Las condiciones del pájaro
solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no
sufre compañía aunque sea de su
naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta
suavemente.
SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de
luz y amor
PRIMERA PARTE
UN TESTIGO DE ACTOS DE PODER
CITA CON EL CONOCIMIENTO
Llevaba yo varios meses sin
ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en
casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios
para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso,
me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el
coche y caminé una corta distancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo
encontré allí.
-¡Don Juan! No esperaba
hallarlo aquí -dije.
Echó a reír, deleitado por mi
asombro. Estaba sentado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta
delantera.
Al parecer me aguardaba. Había
un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó.
Quitándose el sombrero, lo
agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo
militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre
una silla de montar.
-Siéntate, siéntate -dijo en
tono jovial-. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.
-Ya me estaba yendo hasta
Oaxaca a buscarlo, don Juan -dije-. Y luego habría tenido que regresar a Los
ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.
-De todos modos me habrías
encontrado -dijo él en tono misterioso-, pero digamos que me debes los seis
días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más
interesante que andar correteando en tu carro.
Había algo cautivante en la
sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.
-¿Y dónde están los
instrumentos? -preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.
Le dije que los había dejado
en el coche; él respondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.
-Acabo de escribir un libro
-dije.
Fijó en mí una mirada larga y
peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si empujase mi
parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces
don Juan miró para otro lado
y recobré mi primera sensación
de bienestar.
Quise hablar de mi libro, pero
él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió.
Desbordaba ligereza y encanto,
e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de personas y de sucesos
actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia
el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas,
me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra
asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo
que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de
las plantas alucinógenas.
-¿Por qué me hizo usted tomar
tantas veces esas plantas de poder? -pregunté.
Rió y musitó, en voz muy
suave:
-Porque eres un idiota.
Lo oí perfectamente, pero
quise cerciorarme y fingí no haber entendido.
-¿Cómo dijo? -inquirí.
-Tú sabes lo que dije
-replicó, y se puso en pie.
Al pasar junto a mí me golpeó
la cabeza con un dedo.
-Eres un poco lento -dijo-. Y
no había otra forma de sacudirte.
-¿De modo que nada de eso era
absolutamente necesario? -pregunté.
-Lo era, en tu caso. Pero hay
otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.
Se quedó parado junto a mí, la
vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego
volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había
tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero
no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.
-Tener sensibilidad es una
condición natural de cierta gente -dijo-. Tú no la tienes. Pero tampoco yo. A
fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco.
-¿Qué es entonces lo que
importa? -pregunté.
Pareció buscar una respuesta
adecuada.
-Lo que importa es que un
guerrero sea impecable -dijo al fin-. Pero eso es sólo una manera de decir las
cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado algunas tareas de
brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente de todo lo que importa.
Así pues, diré que lo importante para un guerrero es llegar a la totalidad de
uno mismo.
-¿Qué es la totalidad de uno
mismo, don Juan?
-Dije que nada más iba a
mencionarla. Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar
antes de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo.
Con eso puso fin a la
conversación. Hizo un ademán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en
la cercanía. Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el
blanco de sus ojos mientras enfocaban los arbustos más allá de la casa, hacia
la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso en pie, se
acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa y salir a un paseo.
-¿Algo anda mal? -pregunté,
también en un susurro.
-No. Nada anda mal -dijo-.
Todo anda bastante bien.
Me guió al chaparral
desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular
libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo
rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de
que el espacio hubiera sido desmontado y aplanado con maquinaria. Don Juan se
sentó en el centro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de
distancia y me pidió sentarme allí, dándole la cara.
-¿Qué vamos a hacer aquí?
-pregunté.
Tenemos una cita aquí esta
noche -respondió.
Escudriñó los alrededores con
rápida mirada, girando sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.
Sus movimientos me alarmaron.
Le pregunté con quién teníamos cita.
-Con el conocimiento -repuso-.
Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.
No me dio oportunidad de
pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jovial me
instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como
hubiéramos hecho en su casa.
Lo que más presionaba mi mente
en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de "hablar"
con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de
visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la
descripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación a través
de palabras con los animales era asunto rutinario.
-No vamos a ponernos a revivir
ninguna experiencia de tal naturaleza -dijo don Juan al oír mi pregunta-. No es
dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo
como referencia.
