Contra los poetas, Witold Gombrowicz
Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los
pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo,
seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única
Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas
reverencias y con voz altisonante, ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra
del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a
abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear
este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que
despierta en nosotros cualquier
error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de
la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente
ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no
perder la tierra firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi
nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y
falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto
ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me
aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho
tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis
utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad
poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la
poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos,
por ejemplo, en los dramas
de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente
con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los
demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico
llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no
puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo
y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante
de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco
seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la
manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una
particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos...,
ciertos experimentos científicos...
¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no
intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no
lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de
que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la
realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo,
hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con
Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach.
¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera
«Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a
aporrear el instrumento, tras
haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que
estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música
moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo
de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa
estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente
madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el
bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena
gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo
Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con
pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba
frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un
grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento
general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles
detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni
siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo
hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética
y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba?
¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé
qué sutilidades y matices,
para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan
elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había
grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en
realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían
contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles
de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios
se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante
toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se
desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación,
estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han
fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión
atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las
mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve
para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la
poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso
de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de
la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se
parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he
aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos
cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el
tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro
en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes,
sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un
continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos
y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia
arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el
programa, en el sistema, en
la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es
ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya
no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto
esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque
tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte
cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca
deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida,
se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca
deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades
convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi
pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero
nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y
tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener
ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada
entre nosotros y nuestra postura.
Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en
sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o
empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la
cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros.
Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene
que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo
contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa
creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que
podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura
humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el
Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta
justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos
Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra
«arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar
ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el
carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego
expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los
artistas, los poetas son
probablemente los que con más ahínco se postran de
hinojos -rezan más que los otros- , son sacerdotes par excellence y ex professio, y la
Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es
esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan
drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que
el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo,
también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en
el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del
mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de
estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en
realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error
de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación
en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes
de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen,
el hombre que es producto
exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y
más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con
gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no
compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de
avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren
verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es
fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no
buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que
estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que
no son herméticos?
Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no
pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las
casas campesinas pobres.
Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a
los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un
conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh,
no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime
y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado
debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para
rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a
cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida
de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un
autor que defiende
obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo
digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni
por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no
escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o
dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por
la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y
reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista,
de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo
que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente
afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta
si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como
cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no
deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que
gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni
siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente
poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el
canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos
de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de
defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena...
Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a
cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse
cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que
todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a
su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una
expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de
fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no
quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a
él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta,
natural ni directa, sino en una
forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace
tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la
Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y
la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante
él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre
que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree
en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se
ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una
hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual
desde el exterior pudiese
penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de
un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a
los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una
pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun
sabiendo que cantan en el vacío.
Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de
pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero
no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera
contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la
realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A
partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para
fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que
conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer
espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que
hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas
«rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto
frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto
mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El
estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha
provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias»
consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A
medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la
Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más
Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el
verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema
gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores),
por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado
sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos
con cara de ser los
únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar
esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro
hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno
dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la
vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios
únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha
hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de
Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la
«eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que
pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún
modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de
rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra
abstracción. Esta prosa surgió del
mismo espíritu que ilumina a los poetas, e
indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las
personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus
acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben
'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden
honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de
otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran
el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de
Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno
confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los
ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar
a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia
de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se
hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia
desorbitada. Recordemos,
por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de
las asonancias, y el tono en
que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el
destino de la humanidad
dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es
lo que ocurre cuando el espíritu
del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas.
A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de
vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la
orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a
todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte
que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son
nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya
es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos
que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia,
una vanilocuencia pomposa y
tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que
hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante
publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede
escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes
elucubraciones poetizantes.
También es muy grande la ridiculez que acompaña los
recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse
más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en
verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la
Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la
existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde
hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A
pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas
(por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se
puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse
argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no
desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que
escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento
espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social
de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar
desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las
multitudes que asisten a nuestros
recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen
nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados
sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente
quien no quiere ver las cosas como son...
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que
ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que
incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un
recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se
recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima
atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a
las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás.
Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los
caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver
la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las
ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto
con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque
justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más
profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos
entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que
«el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo
hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien
dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una
convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más
fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no
comprendemos..., sino que tratamos de comprender...
Qué superficial es el pensamiento para el cual este
fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo
reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le
parece que con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores
que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos
hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde,
tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra
organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No
será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración
nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero
ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de
nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no
quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido
aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una
situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos
«se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie
está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa,
pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano.
Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores,
entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al
parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte,
igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo
que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este
planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la
realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta.
Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente,
entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas
verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos:
jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante
estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren
una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una
ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos
monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de
Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere
desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con
demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de
nuestra existencia.
Witold Gombrowicz
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