La soledad del artista, Aldo Pellegrini
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El tema de la soledad del artista no es nuevo, quizás,
hasta esté un poco envejecido, y despida cierto tufo a romanticismo, haciendo
sonreír imperceptiblemente a aquellas personas que han logrado colocarse más
allá de todo. No hay duda de que el romanticismo, al afirmar la existencia del
individuo, actualizó el problema y lo popularizó en cierto modo. Pero la
soledad del artista es tan vieja como el mundo: ¿No fueron solitarios Dante o
Shakespeare?. Habría que decir más bien que la soledad del hombre es tan vieja
como el mundo. Pero hoy, en este estupendo mundo en que vivimos, el problema de
la soledad ha adquirido proporciones gigantescas. Ya no se trata de literatura:
se trata pura y concretamente de soledad, de decantada, cristalina, sólida e
impenetrable soledad.
El fenómeno de la soledad parece inherente al hombre
desde el momento en que se multiplica, y a mi juicio responde a una ley
matemática. A medida que crece el número de hombres que viven en común crece la
soledad de cada uno de ellos en particular. Se trata de una relación
inversamente proporcional: donde hay diez hombres la soledad es mayor que donde
hay tres. Por eso es tan pavorosa la soledad en el mundo moderno.Y podría
decirse que esta relación también depende la distancia: a medida que más juntos
están los hombres, más crece la soledad de cada uno. Mientras menos apiñados
están, las probabilidades de estar solos, son menores. ¿Qué mayor soledad que
la que existe en los departamentos modernos? Cientos de personas viven allí
codo a codo como extraños. El campesino no es, en general un solitario y sí lo
es el hombre de las grandes urbes. Ni siquiera el ermitaño es solitario, es
simplemente un hombre aislado. Soledad y aislamiento son dos cosas
absolutamente distintas y hasta cierto punto opuestas. Y la razón está en que
la soledad es un suplicio de Tántalo: el hombre tiene a los otros hombres
próximos, los mira, los ve, oye sus voces, desea acercarse, pero cuando lo
intenta cae en la cuenta de que lo separa una sólida e impenetrable muralla de
cristal y que las voces que oye sólo son un murmullo, no dicen nada. Y su
hambre de acercamiento crece monstruosamente ante aquellos otros seres que
están tan próximos, casi al alcance de su mano. Ese es el suplicio de Tántalo
de la sociedad moderna y ello explica la diferencia fundamental entre la
soledad y el aislamiento.
¿Por qué razones el artista, que parece destinado a
concitar interés a su alrededor, sólo provoca malestar y alejamiento? Casi
podría decirse que la piedra de toque del verdadero artista estaría dada por la
rapidez con que el hombre normal le hace el vacío. Aunque el artista trate de
pasar inadvertido suscita inmediatamente la desconfianza de ese hombre normal,
desconfianza que rápidamente toma caracteres de la malevolencia y el rencor.
En el panorama general de la incomunicación social, al
artista le toca la parte del león. Lo que podría llamarse su convivencia con el
ambiente es mala, directamente desastrosa. En ese ambiente creado para el
hombre común, todos son indulgentes entre sí, todo se lo perdonan mutuamente,
todo se lo justifican, pero lo que no justifican de ningún modo es al artista.
Este es una presencia perturbadora: para el hombre normal es el individuo de
los excesos. Es cierto, el artista es el hombre de los curiosos excesos, de los
exasperantes excesos, porque en él se dan simultáneamente y en toda su demasía
los estados opuestos: el exceso de silencio junto con el exceso de expresión,
el exceso de generosidad con el exceso de egoísmo, el exceso de altivez con el
exceso de humildad, el exceso de seguridad con el exceso de desamparo, el
exceso de pasión con el exceso de renunciación, el exceso de amor con el exceso
de desamor. Para el hombre normal ese tipo de exceso constituye la marca del
desorden, para el artista significa la señal de un vivir humano en plenitud.
