta dualidad: arte
humano y deshumano, popular y minoritario, clásico y romántico (o barroco).
Casi siempre se hace coincidir estas épocas de esplendor con el apogeo político
o militar de la nación. Apenas los pueblos tienen grandes ejércitos y jefes
invencibles, surgen los grandes poetas. Otros historiadores aseguran que esa
grandeza poética se da un poco antes —cuando enseñan los dientes los ejércitos—
o un poco después —cuando los nietos de los conquistadores digieren las
ganancias. Deslumbrados por esta idea forman parejas radiantes: Racine y Luis
XIV, Garcilaso y Carlos V, Isabel y Shakespeare. Y otras oscuras,
crepusculares, como las de Luis de Góngora y Felipe IV, Licofrón y Ptolomeo
Filadelfo.
Por lo que toca a la oscuridad de las obras, debe decirse
que todo poema ofrece, al principio, dificultades. La creación poética se
enfrenta siempre a la resistencia de lo inerte y horizontal. Esquilo padeció la
acusación de oscuridad. Eurípides era odiado por sus contemporáneos y fue
juzgado poco claro. Garcilaso fue llamado descastado y cosmopolita. Los
simbolistas fueron acusados de herméticos y decadentes. Los «modernistas» se
enfrentaron a las mismas críticas. La verdad es que la dificultad de toda obra
reside en su novedad.
Separadas de sus funciones habituales y reunidas en un
orden que no es el de la conversación ni el del discurso, las palabras ofrecen
una resistencia irritante. Toda creación engendra equívocos. El goce poético no
se da sin vencer ciertas dificultades, análogas a las de la creación. La
participación implica una recreación; el lector reproduce los gestos y
experiencias del poeta. Por otra parte, casi todas las épocas de crisis o
decadencia social son fértiles en grandes poetas: Góngora y Quevedo, Rimbaud y
Lautréamont, Donne y Blake, Melville y Dickinson. Si hemos de hacer caso al
criterio histórico, Poe es la expresión de la decadencia sudista y Rubén Darío
de la extrema postración de la sociedad hispanoamericana. ¿Y cómo explicar a
Leopardi en plena disolución italiana y a los románticos germanos en una
Alemania rota y a merced de los ejércitos napoleónicos? Gran parte de la poesía
profética de los hebreos coincide con las épocas de esclavitud, disolución o
decadencia israelita. Villon y Manrique escriben en lo que se ha llamado el
«otoño de la Edad Media». ¿Y qué decir de la «sociedad de transición» en que
vive Dante? La España de Carlos IV produce a Goya. No, la poesía no es un
reflejo mecánico de la historia. Las relaciones entre ambas son más sutiles y
complejas. La poesía cambia, pero no progresa ni decae. Decaen las sociedades.
En tiempos de crisis se rompen o aflojan los lazos que
hacen de la sociedad un todo orgánico. En épocas de cansancio, se inmovilizan.
En el primer caso la sociedad se dispersa; en el segundo, se petrifica bajo la
tiranía de una máscara imperial y nace el arte oficial. Pero el lenguaje de
sectas y comunidades reducidas es propicio a la creación poética. La situación
que exilia del grupo da a sus palabras una tensión y un valor particulares»
lodo idioma sagrado es secreto, Y a la inversa: todo idioma secreto —sin
excluir al de conjurados y conspiradores— colinda con lo sagrado. El poema
hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria de la historia.
Góngora es un testimonio de la salud del idioma español tanto como el Conde
duque de Olivares lo es de la decadencia de un Imperio. El cansancio de una
sociedad no implica necesariamente la extinción de las artes ni provoca el
silencio del poeta. Más bien es posible que ocurra lo contrario: suscita la
aparición de poetas y obras solitarias. Cada vez que surge un gran poeta
hermético o movimientos de poesía en rebelión contra los valores de una
sociedad determinada, debe sospecharse que esa sociedad, no la poesía, padece
males incurables. Y esos males pueden medirse atendiendo a dos circunstancias:
fe ausencia de un lenguaje común y la sordera de la sociedad ante el canto
solitario. La soledad del poeta muestra el descenso social. La creación,
siempre a la misma altura, acusa la baja de nivel histórico. De ahí que a veces
nos parezcan más altos los poetas difíciles. Se trata de un error de
perspectiva. No son más altos: simplemente, el mundo que los rodea es más bajo
6.
