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14 de marzo de 2018

Partir es morir un poco, Jacques Sternberg

Fotografía: Suculentas en mi jardin




Partir es morir un poco, Jacques Sternberg

14 de marzo

No me he movido desde hace un cuarto de hora.
Podría creer que mi carne se ha convertido en una nueva materia y que mi cuerpo se ha soldado al muro que parece chuparme con su mugre y todas sus cicatrices gangrenadas.
Mis ojos no se han movido desde hace un cuarto de hora. Petrificado en una única visión, como fascinado por su absoluta falta de interés, miro la gran mancha de humedad que devora uno de los ángulos de mi celda. En tres semanas de encierro he visto a esta mancha cambiar de forma todos los días. Pero esta mañana no he tratado ni siquiera de saber el fantasma de qué objeto me sugerían sus contornos. La miro simplemente. Sintiendo quizás en forma vaga la armonía secreta que liga mis pensamientos al color turbio de la mancha. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Estoy pensando en realidad? ¿Entonces lo que acabo de saber autoriza a un pensamiento lógico, a una red de pensamientos? ¿Es posible traducir en deducciones lo que a pesar de todo se han negado a traducir en palabras, por otra parte muy simple? ¿Se puede hacer entrar una botella de un litro en un litro de agua?
Hace tres semanas que espero al hombre que entró esta mañana en mi celda.
Pues, desde el momento en que fui condenado a muerte, espero con cierto disgusto al hombre que debe anunciarme que me han acordado el derecho de vivir. Vino esta mañana. Pronunció las palabras que yo preveía.
-Ha sido usted indultado.
-Sabe usted bien que no tengo ganas de vivir -le respondí
-No vivirá -me dijo.
Vaciló un instante antes de explicarme por qué. Parecía un poco ebrio, como sobrepasado por la situación. Tenía por qué, en verdad.
-Usted no será ejecutado, pero no vivirá. La ejecución debía tener lugar el 18 de abril, al alba. Pero en esa fecha no habrá nadie para proceder a una ejecución.
-¿Nadie?
-Así es.
En ese momento, él me reveló los hechos. Ya no más gente, ya no más mundo, además. La tierra está, en efecto, condenada a muerte. Como yo. Más que yo. El 4 de abril a las diez de la mañana, en el lugar del mundo no habrá más nada. Nada más que un vacío como cualquier otro. ¿El infinito puede pasársela sin la tierra? Así parece. Sin duda ni siquiera notará este incidente privado de consecuencias en el absoluto. Un mundo de más o de menos, ¿qué importancia tiene?
-Extraño -agregó el hombre-, usted ha recibido su indulto, pero de cualquier manera morirá. Y quince días antes de la fecha normal de ejecución.
Salió enseguida, ligeramente agobiado, no mucho. Se podría jurar que había visto otros como yo. Que había tenido una jornada agotadora, que se resentía por ello y enfrentaba sin placer el día de mañana. Casi el último. Para él, para mí, para todo el mundo.
-Así es -dijo antes de volver a cerrar la puerta-. Usted morirá de cualquier modo. Pero si eso puede consolarlo, no estará solo. Todos estamos condenados a muerte. Todos, porque hemos cometido el único delito de nacer. Desde ahora, somos miles los que esperamos, encerrados en nuestro cuerpo, como en una celda sin salida, una ejecución capital que debe tener lugar en una fecha exacta, irrevocablemente. Y esta vez la ejecución no sólo es general sino que no contiene ningún elemento de esperanza: nadie será indultado a último momento. Las paredes tienen oídos para escuchar nuestras quejas, el acontecimiento no.
El fin de este mundo que armó tanto escándalo en el universo, ¿será ruidoso?
Morir de cualquier modo…
¿Cómo creerlo? ¿Cómo creer en la muerte un segundo después de haber escapado de la muerte por milagro? ¿Entonces existía otra muerte más allá de la que los hombres me habían reservado? Un cambio, eso era lo que venían a proponerme, un simple cambio.
¿Pero cómo admitir que en este mundo donde el malestar de unos había constituido siempre el bienestar de otros, vayamos a tener todos la misma suerte en el mismo segundo? No es posible. Los hombres fueron concebidos para interpretar papeles de verdugos y víctimas, no para ser todos víctimas de una deflagración abstracta. Sólo los hombres son peligrosos, sólo ellos acostumbran atar a sus víctimas para entregarlas a la muerte con los pies y los puños ligados. La naturaleza tiene que ser menos cruel. Siempre deja una posibilidad. La Tierra es vasta, uno siempre puede huir, ocultarse en alguna parte, salvar el pellejo. Los peores cataclismos nunca dieron cuenta de todos los seres vivientes. Sólo el hombre tiene ese poder. Porque él piensa, porque sabe apuntar y masacrar con la única intención de matar sobre seguro.
Escapé de los hombres. Eso es lo esencial. Han renunciado a darme muerte cuando mi fosa ya estaba abierta. Soy un superviviente. Escaparé a la naturaleza, no puede ser de otro modo. Aún si no hubiera más que un superviviente, yo seré ese superviviente.
Y cuando la Tierra sea sólo cenizas, cuando los hombres sean sólo polvo, cuando la nada haya encontrado al fin su definición práctica y sólo yo vea ese espectáculo, entonces podré sonreír y darme el lujo de morir de un mal resfrío. Pero más tarde, un poco después.
Morir de cualquier manera… Entonces es cierto que, aun después de haber escapado a mi ejecución, aun si escapo a la muerte que nos ha dado cita para el 4 de abril, moriré de cualquier modo.
De uno u otro modo… En ese caso, ¿para qué?

17 de marzo

Moriré como los demás. El 4 de abril. Todo el mundo pasará por ese día, ahora lo sé.
Me han explicado que el acontecimiento del 4 de abril tendrá la fuerza suficiente para aniquilar a un planeta que, sin embargo, dio en el pasado buenas pruebas de su vitalidad. Pero el espacio tiende una emboscada a la Tierra y todas las bombas no bastarían para detener lo que se viene.
¿Cómo, más allá de esos muros que son desde siempre los de alguna antecámara de la muerte, aceptan los hombres su suerte? ¿Quizá se los acusa, uno tras otro, de algún delito ficticio y se los condena de prisa, pero oficialmente, a muerte, con el fin de hacerles creer en una lógica de su destino? ¿Cómo admitirán las estrellas de la pantalla que los fuegos de su gloria van a extinguirse junto con sus agentes de publicidad; los hombres de negocios, que ya no habrá mundo que sostenga sus cheques y sus empresas; los propietarios que el infinito abre ya sus fauces para tragar en un segundo todas las propiedades de este mundo al mismo tiempo que algunos siglos de Historia, una tonelada de gramática, montones de geografía, y otras diversas instituciones? El Hombre que se sentía otro tras el volante de un automóvil o ante una cuenta bancaria ¿va a comprender al fin que no es si siquiera el hijo del polvo y que sólo la muerte es el centro de su verdad?
Durante algunos instantes, el acontecimiento me desvela, no tanto por su horror, bastante evidente, sino por su deslumbrante potencial humorístico. ¿Por qué no imaginar que se trata simplemente de una farsa galáctica? Se permitió que el hombre se divirtiera con sus juguetes durante algunos siglos, se le dio la oportunidad de asombrarse a sí mismo creando sin cesar nuevos juguetes antes de concederse el título de rey del universo; luego, de repente, decidieron quitarle todo, su vida, su decorado y sus juguetes. ¡Broma genial! No podían reservar una jugada más divertida al hombre, que vacilaba a veces de generación en generación antes de desembarazarse de los múltiples horrores adquiridos: y ahora le tiran todo su mundo al cesto de basura sin siquiera pedirle opinión. El hombre, ese propietario de tan blanda sonrisa, iba a comprender al fin que no era más que un inquilino de su mundo. Y que no tenía arriendo ni defensa. Nada. Ni siquiera su vida.