-¿Por qué motivo, don Juan?
-Todavía no tienes suficiente
poder personal para buscar la explicación de los brujos.
-¡Entonces hay una explicación
de brujos!
-Claro. Los brujos son
hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.
-Yo tenía la impresión de que
mi gran falla era buscar explicaciones.
-No. Tu falla es buscar
explicaciones convenientes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo
que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas
en su mundo, pero no es tan terco como tú.
-¿Cómo puedo llegar a la
explicación de los brujos?
-Acumulando poder personal. El
poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación
de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación; sin
embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos.
Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas.
Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.
Perdí el impulso de hacer
preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia
para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones
habían surtido en mí.
Cada vez que entraba en
contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.
Don Juan rió cuando planteé mi
pregunta.
-Genaro es estupendo -dijo-.
Pero no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tampoco tienes
suficiente poder personal para desenvolver ese tema. Espera a tenerlo, y
entonces hablaremos.
-¿Y si nunca lo tengo?
-Si nunca lo tienes, nunca
hablaremos.
-Al paso que voy, ¿tendré
alguna vez el suficiente? -pregunté.
-De ti depende -respondió-. Yo
te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabilidad tuya ganar suficiente
poder personal para inclinar la balanza.
-Habla usted en metáforas
-dije-. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos
que lo olvidé.
Don Juan chasqueó la lengua y
se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.
-Tú sabes exactamente lo que
necesitas -dijo.
Respondí que a veces creía
saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.
-Me temo que confundes las
cosas -dijo-. La confianza de un guerrero no es la confianza del hombre común.
El hombre común busca la
certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El
guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El
hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo
depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del
hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran
diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la
humildad implica ser impecable en los propias actos y sentimientos.
-He tratado de vivir de
acuerdo con sus consejos -dije-. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor
de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?
-No. Debes ser aún mejor.
Debes empujarte siempre más allá de tus límites.
-Pero eso sería una locura,
don Juan. Nadie puede hacer eso.
-Muchas cosas que haces ahora
te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron,
pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora
perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte por completo es
sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un
guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del
guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al
encuentro tus malas costumbres.
Comprendí a qué se refería.
-¿Cree usted que escribir es
una de esas malas costumbres que debo cambiar? -pregunté-. ¿Debo destruir mi
nuevo manuscrito?
No contestó. Se puso en pie y
se volvió a mirar el borde del matorral.
Le conté que había recibido
una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir
acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de qué los maestros
de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto
a sus enseñanzas.
-Capaz si esos maestros tienen
el vicio de ser maestros -dijo don Juan sin mirarme-. Yo no soy maestro. Yo soy
solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.
-Pero quizás estoy revelando
cosas que no debería, don Juan.
-No importa lo que uno revela
ni lo que uno se guarda -dijo-. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa
en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga
podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos
suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa
revelación nos importaría un ajo.
Luego bajó la voz como si me
estuviera revelando un asunto confidencial.
-Voy a decirte algo que a lo
mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz -dijo-. A ver qué haces can
ella.
"¿Sabes que en este mismo
instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa
eternidad, si así lo deseas?"
Tras una larga pausa, durante
la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación,
dije no entender de qué hablaba.
-¡Allí! ¡La eternidad está allí!
-dijo, señalando el horizonte.
Luego apuntó hacia el cenit.
-O allí, o quizá podamos decir
que la eternidad es así.
Extendió los brazos para
señalar al este y al oeste.
Nos miramos. Sus ojos
contenían una pregunta.
-¿Y qué me dices de esto?
-inquirió, animándome a meditar sus palabras.
No supe qué responder.
-¿Sabes que puedes extenderte
hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado?
-prosiguió-. ¿Sabes que un
momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo
si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo
hasta el infinito, en cualquier dirección.
Se me quedó mirando.
-Antes no tenías este
conocimiento -dijo, sonriendo-. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embargo no
importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para utilizar mi
revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que
acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos límites que
la contienen.
Vino a mi lado y me tocó el
pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.
-Estos son los límites de los
que hablo -dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta
encajonado aquí.
Me palmeó los hombros con las
manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el
cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.
Le pregunté si lo molestaba
tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.
-Somos seres luminosos -dijo,
meneando rítmicamente la cabeza-. Y para un ser luminoso lo único que importa
es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el poder personal, debo
decirte que mi explicación no lo explicará.