Sin lugar a dudas el hombre medio no es capaz de ningún tipo de exceso, todo lo
vive en muy reducida escala; así vive sumergido en una abyección descolorida (
y por eso mismo doblemente abyecta) sustituye la generosidad por el trueque de
favores ( y así logra suprimir aparentemente el egoísmo), sustituye la altivez,
que es áspera e hiriente, por la vanidad, que es roma y chata; sustituye la
pasión por la avidez y la codicia, y como es incapaz de amor, desconoce el desamor,
con lo que el lugar que corresponde a ellos queda mondo y vacío para llenarlo
con lo que menos le disgusta, desde un vínculo matrimonial, hasta el té de las
cinco, desde los “amigos” de café, hasta las cenas de homenaje. Todos estos
sentimientos descoloridos están servidos con la más exquisita pulcritud, de
modo tal que adquieren todo el aspecto de virtudes, de virtudes también
descoloridas; porque hay una sola virtud verdadera: la grandeza de alma, y esta
sí la posee el artista auténtico. Pero no hay que ser totalmente injustos con
el hombre normal: es capaz de sentimientos intensos, pero sólo en una
dirección: es muy propenso al exceso de odio y resentimiento, entiéndase bien
que llamo hombre normal no a la gran masa de humildes, oprimidos y descastados,
sino a aquellos que tienen una participación activa en la conducción de la
sociedad, a aquellos que forman la opinión e imponen normas.
Esta desmesura en los sentimientos coloca al poeta, como
al criminal, fuera de la ley. Se lo acusa de locura o estupidez. Es el idiota
que no comprende la vida: la vida que para el común de los hombres significa
desgarrarse las carnes a dentelladas para conquistar el dinero con miras a
obtener el poder, o para conquistar el poder con miras a obtener dinero. El
artista pregona una riqueza inútil, la riqueza del espíritu. Busca en la vida
un sentido que no es el de la vida práctica. Se convierte a su vez en testigo
acusador de la realidad trivial, de la existencia sin sentido. El artista
ofrece un mundo de valores distintos, los valores que surgen del vivir con
autenticidad. El artista afirma su ser, y al afirmarlo, solo conquista la
soledad, en un mundo de hombres que tienden a aniquilar su ser, disolviéndose
en la masa, en grupo-masa que responden sólo a rótulos vacíos. El hombre común
rehuye el problema de la soledad adoptando la vida vegetativa de las amebas;
vive muerto.
En esta actitud de distanciamiento con su medio, el
artista llega a una situación tal de desamparo en que se ve obligado a decir
como Pessoa: “Nada me une a nada”.
Tal es la posición del artista en el área del hombre
común. Pero se dirá: tiene a sus hermanos de sangre, los otros artistas. Nadie
podrá describir en forma aproximada la intensidad de sentimientos que abarcan
el odio, el resentimiento, la envidia, la indiferencia, abundantemente
condimentados por la intriga, la calumnia, la deslealtad, la vileza, el
despecho, la degradación, el saqueo, la estafa, que esos llamados “hermanos de
sangre” tienen hacia un artista auténtico. En este caso especial suele
despertar de un modo prodigioso la “imaginación” de estos “hermanos de sangre”,
y entonces realizan una verdadera multiplicación de los pecados capitales, que
como milagro no queda a la zaga de la multiplicación de los panes. Por eso el
artista está todavía más solo entre los falsos artistas. Estos últimos forman
una multitud desesperada en busca del éxito: se patean, se codean, se empujan,
pero en definitiva se unen y se apoyan para defenderse del artista auténtico,
porque ellos también tienen derecho a la vida. Y por ese derecho a la vida
lanzan baratijas para consumo de los idiotas: cantidades innumerables de
cuadros, poemas, novelas, teatro, que llegan por montañas, por toneladas, en
medio de un alboroto de aplausos, exclamaciones, admiradoras radiantes de
felicidad que se levantan las faldas para ofrecer su único don; y el éxito, la
fama, los altavoces, los titulares, los afiches; los espectadores y los
lectores mueren de un placer exquisito, y resucitan y vuelven a morir; las
adolescentes agonizan en brazos de sus madres, ¡oh agonía del goce! Agobiado
por tanto placer entran ganas de pedir: ¡Por favor sólo un segundo de respiro!