19 de marzo

Realmente pasa algo.
Aunque la vida apenas si se infiltra a través de los muros de esta prisión, se adivinan sin embargo ciertas fluctuaciones que sugieren un acontecimiento histórico.
Por ejemplo, esta mañana, anuncian que todos los detenidos serán liberados en el día de hoy, a excepción de los condenados a muerte o a cadena perpetua. El mundo se derrumba, los principios permanecen, según veo. Incluso, al borde del abismo guardan el sentido de los valores y la jerarquía. Eso sin hablar de la lógica. Porque es evidente que sería pernicioso y poco moral dejar correr a los homicidas en libertad mientras que el mundo entero será asesinado en masa dentro de unos días. Hasta su último suspiro el hombre habrá probado su maravilloso sentido de la seriedad. Imagino además que esta decisión fue tomada con toda solemnidad por un comité de severos ancianos, que ha sido ratificada por decreto después de algunos días y que acaba de aparecer en el Diario Oficial. Ya, era ridículo imaginar al hombre devorado por sus tareas burlescas cuando se mantenía en equilibrio sobre una bola de fuego, ¿pero cómo llegar a imaginar siempre devorado por las mismas tareas cuando esa bola está a punto de desintegrarse? Decididamente el hombre siempre sobrepasará sus propios límites. Se habrá hecho digno de sí mismo, y sobre la tumba del Hombre Desconocido podrán inscribir como epitafio que cumplió con su Deber hasta el fin. Y con qué respeto por sí mismo.
Dicho esto, dado que me condenan a quedar encerrado, me mantienen siempre con la misma puntualidad. Todo el mundo a su trabajo, las jornadas comienzan siempre a las 9 en punto, ésas deben ser las consignas. Los menús, no obstante, son un poco menos copiosos desde que me indultaron. Sin duda, tengo derecho a menos consideraciones, ya que no seré una excepción, sino un cadáver como todos los demás.
También compruebo asombrado que me suprimieron el vino. ¿Qué pensar? ¿Que hacen economías cuando a pesar de todo van a morir dejando tras ellos un mundo enteramente amueblado y sobrecargado de los más diversos productos? Todo esto es muy desconcertante. Sin embargo, es muy tarde para dejarse desconcertar.

20 de marzo

Un acontecimiento se encadena a otro.
Dicen que el mundo entero espera una comunicación de la más alta importancia. En efecto, los sabios del mundo entero están conferenciando desde hace una semana y habrían tomado una decisión que amenaza con trastornar la historia del mundo.
La humanidad espera. Yo también. Pero no tengo suerte: una vez que realmente pasa algo, y no estoy en la onda. Es injusto. Sin embargo, deberían darse cuenta de que a partir de mi nacimiento aún no ha pasado nada en mi vida.
Evidentemente, el hecho de estar excluido me da cierta distancia. Por un único instante, no me siento capaz de participar de la nerviosidad general que debe enfebrecer al mundo, ya sea la nerviosidad del pánico o de la esperanza. Sin embargo es una pena que no me hayan concedido la autorización de vivir de cerca esta notable epopeya, y de participar como ser humano en este drama humano. Me gustaría tanto ver cómo dan vuelta una página de la historia. Sobre todo cuando se trata de una página que amenaza con quedar virgen. Infinitamente virgen. Como el vacío. Como el siempre de lo sin límites y sin fronteras que encierra el vacío.
Duermo mucho actualmente. Me entreno en ser muerto. Es muy fácil. Es lo que la muerte tiene de inquietante: su simplicidad; y hemos pasado tantos años inútiles aprendiendo truquitos sabios, tan tontos, tan tontos.
He pensado también que tengo buena suerte. Millones de personas podrían envidiarme actualmente: sin pena y sin ningún deseo de vivir. Además, hace mucho tiempo que estoy preparado para morir este año. De la misma manera hace mucho que liquidé todo lo que constituyó el decorado y el centro de interés de mi vida. Incluso maté con mis propias manos al único ser al que me sentía unido. Mi suerte es verdaderamente envidiable.
¿Que pasará? ¿Habrán hallado por casualidad el medio de desbaratar las intenciones del acontecimiento previsto en el programa? ¿Qué piensan hacer? ¿Atraparlo al vuelo, con red, con un cometa? ¿Y ocultarlo? ¿Pero dónde? ¿A menos que supongamos que por el contrario van a lanzar la Tierra a lo largo del espacio, lejos de los remolinos del acontecimiento? ¿O quizá las autoridades científicas van a anunciar, más sencillamente, que hubo un error y que no pasará absolutamente nada?
Preguntas que ya no me conciernen. Si el acontecimiento, por una u otra razón, no llega a estallar nunca, sin duda me harán comprender que mi ejecución capital está siempre a mi entera disposición. Si el señor tiene a bien tomarse la molestia de ponerse de pie y vivir su muerte…

21 de marzo

Hacía mucho que la historia no se veía recompensada con una sorpresa tan sensacional. El hombre es un verdadero apasionado del golpe teatral. El peligro le ha dado alas, genio, energía. En efecto, las radios del mundo entero anunciaron ayer a la tarde que, estando la Tierra irremediablemente condenada, los hombres dejarán su planeta para ir a otros lugares. Destino Supervivencia, Operación Milagro, partida fijada para el 2 de abril. La fecha del primero de abril ha sido evitada por escaso margen, con razón.
Desde esta mañana, las fábricas del mundo entero construyen cohetes. Habrá cohetes para todo el mundo. Incluso para los perros y los canarios. Cada persona tendrá derecho a una sobrecarga de 3 kg. de equipaje. Toda actividad comercial, industrial o intelectual se detiene oficialmente en el día de la fecha y la partida general se convierte en la única obsesión de todo el mundo.
Esas revelaciones me sirven de lección. Había subestimado las facultades creativas del cerebro humano. Había olvidado que ese mismo cerebro puede crear los laberintos burocráticos más estrafalarios y las relojerías más complejas. Y del mismo modo que puede resolver los teoremas contenidos en las contribuciones directas, puede también, cuando es necesario, hacer juegos malabares con las ecuaciones de las grandes imposibilidades. Acaba de probarlo. ¿Cómo imaginar que se trata del mismo cerebro? Poco importa, de todas maneras: pensó, ergo vivirá. Sólo me resta desear buen viaje a los habitantes de este planeta. Si son lúcidos, pueden partir sin pena. Este planeta no valía en absoluto la publicidad que le habían hecho. Su color verde era más bien de gusto dudoso, sus paisajes no tenían nada particularmente excepcional, su cielo era feo cuando estaba claro, triste cuando estaba lluvioso, y su clima dejaba mucho que desear. Sin duda encontrarán en otra parte un mundo más satisfactorio. Es cierto que los hombres se las arreglarán para arruinar en poco plazo a los mejores. Pueden huir de su mundo natal, entendámonos, pero nunca abandonarán su verdadera patria: la demencia y el mal gusto. Aun si se van más allá del sol de este mundo.