Don Juan miró el horizonte
occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.
-Tenemos que estarnos aquí
mucho rato -explicó-. Así pues; o nos sentarnos en silencio o hablamos. Para ti
no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un
sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche.
Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia.
Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que
escribe cuanto se te dé la gana.
"Y ahora, a ver si me
cuentas de tu soñar."
La súbita transición me tomó
desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto.
"Soñar" implicaba el cultivo de un
poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias
habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma
valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impacto del
"soñar", los criterios ordinarios para diferenciar entre sueño y
realidad se hacían inoperantes.
La praxis del
"solar" era, para don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las
propias manos durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar
deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en
soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.
Después de años de intentos
infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando
retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber
obtenido cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana.
Don Juan quiso saber los
puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden
de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había
advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba
"armar los sueños", consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo
misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el
cumplimiento de mi tarea.
Eso podía incluir, dijo don
Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a
una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se
quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstante, la frustración era
igual. Cada vez que, en un sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo
extraordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o
simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación
corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo
"normal" en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente
en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a
la luz de la nueva situación.
Una noche, inesperadamente,
hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad
extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como
si algo en mí cediera para permitirme observar el dorso de mis manos.
Las instrucciones de don Juan
estipulaban que, apenas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse,
yo debía trasladar la mirada a cualquier otro elemento en el ámbito del sueño.
En aquella ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la
calle. Cuando la apariencia del edificio empezó a disiparse, presté atención a
otros elementos ambientales. El resultado final fue la imagen increíblemente
clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera.
Don Juan me hizo contar otras
experiencias en el "soñar". Hablamos largo rato.
Al acabar mi reporte, él se
levantó y fue al matorral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación
injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan no tardó
en volver. Advirtió mi agitación.
-Sosiégate -dijo, mientras
asía con suavidad mi brazo.
Me hizo tomar asiento y me
puso el cuaderno en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía
inquietar el sitio de poder con innecesarios sentimientos de miedo o
vacilación.
-¿Por qué me pongo tan
nervioso? -pregunté.
-Es natural -dijo-. Algo en ti
se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no pensabas en ellos, anduviste
bien. Pero ahora que me revelaste tus acciones estás a punto de desmayarte:
"Cada guerrero tiene su
propio modo de soñar. Todos son distintos. Lo único que tenemos en común es que
algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa. El
remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones."
Luego me preguntó si era yo
capaz de elegir temas para "soñar". Dije no tener la menor idea de
cómo hacerlo.
-La explicación de los brujos
acerca de cómo escoger un tema para soñar -dijo él- es que el guerrero escoge el
tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente mientras para su diálogo
interior. En otras palabras, si es capaz de no hablar consigo mismo por un
momento, y luego evoca la imagen o el pensamiento de lo que quiere soñar,
aunque sólo sea por un instante, lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que
esto es lo que has hecho, aunque sin darte cuenta.
Hubo una larga pausa y después
don Juan empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exhaló por ella
tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen se contraían
en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas de aire.
-Ya no vamos a hablar más de
soñar -dijo-. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier empresa se debe
ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.
Se puso en pie y caminó hasta
el borde del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo en
las hojas, sin acercarse a ellas demasiado.
-¿Qué hace usted? -pregunté,
incapaz de contener la curiosidad.
Me encaró, sonriendo y alzando
las cejas.
-Los matorrales están llenos
de cosas extrañas -dijo al sentarse de nuevo.
De tan casual, su tono me
asustó más que si hubiera lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno cayeron
de mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas eran
uno de los cabos sueltos que aún existían en mi vida.
Quise hacer una observación,
pero no me dejó hablar.
-Todavía queda un poco de luz
del día -dijo-. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes de que caiga el crepúsculo.
Añadió entonces que, juzgando
por los resultados de mi "soñar" yo debía de haber aprendido a
interrumpir voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era.
En el principio de nuestra
relación, don Juan había delineado otro procedimiento: caminar largos trechos
sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada
directamente sino, cruzando levemente los ojos, mantener una visión periférica
de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque entonces no entendí, que
conservando los ojos sin enfocar en un punto justamente arriba del horizonte,
era posible percibir, en forma simultánea, cada elemento en el panorama total
de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única
manera de suspender el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso,
pero luego dejó de preguntar por él.
