Cuando, en el año 43 después de Jesús II, se lanzó al
mercado la máquina de finalidad negativa, una nueva era se abrió.
Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron
modestos, pero sus posibilidades secretas eran evidentes y dejaban prever
fácilmente una revolución. Sus posibilidades, y el éxito que conoció apenas
unas semanas después de su lanzamiento.
El aspirador-escupidor de polvo fue en efecto el primer
objeto de finalidad negativa que se comercializó, y millones de amas de casa
desocupadas se lanzaron sobre esta sorprendente máquina electrodoméstica que
realizaba un trabajo en un tiempo mínimo para sabotearlo inmediatamente al
mismo ritmo y poder comenzarlo de nuevo con una destreza inagotable.
Cuando las administraciones municipales decidieron, para
dar trabajo a los millones de parados, lanzar a través de las calles de las
grandes ciudades coches engrasadores de la vía pública, se comprendió sin
ninguna posibilidad de error que la palabra «negativo» iba a convertirse en
sinónimo de eficiencia, que la gratuidad absoluta entraba en las costumbres, y
que, con pleno conocimiento de causa, iba a edificarse un mundo nuevo sobre los
corolarios de lo absurdo, de los cuales el siglo XX -el de los grandes
precursores- había esbozado ya las primeras ecuaciones.
Luego transcurrió un año.
Y el mundo ha evolucionado un poco.
El mundo entero ya no piensa más que en la finalidad
negativa, el asunto que no reporta ni puede reportar nada, las realizaciones
basadas en el vacío y enfrentadas al vacío, muy a menudo monstruosas, erizadas
de complejidades inútiles, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes
y terroríficas, como el esqueleto de la palabra «Nada».
¿Cómo podía imaginar el industrial o el hombre de
negocios de 1986 que sus descendientes directos, sus hijos para ser concretos,
llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para escaparates, tazas sin
fondo, cuchillos de mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo
recientemente una célebre firma, coches equipados con un dispositivo que pincha
un neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo podía imaginar un publicista de
finales del siglo XX que cincuenta años más tarde una pluma estilográfica sería
lanzada con éxito al mercado bajo el slogan de que era la única pluma
estilográfica con la cual era rigurosamente imposible escribir sin mancharse
los dedos?
Y sin embargo, así es.
El mundo ha llegado hasta este extremo, aunque no haya
cambiado de lugar en el universo.
Dicho esto, la vida no es más divertida por esas razones.
No hay que creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la
seriedad que formaba la base de todas las empresas de antes. De ningún modo. El
hecho de haber admitido sin segundas intenciones las más dementes
prolongaciones de lo absurdo no implica en absoluto la irrupción del humor en
nuestras existencias. Por el contrario, el hombre nunca ha estado más
almidonado en esa seriedad que le sirve de visado y de tarjeta de identidad.
Simplemente, con la misma aplicación de funcionario funcionando a semana
completa, cultiva ahora el amor a lo gratuito del mismo modo que antes
cultivaba el amor a lo práctico. Se entrega a sus empresas inútiles con el
mismo ardor con que antes se entregaba a sus trabajos utilitarios. Nada ha
cambiado. O, si algo ha cambiado, no es ciertamente la mentalidad del hombre.
Haría falta mucho más que esto para cambiar al hombre, tenazmente aferrado a su
certeza de hallarse en el mundo para cumplir una misión sagrada, asumir una
función esencial a la gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente
ligado al movimiento de los planetas. Digamos simplemente que el ideal ha
cambiado de color. O más bien que se ha decolorado. ¿Pero se ha dado cuenta el
hombre de ello? Cabría dudarlo. Está convencido más que nunca de su utilidad,
de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está mucho más
cebado de fe que antes, de ningún modo desengañado, siempre atareado, presa
entre el pasivo y el activo de sus realizaciones, meticuloso, tanteador
irreductible atado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su
consciencia profesional ha permanecido intacta.