25 de marzo

Recibí la visita oficial de una delegación de desconocidos cuya dignidad no podía ser puesta en duda. Con voz de abogado, uno de los desconocidos declaró que, como a todo habitante de este mundo, me sería acordado el derecho de partir con los cohetes, el 2 de abril. Los gobiernos habían decidido ofrecer a todos, incluso a los condenados a muerte, la oportunidad de sobrevivir y escapar el acontecimiento que engullirá a la Tierra. No se había previsto ninguna excepción. Los hechos siguieron a las palabras. Con gesto de ujier, un funcionario me entregó con cierto sentido de lo ceremonioso un sobre que contenía mi pasaje de partida y una circular con las instrucciones a seguir.
Un poco asombrado, agradecí a todo el mundo.
Vamos de sorpresa en sorpresa. En pocas días, heme aquí, presenciando más situaciones asombrosas de las que haya tenido durante toda mi vida. ¿De homicidas que eran, los gobiernos se han vuelto humanitarios? El mundo decide cambiar. Falta saber si no es demasiado tarde. Se pone de rodillas, se apiada, hace caridad derramando indulgencias. Al menos si morimos, nadie irá al infierno. La redención dirige al mundo. Y la ascensión, por supuesto.
En cambio, aunque candidato a la partida, no seré puesto en libertad hasta último momento. La víspera de la partida, para ser más exactos.
-Usted comprenderá que teniendo en cuenta su pasado… -me explicaron.
Comprendí fácilmente, por supuesto.
Me hubiera gustado mucho hablarles, no de mi pasado, sino del porvenir de ellos, mas no tuve ocasión de hacerlo. Tenían que visitar a otros condenados.
-Le deseo buena suerte -me dijo uno de los funcionarios.
Le deseé lo mismo. Total, entre hermanos, ¿verdad?
Después de que salieron me asombró no haberles oído entonar un cántico.
Mi boleto de partida es verdoso, marcado con sellos, afiligrano, ilustrado y se parece mucho a un cheque. Siempre esa obsesión por ser bancario, en consecuencia solemne. ¿Hasta qué estación del espacio vamos con este billete? No está indicado. Pero no hay que preguntar demasiado, ya que el viaje es gratuito. Eso también parece casi increíble. ¡Varios millones de kilómetros a costa de la humanidad! Cuando uno piensa lo que costaba el kilómetro la semana pasada. El boleto menciona igualmente a qué zona debo dirigirme el 2 de abril y, por medio de una ingeniosa red de números y letras, da indicaciones precisas sobre el camino a seguir para alcanzar el cohete que me asignaron.
Camino que, por otra parte, no seguiré, ya que nunca tuve la intención de partir. ¿Por qué? ¡Ah! sí, ¿por qué?
Digamos que tengo vértigos o que la altura me descompone y no hablemos más del asunto.
Hay que aclarar que el rechazo a partir ha sido previsto. En semejante caso, dice la circular, es necesario devolver el billete sin demora a las autoridades. Así será. Sin demora, efectivamente. Ni siquiera quiero apostar la cuestión a cara o cruz.
¿Qué hacer ahora que todo está decidido, reglamentado? En verdad ya no me queda nada por ordenar en mi vida. No tengo que enfrentar el menor problema. Todo se reduce a lo esencial, es decir a nada. Sin duda voy a aburrirme en estos últimos días. Aunque estoy acostumbrado. Desde que me encarcelaron, compruebo que no me aburro mucho más que lo que me aburría asumiendo diversos empleos. Al menos aquí puedo adormecerme en mi indolencia sin tener que poner cara de que cumplo con mis obligaciones.

28 de marzo

Ya no pasa nada.
Pero veré de cerca el fin del mundo. Me han anticipado, en efecto, que aun si no deseo disfrutar de mi billete de partida, me liberarán, a pesar de todo, la víspera del éxodo general. El primero de abril, por lo tanto. Estoy feliz de saber que este importante incidente cae un primero de abril.

1º de abril

Aquí estoy, libre,
En regla, con plena conciencia. Es extraño pensar que cumplí con mi deuda ante la sociedad: un mes de detención por haber cometido un asesinato. No es caro.
O sea que me quedan cuatro días de vida. Y dentro de dos días tendré todo un mundo por compartir con los pocos habitantes que, como yo, se nieguen a irse. Parece que no habrá muchos. Incluso los ancianos quieren irse, huir, escapar. Los arruinados, los impotentes y los paralíticos también. Vivir. No se piensa más que en eso. Nunca conoció la fe en la vida un auge tal. Todas las miradas giran al mismo tiempo hacia el cielo. Detalle desalentador: está nublado desde hace una semana. La religión ha forjado nuevas consignas y, embanderada en su eterna liturgia, receta. Las iglesias rechazan el mundo y el agua bendita corre a borbotones. El Papa habla al mundo todos los días, sus delegados todas las horas, y cada hombre siente tal temor del silencio que se pega día y noche a los innumerables hilos eléctricos de la radio o la televisión. Por más vivos que se encuentren, me parece que hacen en verdad demasiado ruido. Esto sin contar el estruendo de acero de los innumerables camiones que pasan por las calles de la ciudad, transportando todo un mundo de piezas sueltas hacia los cohetes erguidos, hieráticos, en la campiña de los alrededores.
He ido a verlos por curiosidad. Había centenares, clavados al suelo como gigantescas estacas metálicas, apuntando al cielo, amenazantes, mudos, recreando un decorado similar a un singular huerto de catedral. Su número, su altura, su densidad, todo impresiona y fija literalmente la mirada en el fondo de las pupilas. Hay que felicitar a los técnicos. Celeridad de ejecución, perfección de la empresa, terminación del trabajo, armonía de las líneas; pusieron todos los triunfos en su juego. No sé dónde encallarán estos cohetes, no sé incluso si los seres vivientes soportarán este viaje, pero al ver este material uno confía y está dispuesto a creer que llegará lejos.
De todos modos estas máquinas decoran agradablemente la campiña particularmente desagradable de esta región y se podría lamentar incluso que Dios no haya creído necesario utilizar el cohete como elemento de una naturaleza que, como suele decirse, deja bastante que desear.
He vuelto favorablemente impresionado. Haber llegado a transformar en pocos días un sueño de muchos siglos en una realidad es una proeza que marcaría una fecha en la Historia de la Tierra si no fuese justamente que la Historia se detiene en esa fecha. A pique. ¿Sobre qué vacío? ¿Tendrá la Historia ocasión de decirlo?
No menos impresionante es el rigor concentracionario con que se lleva a cabo la evacuación de la capital. Pues los habitantes dejan la ciudad esta tarde para encerrarse en los cohetes antes de medianoche. La partida se hará mañana, al amanecer. Siempre se parte al amanecer, para el cadalso, para el infinito. En las rutas barridas por hordas de vehículos que parecen moverse como enormes aspiradoras, ningún pánico, ningún desorden. Los altoparlantes instalados por todas partes aúllan himnos marciales entrecortados por órdenes lacónicas. Ahogando sus temores secretos, atiborrados de esperanza, inflados de estrépito, los habitantes se dejan llevar hacia los centros de partida donde serán separados, desinfectados, envasados e introducidos en los cohetes como fardos de algodón.
¿Qué decirles?
Esto no es más que un hasta la vista, hermanos míos.

2 de abril

Son las dos y media de la mañana.
La ciudad, siempre desierta a esta hora, no ha cambiado de aspecto. Se podría creer que no ha pasado nada y que, dentro de algunas horas, vendrán a retirar los cestos de basura. Las calles siguen iluminadas. Es la primera vez que los hombres salen de viaje olvidándose de cerrar el agua, el gas y la electricidad detrás de ellos.
He tomado un café negro en un bistrot donde fui servido por el patrón mismo.
-¿Usted no parte? -le pregunté.
-No -me dijo-. Los viajes me aburren. Ni siquiera conozco las afueras. Falta de curiosidad sin duda.
Luego subí a un coche abandonado y rodé hacia los suburbios de la ciudad. Después alcancé la campiña. Quiero ver todo. La partida para empezar, el fin del mundo a continuación. Y mañana iré incluso a ver una última película si es que llego a poner en marcha el aparato de proyección.
Hasta el momento el espectáculo de la partida no ofrece gran interés. De los cohetes no se divisa más que una multitud de puntos verdes y rojos. En alguna parte, una vasta torre de vidrio, probablemente la torre desde donde controlarán la partida. Acercándose más el conjunto evoca un aeropuerto. Nada extraordinario.
Ningún ruido en ninguna parte. Los pasajeros están todos encerrados en el interior de los cohetes. Un silencio de tal densidad que es casi increíble pensar que toda la vida de una ciudad se encuentra comprimida en esas máquinas muertas.
Son las cuatro de la mañana. La partida se llevará a cabo de un momento a otro.
Aguardo la apertura de los infiernos, una tormenta a ras de tierra, un ciclón de llamas y rugidos, el desencadenamiento de todas las furias atómicas del siglo XX. Pero aguardo en vano. Sólo el silencio responde a las tinieblas, como un reflejo helado. De pronto percibo algo; un silbido difuso, insinuante, pero apagado por toneladas de blindaje.
Debe ser el preludio. Va a explotar el suelo y los cohetes desfondarán el cielo. Pero nada llega, nada se mueve, nada tiembla. Nada más que el silbido, más discreto que nunca, contenido insidioso. Después, a las 4 y 10, nada más. El silbido ha cesado.
El silencio.
No pasó nada. No despegó ningún cohete. Debe haber algo podrido en el mundo del átomo. Pero aguardo. Nunca se sabe. Un simple desperfecto, quizás. O un mal contacto. O un simple error de maniobra. ¿Y si los cohetes en vez de despegar entraran en las entrañas de la tierra?
Pasa un cuarto de hora y es entonces cuando veo dos hombres saliendo de la torre de control. Se dirigen hacia la ruta. Me uno a ellos. Tienen el aspecto de los obreros que han hecho horas extra y vuelven al hogar fatigados y un poco aturdidos.
-¿Se perdió la partida? -me pregunta uno de los dos hombres al verme.
-Había venido a ver, simplemente. Pero me decepcionó. No ha pasado gran cosa, ¿verdad?
-¿Usted cree? Sin embargo todo marchó bien.
Los enfrento. Veo que uno de los dos sonríe. Y comprendo todo en ese instante. Comprendo que, en efecto, todo se ha desarrollado normalmente, según el plan previsto. Partir, hay distintos modos de partir. Con y sin esperanza.
-Pero los cohetes están siempre allí -digo, sabiendo perfectamente lo que van a responderme.

