Esfinges suelen ser, Olga Orozco
Una mano, dos manos. Nada más.
Todavía me duelen las manos que me faltan,
esas que se quedaron adheridas a la barca fantasma que me
trajo
y sacuden la costa con golpes de tambor,
con puñados de arena contra el agua de migraciones y
nostalgias.
Son manos transparentes que deslizan el mundo debajo de
mis pies,
que vienen y se van.
Pero estas que prolongan mi espesa anatomía
más allá de cualquier posible hoguera,
un poco más acá de cualquier imposible paraíso,
no son manos que sirvan para entreabrir las sombras,
para quitar los velos y volver a cerrar.
Yo no entiendo estas manos.
Sí, demasiado próximas,
demasiado distantes,
ajenas como mi propio vuelo acorralado adentro de otra
piel,
como el insomnio de alguien que huye inalcanzable por mis
dedos.
A veces las encuentro casi a punto de ocultarme de mí
o de apostar el resto en favor de otro cuerpo,
de otro falso plumaje que conspira con la noche y el sol.
Me inquietan estas manos que juegan al misterio y al
azar.
Cambian mis alimentos por regueros de hormigas,
buscan una sortija en el desierto,
transforman la inocencia en un cuchillo,
perseveran absortas como valvas en la malicia y el error.
Cuando las miro pliegan y despliegan abanicos furtivos,
una visión errante que se pierde entre plumas, entre alas
de saqueo,
mientras ellas se siguen, se persiguen,
crecen hasta cubrir la inmensidad o reducen a polvo el
cuenco de mis días.
Son como dos esfinges que tejen mi condena con la mitad
del crimen,
con la mitad de la misericordia.
¡Y esa expresión de peces atrapados,
de pájaros ansiosos,
de impasibles harpías con que asisten a su propio ritual!
Esta es la ceremonia del contagio y la peste hasta la
idolatría.
Una caricia basta para multiplicar esas semillas negras
que propagan la lepra,
esas fosforescencias que propagan la seda y el ardor,
esos hilos errantes que propagan el naufragio y la sed.
¡Y esa brasa incesante que deslizan de la una a la otra
como un secreto al rojo,
como una llama que quema demasiado!
Me pregunto, me digo
qué trampa están urdiendo desde mi porvenir estas dos
manos.
Y sin embargo son las mismas manos.
Nada más que dos manos extrañamente iguales a dos manos
en su oficio
de manos,
desde el principio hasta el final.
Olga Orozco
de "Museo salvaje" (1974)
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