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17 de agosto de 2017
16 de agosto de 2017
Historia Calamitatum, Horacio Castillo
HISTORIA CALAMITATUM
Esta pena es
pasajera, no eterna.
Tiende a purificar,
no a condenar.
Segunda carta
de Abelardo a Heloísa
¿Adónde ir ahora?
¿Cómo reaparecer ante el público,
para que
todos me señalen con el dedo
y se ensañe
la compasión? Ya no soy, para el mundo,
sino un
espectáculo abominable, escándalo, un eunuco
excluido.
como animal mutilado, de la asamblea de
Dios.
La ley
homicida me ha juzgado de esta manera
para que
purgue las seducciones de la carne y del siglo,
pero el aguijón
del pensamiento ¡más poderoso que el
de la carne,
aviva la hoguera de la voluptuosidad
y el fuego se
propaga desde el cielo al infierno.
El dolor infligido
exaspera todavía más
porque el
pensamiento, ay, a diferencia de la sensación,
no se
consuma, y se revuelve sobre sí mismo
buscando esa
muerte donde todo halla reposo.
Para mí no
hay corona, y puesto que un abismo
separa de la
esposa blanca por los huesos,
espero otro
nombre mejor que el de esposo,
el nombre
verdadero que jamás perece.
Horacio Castillo
15 de agosto de 2017
El foso, Horacio Castillo
El foso
Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el
mundo.
¿Dónde estamos? -preguntó el niño que todavía no había
nacido.
En ninguna parte -contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? -preguntó el hombre escondiendo los ojos
en el bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte -contestó la mujer plegando su cabellera
como un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada,
y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? -preguntó el hijo templando las cuerdas
de las alambradas.
En ninguna parte -contestó el padre pasando una esponja
sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a
cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? -preguntó el muchacho con el cordero
sobre los hombros.
En ninguna parte -contestó la muchacha con el ramo de
nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? -preguntó el niño con el rayo de sol
entre los dientes.
En ninguna parte -contestó el anciano revolviendo el
caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? -preguntó la niña que dormía con el ave
fénix en sus brazos.
En ninguna parte -contestó la madre con el balde de
olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.
Horacio Castillo
De Alaska, 1993
14 de agosto de 2017
Nostalgia, H. P. Lovecraft
XXIX
NOSTALGIA
Cada año, al resplandor melancólico del otoño,
Los pájaros remontan el vuelo sobre un océano desierto,
Trinando y gorjeando con prisa jubilosa
Por llegar a una tierra que su memoria profunda conoce.
Grandes jardines colgantes donde se abren flores
De vivos colores, hileras de mangos de gusto delicioso
Y arboledas que forman templos con ramas entrelazadas
Sobre frescos senderos…todo esto les muestran sus vagos
sueños.
Buscan en el mar vestigios de su antigua costa,
Y la alta ciudad blanca, erizada de torres…
Pero sólo las aguas vacías se extienden ante ellos,
Así que al fin dan media vuelta una vez más.
Y mientras tanto, hundidas en un abismo infestado de
extraños pólipos,
Las viejas torres añoran su canto perdido y recordado.
H. P, Lovecraft
De Hongos de Yuggoth Traducción de Luis Benitez
13 de agosto de 2017
Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos, H. P. Lovecraft
Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos
H. P. Lovecraft
La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es
porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga,
escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las
visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas,
paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por
los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis
inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la
suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo,
del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos
de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más
allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos
tratan de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más
fuerte y profunda emoción y una de las que mejor se presta a desafiar los
cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están siempre
relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen
convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica
y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y
horror. La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en
muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y
al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo.
El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda
expresión humana.
Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente
una manera particular de expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y
permanente como la literatura en sí misma. Siempre existirá un número
determinado de personas que tenga gran curiosidad por el desconocido espacio
exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo conocido y
lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y
posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las
profundidades de los bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las
llameantes y asombrosas puestas de sol. Entre esta clase de personas
apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los grandes maestros
-Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood, Walter de la
Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo.
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo
hago. Cada uno de mis cuentos tiene una trama diferente. Una o dos veces he
escrito un sueño literalmente, pero por lo general me inspiro en un paisaje,
idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía adecuada de
crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en
términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor
adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones
lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.
Mi actual proceso de composición es tan variable como la
elección del tema o el desarrollo de la historia; pero si la estructura de mis
cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen descubrirse ciertas reglas que
a continuación enumero:
1) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos
en orden de su aparición; no en el de la narración. Describir con vigor los
hechos como para hacer creíbles los incidentes que van a tener lugar. Los
detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este boceto
inicial.
2) Preparar una segunda sinopsis o escenario de
acontecimientos; esta vez en el orden de su narración, con descripciones
detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio de perspectiva, o a
un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario,
siempre y cuando se logre un mayor interés dramático. Interpolar o suprimir
incidentes donde se requiera, sin ceñirse a la idea original aunque el
resultado sea una historia completamente diferente a la que se pensó en un
principio. Permitir adiciones y alteraciones siempre y cuando estén lo
suficientemente relacionadas con la formulación de los acontecimientos.
3) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin
ser demasiado crítico, siguiendo el punto (2), es decir, de acuerdo al orden
narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el argumento siempre que el
desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por el boceto
previo. Si el desarrollo de la historia revela nuevos efectos dramáticos,
añadir todo lo que pueda ser positivo, repasando y reconciliando todas y cada
una de las adiciones del nuevo plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea
necesario o aconsejable; probar con diferentes comienzos y diferentes finales,
hasta encontrar el que más se adapte al argumento. Asegurarse de que ensamblan
todas las partes de la historia desde el comienzo hasta el final del relato.
Corregir toda posible superficialidad -palabras, párrafos, incluso episodios
completos-, conservando el orden preestablecido.
4) Revisar por completo el texto, poniendo especial
atención en el vocabulario, sintaxis, ritmo de la prosa, proporción de las
partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las composiciones (de escena a
escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento que tenga que
ver con el tiempo, etc.), la efectividad del comienzo, del final, del clímax,
el suspenso y el interés dramático, la captación de la atmósfera y otros
elementos diversos.
5) Preparar una copia esmerada a máquina; sin vacilar por
ello en acometer una revisión final allí donde sea necesario.
El primero de estos puntos es por lo general una mera
idea mental, una puesta en escena de condiciones y acontecimientos que rondan
en nuestra cabeza, jamás puestas sobre papel hasta que preparo una detallada
sinopsis de estos acontecimientos en orden a su narración. De forma que a veces
comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a desarrollarlo.
Considero cuatro tipos diferentes de cuentos
sobrenaturales: uno expresa una aptitud o sentimiento, otro un concepto
plástico, un tercer tipo comunica una situación general, condición, leyenda o
concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una
situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias
fantásticas pueden estar clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en
las que lo maravilloso o terrible está relacionado con algún tipo de condición
o fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la acción del personaje con
un suceso o fenómeno grotesco.
Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos
de miedo- puede desarrollar cinco elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo
a un horror o anormalidad (condición, entidad, etc,); b) efectos o desarrollos
típicos del horror, c) el modo de la manifestación de ese horror; d) la forma
de reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en
relación a lo condiciones dadas.
Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo
especial atención en la forma de crear una atmósfera idónea, aplicando el
énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie puede, excepto en las revistas
populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o inconcebible, como si
fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos
extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para
lograr su credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con
cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este
elemento fantástico debe causar impresión y hay que poner gran cuidado en la
construcción emocional; su aparición apenas debe sentirse, pero tiene que
notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás
caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales,
excepto cuando se refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos
espectrales deben ser narrados con la misma emoción con la que se narraría un
suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por supuesto este suceso
sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello, hay que
crear un ambiente de terror y angustia que se corresponda con el estado de
ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier intento de escribir
fantasía seria.
La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la
literatura fantástica. En realidad, todo relato fantástico debe ser una nítida
pincelada de un cierto tipo de comportamiento humano. Si le damos cualquier
otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre,
pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza;
indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión
brumosa de la extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones
inútiles de sucesos increíbles que no sean significativos.
Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido
-consciente o inconscientemente- ya que siempre he considerado con bastante
seriedad la creación fantástica. Que mis resultados puedan llegar a tener éxito
es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si hubiese
ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho
peores de lo que son ahora.
H. P. Lovecraft
12 de agosto de 2017
El anciano terrible, H.P. Lovecraft
El anciano terrible, H.P. Lovecraft
Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva
hacer una visita al Terrible Anciano.
El anciano vive solo en una casa muy antigua de la Calle
Walter cercana al mar, y se le conoce por ser un hombre fantásticamente rico, y
por tener una salud excesivamente delicada; lo cual constituye un atractivo
para hombres con la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su
profesión era el latrocinio.
Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas
acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las
atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi
absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún
rincón de su mohosa y venerable mansión. En verdad, es un ser muy extraño, que
al parecer fue capitán de barco en las Indias Orientales. Es tan decrépito que
nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos conocen su nombre
real.
Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su
vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes
rocas, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de
algún lóbrego templo asiático. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los
niños que disfrutan burlándose de su barba y cabello, largos y canosos, o
romper los cristales de pequeño marco de su vivienda con traviesos proyectiles.
Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso
que en ocasiones se acercan sigilosamente hasta la mansión, para escudriñar el
interior a través de las ventanas cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que
sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo, hay muchas botellas
extrañas, cada una de las cuales tiene en su interior un trozo de plomo
suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Anciano
Terrible dialoga con las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack,
Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre
que habla a una botella, el péndulo de plomo que lleva dentro emite unas
vibraciones precisas a modo de respuesta.
A quienes han visto al alto y enjuto Anciano Terrible en
una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero
Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport.
Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen
del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron
en el Anciano Terrible otra cosa que un viejo decrépito y prácticamente
indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su cayado, y cuyas escuálidas y
frágiles manos temblaban de modo lastimoso. A su manera, se compadecían mucho
del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había
perro que no ladrase con especial virulencia.
Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a
su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza
que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas
necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos
siglos atrás.
Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del
11 de abril para realizar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se
encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor
Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico
en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro
posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones
innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los
planes para una huida sin apuros.
Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se
pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier
malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron
en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y
aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se
veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en
qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas
supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la
lengua al Anciano Terrible para averiguar el escondite de su oro y plata, pues
los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En
cualquier caso, se trataba de alguien muy viejo y endeble, y ellos eran dos
personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el
arte de volver dóciles a los tercos, y los gritos de un débil y más que
venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la
única ventana alumbrada y escucharon cómo el Anciano Terrible hablaba en tono
infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron
con delicadeza en la descolorida puerta de roble.
La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se
agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la mansión
del Anciano Terrible en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo
normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la casa
momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho
a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de
mar? Presa de los angustia, observaba la estrecha puerta de roble en el alto
muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se
preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de
revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un
registro completo?
Al señor Czanek no le gustaba esperar a oscuras en
semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o
golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba
desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso picaporte, y vio cómo se
abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que
alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado
sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca.
Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo
sus compañeros, sino el Anciano Terrible que se apoyaba con aire tranquilo en
su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado
hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era
amarillos.
Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las
ciudades pequeñas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a
lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos
sin identificar, horriblemente mutilados (como si hubieran recibido múltiples
cuchilladas) y horriblemente triturados (como si hubieran sido objeto de las
pisadas de muchas botas despiadadas) que la marea depositó en tierra. Y algunos
hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró
en la Calle Ship, o de ciertos gritos inhumanos, posiblemente de algún animal
extraviado o de un pájaro ignoto, escuchados durante la noche por los vecinos
que no podían conciliar el sueño.
Pero el Anciano Terrible no prestaba la menor atención a
los rumores que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y
cuando uno es anciano y se tiene una salud delicada, la reserva es doblemente
marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de
cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada
juventud.
H.P Lovecraft
11 de agosto de 2017
Los dioses del bien y del mal de H. P. Lovecraft por Juan-Jacobo Bajarlía
Los dioses del bien y del mal
De todo el círculo de amigos de Lovecraft, fue Derleth,
como ya sabemos, quien más profundizó en esta mitología. Dejó constancia de
quiénes eran los dioses del mal y quiénes representaban el bien. En The seal of
R'lyeh (1961) los enumera y los analiza con algunas variantes:
“Entre estos primordiales se contaban: el Gran Cthulhu,
morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago Hali, en las Híadas;
Yog-Sothot, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina
Sobre El Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el
fuego; el Gran Azathoth. Todos habían sido vencidos y expulsados al espacio
exterior, donde esperarían el día remoto en que con la ayuda de sus seguidores
podrían rebelarse para derrotar a los humanos y someter a los dioses
arquetípicos.”
En esta enumeración no menciona a sus esbirros: los
Profundos que vivían en los mares y en las zonas acuáticas de la superficie
terrestre. Y al lado de ellos, los Dhols, el Abominable Hombre de las Nieves,
que habita el Tíbet y la oculta Meseta de Leng, los Shantaks, que huyeron de
Kadath por orden de Wendigo, El Que Camina Sobre el Viento y pariente de
Ithaqua.
Realizada la enumeración, expresa:
“Los primigenios y los dioses arquetípicos –que según
advertí eran lo mismo– representaban el bien original. Los primordiales, en
cambio, representaban el mal.”
“Los primordiales no sólo combatían a los dioses
arquetípicos, sino que al mismo tiempo luchaban entre ellos en un esfuerzo
supremo por la dominación final. Eran, en definitiva, representaciones de las
fuerzas elementales, y cada uno correspondía a un elemento.”
Es decir: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua,
al aire; Hastur, al espacio sideral.
Algunos estaban vinculados con las fuerzas de la
Naturaleza, como Shub-Niggurath, mensajera de los dioses, que se hallaba ligada
con la fertilidad. Yog-Sothot, con el Continuum tiempo-espacio. Azathoth, con
el principio del mal.
Nos explica Derleth, asimismo, que los dioses
arquetípicos constituyeron con el tiempo la Trinidad judeocristiana. Los
primordiales, a su vez, pasaron a ser Satanás, Belcebú, Mefistófeles y Azrael.
Para Derleth los Mitos de Cthulhu habrían sobrevivido en otras civilizaciones,
como la incaica y la maya. O acaso en los ídolos de la Isla de Pascua.
De H. P.
Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía
10 de agosto de 2017
La tumba, H. P. Lovecraft
LA TUMBA
H. P. LOVECRAFT
Al relatar las circunstancias que han conducido a mi
reclusión en este refugio para enfermos mentales, me doy cuenta de que mi
situación actual suscitará las naturales dudas sobre la autenticidad de mi
relato. Es una lástima que la mayor parte de la humanidad tenga una visión
mental tan limitada a la hora de sopesar con calma y con inteligencia aquellos
fenómenos aislados, vistos y sentidos sólo por unas pocas personas
psíquicamente sensibles, que acontecen más allá de la experiencia común. Los hombres de más amplia
mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo real y lo irreal; que
todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de los delicados
instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los cuales
llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como
locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común del claro
empirismo.
Me llamo Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he
sido soñador y visionario. Dueño de una fortuna comercial, y temperamentalmente
incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de gozar del trato social de
mis amistades, he vivido siempre en regiones alejadas del mundo visible; he
pasado mi adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y poco conocidos,
y vagando por los campos y arboledas próximas a mi casa solariega. No creo que
lo que leía en aquellos libros y veía en aquellos campos y arboledas fuera
exactamente lo que podían leer y ver otros niños allí; pero no debo hablar
demasiado de esto, ya que una referencia más detallada serviría para confirmar
las crueles calumnias sobre mi cordura que oigo contar a veces en voz baja a
los
furtivos enfermeros que tengo a mi alrededor. Me limitaré
a relatar los hechos sin analizar sus causas.
He dicho que viví separado del mundo visible, pero no que
viviera solo. Ninguna criatura humana sería capaz de tal cosa; porque la falta
de compañía de los vivos empuja a uno inevitablemente a buscar la de seres que
no lo son, o ya no lo están. Cerca de mi casa hay una hondonada boscosa, en
cuyas profundidades crepusculares pasaba yo la mayor parte de mi tiempo,
leyendo, pensando o soñando. Al pie de sus musgosas laderas di mis primeros
pasos, y alrededor de sus robles grotescos y nudosos tejí mis primeras fantasías
de adolescente. Llegué a conocer bastante bien a las dríadas tutelares de
aquellos árboles, y presencié a menudo sus danzas delirantes bajo el forzado
resplandor de una luna menguante... Pero no debo hablar ahora de estas cosas.
Hablaré únicamente de la tumba solitaria que había en la
más intrincada espesura de la ladera la tumba abandonada de los Hyde, vieja y
eminente familia cuyo último descendiente directo había sido depositado en sus
negras cavidades bastantes decenios antes de que yo naciera.
La cripta a la que me refiero es de antiguo granito,
gastado por el tiempo y manchado por las brumas y humedades de generaciones.
Excavado en la falda del monte, el recinto sólo tiene visible la entrada. La
puerta, una losa imponente, está sostenida por unos goznes de hierro
herrumbroso y permanece extraña y siniestramente entornada sólidamente sujeta
con candados ypesadas cadenas de hierro, a la tosca manera de hace medio siglo.
La residencia de la familia cuyos vástagos descansan aquí en sus urnas coronaba
en otro tiempo el declive en el que se encuentra la tumba; pero hace tiempo ya
que se derrumbó, presa de las llamas que un rayo provocó. Los habitantes más
viejos de la región hablan con voz atemorizada de aquella tormenta que destruyó
a media noche la sombría mansión, aludiendo de tal forma a lo que ellos llaman
la «ira divina», que en los últimos años se avivó vagamente en mí la siempre
fuerte fascinación que había sentido por el sepulcro oculto en la espesura.
Sólo un hombre había perecido en el incendio. Cuando el último de los Hyde fue
enterrado en este lugar de quietud y de sombras, la urna de sus cenizas llegó
de un lejano país, al que la familia fue a establecerse tras el incendio. Ya no
hay nadie que deposite flores ante ese pórtico de granito, y son pocos los que
desafían las lúgubres sombras que parecen demorarse extrañamente junto a sus
piedras desgastadas por el agua.
Nunca olvidaré la tarde en que descubrí esa semioculta
morada de la muerte. Fue a mediados del verano, cuando la alquimia de la
naturaleza transmuta el paisaje selvático en vívida y casi homogénea masa de
verde; cuando los sentidos se embriagan con esas oleadas de húmedo verdor y de
fragancia sutilmente indefinible a tierra y a vegetación. En tal ambiente, la
razón pierde perspectiva; el tiempo y el espacio se vuelven triviales e
irreales, y los ecos de un pasado prehistórico llama con insistencia a las
puertas de la conciencia cautivada.