Pero no: la inmersión, la asfixia en un torrente de deleites intelectuales, y
nuevas toneladas de libros, de cuadros, hasta ya no poder más. Y entonces llega
la industrialización de tan suculentos artículos de “goce”, con su cohorte de
editores, productores, marchands, críticos, vendedores, promotores, sus
investigadores de mercado, y la publicidad, la enorme, seductora y alucinante
publicidad, que lleva de la mano al hipnotizado consumidor hasta esas
quintaesencias del placer. Y entre los mercaderes del éxito y especuladores de
la falsificación, el artista está solo; no, no está solo: lo empujan, lo
patean, lo sacuden, lo chocan, lo derriban, en su desesperada carrera, aquellos
que acuden sofocados a la distribución de premios, medallas, honores, pañuelos
de seda, todo en un escenario sembrado de ramos de flores delicadamente
envueltas en celofán, que rápidamente se vuelven malolientes, y de vaginas que
aspiran a compartir la fama (el delicioso gusto amargo de la fama); y algo más
allá la madre grita: “¡Oh, tengo un hijo genial!”, y el padre es tan dichoso
que sólo le queda la salida del suicidio, y naturalmente se suicida, porque no
hay nada como la procreación para crear un desmesurado sentimiento de culpa.
Después de esa gran aventura sólo quedan pequeños plagios y algunos jirones de
retórica. ¿Y acaso no basta? ¿No queda también después del amor, del más grande
amor, un poco de ceniza?
Pero volviendo a un terreno menos agitado, nos
encontramos con el solitario que ha sido escupido, vejado y derribado, y su
cabeza minuciosamente pisoteada, porque hay que decir la verdad, lo han
reconocido y lo han apartado de modo harto eficiente. De todo este
acontecimiento, el solitario sólo conserva una gran fatiga y un sueño, un
inmenso sueño. ¿Qué ha pasado? El solitario no comprende nada. ¿Acaso su vida
difiere de los otros? ¿No come, bebe, se emborracha, fornica, fuma, juega a los
naipes, sufre de gripe y de cólicos, cruza calles, se fractura, se baña en
sudor, se baña en agua, toma vitaminas, purgantes etc? La misma jornada de
todos. Pero su tiempo es otro; su tiempo de minutos infinitos, distintos,
densos o fugaces, dilatados o sobrios, hórridos o resplandecientes, o
hirientes, espinosos, cálidos. En todos esos minutos hay una partícula de un
ingrediente secreto: una partícula de eternidad.
Es la gratuidad del arte, su absoluta inutilidad lo que
constituye una afrenta para la mente común. Pero en esa inutilidad reside
precisamente su importancia. Es tan inútil como el amor. Y el argumento de que
no sirve para los fines prácticos de la vida, no queda sino rebatirlo con la
aclaración de que no sirve para vivir, justamente porque es la vida misma. Arte
y vida son términos ligados. El arte es un modo de manifestarse la vida, sin el
cual queda mutilada. Pero ni lerdo ni perezoso, el hombre común ha sabido
convertir el arte en mercadería, en valor cotizable en el mercado; le dio un
precio a la inutilidad. Y al mismo tiempo que le daba un precio lo pervertía.
Los mercaderes de obras de arte, los productores de libros: ¿en qué medida
promueven la labor del artista? ¿En qué sutil medida, acaso, no van carcomiendo
el espíritu del artista, no lo despojan de su autenticidad?Hay otro motivo para
la soledad. El artista penetra en las comarcas inexploradas, en esa selva
virgen del espíritu donde habitan los más terribles engendros del terror y de
la angustia. Es la zona de todos los riesgos. Allí nadie lo acompaña. Está solo
con su delirante empeño de penetrar en lo más profundo, en lo más denso, en
alcanzar lo más distante, lo inalcanzable. Así penetra en la comarca del amor
hasta su último límite para descubrir su apasionante misterio., allí donde el
placer físico y la unción religiosa se encuentran, allí donde se produce la
metamorfosis de la carne en espíritu, allí donde el amor aparece como principio
y fundamento de todas las cosas, y la ley única que preside a todos los
movimientos posibles.
Esta exploración por territorios nunca transitados es la
que rehuye el hombre común. El artista es un exiliado más allá de las fronteras
de una vida social. Ya no se trata de ser pisoteado, se trata de algo más
grave: nadie lo acompaña. Pero el artista no tiene vocación de soledad, todo lo
contrario: tiene la vocación del amor, y ese amor se vuelca hacia el universo
entero, y en primer término hacia los otros hombres, hacia todos los hombres.