El poema se apoya en el lenguaje social o comunal, pero
¿cómo se efectúa el tránsito y qué ocurre con las palabras cuando dejan la
esfera social y pasan a ser palabras del poema? Filósofos, oradores y literatos
escogen sus palabras. El primero, según sus significados; los otros, en
atención a su eficacia moral, psicológica o literaria. El poeta no escoge sus
palabras. Cuando se dice que un poeta busca su lenguaje, no quiere decirse que
ande por bibliotecas o mercados recogiendo giros antiguos y nuevos, sino que,
indeciso, vacila entre las palabras que realmente le pertenecen, que están en
él desde el principio, y las otras aprendidas en los libros o en la calle.
Cuando un poeta encuentra su palabra, la reconoce: ya estaba en él. Y él ya
estaba en ella. La palabra del poeta se confunde con su ser mismo. Él es su
palabra. En el momento de la creación, aflora a la conciencia la parte más
secreta de nosotros mismos. La creación consiste en un sacar a luz ciertas
palabras inseparables de nuestro ser. Ésas y no otras. El poema está hecho de
palabras necesarias e insustituibles. Por eso es tan difícil corregir una obra
ya hecha. Toda corrección implica una recreación, un volver sobre nuestros
pasos, hacia dentro de nosotros. La imposibilidad de la traducción poética
depende también de esta circunstancia. Cada palabra del poema es única. No hay sinónimos.
Única e inamovible: imposible herir un vocablo sin herir todo el poema;
imposible cambiar una coma sin trastornar todo el edificio. El poema es una
totalidad viviente, hecha de elementos irreemplazables. La verdadera traducción
no puede ser, así, sino recreación.
Afirmar que el poeta no emplea sino las palabras que ya
estaban en él, no desmiente lo que se ha dicho acerca de las relaciones entre
poema y lenguaje común. Para disipar este equívoco basta recordar que, por su
naturaleza misma, todo lenguaje es comunicación. Las palabras del poeta son
también las de su comunidad. De otro modo no serían palabras. Toda palabra
implica dos: el que habla y el que oye. El universo verbal del poema no está
hecho de los vocablos del diccionario, sino de los de la comunidad. El poeta no
es un hombre rico en palabras muertas, sino en voces vivas. Lenguaje personal
quiere decir lenguaje común revelado o transfigurado por el poeta. El más alto
de los poetas herméticos definía así la misión del poema: «Dar un sentido más
puro a las palabras de la tribu». Y esto es cierto hasta en el sentido más
superficial de la frase: vuelta al significado etimológico del vocablo y,
asimismo, enriquecimiento de los idiomas. Gran número de voces que ahora nos
parecen comunes y corrientes son invenciones, italianismos, neologismos y
latinismos de Juan de Mena, Garcilaso o Góngora. Las palabras del poeta son
también las de la tribu o lo serán un día.
El poeta transforma, recrea y purifica el idioma; y
después, lo comparte. Ahora que, ¿en qué consiste esta purificación de la
palabra por la poesía y qué se quiere decir cuando se afirma que el poeta no se
sirve de las palabras, sino que es su servidor?
Las palabras, frases y exclamaciones que nos arrancan el
dolor, el placer o cualquier otro sentimiento, son reducciones del lenguaje a
su mero valor afectivo. Los vocablos así pronunciados dejan de ser,
estrictamente, instrumentos de relación. Croce observa que no se trata,
propiamente, de expresiones verbales: les falta el elemento voluntario y
personal y les sobra la espontaneidad casi maquinal con que se producen. Son
frases hechas, de las que está ausente todo matiz personal. No es necesario
aceptar el juicio del filósofo italiano para darse cuenta de que, incluso si se
trata de verdaderas expresiones, carecen de una dimensión imprescindible: ser
vehículos de relación. Toda palabra implica un interlocutor. Y lo menos que se
puede decir de esas expresiones y frases con que maquinalmente se descarga
nuestra afectividad es que en ellas el interlocutor está disminuido y casi
borrado. La palabra sufre una mutilación: la del oyente.
En alguna parte Valéry dice que «el poema es el
desarrollo de una exclamación». Entre desarrollo y exclamación hay una tensión
contradictoria; y yo agregaría que esa tensión es el poema. Si uno de los dos
términos desaparece, el poema regresa a la interjección maquinal o se convierte
en amplificación elocuente, descripción o teorema. 1 El desarrollo es un
lenguaje que se crea a sí mismo frente a esa realidad bruta y propiamente
indecible a que alude la exclamación. Poema: oreja que escucha a una boca que
dice lo que no dijo la exclamación. El grito de pena o júbilo señala al objeto
que nos hiere o alegra; lo señala pero lo encubre: dice ahí está, no dice qué o
quién es. La realidad indicada por la exclamación permanece innombrada: está
ahí, ni ausente ni presente, a punto de aparecer o desvanecerse para siempre.