-Sí, siempre están allí. Nunca fueron concebidos para ser lanzados al espacio. Aparentemente, uno diría que son cohetes, pero en realidad son cámaras de gas.

Jacques Sternberg

13 de marzo de 2018

El mundo ha cambiado, Jacques Sternberg



 El mundo ha cambiado



Cuando, en el año 43 después de Jesús II, se lanzó al mercado la máquina de finalidad negativa, una nueva era se abrió.
Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron modestos, pero sus posibilidades secretas eran evidentes y dejaban prever fácilmente una revolución. Sus posibilidades, y el éxito que conoció apenas unas semanas después de su lanzamiento.
El aspirador-escupidor de polvo fue en efecto el primer objeto de finalidad negativa que se comercializó, y millones de amas de casa desocupadas se lanzaron sobre esta sorprendente máquina electrodoméstica que realizaba un trabajo en un tiempo mínimo para sabotearlo inmediatamente al mismo ritmo y poder comenzarlo de nuevo con una destreza inagotable.
Cuando las administraciones municipales decidieron, para dar trabajo a los millones de parados, lanzar a través de las calles de las grandes ciudades coches engrasadores de la vía pública, se comprendió sin ninguna posibilidad de error que la palabra «negativo» iba a convertirse en sinónimo de eficiencia, que la gratuidad absoluta entraba en las costumbres, y que, con pleno conocimiento de causa, iba a edificarse un mundo nuevo sobre los corolarios de lo absurdo, de los cuales el siglo XX -el de los grandes precursores- había esbozado ya las primeras ecuaciones.
Luego transcurrió un año.
Y el mundo ha evolucionado un poco.
El mundo entero ya no piensa más que en la finalidad negativa, el asunto que no reporta ni puede reportar nada, las realizaciones basadas en el vacío y enfrentadas al vacío, muy a menudo monstruosas, erizadas de complejidades inútiles, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes y terroríficas, como el esqueleto de la palabra «Nada».
¿Cómo podía imaginar el industrial o el hombre de negocios de 1986 que sus descendientes directos, sus hijos para ser concretos, llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para escaparates, tazas sin fondo, cuchillos de mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo recientemente una célebre firma, coches equipados con un dispositivo que pincha un neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo podía imaginar un publicista de finales del siglo XX que cincuenta años más tarde una pluma estilográfica sería lanzada con éxito al mercado bajo el slogan de que era la única pluma estilográfica con la cual era rigurosamente imposible escribir sin mancharse los dedos?
Y sin embargo, así es.
El mundo ha llegado hasta este extremo, aunque no haya cambiado de lugar en el universo.
Dicho esto, la vida no es más divertida por esas razones. No hay que creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la seriedad que formaba la base de todas las empresas de antes. De ningún modo. El hecho de haber admitido sin segundas intenciones las más dementes prolongaciones de lo absurdo no implica en absoluto la irrupción del humor en nuestras existencias. Por el contrario, el hombre nunca ha estado más almidonado en esa seriedad que le sirve de visado y de tarjeta de identidad. Simplemente, con la misma aplicación de funcionario funcionando a semana completa, cultiva ahora el amor a lo gratuito del mismo modo que antes cultivaba el amor a lo práctico. Se entrega a sus empresas inútiles con el mismo ardor con que antes se entregaba a sus trabajos utilitarios. Nada ha cambiado. O, si algo ha cambiado, no es ciertamente la mentalidad del hombre. Haría falta mucho más que esto para cambiar al hombre, tenazmente aferrado a su certeza de hallarse en el mundo para cumplir una misión sagrada, asumir una función esencial a la gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente ligado al movimiento de los planetas. Digamos simplemente que el ideal ha cambiado de color. O más bien que se ha decolorado. ¿Pero se ha dado cuenta el hombre de ello? Cabría dudarlo. Está convencido más que nunca de su utilidad, de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está mucho más cebado de fe que antes, de ningún modo desengañado, siempre atareado, presa entre el pasivo y el activo de sus realizaciones, meticuloso, tanteador irreductible atado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su consciencia profesional ha permanecido intacta.
Tampoco el trabajo ha cambiado apenas. Evidentemente se ha complicado, y los horarios obligatorios han sido ampliados. Lo cual era de prever: trabajar sin ninguna finalidad y para nada exige una atención mucho Mayor, y por supuesto, mucho más tiempo.
Por otra parte, ya no le queda a nadie el recurso de permanecer en paro. Hay trabajo inútil para todo el mundo, puesto que puede hacerse no importa el qué en no importa qué sentido bajo no importa cuál pretexto. Parado ya no es más que un término arcaico, inscrito aún en el diccionario del siglo XXI tan solo como referencia.
¿Qué citar como ejemplos flagrantes de esta nueva forma de asumir la vida, sus responsabilidades y su futuro?
La elección es tremendamente difícil.
¿El gigantesco inmueble que la ciudad inauguró la semana pasada? No es tan solo impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino que concretiza realmente de forma simbólica toda una mentalidad. Este inmueble representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas según los criterios más progresistas del arte burocrático, bóvedas blindadas, y salas de recepción que forman entre ellas un verdadero laberinto de lo funcional. Pero nadie entrará jamás en este banco. Una placa de mármol señala con letras de oro que este inmueble ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de Toda Empresa, y que tanto la entrada en él como su utilización están estrictamente prohibidas. Lo cual no ha eliminado en absoluto los discursos de inauguración que cabía esperar. Incluso es de suponer que las bóvedas y los cajones de este banco estén repletos de fajos de billetes y lingotes de oro. ¿Y por qué no? ¿Acaso un gran periódico no ha anunciado recientemente a toda página que una firma proponía como saldo, a precios que desafiaban toda competencia, falsos billetes de banco ligeramente tarados? Y ocurre a menudo que los empleados de una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable ha arrancado cuidadosamente todos los nmeros. Pro estas sutilidades no han alterado en absoluto la eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente, los medios de ganarlo han evolucionado. Como los medios de perderlo, por otro lado. El dinero no tiene ya el mismo valor, aunque siga conservando el mismo olor.
Al igual que el trabajo.
El mismo olor dulzón a enmohecido, diluido en el color del aburrimiento, que sigue siendo el gris.
¿Qué es lo que ha cambiado? Todo, sin lugar a dudas. ¿Qué es lo que es diferente? Nada, sin lugar a dudas.
¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los contables trabajaban para establecer balances exactos, y eran despedidos sin piedad si se equivocaban en sus cuentas;;ahora, los contables trabajan para establecer balances imaginarios, y son despedidos sin piedad si entregan a la dirección una cuentas matemáticamente exactas. Antes, los empleados ponían direcciones en los sobres para enviarlos a millones de desconocidos a quienes no debían nada; ahora, los envían a direcciones que no corresponden a ninguna realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.