Dije a don Juan que practiqué
la técnica años enteros sin advertir cambio alguno, pero de todos modos no lo esperaba.
Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar
durante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.
Mencioné también que en esa
ocasión cobré conciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más
que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis procesos
intelectuales se detuvieron, y me sentí como suspendido, flotando. Una
sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que reanudar mi diálogo
interno como antídoto.
-Te he dicho que el diálogo
interno es lo que nos hace arrastrar -dijo don Juan-. El mundo es así como es sólo
porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es.
Don Juan explicó que el pasaje
al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender
el diálogo interno.
-Cambiar nuestra idea del
mundo es la clave de la brujería -dijo-. Y la única manera de lograrlo es parar
el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás en la posición de
saber que nada de lo que has visto o hecho, con la excepción de parar el
diálogo interno, habría podido de por sí cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo.
El asunto, por supuesto, es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora
entenderás por qué un maestro no presiona a su aprendiz. Eso nada más
fomentaría obsesión y morbidez.
Pidió detalles de otras
experiencias que yo hubiera tenido al suspender el diálogo interno. Hice un
recuento de cuanto pude recordar.
Hablamos hasta que oscureció y
ya no pude tomar notas cómodamente; debía atender a la escritura y eso alteraba
mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló que yo había
propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin concentrarme. Apenas lo
dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba atención al acto de tomar notas.
Parecía ser una actividad separada con la cual yo no tenía que ver.. Me sentí
raro. Don Juan me, pidió sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que
había demasiada oscuridad y que ya no me hallaba -seguro sentado tan al filo
del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado.
Me hizo mirar al sureste y me
pidió que interrumpiera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos.
Al principio fui incapaz y tuve un momento de impaciencia. Don Juan me dio la
espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez que aquietara mis
pensamientos, debía mantener los ojos abiertos, mirando el matorral al sureste.
En tono misterioso, agregó que me estaba planteando un problema, y que, de
resolverlo, me hallaría preparado para otra faceta del mundo de los brujos.
Planteé una débil pregunta
acerca de la naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respuesta, y
de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si mis orejas se
hubieran destapado, miríadas de ruidos en el chaparral se hicieron audibles.
Había tantos que no me era posible distinguirlos individualmente.
Sentí que me quedaba dormido y
entonces, de pronto, algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos
mentales; no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi
percepción participaba.
Estaba completamente
despierto. Tenía los ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no
miraba, ni pensaba, ni hablaba conmigo mismo. Mis sentimientos eran claras
sensaciones corpóreas; no requerían palabras.
Sentía que me precipitaba
hacia algo indefinido. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían sido
mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sensación de haber sido atrapado en
un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha, conmigo en la cima.
Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba al chaparral.
Discernía la masa oscura de
las matas frente a mí. No era, sin embargo, una tiniebla indiferenciada como lo
sería ordinariamente. Veía cada arbusto individual como si los mirara en un
crepúsculo oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas
negras ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había
viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo pulsante
que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta más clara, como
superpuesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué los ojos en un sitio al
lado de la silueta y pude percibir en ella un resplandor verdoso pálido. Luego
la miré sin enfocar y tuve la certeza de que se trataba de un hombre oculto
entre las matas. Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de
conciencia. Tenía conocimiento del entorno y de los procesos mentales que el
entorno engendraba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo,
al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre,
rememora otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y
yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que
un hombre se ocultaba entre
los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de
explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la
ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la
impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se
hallaba. Entonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo
pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos
de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme
pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó encima.
Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de un ave. Tuve
la clara percepción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte
grito, y caí de espaldas.
Don Juan me ayudó a
incorporarme. Su rostro estaba muy cerca del mío. Reía.
-¿Qué fue eso? -vociferé.
Me silenció, cubriéndome la
boca con la mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar
el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.
Laminamos lado a lado. Su paso
era sereno y parejo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y
en las dos ocasiones pude ver una masa oscura que parecía seguirnos. Oí a mis
espaldas un chillido escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un
movimiento ondulatorio recorrió en espasmos los músculos de mi estómago,
creciendo en intensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.