Había estado vagando todo el día por las místicas
arboledas de la hondonada, inmerso en pensamientos que no vienen al caso, y
conversando con seres a los que no hay por qué mencionar. A la edad de diez
años había visto y oído muchos prodigios ignorados por la multitud, y
endeterminados aspectos me sentía extrañamente anciano. Cuando —después de
abrirme paso entre dos zarzas enmarañadas- encontré la entrada de la cripta, no
tenía ideade lo que había descubierto. Los bloques de oscuro
granito, la puerta extrañamente entornada, y los relieves funerarios esculpidos
en el arco, no suscitaron en mí ninguna asociación dolorosa ni terrible. Yo
sabía y había imaginado muchas cosas acerca de las sepulturas y las tumbas;
pero debido a mi carácter especial, me habían tenido apartado de todo contacto
con cementerios y lugares de enterramiento. La extraña construcción de piedra
de la boscosa ladera era para mi simple motivo de curiosidad y divagación; y su
interior frío y húmedo, que en vano traté de escrutar desde la tentadora
rendija, no contenía para mí signo alguno de corrupción o de muerte. Pero en
aquel instante de curiosidad nació en miel loco e irrazonado deseo que me ha
traído a este infernal confinamiento. Acuciado por una voz que debió de brotar
del alma espantosa del bosque, decidí penetrar en la atrayente oscuridad a
pesar de las gruesas adenas que me cerraban el paso. A la luz débil del día,
sacudí los herrumbrosos obstáculos con objeto de abrir más la puerta de piedra,
y traté de deslizar mi cuerpo delgado por la angosta holgura; pero ninguno de
mis intentos tuvo éxito.
Mi inicial curiosidad se volvió ahora frenética; y cuando
regresé a casa en el creciente crepúsculo, había jurado a ¡os cien dioses del
bosque que, costara lo que costase, algún día forzaría la entrada de esas frías
y tenebrosas profundidades que parecían llamarme. El médico de barba gris que
entra a diario en mi habitación dijo una vez a un visitante que tal decisión
marcó el principio de una lamentable monomanía; pero dejaré que el juicio
definitivo lo emitan los lectores, cuando lo sepan todo.
Los meses siguientes a mi descubrimiento los pasé
haciendo inútiles intentos de forzar el complicado candado de la cripta, y
discretas averiguaciones sobre la naturaleza e historia del recinto. Con el
oído tradicionalmente receptivo de los niños, me enteré de muchas cosas, aunque
mi habitual reserva me impedía contar a nadie lo que sabía yo que me proponía.
Quizá merezca la pena aclarar que no me sorprendió ni me produjo terror el
enterarme de la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas sobre la vida y
la muerte me habían llevado a asociar vagamente el barro frío con el cuerpo que
respira, e intuía que la grande y siniestra familia de la mansión incendiada
estaba representada en cierto modo en el recinto de piedra que trataba de
explorar. Los rumores que corrían sobre ritos misteriosos y profanas orgías que
se habían celebrado en épocas pasadas en la antigua residencia despertaron en
mi un poderoso interés por la tumba, ante cuya puerta permanecía sentado a
diario durante horas y horas. Una de las veces arrojé una vela por la rendija
de la puerta, pero no conseguí ver nada, salvo un tramo de húmedas escaleras de
piedra que descendían. El olor del lugar me producía repugnancia, y no
obstante, me fascinaba. Sentía que lo había percibido anteriormente, en un
pasado remoto más allá de todo recuerdo; antes incluso de encarnarme en este
cuerpo que ahora poseo.
Al año siguiente de mi descubrimiento de la tumba, di con
una traducción carcomida de las Vidas de Plutarco en el desván de mi casa,
atestado de libros. Leyendo la vida de Teseo, me sentí muy impresionado por ese
pasaje en que habla de una gran piedra bajo la cual el joven héroe encontraría
la prueba de su destino cuando fuese lo bastante fuerte para levantar su enorme
peso. La leyenda tuvo el efecto de aplacar mi vivísima impaciencia por entrar
en la cripta, ya que me hizo comprender que aún no había llegado el momento.
Más tarde, me decía, llegaría a tener una fuerza y una ingeniosidad que me
permitirían abrir fácilmente la puerta encadenada; pero hasta entonces, debía
conformarme con lo que parecía ser la voluntad del Destino.
Así que mis vigilancias junto a la húmeda entrada se
volvieron menos insistentes, y dediqué gran parte de mi tiempo a otras
ocupaciones, aunque eran igualmente extrañas.
Me levantaba a veces en silencio, por la noche, y salía
furtivamente a pasear por los cementerios y lugares de enterramiento, de los
que mis padres me habían tenido apartado. No puedo decir qué hacía yo allí, ya
que ahora no estoy seguro de la realidad de ciertas cosas; pero sé que al día
siguiente de esos vagabundeos nocturnos asombraba a menudo a los queme rodeaban
mostrando un conocimiento de cosas casi olvidadas desde hacía generaciones. Fue
después de una noche así cuando escandalicé a la comunidad con un extraño
comentario sobre el entierro del rico y afamado Squire Brewster, artífice de la
historia local inhumado en 1711, y cuya lápida de pizarra, con una calavera y
dos tibias cruzadas, se iba convirtiendo lentamente en polvo. En un momento de
infantil imaginación, juré no sólo que el empresario de la funeraria Goodman
Simpson le habíarobado al difunto los zapatos de hebilla de plata, las
calzas de seda y el calzón de raso antes de enterrarlo, sino que el propio
squire, que no había muerto del todo, se había dado la vuelta dos veces en el
ataúd, el día después del entierro.