Tampoco el trabajo ha cambiado apenas. Evidentemente se
ha complicado, y los horarios obligatorios han sido ampliados. Lo cual era de
prever: trabajar sin ninguna finalidad y para nada exige una atención mucho
Mayor, y por supuesto, mucho más tiempo.
Por otra parte, ya no le queda a nadie el recurso de
permanecer en paro. Hay trabajo inútil para todo el mundo, puesto que puede
hacerse no importa el qué en no importa qué sentido bajo no importa cuál
pretexto. Parado ya no es más que un término arcaico, inscrito aún en el
diccionario del siglo XXI tan solo como referencia.
¿Qué citar como ejemplos flagrantes de esta nueva forma
de asumir la vida, sus responsabilidades y su futuro?
La elección es tremendamente difícil.
¿El gigantesco inmueble que la ciudad inauguró la semana
pasada? No es tan solo impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino
que concretiza realmente de forma simbólica toda una mentalidad. Este inmueble
representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas según los
criterios más progresistas del arte burocrático, bóvedas blindadas, y salas de
recepción que forman entre ellas un verdadero laberinto de lo funcional. Pero
nadie entrará jamás en este banco. Una placa de mármol señala con letras de oro
que este inmueble ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de Toda
Empresa, y que tanto la entrada en él como su utilización están estrictamente
prohibidas. Lo cual no ha eliminado en absoluto los discursos de inauguración
que cabía esperar. Incluso es de suponer que las bóvedas y los cajones de este
banco estén repletos de fajos de billetes y lingotes de oro. ¿Y por qué no?
¿Acaso un gran periódico no ha anunciado recientemente a toda página que una
firma proponía como saldo, a precios que desafiaban toda competencia, falsos
billetes de banco ligeramente tarados? Y ocurre a menudo que los empleados de
una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable ha arrancado
cuidadosamente todos los nmeros. Pro estas sutilidades no han alterado en
absoluto la eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente,
los medios de ganarlo han evolucionado. Como los medios de perderlo, por otro
lado. El dinero no tiene ya el mismo valor, aunque siga conservando el mismo
olor.
Al igual que el trabajo.
El mismo olor dulzón a enmohecido, diluido en el color
del aburrimiento, que sigue siendo el gris.
¿Qué es lo que ha cambiado? Todo, sin lugar a dudas. ¿Qué
es lo que es diferente? Nada, sin lugar a dudas.
¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los
contables trabajaban para establecer balances exactos, y eran despedidos sin
piedad si se equivocaban en sus cuentas;;ahora, los contables trabajan para
establecer balances imaginarios, y son despedidos sin piedad si entregan a la
dirección una cuentas matemáticamente exactas. Antes, los empleados ponían
direcciones en los sobres para enviarlos a millones de desconocidos a quienes
no debían nada; ahora, los envían a direcciones que no corresponden a ninguna
realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.
La finalidad ha sido desviada, es cierto. Pero nada más.
Los gestos siguen siendo los mismos que eran antes. La monotonía del trabajo no
ha sufrido ninguna variación, ni tampoco por otro lado las monocordes
exigencias de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los
subordinados.
Una vez admitido el principio, ¿cómo puede considerarse
insólito? Es fácil habituarse a él. A fin de cuentas no es ni más extraño, ni
menos absurdo, que los principios que regían los millones de empresas de
finalidad reducida que tanto abundaban en los siglos pasados.
En el siglo XX las fábricas construían en cadena, en
serie, miles de modelos distintos de objetos heteróclitos. ¿Imagina alguien por
ejemplo cuantas miles de clases de cintas bordadas o de botones podía hallar en
el comercio? Ahora, las fábricas construyen miles de variantes de la gratuidad.
Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca hechos por la misma fábrica,
elásticos tan rígidos como trozos de madera, papel secante para escribir,
grifos que arrojan tinta en las bañeras, televisores perfeccionados que tan
solo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas no pueden abrirse nunca. Y
tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente,
jamás el comercio ha conocido una tal apoteosis. Es la prueba perfecta de que
lo absolutamente inútil contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo
utilitario.
¿Dónde se detendrá esto? En ninguna parte, por supuesto.