Para hablar de mi reacción, es
-Imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo,
a causa del susto experimentado, fue capaz de ejecutar lo que él llamaba
"la marcha de poder", una técnica que me había enseñado años antes
para correr en la oscuridad sin tropezar ni lastimarse en forma alguna.
No tuve conciencia clara de
qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de
don Juan. Al parecer él había corrido también y llegamos al mismo tiempo.
Encendió su lámpara de kerosén, la colgó de una viga en el techo v, con toda
naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.
Troté marcando el paso durante
un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones manejables.
Luego me senté. Enfáticamente,
me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y me entregó mi cuaderno. Yo no
había advertido que, en mi prisa por salir del matorral, lo dejé caer.
-¿Qué es lo que pasó, don
Juan? -pregunté por fin.
-Tenías una cita con el
conocimiento -repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro
del chaparral desértico-. Te llevé allá porque encontré al conocimiento ahí
dando vueltas alrededor de la casa, cuando llegaste. Podrías decir que el
conocimiento sabía de tu venida y te esperaba. En lugar de enfrentarlo aquí, me
pareció propio enfrentarlo en un sitio de poder. Entonces preparé una prueba
para ver si tenías suficiente poder personal para separarlo del resto de las
cosas en torno nuestro. Lo hiciste muy bien.
-¡No se vaya tan de prisa!
-protesté-. Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi
un enorme pájaro.
-¡No viste un hombre! -dijo
con énfasis-. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas, y lo que voló
hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto en términos de brujo,
pero muy ridículo en tus propios términos, puedes decir que esta noche tenías
cita con una polilla. El conocimiento es una polilla.
Me dirigió una mirada
penetrante. La luz de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté
los ojos.
-A lo mejor tendrás bastante
poder personal para deshilvanar hoy ese misterio -dijo-. Si no es hoy, será mañana;
recuerda, todavía me debes seis días.
Don Juan se puso en pie y fue
a la cocina en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra
la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos sentamos en
el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles y carne de una olla que
él había colocado frente a nosotros. Comimos en silencio. De vez en cuando me
echaba vistazos furtivos, y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos
ranuras. Al mirarme los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la
luz de la linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba
con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible, cada vez que
enfocaba en mí los ojos. El
efecto era un fascinante estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras
después de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí convencido de que
actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle al respecto.
-Tengo un motivo ulterior
-dijo empleando una voz tranquilizadora-. Te estoy calmando con mis ojos. No parece
que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad?
Tuve que admitir que me sentía
bastante a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era ominoso, ni me
había asustado o molestado en forma alguna.
-¿Cómo hace usted para
calmarme con los ojos? -pregunté.
Repitió el imperceptible
oscilar de cabeza. Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la
linterna de kerosén.
-Haz tú la prueba -dijo en
tono casual, mientras se servía otro plato de comida-. Puedes calmarte solo.
Intenté menear la cabeza; mis
movimientos eran torpes.
-Si sacudes así la cabeza, no
vas a calmarte -dijo, riendo-. Nada más te va a doler. El secreto no está en el
meneo dé cabeza sino en la sensación que viene a los ojos desde la parte abajo
del estómago. Esto es lo que mueve la cabeza.
Se frotó la región umbilical.
Habiendo terminado de comer,
me recliné en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar su
movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente. Lanzaba risitas
y se golpeaba los muslos.
Un ruido súbito interrumpió su
regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del
chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de
permanecer alerta.
-Esa es la polilla que te
llama -dijo en un tono carente de emoción.
Me levanté de un salto. El
sonido cesó instantáneamente. Miré a don Juan en busca de una explicación. Él hizo
un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.
-Todavía no has cumplido con
tu cita -añadió.
Le dije que me sentía indigno,
y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.
-Esas son idioteces -repuso,
cortante-. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la
máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para
lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.
"Nos demoramos mucho para
comprender eso y vivirlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra
humildad. Soy un indio, y los indios siempre hemos sido humildes y no hemos
hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada
que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad
del guerrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza
ante nadie, pero, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie agache la cabeza
ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas
y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien
considera más encumbrado; pero
al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.
"Por eso te dije hace
rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad
del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie."
Guardamos silencio unos
momentos. Sus palabras me habían causado una profunda agitación. Me conmovían, y
al mismo tiempo me preocupaba lo presenciado en el matorral. Mi evaluación
consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo que
realmente estaba ocurriendo.