La finalidad ha sido desviada, es cierto. Pero nada más. Los gestos siguen siendo los mismos que eran antes. La monotonía del trabajo no ha sufrido ninguna variación, ni tampoco por otro lado las monocordes exigencias de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los subordinados.
Una vez admitido el principio, ¿cómo puede considerarse insólito? Es fácil habituarse a él. A fin de cuentas no es ni más extraño, ni menos absurdo, que los principios que regían los millones de empresas de finalidad reducida que tanto abundaban en los siglos pasados.
En el siglo XX las fábricas construían en cadena, en serie, miles de modelos distintos de objetos heteróclitos. ¿Imagina alguien por ejemplo cuantas miles de clases de cintas bordadas o de botones podía hallar en el comercio? Ahora, las fábricas construyen miles de variantes de la gratuidad. Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca hechos por la misma fábrica, elásticos tan rígidos como trozos de madera, papel secante para escribir, grifos que arrojan tinta en las bañeras, televisores perfeccionados que tan solo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas no pueden abrirse nunca. Y tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente, jamás el comercio ha conocido una tal apoteosis. Es la prueba perfecta de que lo absolutamente inútil contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo utilitario.
¿Dónde se detendrá esto? En ninguna parte, por supuesto. Hemos superado hace mucho tiempo los tristes límites de la justa medida. Pero hemos descubierto sin estupor y sin rencor que más allá de la justa medida yacen otras convenciones tan tristes como ella. ¿Hay que admitir realmente que no hay nada en la Tierra que pueda ser maravilloso, un delirio vital y una razón válida de hallarse con vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al hombre de hoy, ya nada puede impresionarle. Recorre el absurdo, reconocido y vendido en estado bruto o sabiamente destilado, del mismo modo que en el pasado recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas folklóricas. Este pasado tan superado ya. Todo entusiasmo o admiración han muerto en el ser humano. Todo odio y todo disgusto también, al mismo tiempo. Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta, aprueba, admite. No importa el qué, presentado en no importa qué modo. Todo puede llegar hasta él, todo le conviene, está siempre disponible. La única empresa condenada al fracaso sería aquella que intentara arrancar al hombre de la aprobación tácita que se ha apoderado de él.
El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede llegarle ya. Nada trágico, nada crucial, puesto que todo lo que es sinónimo de una finalidad cualquiera, de un objetivo definido, ha desaparecido de este mundo. Han desaparecido las guerras, que estaban basadas en una explosión de finalidades opuestas. Han muerto las pasiones, que expresaban la voluntad y la rabia de alcanzar un blanco preciso. Se han extinguido los conflictos, que eran choques de pasiones o la colisión de algún ideal contra su mortal enemigo.
La última guerra data del año pasado. Estalló sin ninguna causa, como era de prever. Y, privada de causas, no ha tenido ninguna consecuencia. No ha ocasionado ni una sola víctima. Por otro lado, se ha desarrollado sin ninguna batalla, sin armas y sin ejércitos. Se trataba realmente de una guerra abstracta, conducida al margen del tiempo y del espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Hubo de todos modos algunas movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el placer de desmovilizar algunas horas más tarde a unos cuantos millones de hombres, siempre felices de dejarse arrastrar en un dédalo de imprecisas órdenes y contraórdenes.
Sí, el hombre se ha convertido realmente en un funcionario. Y funciona bien, sin choques y sin averías. Está bien aceitado, y su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarlo ni empujarlo a una reacción violenta. Es incapaz de rechazo o de pasión. Es la sumisión total. Está hecho a la vida que le es impuesta.
Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas un documental único acerca de una simple hoja de papel, o ensayos experimentales sobre la línea recta, o como máximo variaciones imperceptibles de color diluyéndose las unas en las otras. Si va al teatro, lo más a menudo es para ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola palabra, o retrospectivas del trabajo efectuado en correos o en el interior de una aduana. Cuando se queda en casa, por la noche o el domingo, sabe que deberá recibir a los delegados encargados por anónimas firmas de hacer una enorme cantidad de preguntas anodinas y vanas o a representantes que colocan con éxito muestras de no importa qué sin pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por la calle, hay miles de vendedores ambulantes que le proponen la venta al detall de nada cortada en rodajas, y si consigue escapar de ellos es para encontrarse con almacenes que venden las mismas inutilidades al por Mayor, bajo el nombre de una sociedad.
Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al vendedor. Hace ya mucho tiempo que las leyes y los reglamentos han sido suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre no se niega jamás a nada. Acepta, escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le cuesta nada.
Pero no sonríe nunca. Ni siquiera cuando el absurdo supera sus propios límites y sus definiciones clásicas. Nadie ha acogido con ironía a esa empresa cuya única finalidad era encender los fósforos para ver si funcionaban correctamente. Por el contrario, los fósforos calcinados se venden a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.
¿Para qué quejarse? ¿Para qué sorprenderse o inquietarse? Es bien sabido que todo se vende: el silencio de los discos tanto como los parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado tanto como la caridad en vasijas de cristal, el agua luminosa tanto como el gas doméstico propuesto en caja fuerte con refrigerador incorporado. Siempre hay un hombre para efectuar un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para explotarlo comercialmente, y un cliente para interesarse por él. Y al igual que el hombre está dispuesto a comprar no importa el qué, está dispuesto también a hacer no importa el qué a no importa cuales condiciones.
Ya nada le choca, se doblega a las exigencias más implacables, y toda revuelta ha muerto desde hace tiempo en él. Es decir que las innumerables administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de cada individuo una presa fácil, buena para ser devorada lentamente sin acabar jamás de devorarla del todo. Y no solamente el hombre se deja acaparar con una desconcertante sumisión, sino que encuentra placer en ir por delante de esta solapada deglución. El mismo alienta una pasión mórbida hacia las encuestas y solicitudes, los cuestionarios y las gestiones interminables que figuran en el programa de una gran cantidad de reglamentos administrativos. ¿Que hay que decir de estas gestiones?
