EL
EJECUTOR
Suena
el timbre y simultáneamente sube por la escalera un cacareo asustado.
Desciendo, y al abrir la puerta de calle veo una bolsa de arpillera, la mano
que la sostiene y por último una cara satisfecha. Un hombre al que días atrás
redactara una carta para él imposible, me trae una gallina “criada de campo”,
como sabe que le gustan a mi esposa. El patio de mi casa, un cuadrilátero
embaldosado sin otra tierra que la de las macetas, no resulta propicio para que
el animal viva suelto la antesala de su muerte. Y en tanto suspendo a las
gallinas por las patas atadas, llego a la conclusión de que lo peor será dejar
transcurrir el tiempo y de que el único ejecutor disponible soy yo. Mi esposa y
mi hija duermen aún –si bien avanzada la mañana del domingo- y el más leve
sufrimiento de un animal las conmueve hasta las lágrimas.
A salvo
de testigos indiscretos, tomo a la prisionera por el pescuezo y acciono
circularmente mi mano inexperta como dando manija a un automóvil rígido. Los
cacareos estrellan sus petardos trémulos en mis tímpanos y decrecen luego hasta
extinguirse en un silencio crispado que calma la atmósfera invernal. Cumplida
la fúnebre faena, acuesto a mi víctima sobre la bolsa de arpillera que me
impresiona como una caída capucha de verdugo. El plumaje encrespado se extiende
sobre el cuerpo inerte a la manera de esas fundas piadosas con que la policía
suele arropar a los cadáveres. Respiro hondamente. Pero descubro, desolado, que
la gallina tiene los ojos abiertos y que hay vida en ellos. Es más, me miran, opacos,
terribles. Permanezco irresoluto, como parado en un camino de cornisa, con la
gallina a mis pies, infausto trofeo. Me faltan fuerzas para rematarla. Nunca he
dañado a un animal, grande o pequeño. Tal vez algún vecino querría auxiliarme.
Pero, ¿cómo presentarme a él con mi pedido irrisorio? Sería la comidilla del
barrio. Acorralado, me resuelvo. Revoleo nuevamente el cuerpo tibio y convulso.
La gallina se resiste a morir. Sus ojos no se cierran. El pescuezo quema mi
mano como una llaga.
Sintiéndome
observado, vuelvo la cabeza; en el vano de la puerta de la cocina, que da al
patio de mi hazaña, infantil y somnolienta, con un breve temblor que quiero
atribuir a sus pies descalzos, se dibuja mi hija. ¿Qué habrá alcanzado a ver?
Sé que nunca olvidaré la forma en la que me está mirando.
Osvaldo
Guevara
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