Me hallaba envuelto en tales
deliberaciones cuando el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensamientos con
una sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo.
-Te gusta la humildad del
pordiosero -dijo suavemente-. Agachas la cabeza ante la razón.
-Siempre pienso que me están
engañando -dije-. Ése es el punto de mi problema.
-Tienes razón. Te están
engañando -repuso con una sonrisa encantadora-. Eso no puede ser tu problema.
El verdadero punto del asunto es que sientes que soy yo el que te está
mintiendo, ¿no es así?
-Sí. Algo en mi no me permite
creer que lo que está ocurriendo sea real.
-Otra vez tienes razón. Nada
de lo que está ocurriendo es real.
-¿Qué quiere usted decir, don
Juan?
-Las cosas son reales sólo
cuando uno ha aprendido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió esta
noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para ti, porque nadie
podría este, de acuerdo contigo en ese respecto.
-¿Quiere decir que usted no
vio lo que ocurría?
-Claro que sí. Pero yo no
cuento. Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas?
Don Juan rió hasta toser y
atragantarse. Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí.
-No le des tanta importancia a
mis palabras -dijo, confortante-. Sólo trato de que descanses, y sé que te sientes
a tus anchas sólo cuando estás confundido.
Su expresión era tan
deliberadamente cómica que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me
hacía sentir más atemorizado que nunca.
-¿Me tienes miedo? -preguntó.
-No a usted, sino a lo que
usted representa.
-Represento la libertad del
guerrero. ¿Tienes miedo de eso?
-No. Pero tengo miedo de su
conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.
-Otra vez confundes las cosas.
Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner jamás en duda
su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.
-¿Quiénes son los brujos
malignos, don Juan?
-Todos nuestros prójimos son
los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno.
Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus
ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es
esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad. La libertad es muy cara, pero el
precio no es imposible.
Ten miedo a tus carceleros, a
tus amos. No desperdicies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.
Supe que tenía razón, y sin
embargo, pese a mi genuina concordancia con él, supe también que los hábitos de
toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda. Me sentí en
verdad un esclavo.
Tras un largo silencio, don
Juan me preguntó si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el conocimiento.
-¿O sea, con la polilla?
-pregunté, medio en broma.
Su cuerpo se contorsionó de
risa. Fue como si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.
-¿Qué quiere usted decir
realmente con eso de que el conocimiento es una polilla? -pregunté.
-Eso es lo único que quiero
decir -replicó-. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas alturas, con
todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente para ver. Pero
en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y eso no fue ver de verdad.
Desde el principio de mi
aprendizaje, don Juan había descrito el concepto de "ver" como una
capacidad especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza
"última" de las cosas.
A través de los años de
nuestra relación, yo había desarrollado la idea de que con "ver" él
se refería a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de
comprender algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones
humanas y descubrir significados y motivos encubiertos.
-Yo diría que esta noche,
cuando enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías –prosiguió don
Juan-.
En ese estado, aunque no eras
del todo lo que eres de costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba
pasando, a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo.
Don Juan hizo una pausa y me
miró. Al principio no supe qué decir.
-¿Cómo estaba yo operando mi
conocimiento del mundo? -pregunté.
-Tu conocimiento del mundo te
decía que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando u hombres
escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento y, naturalmente,
tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se ajustara a tu pensamiento.
-Pero yo, no pensaba en
absoluto, don Juan.
-Entonces no digamos que
pensabas. Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros
pensamientos. Cuando no se ajusta, simplemente lo forzamos a hacerlo. Las
polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un pensamiento, por
lo tanto, para ti, lo que había en el matorral tenía que ser un hombre.
"Lo mismo pasó con el
coyote. Tus viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro.
Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue conversación. Yo mismo he
estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un venado; tú hablaste
con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás qué fue lo que realmente ocurrió
en esas ocasiones."
-¿Qué me está usted diciendo,
don Juan?
-Cuando la explicación de los
brujos se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el venado.
Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una conversación es sólo
una forma de arreglar lo que pasó para así poder hablar de ello. El venado y yo
hicimos algo, pero en el momento en que eso ocurría yo también necesitaba
ajustar el mundo a mis ideas, igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual
que tú, por lo tanto mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado.
Cuando el venado se me acercó e hizo lo
que hizo, me vi forzado a
entenderlo como conversación.
