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17 de diciembre de 2017
16 de diciembre de 2017
El ritmo, Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
El ritmo, Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
Las palabras se conducen como seres caprichosos y
autónomos. Siempre dicen "esto y lo otro" y, al mismo tiempo,
"aquello y lo de más allá". El pensamiento no se resigna; forzado a
usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra
vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario.
Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está
siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino,
pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera
algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que
éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el
vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una
totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la
sociedad no es el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra
aislada es incapaz de constituir una unidad significativa. La palabra suelta no
es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es una sucesión de vocablos dispuestos al
azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los signos y lo sonidos
se asocien de tal manera que impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial
de significados de la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y
única, aunque no siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino
la frase u oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase
es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como un microcosmo, vive en
ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y
en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone
en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir,
de frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por
los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas
afirmaciones. Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de
la gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en
sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras; la
tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques
significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está hecha de
palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran la misma
tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los vocablos: no saben a
ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al hablar, por el contrario, los
analfabetos hacen las pausas precisamente donde hay que hacerlas: piensan en
frases. Asimismo, apenas nos olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de
nosotros, el lenguaje natural recobra sus derechos y dos palabras o más se
juntan en el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino
obedeciendo al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece
el lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que
hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas. En
ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres
demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o
aquél, sino a "esto que está de pie", "aquel que está tan cerca
que podría tocársele", "aquélla ausente", "éste
visible", etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en
los idiomas más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son
palabras frases (1).
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible
del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada
sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como
en el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en
unidades compactas e inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple,
es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la
unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el
sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad
de la frase poética será estudiada más adelante; antes es indispensable
describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en
frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico
de las palabras. Ni siquiera aquellos que de desconfían de ellas. La reserva
ante el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y
pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La
confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre; las
cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de
nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee
una vida propia; las palabras, que son los dobles mundo objetivo, también están
animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas;
flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se
atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de
seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y las
plantas.
Todo aquel que
haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible esta tentativa—
conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su
propia espontaneidad. Evocación y convocación. Les mots font l’amour, dice
André Breton. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta
demasiado seguro de su dominio del idioma: "Un día las palabras se
coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo...". Pero no es
necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la
hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de
las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a la otra.
Arrastrados por el río de las imágenes, rozamos las orillas del puro existir y
adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser
del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de
pronto todo desemboca en una imagen final. Un mundo nos cierra el paso:
volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia,
sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y
brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el
infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del
cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el
forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se
vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las
ideas riman. Entrevemos que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas,
ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La
cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros
posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un
poder eléctrico: "lo fulminó con la mirada", "echó rayos y
centellas por la boca"... El elemento fuego preside todas esas
expresiones. Los juramentos y malas palabras estallan como soles atroces. Hay
maldiciones y blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre
se admira y arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino "otro",
quien profirió esas frases: estaba "fuera de sí". Los diálogos
amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes "se quitan las palabras
de la boca". Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios. El
diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten
como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría
ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades
de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si
ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos
los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan
sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro
azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo
fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a
ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y
asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo
nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a
crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y
repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo
el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas,
aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la
esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas
interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice
Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación
poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como
agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el
hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy
semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos
proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o
la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es
difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y
sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una
suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda
operación mágica requiere de una fuerza interior, lograda a través de un penoso
esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas
y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su
afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo
mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le
revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se
parece en nada a la introspección o al análisis; más que una búsqueda,
actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de
las imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La
seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el
primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras
rebeliones —esas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser
hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una
tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven
al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino
hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar o
amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una
empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo
sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo.
En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por
otra parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su
orgullo. En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se
trasforma en un don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a
su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía
latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio propio para
después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y
astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder
mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La
rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la
búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y
técnica y algunos piensan que la primera es el origen remoto de la segunda.
Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo
característico de la técnica moderna —como de la antigua magia— es el culto del
poder. Frente al mago se levante Prometeo, la figura más alta que ha creado la
imaginación occidental. Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del
fuego, filántropo. La rebelión prometeica encarna la de la especie. En la
soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de los
hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril
porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina
aniquilándose a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de
la magia puede condensarse así: por un parte, trata de poner al hombre en
relación viva con el cosmos, y en ese sentido es una suerte de comunión
universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del poder. El
¿para qué? Es una pregunta que la magia no se hace y que no puede contestar sin
transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía. En suma, la magia
es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre. De ahí que el mago
sea una figura desgarrada entre su comunicación con las fuerzas cósmicas y su
imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de sus fuerzas. La magia
afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente recorre el universo— y niega
la fraternidad de los hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están tan habitadas
por la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás
las palabras han estado tan cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas
si las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas.
Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral:
nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal
punto excelso merecía la prueba d fuego del teatro. Sólo en la escena podría
haberse consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo
intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas
teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay
teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé
se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da
fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad
acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el
blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no
consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble
mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la
conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en
diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra
alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se transmuta
en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al
silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor
Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir
todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es
implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dice nada,
que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje
como una society of life —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo
acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de
ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El
poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así,
la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas
literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el
ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo
aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación
gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: ---------. La
intensidad rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el
parche del tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada
violencia. Las variaciones dependerán también de la de la combinación entre
golpes e intervalos. Por ejemplo: -I--I-I--I-I--I-I-, etc. Aun reducido a ese
esquema, el ritmo es algo más que medida, algo más que tiempo dividido en
porciones. La sucesión de golpes y pausas revela una cierta intencionalidad,
algo así como una dirección. El ritmo proporciona una expectación, suscita un
anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa,
esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una
disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga
"algo". Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un
ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido
de algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de
algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido,
sino tiempo original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo.
Heidegger ha mostrado que toda medida es una "forma de hacer presente el
tiempo". Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos. Esta
presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el reloj
presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y carentes
de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por tanto, da
sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la hace posible.
El tiempo no está
fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las
manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros
los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros
mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios:
el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y
dotado de una dirección. Continua manar, perpetuo ir más allá, el tiempo es
permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ese más. El
tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más
allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse así mismo como sentido. Se
destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio.
Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más,
sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con
él: nosotros mismos. En el ritmo hay un "ir hacia", que sólo puede
ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no
es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos
los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia "algo". El
ritmo es sentido y dice "algo". Así, su contenido verbal o ideológico
no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el
ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente
del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo y palabra poética no
es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que
el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la
traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos,
bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible
disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una
finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras.
Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para reproducir ciertos
mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios, el fin de un tiempo
o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el
sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el hombre deseaba: el
descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La
danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la pantomima eran
también un drama y una ceremonia: un ritual. El ritmo era rito. Sabemos, por
otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico
se descubre la presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en
palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito
actualiza el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se
repite: el héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence los demonios, se
cubre de verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el
tiempo que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación
son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza,
mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya
en el ritmo, que las contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser
medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto.
Otro tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o "idea poética" no
precede al ritmo, ni éste a aquella. Ambos son la misma cosa. En el verso ya
late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y
ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios,
moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos
cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras
creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las
instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es
ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo
primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al
universo como la cíclica combinación de dos ritmos: "Una vez Yin —otra vez
Yang: eso es el Tao". Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental
de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son
emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo.
Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y
alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni
abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades.
Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo
es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la
luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libre, el tiempo de
los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad, "tiempo de plenitud y
tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y
un aspecto serpiente—, tal es la vida". El universo es un sistema
bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el
crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las
instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes
altera el orden cósmico; pero también lo altera, en ciertos periodos, su
castidad. La cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como el amor y el
tránsito de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo, encarnación
visible de la legalidad cósmica: Yi Yin - Yi Yang: "Una vez Yin otra vez
Yang: eso es el Tao" (2).
El pueblo chino no es el único que ha sentido el universo
como unión, separación y reunión de ritmos. Todas las concepciones cosmológicas
del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda
cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de
expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta
como ritmo. Yin y Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas;
dual para los hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación
de contrarios. Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la
lógica y la religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos
elementos que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis,
antítesis, síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo;
temperamentos sanguíneo, muscular, nervioso; memoria, voluntad y entendimiento;
reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y democracia... No es
ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión de las instituciones
sociales primitivas, del sistema de producción o de otras "causas" o
si, por el contrario, las llamadas estructuras sociales no son sino
manifestaciones de esta primera de esta primera y espontánea actitud del hombre
ante la realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee
el mismo carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque
ese ser parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado,
diríase que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una
respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el ritmo es
inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación más simple,
permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser
temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia "algo", hacia lo
"otro": la muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante
presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no podía menos de
provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el ritmo. Pero cada
sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cara ritmo es una actitud,
un sentido y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es
imposible reducir los ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos,
tampoco es posible abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada
ritmo implica una visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que
hablan algunos filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con
el ritmo original, creador de imágenes, poemas y obras. El rimo, que es imagen
y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de
nosotros: es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida
humana irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las
almas se llama Amor; Lao-tsé y Chuang-tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios
relativos: Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos
ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de
cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir,
aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige
la vida diaria y las actividades profanas; otro, los periodos sagrados, los
ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en
porciones iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema
adoptado para la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de
porciones homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la
continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan
para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada
no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales,
que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el
1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy
bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han
sentido el horror del "fin del tiempo". De ahí la existencia de
"ritos de entrada y salida". Entre los antiguos mexicanos el rito del
fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52
años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas
se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de México,
hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había
encarnado, El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido
re-engendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez, se
desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro del
Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de
Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo
viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay
mitos, como el de Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se
empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan;
las mujeres no conciben; los viejos gobiernan: Los "ritos de salida"
—que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe—
obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en
qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: "Una vez había un
rey...". El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en "una
vez...", nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un
pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los
mitos no es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado
cargado de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un
tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de re-encarnar. El
calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que
es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. Nada más distante de
nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aferramos a la
representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de "mal
tiempo" y de "buen tiempo" y aunque cada treinta y uno de
diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de
estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide
arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj.