Pero la idea de entrar en la tumba jamás se me fue del
pensamiento, hasta que me la reavivó efectivamente el inesperado descubrimiento
genealógico de que mis propios antepasados maternos poseían al menos un ligero
vinculo con la familia supuestamente extinguida de los Hyde. Ultimo vástago de
mi línea paterna, era igualmente el último de esta otra más vieja y misteriosa.
Empecé a sentir que la tumba era mía, y a pensar con ardiente ansiedad en el
momento en que pudiera trasponer el umbral de piedra y bajar a la
oscuridad por aquella escalera cubierta de limo. Adopté entonces la costumbre
de escuchar con intensa atención en la puerta entornada eligiendo para esta
extraña vigilancia mis horas predilectas: la quietud de la medianoche. Por la
época en que llegué a mayor, había hecho un pequeño claro en los matorrales
delante de la mohosa fachada de la ladera, dejando que la vegetación de su
alrededor lo cubriera como las paredes y techumbre de un cenador silvestre.
Este cenador era mi templo; y la puerta encadenada, mi altar; y aquí me tumbaba
en el suelo musgoso, pensando extraños pensamientos y soñando extraños sueños.
La noche en que tuve la primera revelación fue
bochornosa. Debí de quedarme dormido de cansancio, porque cuando oí voces tuve
la clara sensación de despertar. No quiero hablar de sus tonos y acentos, ni
referirme a su calidad; pero sí puedo decir que noté extrañas peculiaridades en
el vocabulario, la pronunciación y el modo de vocalizar. En aquel oscuro
coloquio parecían estar representados todo los matices del dialecto de Nueva
Inglaterra desde las toscas expresiones de los colonialistas puritanos a la
retórica precisa de hace cincuenta años; pero de eso me di cuenta después. En
aquel momento, mi atención estaba en otro fenómeno: un fenómeno tan fugaz, que
no puedo jurar que fuese real. Al volver a casa, fui sin vacilar a un cofre
carcomido que había en el desván, y allí encontré la llave que al día siguiente
abrió con toda sencillez el obstáculo que durante tanto tiempo había tratado de
forzar en vano.
Había una luz suave de atardecer, la primera vez que
entré en la cripta de la ladera abandonada. Me sentía embargado por un hechizo,
y el corazón me saltaba con una exultación difícil de describir. Cuando cerré
la puerta detrás de mí, y empecé a descender por los goteantes peldaños a la
luz de mi vela, tuve la impresión de que conocía el camino; y aunque la vela
chisporroteaba por el vaho sofocante del lugar, me sentí extrañamente a gusto
en aquel ambiente estancado de pudridero. Al mirar a mi alrededor, descubrí
numerosas losas de mármol sobre las que descansaban ataúdes o restos de
ataúdes. Algunos de ellos estaban cerrados e intactos; otros
casi habían desaparecido, quedando sus asas de plata y
sus placas aisladas entre curiosos montones de polvo blanquecino. En una de las
placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, quien había venido de Sussex en 1640
y había muerto aquí unos años más tarde. En un nicho llamativo había un ataúd
bastante bien conservado y vacío, adornado con un simple nombre que me hizo
sonreír y estremecer a la vez. Un inexplicable impulso me decidió a subir a la
ancha losa, apagar la vela, y tumbarme en el interior de la caja vacía.
Salí tambaleante de la cripta, a la luz gris del
amanecer, y cerré la puerta y la cadena, detrás de mí. Ya no era joven, aunque
sólo veintiún inviernos habían enfriado mi envoltura corporal. Los aldeanos
madrugadores que me vieron regresar me miraron con extrañeza, asombrados ante
los signos de obscena disipación que observaban en alguien cuya vida tenía fama
de austera y solitaria. No me presenté ante mis padres hasta después de un
sueño largo y reparador.
A partir de entonces, acudí a la tumba cada noche, viendo
y oyendo y haciendo cosas que no debo recordar. Mi modo de hablar, siempre
sensible a las influencias ambientales, fue lo primero en sucumbir al cambio, y
no tardaron en notar mi arcaísmo de dicción tan súbitamente adquirido. Después,
apareció en mi comportamiento un extraño descaro y temeridad, hasta que, de
manera inconsciente, asumí la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi vida
recluida. Mi lengua, anteriormente reservada, se volvió voluble, adquiriendo la
gracia fácil de un Chesterfield y el cinismo descreído de un Rochester. Exhibí
una erudición singular, totalmente distinta del saber fantástico y monacal que
había adquirido en mi juventud, y cubrí las guardas de mis libros con fáciles e
improvisados epigramas que revelaban influencias de Gay, de Prior y de los más
ágiles ingenios y rimadores augustos. Una mañana, durante el
desayuno, estuve al borde del desastre, al ponerme a declamar con acento
claramente ebrio una efusión de júbilo báquico del siglo XVIII, alegre y
georgiana, jamás registrada en libro alguno, y que decía así: Venid, muchachos,
con la jarra de cerveza, Bebed por el presente, antes de que huya; Apilad en
vuestro plato una montaña de carne, Pues el comer y el beber nos vuelve
alegres; Llenad, pues, vuestros vasos:
Pronto pasar la vida ¡Y muertos, ya no brinda réis por
vuestro rey y vuestra amiga!Dicen que Anacreonte tenía roja la nariz. Dios me
bendiga. Prefiero estar rojo aquí abajo, Que hecho un lirio... ¡y muerto la mitad del año! Así que ven, Betty,
querida; Ven y bésame;¡No hay en el averno otra hija de tabernero como tú!