-¿Es ésta la explicación de
los brujos?
-No. Es la explicación que yo
te doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos.
Sus aseveraciones me
produjeron un estado de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la
mariposa nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus
postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza reflexiva
de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse a su descripción;
es decir, la descripción se reflejaba a sí misma.
Otro punto en su elucidación
era que habíamos aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en
términos de lo que él llamaba -hábitos-. Introduje un término que me parecía
más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia humana por
medio de la cual un objeto se alude o se propone.
Nuestra conversación engendró
una especulación sumamente interesante. Examinada a la luz de la explicación de
don Juan, mi "conversación" con el coyote adquiría un nuevo carácter.
Yo había; en verdad, no solamente "propuesto" el diálogo, pues nunca
he conocido otra avenida de comunicación intencional, sino que también había
logrado ajustarme a la descripción de que la comunicación tiene lugar a través
del diálogo, y en tal forma hice que la descripción se reflejara a sí misma.
Tuve un momento de gran
alborozo. Don Juan rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro
aspecto de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos.
-Todos pasamos por los mismos
jalones -dijo tras una larga pausa-. La única manera de vencerlos es persistir en
actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y por sí mismo.
-¿Qué es el resto, don Juan?
-El conocimiento y el poder.
Los hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de ellos podría
decir cómo llegó a tenerlos; simplemente que siguieron actuando como guerreros
y, en un momento dado, todo cambió.
Me miró. Parecía indeciso,
luego se puso en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con
el conocimiento.
Sentí un escalofrío; mi
corazón empezó a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en torno
mío como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo seña
de tomar asiento y seguir escribiendo.
-Si te asustas demasiado, no
podrás cumplir con tu cita. -dijo-. Un guerrero debe tener serenidad y aplomo,
y no debe perder nunca los estribos.
-Estoy verdaderamente asustado
-dije-. Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas.
-¡Claro que sí! -exclamó-. Lo
que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre, igual que insistes
en pensar que hablaste con un coyote.
Cierta parte mía comprendía
totalmente su argumento; había, sin embargo, otro aspecto de mi persona que no
cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a la
"razón".
Dije a don Juan que su
explicación no satisfacía mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella
era completo.
-Eso es lo malo de las
palabras -dijo con gran certidumbre-. Siempre nos fuerzan a sentirnos
iluminados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos
fallan y terminamos encarando al mundo como lo hemos hecho siempre, sin
iluminación. Por este motivo, a un brujo le precisa actuar más que hablar, y
para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo: una nueva
descripción en la cual el hablar no es tan importante y en la cual los actos
nuevos tienen nuevas reflexiones.
Tomó asiento junto a mí, me
miró a los ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había
"visto" en el matorral.
Me enfrentaba en ese momento a
una inconsistencia absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre,
pero también había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había,
por tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible.
Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado
partes de mi experiencia, como el tamaño y el contorno general de la silueta
oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables, mientras descartaba
otras partes, como la transformación de la figura en un pájaro. Y así había
llegado a convencerme a mí mismo de haber visto un hombre.
Don Juan rió a carcajadas
cuando expuse mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos
llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro, sin tener
que ser razonable 0 irrazonable.
-Mientras tanto, lo único que
puedo hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre -añadió.
La mirada de don Juan se hizo
decididamente enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía
sentir apenado y nervios.
-Busco marcas en tu cuerpo
-explicó-. Tal vez no lo sepas, pero esta noche tuviste todo un combate allá afuera.
-¿Qué clase de marcas busca
usted?
-No son propiamente marcas
físicas en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas de mucho
brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos se nota en
nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que les es peculiar. Ésa es
la única manera de distinguirlos de otros seres vivientes luminosos.
"Si hubieras viste esta
noche, habrías notado que la figura en las matas no era un ser viviente
luminoso."
Quise seguir preguntando, pero
él me cubrió la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a
mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave, los leves
pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas y ramas secas en el
suelo.
No pude oír nada. Den Juan se
levantó abruptamente, recogió la linterna y dijo que íbamos a sentarnos bajo la
ramada junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos
la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir por
enfrente. Explicó que era esencial hacer obvia nuestra presencia.
Describimos un semicírculo en
torno al costado izquierdo de la casa. El paso de don Juan era extremadamente lento.
Sus pisadas eran débiles y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la
linterna.