En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una administración oficial, se ocupa de los casos de los demás durante el día y arregla los suyos durante la noche. Interroga a los demás en su oficina, responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre hay cosas en que ocuparse: con una regularidad electrónica, cada buzón se llena constantemente de formularios y de boletines que hay que devolver cumplimentados con la máxima urgencia. La Mayor parte de las veces es difícil saber dónde hay que enviar estos papeles, ya que no tienen por qué llevar forzosamente un remite. Pero este detalle no desconcierta jamás a nadie. Son numerosos los habitantes que cambian cada día de tarjeta de identidad, o que piden pasaportes sin tener la menor intención de salir al extranjero. Y más numerosos aún son los particulares que rellenan formularios de cambio de domicilio sin el menor motivo, o compran las montañas de abstracciones propuestas por los catálogos que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Ya que la venta por correspondencia, tal como era de esperar, ha adquirido una extensión considerable. Los servicios postales entregan por camiones toneladas de prospectos que las firmas arrojan como una lluvia a través de las ciudades. Algunos de estos prospectos no son más que simples hojas en blanco. O repletos de palabras incomprensibles. Y venden. Como antes. Con la diferencia de que, ahora, no se sabe exactamente qué es lo que venden.
La venta puerta a puerta ha adquirido también una gran importancia. Puedo hablar de ello con fundamento de causa, ya que esta es la profesión que ejerzo desde hace algunas semanas. Una profesión que no es menos inútil que cualquier otra, pero que sin embargo es mucho más agotadora. Además, su complejidad es enorme. Todo ello de acuerdo con las leyes de un código que puede parecer extraño, pero que en realidad es bastante trivial.
Así, los representantes de nuestra firma no visitan más que a particulares, y prácticamente de puerta en puerta. Presentamos un único modelo de artículo, un juego de cubos variados, cubos de madera pintada cuyos colores están limitados al verde, al amarillo, al rojo y al violeta. Los cubos verdes reportan a los representantes un diez por ciento de comisión, los rojos un veinte por ciento, los amarillos un quince por ciento. Los violetas no pueden ser vendidos, y sirven únicamente como muestras. Los cubos rojos no pueden ser presentados en casas que tengan más de cuatro plantas. Los verdes deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas que forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares tan solo se pueden presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas, y los amarillos a los habitantes de los pisos superiores. Las aceras de la derecha están prohibidas los días pares, pero están autorizadas si llueve. Existen un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un fascísculo que el representante debe consultar constantemente, ya que el reglamento es de una tal complejidad que desanima a cualquiera que quiera aprenderlo de memoria. Dicho esto, el oficio tiene sus ventajas e incluso su encanto. Los cubos encargados son entregados al día siguiente, meticulosamente embalados. Los clientes no desembalan nunca estos paquetes, cuyo contenido conocen perfectamente. ¿Qué van a hacer con estos cubos? Así que se contentan con pagar los gastos de envío y van a correos para reexpedir el paquete, sin abrir, a la firma responsable de la venta, y la firma hace una cuestión de honor del devolver sin discusión los gastos de envío asumidos por la clientela.
Los representantes reciben sus comisiones al finalizar cada día, pero al día siguiente estas comisiones son fatalmente anuladas. Lo cual hace que en realidad nunca cobren nada, al igual que el cliente nunca pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, esto es lo que llamamos hoy en día el comercio.
¿Qué hacer, sino aceptar?
Además, todos los empleos son iguales, sin la menor duda. Antes yo trabajaba como encuestador para una sociedad muy conocida, y si bien el reglamento interior era infinitamente más simple, el trabajo exigido no era en absoluto menos cansado. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y hacer una eterna encuesta sobre un tema aparentemente simple pero profundamente problemático: hallar, mediante hábiles preguntas y circunloquios, cuál podía ser la finalidad de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió nunca a esta pregunta.
¿Qué hacer, sino aceptar también?
La elección es algo que ya no tiene razón de ser, puesto que las cosas se equilibran idealmente entre ellas, químicamente dosificadas con la misma cantidad de gratuidad.
He tenido multitud de empleos, muy distintos los unos de los otros, pero pese a ello tengo la sensación de haber pasado toda mi vida ejerciendo un único trabajo indefinido y monótono, algo extremadamente confuso que no exigía más que un único gesto de medusa, como si hubiera sido una larva condenada a salivar desde hace miles de años una enorme necesidad sin contornos y sin formas, tan viscosa, llena de agujeros y de resplandores lívidos, de preguntas grises y de respuestas imposibles.
¿Qué hacer? Como decían antes, es la vida. Sin duda siempre han dicho lo mismo. Esta es la mejor excusa que se puede encontrar. ¿Y luego qué? Puesto que el hombre ha aceptado siempre vivir para nada, con la única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte, ¿por qué no aceptar el vivir incesantemente, cotidianamente, metódicamente, una serie de pequeñas muertes transformadas en trabajos prácticos con una conclusión negativa al final del programa?
¿Acaso era realmente distinto el mundo bajo el agostado sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente tanto, cuando uno piensa en ello?
¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente organizado? Eso es lo que se pretende. Pero no lo creo.
¿Qué fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de un individuo medio, incluso mediocre, del siglo XX? Durante veinte años, con la obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de una opulenta casa de transportes, que estaba muy evidentemente dotada de una divisa tan precisa como una ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que alcanzar de buen grado o por la fuerza. Pero mi padre, o los centenares de empleados que trabajaban para esa casa, no tenían ninguna posibilidad de percibir cuáles eran las características de esta finalidad. Todos ellos estaban relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y los imperativos, las exigencias y la fatiga del aburrimiento. En pocas palabras, era como si no hubiera habido ninguna finalidad.
¿Y qué ocurrió? Simplemente esto: un día, a fuerza de añadir cifras fabulosas, mi padre terminó por obtener un resultado inferior al cero absoluto. Así ocurrió, por absurdo que pueda parecemos, a nosotros que sin embargo somos los estibadores del absurdo. La casa quebró, como si toda aquella pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada sobre arenas movedizas. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y apenas tuvo el tiempo justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar la factura de los enterradores que ya le estaban esperando afuera, con la pala en la mano.
La suya fue lo que en el siglo pasado se llamó una vida realizada, una vida bien vivida de persona honrada.
Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que reventaban en las fosas comunes y aquellos que se hacían embalsamar en gigantescos mausoleos, ¿llegaban realmente a comprender por qué y para qué habían vivido, trabajado y pensado?
Sí, ¿por qué? ¿para qué?
Nosotros hemos renunciado a hacernos estas preguntas. Sabemos que no sabemos nada. Simplemente aceptamos.
¿Por qué? ¿Para qué?
¿Por qué el hombre no se hizo nunca estas preguntas antes de venir al mundo, antes de salir de su larva para representar su papel en este planeta?