Hemos superado hace mucho tiempo los tristes límites de la justa medida. Pero
hemos descubierto sin estupor y sin rencor que más allá de la justa medida
yacen otras convenciones tan tristes como ella. ¿Hay que admitir realmente que
no hay nada en la Tierra que pueda ser maravilloso, un delirio vital y una
razón válida de hallarse con vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al
hombre de hoy, ya nada puede impresionarle. Recorre el absurdo, reconocido y
vendido en estado bruto o sabiamente destilado, del mismo modo que en el pasado
recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas
folklóricas. Este pasado tan superado ya. Todo entusiasmo o admiración han
muerto en el ser humano. Todo odio y todo disgusto también, al mismo tiempo.
Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta, aprueba, admite. No importa el
qué, presentado en no importa qué modo. Todo puede llegar hasta él, todo le
conviene, está siempre disponible. La única empresa condenada al fracaso sería
aquella que intentara arrancar al hombre de la aprobación tácita que se ha
apoderado de él.
El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede
llegarle ya. Nada trágico, nada crucial, puesto que todo lo que es sinónimo de
una finalidad cualquiera, de un objetivo definido, ha desaparecido de este
mundo. Han desaparecido las guerras, que estaban basadas en una explosión de
finalidades opuestas. Han muerto las pasiones, que expresaban la voluntad y la
rabia de alcanzar un blanco preciso. Se han extinguido los conflictos, que eran
choques de pasiones o la colisión de algún ideal contra su mortal enemigo.
La última guerra data del año pasado. Estalló sin ninguna
causa, como era de prever. Y, privada de causas, no ha tenido ninguna
consecuencia. No ha ocasionado ni una sola víctima. Por otro lado, se ha
desarrollado sin ninguna batalla, sin armas y sin ejércitos. Se trataba
realmente de una guerra abstracta, conducida al margen del tiempo y del
espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Hubo de todos modos algunas
movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el
placer de desmovilizar algunas horas más tarde a unos cuantos millones de
hombres, siempre felices de dejarse arrastrar en un dédalo de imprecisas
órdenes y contraórdenes.
Sí, el hombre se ha convertido realmente en un
funcionario. Y funciona bien, sin choques y sin averías. Está bien aceitado, y
su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarlo ni empujarlo a
una reacción violenta. Es incapaz de rechazo o de pasión. Es la sumisión total.
Está hecho a la vida que le es impuesta.
Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas
un documental único acerca de una simple hoja de papel, o ensayos
experimentales sobre la línea recta, o como máximo variaciones imperceptibles
de color diluyéndose las unas en las otras. Si va al teatro, lo más a menudo es
para ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola
palabra, o retrospectivas del trabajo efectuado en correos o en el interior de una
aduana. Cuando se queda en casa, por la noche o el domingo, sabe que deberá
recibir a los delegados encargados por anónimas firmas de hacer una enorme
cantidad de preguntas anodinas y vanas o a representantes que colocan con éxito
muestras de no importa qué sin pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por la
calle, hay miles de vendedores ambulantes que le proponen la venta al detall de
nada cortada en rodajas, y si consigue escapar de ellos es para encontrarse con
almacenes que venden las mismas inutilidades al por Mayor, bajo el nombre de
una sociedad.
Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al
vendedor. Hace ya mucho tiempo que las leyes y los reglamentos han sido
suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre no se niega jamás a nada. Acepta,
escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le
cuesta nada.
Pero no sonríe nunca. Ni siquiera cuando el absurdo
supera sus propios límites y sus definiciones clásicas. Nadie ha acogido con
ironía a esa empresa cuya única finalidad era encender los fósforos para ver si
funcionaban correctamente. Por el contrario, los fósforos calcinados se venden
a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.
¿Para qué quejarse? ¿Para qué sorprenderse o inquietarse?