Nuestro "buen tiempo" no se desprende de la sucesión; podemos
suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero
sabemos que el pasado no volverá. Nuestro "buen tiempo" muere de la
misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no
muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra
representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de
ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y
volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad:
por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert Y Mauss, en su
clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del
calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta
discontinuidad: "La representación mítica del tiempo es esencialmente
rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir,
sino ritmar, el tiempo" (3). Evidentemente no se trata de "ritmar"
el tiempo —resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo
original. La repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo
original. Y más exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los
mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el
tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y
vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a
repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna
manera, resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo
cronométrico. "Lo que pasó, pasó", dice la gente. Para el poeta lo
que pasó volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quirón a Fausto,
"no está atado por el tiempo". Y éste le responde: "Fuera del
tiempo encontró Aquiles a Helena". ¿Fuera del tiempo? Más bien en el
tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en los de asunto
contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y el
presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje
periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino que se esta
haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que re-engendra y reencarna. Y
reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después, como
recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo
ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente
apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas son los
que llamamos versos y su función consiste en re-crear el tiempo.
A tratar el origen
de la poesía, dice Aristóteles: "En total, dos parecen haber sido las
causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde
niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se
distingue de los demás animales: en que es muy más imitador el hombre que todos
ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo,
en que todos se complacen en las reproducciones imitativas" (4). Y más
adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la
contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal
instrumento de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace
semejantes a los objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto
sea parecido a aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas.
Sólo que, contra lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo
que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de reproducción imitativa
como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la
Poética, "imitar no significa ponerse a copiar un original... sino toda
acción cuyo efecto es una presencialización". Y el efecto de tal
imitación, "que, al pie de la letra, no copia nada, será un objeto original
y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una sonata". Mas, ¿de
dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es
la naturaleza, paradigma y fuente de inspiración para todos los griegos. Con
más razón que al de Zola y sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte
griego. Pues bien, una de las cosas que nos distinguen de los griegos es
nuestra concepción de la naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su
figura, si alguna tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo
orgánico y dueño de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea
misma de objeto ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está
en entredicho, ¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas?
Tampoco sabemos en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre,
desde hace siglos, ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de
impulsos y reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a
este animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, a un ente
cuya conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un
aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el
extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin
más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se han
vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría con los griegos. Si
el hombre es una animal o una máquina, no veo cómo pueda se un ente político, a
no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de la física. Y a la
inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así pues, lo que nos
parece extraño y caduco —como bien observa García Bacca— no es la poética
aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un modelo para
nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de
la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia
y la filosofía. La primera reina sobre los hechos: la segunda rige el mundo de
lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece "como lo
optativo". "No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las
cosas como sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido". El
reino de la poesía es el "ojalá". El poeta es "varón de
deseos". En efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo
posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo "imposible inverosímil",
deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a
suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso
amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la
realidad. El mundo del "ojalá" es el de la imagen por comparación de
semejanzas y su principal vehículo es la palabra "como" y dice: esto
es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el "como" y dice:
esto es aquello. En ella el deseo entre en acción: no compara ni muestra
semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que
nos parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de
Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende
por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la
palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca
a un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los
niños, los primitivos, y, en suma, como todos los hombres cuando dan rienda
suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa
imitación es creación original: evocación, resurrección y recreación de algo
que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se
confunde con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también
único y singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un
futuro que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo,
concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo
renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se
da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo.
La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la prosa. La
frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de
estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética, es
necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa.
Notas
La lingüística moderna parece contradecir esta opinión.
No obstante, como se verá, la contradicción no es absoluta. Para Roman
Jakobson, "la palabra es una parte constituyente de un contexto superior,
la frase, y simultáneamente es un contexto de otros constituyentes más
pequeños, los morfemas (unidades mínimas dotadas de significación) y los
fonemas". A su vez los fonemas son haces o manojos de rasgos
diferenciales. Tanto cada rasgo diferencial como cada fonema se constituyen
frente a las otras partículas en una relación de oposición o contraste: los
fonemas "designan una mera alteridad". Ahora bien, aunque carecen de
significación propia, los fonemas "participan de la significación" ya
que su "función consiste en diferenciar, cimentar, separar o
destacar" los morfemas y de tal modo distinguirlos entre sí. Por su parte,
el morfema no alcanza efectiva significación sino en la palabra y ésta en la
frase o en la palabra-frase. Así pues, rasgos diferenciales, fonemas, morfemas
y palabras son signos que sólo significan plenamente dentro de un contexto. Por
último, el contexto significa y es inteligible sólo dentro de una clave común
al que habla y al que oye: el lenguaje. Las unidades semánticas (morfemas y
palabras) y las fonológicas (rasgos diferenciales y fonemas) son elementos
lingüísticos por pertenecer a un sistema de significados que los engloba. Las
unidades lingüísticas no constituyen el lenguaje sino a la inversa: el lenguaje
las constituye. Cada unidad, sea en el nivel fonológico o en el significativo,
se define por su relación con las otras partes: "el lenguaje es una
totalidad indivisible" (Nota de 1964).
Marcel Granet, La pensée chinoise, París, 1938.
H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d’histoire des religions,
París, 1929.
Aristóteles, Poética, Versión directa, introducción y
notas por Juan David García Bacca, México, 1945.
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
Fotos Pájaro Carpintero. Tomadas en el patio de mi casa,
Barrio Parque Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina
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