Jacques Sternberg

12 de marzo de 2018

Puerilidades, Conde de Lautrémont




Cantar a Adamastor, Jocelyn, Rocambole, es pueril. Tan sólo porque el autor espera que el lector sobreentienda que perdonará a sus héroes bribonea se traiciona a sí mismo y se apoya sobre el bien para dar curso a la descripción del mal. Precisamente en nombre de esas mismas virtudes que Frank ha desconocido deseamos con toda nuestra fuerza apoyarlo, oh saltimbanquis de las enfermedades incurables. ¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, magníficos, a sus propios ojos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en su espíritu y en su cuerpo! La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad. Para convenceros de esto, leed la Confesión de un hijo del siglo. La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfiad de la pendiente. Extirpad de raíz el mal. No halaguéis el culto de los adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable, colosal, que mienten sin vergüenza a los sustantivos que desfiguran: la lubricidad los persigue. Las inteligencias de segundo orden, como Alfred de Musset, pueden llevar adelante, de manera reacia, una o dos de sus facultades mucho más lejos que las correspondientes facultades de las inteligencias de primer orden, Lamartine, Hugo. Estamos ante el descarrilamiento de una locomotora sobrefatigada. Una pesadilla empuña la pluma. Sabed que el alma se compone de una veintena de facultades. ¡Habladme de esos mendigos que poseen un sombrero grandioso junto con harapos sórdidos! He aquí un medio de comprobar la inferioridad de Musset respecto de los dos poetas. Leed, ante una muchacha, Rolla o las Noches, Los Locos, de Cobb, o si no los retratos de Gwynplaine y Dea, o bien el relato de Teramenes de Eurípides, traducido en verso francés por Racine padre. Ella se estremece, frunce las cejas, alza y baja las manos, sin propósito determinado, como un hombre que se ahoga; sus ojos despedirán resplandores verdosos. Leedle La oración por todos, de Victor Hugo. Los efectos son diametralmente opuestos. El tipo de electricidad no es el mismo. La muchacha ríe a carcajadas, pide más. De Hugo sólo quedarán las poesías sobre los niños, donde hay mucho malo. Pablo y Virginia choca con nuestras más profundas aspiraciones de felicidad. En otro tiempo, ese episodio, que se entrega a la melancolía de la primera a la última página, sobre todo en el naufragio final, me hacía rechinar los dientes. Rodaba sobre la alfombra y daba puntapiés a mi caballo de madera. La descripción del dolor es un contrasentido. Es preciso ver todo hermoso. Si esa historia fuese narrada en una simple biografía, yo no la atacaría. El episodio cambiaría inmediatamente de carácter. La desdicha se torna augusta por la impenetrable voluntad de Dios, que la creó. Pero el hombre no debe crear la desdicha en sus libros. Esto significa desear con todas las fuerzas, ver un solo lado de las cosas. ¡Oh, qué maníacos aulladores sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, la sabiduría de Dios, la grandeza de la vida, el orden que se manifiesta en el universo, la belleza corporal, el amor a la familia, el matrimonio, las instituciones sociales. ¡Dejad de lado a los escritorzuelos siniestros: Sand, Balzac, Alexandre Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire y La huelga ele los herreros! No transmitáis a quienes os leen más que la experiencia que se desprende del dolor y ya no es el dolor mismo. No lloréis en público. Es preciso saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte; pero esas bellezas no pertenecerán a. la muerte. La muerte sólo es, en ese caso, la causa ocasional. No el medio, sino el fin, es lo que no es la muerte. Las verdades inmutables y necesarias, que hacen la gloria de las naciones, y que la duda se esfuerza en vano por quebrantar, han comenzado en tiempo muy antiguo. Son cosas que no deberían tocarse. Quienes desean crear la anarquía en literatura, con el pretexto de lo nuevo, caen en el contrasentido. No se osa atacar a Dios; se ataca la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es vieja como las bases del mundo. Si debe ser reemplazada, ¿qué otra creencia la reemplazará? No podrá ser siempre una negación. Si se recuerda la verdad de que derivan todas las demás, la bondad absoluta de Dios y su absoluta ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán por sí mismos. Se desplomará, más o menos en el mismo tiempo, la poco poética literatura que se sustenta sobre ellos. Toda literatura que discute los axiomas eternos está condenada a vivir sólo de sí misma. Es injusta. Se devora el hígado. Las novissima verba hacen sonreírse soberbiamente a los mocosuelos que se inician en el colegio secundario. No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre punto alguno. Si sois desdichados, no debéis decírselo al lector. Guardáoslo para vosotros. Si se corrigieran los sofismas en el sentido de las verdades correspondientes a esos sofismas, sólo la corrección resultaría cierta, en tanto que el trozo así modificado tendría derecho a dejar de titularse falso. El resto quedaría fuera de lo verdadero, presentaría un vestigio de falsedad; sería en consecuencia nulo y se lo consideraría, forzosamente, corno no ocurrido. La poesía personal ha cumplido su tiempo de juglerías relativas y contorsiones contingentes. Retomemos el hilo indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpido desde el nacimiento del frustrado filósofo de Frena, desde el aborto del gran Voltaire. Bello parece, sublime, con pretexto de humildad o de orgullo, discutir las causas finales, falsificar sus consecuencias estables y conocidas. ¡Desengañaos, porque no hay nada más tonto! Reanudemos la cadena regular con los tiempos pasado; la poesía es la geometría por excelencia. Desde Racine, la poesía no ha progresado ni un milímetro. Ha retrocedido. ¿Gracias a quién? A las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Gracias a las mujercitas, Chateaubriand, el Mohicano Melancólico; Sénancour, el Hombre en Enaguas; Jean-Jacques Rousseau, el Socialista Malhumorado; Anne Radcliffe, el Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños de Alcohol; Maturín, el Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita Circunciso; Théophile Gautier, el Incomparable Almacenero; Leconte, el Cautivo del Diablo; Goethe, el Suicida para Llorar; Sainte-Beuve, el Suicida para Reír; Lamartine, la Cigüeña Lacrimosa; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Victor Hugo, el Fúnebre Figurón Verde; Mickiesvicz, el Imitador de Satán; Musset, el Pisaverde Descamisado Intelectual, y Byron, el Hipopótamo de las Junglas Infernales. La duda siempre estuvo en minoría. En este siglo, está en mayoría. Respiramos por los poros la violación del deber. Esto sólo se vio una vez; no se lo verá más. Tan oscurecidas se encuentran hoy las nociones de la simple razón, que lo primero que hacen los profesores de los años iniciales del secundario, cuando enseñan a componer versos en latín a sus alumnos, jóvenes poetas de labio humedecido aún por la leche materna, es revelarles, mediante la práctica, el nombre de Alfred de Musset. ¡Os pregunto un poco! ¡O mucho! Entonces, los profesores del año siguiente, en sus clases, dan a traducir a verso griego dos episodios sangrientos. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo, será la atroz catástrofe sobrevenida a un trabajador. ¿Para qué mirar el mal? ¿No está en minoría? ¿Por qué inclinar la cabeza de un colegial sobre cuestiones que, porque no pudieron comprenderlas, hicieron perder sus cabezas a hombres como Pascal y Byron? Un alumno me contó que su profesor de retórica había dado a su clase a traducir a verso hebreo, día tras día, esas dos carroñas. Esas llagas de la naturaleza animal y humana lo enfermaron durante un mes, que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me hizo pedir por su madre. Me contó, si bien ingenuamente, que sus noches eran turbadas por sueños persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho y se lo desgarraban. Después volaban hacia una cabaña en llamas. Comían a la mujer del trabajador y a sus hijos. Ennegrecido el cuerpo de quemaduras, el trabajador salía de la casa, se empeñaba en combate atroz con los pelícanos. Todos se precipitaban en la choza, que retumbaba al desplomarse. De la masa de escombros alzada -esta parte no faltaba nunca -, veía salir a su profesor de retórica, quien tenía en una mano su corazón y, en la otra, una hoja de papel donde se descifraban, escritas con trazos de azufre, la comparación del pelícano y la del trabajador, tales como las compuso el propio Musset. No resultó fácil, al principio, pronosticar el género de su enfermedad. Le recomendé callarse cuidadosamente y no hablar de ello a nadie, sobre todo a su profesor de retórica. Aconsejé a su madre que se lo llevara unos días con ella, asegurándole que se le pasaría. En efecto, me ocupé de ir allí cada día varias horas, y se le pasó. Es preciso que la crítica ataque la forma, jamás el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases. Arreglaos. Los sentimientos son la forma de razonamiento irás incompleta que puede imaginarse. No bastaría toda el agua del mar para lavar una mancha de sangre intelectual.

Conde de Lautrémont

11 de marzo de 2018

Compruebo, con amargura, que sólo restan algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas, Conde de Lautrémont


Compruebo, con amargura, que sólo restan algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas. Desde los lloriqueos odiosos y especiales, patentados sin garantizar un punto de referencia, de los Jean-Jacques Rousseau, de los Chateaubriand y de las nodrizas en pantalón de los angelotes Obermann, pasando por los restantes poetas que se han revolcado en cl lodo impuro, hasta cl sueño de Jean-Paul, el suicidio de Dolores de Veintemilla, el Cuervo de Allan, la Comedia Infernal del polaco, los ojos sanguinarios de Zorrilla, y el cáncer inmortal. Una carroña, que pintó en otro tiempo, con amor, el morboso amante de la Venus hotentote, los inverosímiles dolores que este siglo se ha creado a sí mismo, en su voluntad monótona y repulsiva, lo han tornado tísico. Con la música a otra parte. Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una pala, enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda, de labios de vermut, que derramando en melancólica lucha entre el bien y el mal, lágrimas que no brotan del corazón, hace en todas partes, sin máquina neumática, el vacío universal. La desesperación, nutriéndose, prejuiciosa, de sus fantasmagorías, lleva imperturbablemente al literato a la abrogación en masa de las leyes divinas y sociales, y a la maldad teórica y práctica. En una palabra, hace prevalecer en los razonamientos cl trasero humano. ¡Vamos, pasad la consigna! Uno se vuelve malvado, lo repito, y los ojos toman el color de los condenados a muerte. No retiraré lo que digo a continuación. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una joven de catorce años. El verdadero dolor es incompatible con la esperanza. Por grande que sea ese dolor, la esperanza se levanta cien codos por encima. Dejadme en paz, pues, con los indagadores. A tierra las patas, abajo, perras ridículas, fabricantes de confusión, farsantes. Aquello que sufre, que diseca los misterios que nos rodean, no espera. La poesía que discute las verdades necesarias es menos bella que la que no las discute. Indecisiones acérrimas, talento mal empleado, pérdida de tiempo: nada será más fácil de verificar.