Es bien sabido que todo se vende: el silencio de los discos tanto como los
parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado tanto como la caridad en
vasijas de cristal, el agua luminosa tanto como el gas doméstico propuesto en
caja fuerte con refrigerador incorporado. Siempre hay un hombre para efectuar
un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para explotarlo
comercialmente, y un cliente para interesarse por él. Y al igual que el hombre
está dispuesto a comprar no importa el qué, está dispuesto también a hacer no
importa el qué a no importa cuales condiciones.
Ya nada le choca, se doblega a las exigencias más
implacables, y toda revuelta ha muerto desde hace tiempo en él. Es decir que
las innumerables administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de
cada individuo una presa fácil, buena para ser devorada lentamente sin acabar
jamás de devorarla del todo. Y no solamente el hombre se deja acaparar con una
desconcertante sumisión, sino que encuentra placer en ir por delante de esta
solapada deglución. El mismo alienta una pasión mórbida hacia las encuestas y
solicitudes, los cuestionarios y las gestiones interminables que figuran en el
programa de una gran cantidad de reglamentos administrativos. ¿Que hay que
decir de estas gestiones?
En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una
administración oficial, se ocupa de los casos de los demás durante el día y
arregla los suyos durante la noche. Interroga a los demás en su oficina,
responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre hay cosas en que
ocuparse: con una regularidad electrónica, cada buzón se llena constantemente
de formularios y de boletines que hay que devolver cumplimentados con la máxima
urgencia. La Mayor parte de las veces es difícil saber dónde hay que enviar
estos papeles, ya que no tienen por qué llevar forzosamente un remite. Pero
este detalle no desconcierta jamás a nadie. Son numerosos los habitantes que
cambian cada día de tarjeta de identidad, o que piden pasaportes sin tener la
menor intención de salir al extranjero. Y más numerosos aún son los
particulares que rellenan formularios de cambio de domicilio sin el menor
motivo, o compran las montañas de abstracciones propuestas por los catálogos
que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Ya que la venta
por correspondencia, tal como era de esperar, ha adquirido una extensión
considerable. Los servicios postales entregan por camiones toneladas de
prospectos que las firmas arrojan como una lluvia a través de las ciudades.
Algunos de estos prospectos no son más que simples hojas en blanco. O repletos
de palabras incomprensibles. Y venden. Como antes. Con la diferencia de que,
ahora, no se sabe exactamente qué es lo que venden.
La venta puerta a puerta ha adquirido también una gran
importancia. Puedo hablar de ello con fundamento de causa, ya que esta es la
profesión que ejerzo desde hace algunas semanas. Una profesión que no es menos
inútil que cualquier otra, pero que sin embargo es mucho más agotadora. Además,
su complejidad es enorme. Todo ello de acuerdo con las leyes de un código que
puede parecer extraño, pero que en realidad es bastante trivial.
Así, los representantes de nuestra firma no visitan más
que a particulares, y prácticamente de puerta en puerta. Presentamos un único
modelo de artículo, un juego de cubos variados, cubos de madera pintada cuyos
colores están limitados al verde, al amarillo, al rojo y al violeta. Los cubos
verdes reportan a los representantes un diez por ciento de comisión, los rojos
un veinte por ciento, los amarillos un quince por ciento. Los violetas no
pueden ser vendidos, y sirven únicamente como muestras. Los cubos rojos no
pueden ser presentados en casas que tengan más de cuatro plantas. Los verdes
deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas que
forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares tan solo
se pueden presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas, y
los amarillos a los habitantes de los pisos superiores. Las aceras de la
derecha están prohibidas los días pares, pero están autorizadas si llueve.
Existen un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un
fascísculo que el representante debe consultar constantemente, ya que el
reglamento es de una tal complejidad que desanima a cualquiera que quiera
aprenderlo de memoria. Dicho esto, el oficio tiene sus ventajas e incluso su
encanto. Los cubos encargados son entregados al día siguiente, meticulosamente
embalados. Los clientes no desembalan nunca estos paquetes, cuyo contenido conocen
perfectamente. ¿Qué van a hacer con estos cubos? Así que se contentan con pagar
los gastos de envío y van a correos para reexpedir el paquete, sin abrir, a la
firma responsable de la venta, y la firma hace una cuestión de honor del
devolver sin discusión los gastos de envío asumidos por la clientela.