El joven Harry anda tan tieso como puede, Ya perderá la
peluca y rodará bajo las metas. Pero llenad llenad vuestros vasos.
¡Es mejor estar bajo la mesa que encontrarse bajo tierra!
Así que disfrutad, reíd, Bebed a garganta llena. ¡Menos risa habrá con seis pies
de tierra encima! ¡Que el demonio me fulmine! No puedo dar un paso, ¡Maldito si
puedo tenerme en pie! Ea, tabernero, di a Betty que traiga una silla; ¡Quiero
quedarme otro rato, ya que mi esposa no esta!Echadme una mano, Que no puedo
tenerme, ¡Pero quiero disfrutar mientras estoy sobre la tierra! Fue por
entonces cuando concebí el miedo que ahora me dan las tormentas. Indiferente
antes a esas cosas, ahora me producían un horror indecible, y trataba de esconderme
en el último rincón de la casa cada vez que el cielo amenazaba desencadenar una
tormenta con todo el aparato eléctrico. Un lugar que frecuentaba con
predilección durante el día era el sótano ruinoso de la mansión incendiada; y
en la imaginación me representaba el edificio tal como fuera al principio. En
una ocasión, sobresalté a un aldeano llevándole confiadamente a un subsótano
poco profundo, cuya existencia parecía conocer yo a pesar de que había
permanecido ignorado y olvidado durante generaciones.
Por último, ocurrió lo que había estado temiendo durante
mucho tiempo. Mis padres, alarmados por el cambio operado en la actitud y el
aspecto de su único hijo, empezaron a ejercer sobre todos mis movimientos un
afectuoso espionaje que amenazaba resultar catastrófico. No había hablado a nadie
de mis visitas a la tumba, y había guardado mi secreto propósito con celo
religioso desde mi niñez; pero ahora me vi obligado a adoptar la precaución al
recorrer los laberintos de la hondonada boscosa, con el fin de despistar a un
posible perseguidor. Conservaba siempre la llave de la cripta colgada del
cuello con un cordón, procurando que nadie conociese su existencia. Jamás saqué
del sepulcro nada de lo que encontré entre sus muros.
Una mañana, al salir de la húmeda tumba y cerrar la
cadena de la puerta con mano no muy firme, descubrí entre unos arbustos la
temida cara de un espía. Sin duda se aproximaba el final, puesto que se había
descubierto elcenador y desvelado el objetivo de mis excursiones nocturnas.
Pero el hombre no me abordó, de modo que me apresuré a regresar a casa, a fin
de escuchar a escondidas lo que le contara a mi preocupado padre. ¿Iban a ser
divulgadas al mundo mis permanencias en el otro lado de la puerta encadenada?
¡Imaginad mi maravillado asombro al oír al espía informar a mi padre con
cauteloso susurro que yo había pasado la noche en el cenador, delante de la
tumba, con mis soñolientos ojos clavados en la rendija de la puerta encadenada!
¿Por qué milagro había sufrido mi espía semejante ilusión? Ahora me sentí
convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por esta
circunstancia providencial, reanudé mis visitas a la cripta sin el menor
disimulo, confiado en que nadie podía presenciar mi entrada.
Durante una semana, disfruté plenamente de esa jovialidad
macabra que no puedo describir, cuando sucedió aquello, y me trajeron a esta
morada maldita de monotonía y de dolor.
No debí aventurarme a salir de casa aquella noche, ya que
los truenos corrompían las nubes, y de la fétida ciénaga del fondo de la
hondonada se elevaba una infernal fosforescencia. La llamada de los muertos era
distinta también. En vez de brotar de la tumba de la ladera, me llegó del
sótano carbonizado de lo alto, cuyo demonio tutelar me hacia señas con dedos
invisibles. Al salir de la arboleda a la planicie que rodea las ruinas
descubrí, al resplandor brumoso de la luna, algo que siempre había esperado
vagamente. La mansión que había desaparecido hacía un siglo, se alzaba de nuevo
con solemne majestuosidad ante mis ojos arrobados; cada ventana estaba
iluminada con el resplandor de numerosas velas. Por el largo camino subían los
coches de la aristocracia de Boston, mientras que acudía a pie un numeroso
grupo de gentes exquisitamente empolvadas de las mansiones vecinas. Me mezclé
con esa multitud, aunque sabía que yo debía estar entre los anfitriones, y no
en el grupo de los invitados. En el salón había música, risas, y vino en cada
mano. Reconocí varias caras, aunque las habría reconocido mucho mejor si las
hubiese visto consumidas o devoradas por la muerte y la descomposición; y en
medio de aquella multitud desenfrenada e inconsciente. yo era el más violento y
atrevido. Mis labios proferían torrentes de alegres blasfemias, y en mis
escandalosas ocurrencias no respetaba ninguna ley humana, de la naturaleza o de
Dios.