Conde de Lautrémont

10 de marzo de 2018

Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que Eugénc Suc y Frédéric Soulié, Conde de Lautrémont


Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que Eugénc Suc y Frédéric Soulié. Su prefacio del Dictionnarie de l'Académie asistirá a la muerte de las novelas de Walter Scott, de Fenimore Cooper, de todas las novelas posibles c imaginables. La novela es un género falso, porque describe las pasiones por sí mismas: no hay allí conclusión moral. Describir las pasiones no significa nada; basta nacer un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. No estamos de acuerdo. Describirlas para someterlas a una alta moralidad, como Corneille, es otra cosa. Quien se abstiene de hacer lo primero, conservándose capaz de admirar y comprender a aquellos a quienes es dado hacer lo segundo, sobrepasa, con toda la superioridad de las virtudes sobre los vicios, a quien hace lo primero. Basta que un profesor de los años superiores del secundario se diga: “Así me dieran todos los tesoros del universo, no quisiera haber escrito novelas como las de Balzac y Alexandre Dumas”, basta eso para que sea más inteligente que Alesxandre Dumas y Balzac. Basta que un estudiante a mitad de su bachillerato se haya convencido de que no se deben cantar las deformidades físicas intelectuales, para que; por eso sólo, sepa más y sea más capaz, más inteligente que Victor Hugo, si éste no hubiese escrito más que novelas, dramas y cartas. Jamás de los jamases escribirá Alexandre Dumas hijo un discurso de distribución de premios para un liceo. Ignora lo que es la moral. Esta no transige. Si lo escribiera, debería antes tachar de un plumazo todo lo que escribió hasta ahora, empezando por sus absurdos Prefacios. Reunid a un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno secundario de retórica sabe más que Alexandre Dumas hijo acerca de cualquier tema, incluso sobre la sucia cuestión de las cortesanas. Las obras maestras de la lengua francesa son los discursos de distribución de premios en los liceos y los discursos académicos. En efecto, la enseñanza de la juventud tal vez sea la más bella expresión práctica del deber, y una buena apreciación de las obras de Voltaire (ahondad en el término apreciación) es preferible a esas obras mismas. ¡Naturalmente! cuerpos docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a las generaciones jóvenes y viejas en la senda de la honestidad y el trabajo. En el nombre personal de la humanidad llorona, y a pesar de ella, pues así es necesario, acabo de renegar, con voluntad indomable, y tenacidad de hierro, de su abominable pasado. Sí: quiero proclamar lo bello con una lira de oro, deducción hecha de las tristezas cretinas y los estúpidos orgullos que descomponen, en su fuente, la pantanosa poesía de este siglo. Hollaré con los pies las estancias agrias del escepticismo, que no tienen razón de ser. El juicio, una vez alcanzado el florecimiento de su energía, imperioso y resuelto, sin titubear un segundo en las irrisorias incertidumbres de una piedad mal situada, fatídicamente las condena, como un procurador general. Es preciso vigilar sin descanso los insomnios purulentos y las pesadillas atrabiliarias. Desprecio y execro el orgullo, así como las infames voluptuosidad de una ironía que, enemiga de las luces, desplaza la exactitud del pensamiento.
Algunos personajes, excesivamente inteligentes no corresponde que invalidéis este juicio mediante palinodias de gusto dudoso -, se han arrojado, perdida la cabeza, en brazos del mal. Es el ajenjo, no creo que sabroso, pero sí nocivo, lo que mató moralmente al autor de Rolla. ¡Desdichados los glotones! Apenas entrado en su edad madura el aristócrata inglés, se rompe su arpa bajo los muros de Missolonghi, tras no haber recogido en su tránsito sino las flores que abrigan el opio de los taciturnos aniquilamiento. Era más grande que los genios comunes, pero sien sus tiempos hubiese existido otro poeta dotado como él, en dosis parecida, de una inteligencia excepcional, y capaz de presentarse como su rival, aquél hubiese sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos por producir disparatadas maldiciones, así como en reconocer que es exclusivamente el bien lo único que la voz de todos los pueblos declara digno de recibir nuestra estima. Lo cierto fue que no hubo quien pudiese combatirlo con ventaja. Esto es lo que nadie ha dicho. ¡Cosa extraña!, ni siquiera hojeando las colecciones y libros de su época, se encuentra un crítico que haya pensado en poner de relieve el riguroso silogismo anterior. Y no es aquel que lo sobrepasará quien puede haberlo inventado. Tales eran el estupor y la inquietud, antes que la admiración reflexiva, que producían obras escritas por una mano pérfida, pero que revelaban, sin embargo, las manifestaciones imponentes de un alma que no pertenecía al común de los hombres y se encontraba a sus anchas en las últimas consecuencias de uno de los dos problemas menos oscuros que interesan a los corazones no solitarios: el bien, el anal. No a todos es dado abordar los extremos, sea en un sentido, sea en otro. Ello explica por qué, elogiando sin segunda intención la maravillosa inteligencia de que él, uno de los cuatro o cinco faros de la humanidad, a cada instante da pruebas, se formulen, en silencio, múltiples reservas sobre las aplicaciones y el empleo, injustificables, que conscientemente le dio. No hubiese debido recorrer los dominios satánicos. La feroz rebelión de los Troppmann, los Napoleón 1°, los Papavoine, los Byron, los Victor Noir y las Charlotte Corday, será contenida a distancia de mi severa mirada. A esos grandes criminales, que lo son a tan diversos títulos, los aparto con un gesto.
Con lentitud que se interpone, pregunto: ¿a quién se cree engañar aquí? ¡Oh, caballitos de pallo de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Peleles de tripa de buey! ¡Cordeles usados! Que se acerquen los Konrad, los Manfred, los Lara, los marinos que se parecen al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los lago, los Rodin, los Calígula, los Caín, los Iridión, las brujas infernales a imagen de Colomba, los Ahriman, los manitúes maniqueos, embadurnados de cerebro, que fermentan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades, consideradas como anormales, del antiguo Egipto, las hechiceras y las potencias demoníacas del medievo, los Prometeos, los Titanes de, la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malvados vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros: toda la serie ardiente de los diablos de cartón. Con la certeza de vencerlos, tomo la fusta de la indignación y de la concentración que sopesa, y a pie firme espero a esos monstruos, como su domador previsto. Hay escritores rebajados, bufones peligrosos, juglares de tres al cuarto, mistificadores sombríos, verdaderos alienados que, deberían poblar Bicétre. Sus cretinizantes cabezas, que han sido desprovistas de una teja, crean fantasmas gigantescos, que bajan en vez de subir. Ejercicio escabroso; gimnasia especiosa. Grotesca maniobra de prestidigitador. Si os place, retiráos de mi presencia, fabricantes, por docena, de jeroglíficos prohibidos, donde antes yo no advertía de inmediato como hoy la connivencia con la solución frívola. Caso patológico de egoísmo formidable. A esos autómatas fantásticos, indicad vosotros, hijos míos, con el dedo, a uno y a otro, el epíteto que los pone de nuevo en su lugar. Si existiesen, bajo la plástica realidad, en alguna parte, serían, pese a su inteligencia reconocida, pero trapacera, el oprobio, la hiel de los planetas que habitaran, su vergüenza. Figuráoslos, un instante, reunidos en sociedad con sustancias que se les asemejaran. Es una sucesión ininterrumpida de combates, con la que no soñarían los bulldogs, los tiburones y los macrocéfalos cachalotes. Son torrentes de sangre, en esas regiones caóticas llenas de hidras y minotauros, y de donde la paloma, espantada sin remedio, huye volando con la mayor rapidez posible. Es un amontonamiento de bestias apocalípticas, que no ignoran lo que hacen. Son choques de pasiones, irreconciabilidades y ambiciones, a través de los aullidos del orgullo que no se deja ver, se contiene, y cuyos escollos y bajíos nadie, ni siquiera aproximadamente, podría sondear. Pero no se me impondrán más. Sufrir es una debilidad, cuando es posible evitarlo y hacer algo mejor. Exhalar los sufrimientos de un esplendor no equilibrado significa demostrar, ¡oh moribundos de las marismas perversas!, resistencia y coraje menores aún. Gloriosa esperanza, con mi voz y mi solemnidad de los grandes días te llamo a mis desiertos lares. Ven a sentarte junto a mí, envuelta en el manto de las ilusiones, sobre el trípode razonable de la pacificación. Como un mueble de desecho, te he arrojado de mi casa con un látigo de cuerdas de escorpiones. Si quieres convencerme de que has olvidado, al volver a mí, las penas que, bajo la señal de los arrepentimientos, te causé en otro tiempo, lo juro, trae entonces contigo, cortejo sublime -¡sostenedme, me desvanezco!-, las virtudes ofendidos y sus imperecederas rectificaciones.

Conde de Lautrémont

9 de marzo de 2018

III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)


III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí:
«Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten  cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos
esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento  invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes  ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano».
«Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias».
Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la  juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en  el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur,  contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos esp espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden  en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos  espantan  a  la  naturaleza toda.
¡Ay  del  viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De  haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón,  cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida:  quizá no sería tan malo.  Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres  que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta  para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo  de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo  que golpeara el yunque?

Conde de Lautréamont
III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

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