Los representantes reciben sus comisiones al finalizar
cada día, pero al día siguiente estas comisiones son fatalmente anuladas. Lo
cual hace que en realidad nunca cobren nada, al igual que el cliente nunca
pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, esto es lo que
llamamos hoy en día el comercio.
¿Qué hacer, sino aceptar?
Además, todos los empleos son iguales, sin la menor duda.
Antes yo trabajaba como encuestador para una sociedad muy conocida, y si bien
el reglamento interior era infinitamente más simple, el trabajo exigido no era
en absoluto menos cansado. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y hacer una
eterna encuesta sobre un tema aparentemente simple pero profundamente problemático:
hallar, mediante hábiles preguntas y circunloquios, cuál podía ser la finalidad
de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió
nunca a esta pregunta.
¿Qué hacer, sino aceptar también?
La elección es algo que ya no tiene razón de ser, puesto
que las cosas se equilibran idealmente entre ellas, químicamente dosificadas
con la misma cantidad de gratuidad.
He tenido multitud de empleos, muy distintos los unos de
los otros, pero pese a ello tengo la sensación de haber pasado toda mi vida
ejerciendo un único trabajo indefinido y monótono, algo extremadamente confuso
que no exigía más que un único gesto de medusa, como si hubiera sido una larva
condenada a salivar desde hace miles de años una enorme necesidad sin contornos
y sin formas, tan viscosa, llena de agujeros y de resplandores lívidos, de
preguntas grises y de respuestas imposibles.
¿Qué hacer? Como decían antes, es la vida. Sin duda
siempre han dicho lo mismo. Esta es la mejor excusa que se puede encontrar. ¿Y
luego qué? Puesto que el hombre ha aceptado siempre vivir para nada, con la
única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte,
¿por qué no aceptar el vivir incesantemente, cotidianamente, metódicamente, una
serie de pequeñas muertes transformadas en trabajos prácticos con una
conclusión negativa al final del programa?
¿Acaso era realmente distinto el mundo bajo el agostado
sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente tanto, cuando uno piensa en ello?
¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente
organizado? Eso es lo que se pretende. Pero no lo creo.
¿Qué fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de
un individuo medio, incluso mediocre, del siglo XX? Durante veinte años, con la
obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de una opulenta casa de
transportes, que estaba muy evidentemente dotada de una divisa tan precisa como
una ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que
alcanzar de buen grado o por la fuerza. Pero mi padre, o los centenares de
empleados que trabajaban para esa casa, no tenían ninguna posibilidad de
percibir cuáles eran las características de esta finalidad. Todos ellos estaban
relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y
los imperativos, las exigencias y la fatiga del aburrimiento. En pocas
palabras, era como si no hubiera habido ninguna finalidad.
¿Y qué ocurrió? Simplemente esto: un día, a fuerza de
añadir cifras fabulosas, mi padre terminó por obtener un resultado inferior al
cero absoluto. Así ocurrió, por absurdo que pueda parecemos, a nosotros que sin
embargo somos los estibadores del absurdo. La casa quebró, como si toda aquella
pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada sobre arenas
movedizas. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y apenas tuvo el tiempo
justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar la factura de los
enterradores que ya le estaban esperando afuera, con la pala en la mano.
La suya fue lo que en el siglo pasado se llamó una vida
realizada, una vida bien vivida de persona honrada.
Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que
reventaban en las fosas comunes y aquellos que se hacían embalsamar en
gigantescos mausoleos, ¿llegaban realmente a comprender por qué y para qué
habían vivido, trabajado y pensado?
Sí, ¿por qué? ¿para qué?
Nosotros hemos renunciado a hacernos estas preguntas.
Sabemos que no sabemos nada. Simplemente aceptamos.
¿Por qué? ¿Para qué?
¿Por qué el hombre no se hizo nunca estas preguntas antes
de venir al mundo, antes de salir de su larva para representar su papel en este
planeta?
Jacques Sternberg
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