De pronto, estalló un trueno que se oyó incluso por
encima del clamor de la embrutecida orgía, hendió la misma techumbre e impuso
un sobrecogido silencio a la bulliciosa concurrencia. Rojas lenguas de fuego y
abrasadoras bocanadas de calor envolvieron la casa; y los juerguistas,
aterrados ante la calamidad desencadenada, que parecía rebasar los limites de
la naturaleza, huyeron gritando y desaparecieron en la noche. Sólo me quedé yo,
retenido en mi butaca por un miedo insuperable como no había experimentado
jamás. Y entonces, un segundo horror se apoderó de mi. ¡Reducido en vida a
cenizas, esparcido mi cuerpo a los cuatro vientos, no podría descansar jamas en
la tumba de los Hyde! ¿No estaba mi ataúd preparado para mí? ¿No tenía yo
derecho a descansar hasta la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey
Hyde? ¡Sí! Reclamaría mi herencia de muerte, aun cuando mi alma vagase durante
siglos en busca de otra morada corporal que la supliese en aquel féretro vacío
del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde no compartiría jamás el triste destino de
Palinuro!
Al desvanecerse el fantasma de la casa incendiada, me
desperté gritando y forcejeando locamente en brazos de dos hombres, uno de los
cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. Caía una lluvia
torrencial, y se veían alejarse hacia el horizonte sur los relámpagos que poco
antes habían pasado por encima de nosotros. Mi padre, con el rostro contraído
de aflicción, permanecía inmóvil mientras yo pedía a gritos que me dejasen
descansar dentro de la tumba, rogando con frecuencia a los que me sujetaban que
me tratasen con la mayor suavidad. Un círculo ennegrecido en el suelo del
sótano ruinoso revelaba el lugar donde había caído un violento rayo del cielo;
y en ese mismo lugar unos cuantos aldeanos provistos de linternas observaban
curiosos una pequeña caja de antigua artesanía que el rayo había sacado a la
superficie.
Renunciando a mis vanos forcejeos, miré a los que
contemplaban el hallazgo. y me permitieron compartir el descubrimiento. La
caja, cuyos cierres se habían roto por el impacto que le había desenterrado,
contenía muchos papeles y objetos de valor; pero yo sólo tuve ojos para una
cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca rizada,
y las iniciales «J.H. » El rostro que tenía era tal, que era como contemplar mi
propia imagen en el espejo.
Al día siguiente me trajeron a esta habitación de ventana
enrejada; pero he seguido informado de ciertas cosas gracias a un viejo criado,
por quien sentí mucho cariño durante mi infancia, y el cual tiene afición a los
cementerios como yo. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias en el interior
de la cripta no ha hecho sino despertar sonrisas compasivas. Mi padre, que me
visita con frecuencia, afirma que en ningún momento he cruzado la puerta
encadenada, y jura que el herrumbroso candado seguía intacto desde hace
cincuenta años cuando él lo examinó. Dice incluso que todo el pueblo conocía
mis excursiones a la tumba, y que me vigilaban muchas veces, cuando me dormía
en el cenador frente a la tétrica entrada, con los ojos semiabiertos y fijos en
la rendija que conduce al interior. No tengo ninguna prueba palpable que alegar
contra todas estas afirmaciones, ya que perdí la llave en los forcejeos,
aquella noche de horror. Mi conocimiento de extrañas cosas del pasado, de las
que me fui enterando durante aquellas reuniones nocturnas con los muertos, lo
atribuyen, a mi constante y omnívoro huronear entre los viejos volúmenes de la
biblioteca de la familia. De no ser por mi viejo criado Hiram, a estas horas me
habrían convencido totalmente de mi locura Pero Hiram, leal hasta el fin, ha
conservado la fe en mí, y ha hecho lo que ahora me impulsa a publicar al menos
parte de mi historia. Hace una semana, abrió violentamente el cierre que
mantenía la puerta de la tumba perpetuamente entornada, y descendió con una
linterna a las lóbregas profundidades.
Sobre la losa de un nicho, encontró un ataúd viejo y
vacío cuya placa empañada ostenta un solo nombre: Jervas. En ese ataúd, y en
esa cripta, han prometido enterrarme.
H. P. LOVECRAFT
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