No ve en ellos maldad, sino simplemente desamparo. Los ve más terriblemente solitarios
que él mismo, en medio de su bullicio y de su simulada alegría, y los ve más
solitarios porque ignoran serlo, con lo que su soledad no tiene salida, creando
esa angustia y ese malestar que desemboca en la agresividad y en el odio. Ama a
los hombres, y para ellos es su mensaje, no para sí mismo, nunca para sí mismo;
pero los hombres lo rechazan, porque quieren ignorarlo todo, porque tienen
miedo al pánico de una revelación que los dejara tocando la nada con dedos que
tiemblan.
Siempre hablo del arte en función de su contenido
poético, y este contenido es el que impulsa al artista hasta el último límite.
Lo poético es esa mano que no tiembla y atraviesa el plomo. La poesía
desintegra lo compacto, tiene el ácido irresistible que corroe las convenciones,
que pone en evidencia la fragilidad de lo falso. La poesía es la máquina
infernal que hace explosión en medio del letargo de un mundo sin sentido.
Porque la poesía no tiene por objeto la búsqueda de una belleza serena y
estática, sólo tiene por objeto la creación de esa máquina explosiva, la
máquina que pretende arrancar al hombre de su letargo. Un verdadero poema debe
transformar al lector que lo comprenda. Después de entrar en contacto con el
poema, ese lector ya no será el mismo hombre.
El artista no se representa a sí mismo en su obra, sino
al hombre en sí, a todo hombre. El pronombre que usa no es yo, sino nosotros.
Representa al hombre cabal que hay en el interior de cada uno de nosotros,
aunque lo neguemos; representa la rebelión de ese hombre sumergido en un mundo
de mentiras, en el que se predica la libertad para ofrecer la esclavitud, en el
que se predica el amor para ofrecer el odio.
Por eso la poesía tiene que ser extraña, difícil e
hiriente. Pero por sobre todo tiene que ser inmaculada. ¡Qué ninguna mano sucia
se pose sobre ella! Ninguna mano sucia, entiéndase bien. Puede soportar la
risa, la sorna, el más estúpido gesto de incomprensión, pero ni el más mínimo
contacto con una mano sucia. Y es una misión fundamental en el poeta mantener
alejada su obra de esa mano, llámese el que la lleve crítico, poeta, amigo o
transeúnte.
Sobre el mundo de la simetría y el orden el artista
construye el magnífico imperio del desorden. Y hay desorden hasta en la obra de
Mondrian, pues, ¿qué otra cosa sino desorden puede provocar una obra que aparta
al hombre de la rutina cotidiana para lanzarlo a un universo de claridad y
pureza indescriptibles? Ese imperio del desorden es un imperio de libertad, por
eso todos los buscadores de un “nuevo orden” son promotores de esclavitud. En
realidad, el artista va a la conquista de ese estado superior del hombre en el
que las palabras orden y desorden no tiene sentido. Pero la conquista de ese
estado humano más alto no se logra sin dolor. En ese sentido, el arte es una
experiencia de vida de una intensidad sin precedentes para el hombre medio, es
la vida colocada a un grado de alta tensión. No se puede compartir ese estado,
y el artista sufre el aislamiento con que se prescribe a los enfermos
contagiosos.
El problema de la soledad es el problema esencial del
hombre, y está ligado al problema de la incomunicación, que se ha constituido
en el gran tema de nuestro tiempo: toda la literatura y el arte moderno están
cargados de él. En cuanto al hombre común, decide ignorarlo y se aferra a los
medios de información masiva que en gran escala ha lanzado la técnica moderna y
que constituyen en realidad falsos medios de comunicación. El resultado es una
soledad cada vez mayor del hombre, adherido a los periódicos, la
radiotelefonía, o la televisión, como un apéndice vacío de humanidad. Pero la
gran humorada, el terrible sarcasmo, es que aquellos falsos artistas, que por
razones de insensibilidad no sienten ni pueden sentir la angustia de la
soledad, la pregonan con gran altisonancia en sus versos, en sus prosas o en
sus cuadros, que son todos productos de la cocina bastarda con la que se
desfigura un problema que el artista siente y expone como arquetipo del hombre
auténtico. Y el asunto ha llegado a un grado tal de mistificación que es el momento
oportuno para decir: ¡Basta ya de soledad!
Aldo Pellegrini
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