Es una inminencia ¿de qué? El desarrollo no es una pregunta ni una respuesta:
es una convocación. El poema —boca que habla y oreja que oye— será la
revelación de aquello que la exclamación señala sin nombrar. Digo revelación y
no explicación. Si el desarrollo es una explicación, la realidad no será
revelada sino elucidada y el lenguaje sufrirá una mutilación: habremos dejado
de ver y oír para sólo entender.
Un extremo contrario es el uso del lenguaje con fines de
intercambio inmediato. Entonces las palabras dejan de tener significados
precisos y pierden muchos de sus valores plásticos, sonoros y emotivos. El
interlocutor no desaparece; al contrario, se afirma con exceso. La que se
adelgaza y atenúa es la palabra, que se convierte en mera moneda de cambio.
Todos sus valores se extinguen o decrecen, a expensas del valor de relación.
En el caso de la exclamación, la palabra es grito lanzado
al vacío: se prescinde del interlocutor. Cuando la palabra es instrumento del
pensamiento abstracto, el significado lo devora todo: oyente y placer verbal.
Vehículo de intercambio, se degrada. En los tres casos se
reduce y especializa. Y la causa de esta común mutilación es que el lenguaje se
nos vuelve útil, instrumento, cosa. Cada vez que nos servimos de las palabras,
las mutilamos. Mas el poeta no se sirve de las palabras. Es su servidor. Al
servirlas, las devuelve a su plena naturaleza, les hace recobrar su ser.
Gracias a la poesía, el lenguaje reconquista su estado original.
En primer término, sus valores plásticos y sonoros,
generalmente desdeñados por el pensamiento; en seguida, los afectivos; y, al
fin, los significativos. Purificar el lenguaje, tarea del poeta, significa
devolverle su naturaleza original. Y aquí tocamos uno de los temas centrales de
esta reflexión. La palabra, en sí misma, es una pluralidad de sentidos. Si por
obra de la poesía la palabra recobra su naturaleza original —es decir, su
posibilidad de significar dos o más cosas al mismo tiempo—, el poema parece
negar la esencia misma del lenguaje: la significación o sentido. La poesía
sería una empresa fútil y, al mismo tiempo, monstruosa:¡despoja al hombre de su
bien más precioso, el lenguaje, y le da en cambio un sonoro balbuceo
ininteligible!
¿Qué sentido tienen, si alguno tienen, las palabras y
frases del poema?
Octavio
Paz de El Arco y La Lira (1956)
Referencias
1 Hoy, quince años después de escrito este párrafo, no
diría exactamente lo mismo. La lingüística, gracias sobre todo a N. Trubetzkoy
y a Román Jakobson, ha logrado aislar al lenguaje como un objeto, al menos en
el nivel fonológico. Pero si, como dice el mismo Jakobson, la lingüística ha
anexado el sonido al lenguaje (fonología), aún no ha realizado la operación
complementaria: anexar el sentido al sonido (semántica). Desde este punto de
vista mi juicio sigue siendo válido. Señalo, además, que los descubrimientos de
la lingüística —por ejemplo: la concepción del
lenguaje como un sistema inconsciente y que obedece a
leyes estrictas e independientes de nuestra voluntad— convierten más y más a
esta ciencia en una disciplina central en el estudio del hombre. Como parte de
esa ciencia general de los signos que propone Lévi—Strauss, la lingüística
colinda, en uno de sus extremos, con la cibernética y, en el otro, con la
antropología. Así, quizá será el punto de unión entre las ciencias exactas y
las ciencias humanas. (Nota de 1964,)
2 Wilbur Marshall Urban, Lenguaje y realidad, Lengua y
Estudios Literarios, México, Fondo de Cultura Económica, 1952.
3 Hoy no afirmaría de modo tan tajante las diferencias
entre comunicación animal y humana. Cierto, hay ruptura o hiato entre ellas
pero ambas son parte de ese universo de la comunicación, presentido por todos
los poetas bajo la forma de la analogía universal, que ha descubierto la
cibernética. (Nota de 1964)
4 Op. Dt
5 Op. cit.
6 Sobre «Poesía, sociedad y Estado», véase el Apéndice
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
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