Le pregunté si algo le pasaba.
Con un guiño, me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita
con un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era una forma
obvia de indicar quién era el interesado.
Cuando finalmente llegamos a
la fachada de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar asiento
con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha.
-Vamos a estarnos aquí -dijo-
y tú vas a escribir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla que hoy se
te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un rato se acercará a
mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima de ti. La luz guiará a la
polilla para que te encuentre. Cuando llegue al filo del matorral, te llamará.
Es un sonido muy especial. El sonido por si solo pude ayudarte.
-¿Qué clase de sonido es, don
Juan?
-Es una canción. Un grito hipnotizante
que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla que
anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado y, siempre
y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu vida.
-¿En qué me va a ayudar?
-Esta noche, vas a tratar de
acabar lo que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz de
parar el diálogo interno.
"Hoy paraste tu diálogo a
pura fuerza, allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste
que era un hombre. Yo digo que era una polilla. Ninguno de los dos está en lo
cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo llevando ventaja
porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado con la explicación de los
brujos; de modo que yo sé, aunque esto no sea exacto par entero, que la figura
que viste hoy era una polilla.
"Y ahora vas a quedarte
callado y sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a
ti."
Apenas me era posible tomar
notas. Don Juan, riendo, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara.
Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección con
que yo podría contar.
-Nunca hemos hablado de las
polillas -continuó-. No había llegado la hora hasta hoy. Como ya sabes, tu espíritu
estaba sin balance. Para contrarrestar eso, te enseñé la vida del guerrero.
Pues bien, un guerrero empieza la faena con la certeza de que su espíritu está
fuera de balance; pero a medida que va adquiriendo, sin pena ni apuro, control
y conocimiento, también va haciendo lo mejor que puede por ganar ese balance.
"En tu caso, como en el
de todos los hombres, tu falta de balance se debía a la suma total de todas tus
acciones. Pero ahora tu espíritu parece estar en una claridad propicia para
hablar de las polillas."
-¿Cómo supo usted que ésta era
la hora correcta para hablar de las polillas?
-Cuando llegaste, miré a una
rondando alrededor de la casa. Esa era la primera vez que se mostraba amistosa
y abierta. Ya la había visto antes en las montañas, junto a la casa de Genaro,
pero solamente como una figura espeluznante que reflejaba tu falta de orden.
En ese momento oí un extraño
sonido. Era como el crujido apagado de una rama que raspase contra otra, o como
el petardeo de un motor pequeño oído a distancia. Cambiaba de escalas, como un
tono musical, creando un ritmo sobrecogedor. Luego cesó.
-Esa fue la polilla -dijo don
Juan-. A lo mejor ya notaste que, aunque la luz de la linterna es lo bastante
viva para atraer polillas, no hay ni siquiera una sola volando en torno de
ella.
Yo no había prestado atención
al hecho, pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio
increíble en el desierto que circundaba la casa.
-No te sobresaltes -dijo
calmadamente-. No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón.
Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder.
Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensamientos son
claros; a juzgar por sus actos o sus palabras, uno jamás sospecharía que un
guerrero lo ha presenciado todo.
Las palabras de don Juan, y
sobre todo su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana
había definitivamente dejado de experimentar mi antiguo miedo obsesivo, pero
que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había allí en las
tinieblas.
-Allá afuera sólo hay
conocimiento -dijo en tono objetivo-. El conocimiento es pavoroso, cierto; pero
si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento, cancela lo
temible.
El extraño sonido barbotante
se oyó de nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado.
Mientras más atención le
prestaba, más difícil era determinar su naturaleza. No parecía ser el canto de
un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre. El tono de cada barbotar era
rico y profundo; algunos se producían en una escala baja, otros en una alta.
Tenían ritmo y duración específica; algunos eran largos, yo los oía como una
sola unidad sonora; otros eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido
en staccato de una ametralladora.
-Las polillas son los heraldos
o, mejor dicho, los guardianes de la eternidad -dijo don Juan cuando el sonido hubo
cesado-. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna, son los depositarios del
polvo de oro de la eternidad.
La metáfora me era ajena. Le
pedí explicarla.
-Las polillas llevan polvo en
sus alas -dijo-. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento.
Su explicación había
oscurecido más Aún la metáfora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor
manera de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo.
-El conocimiento es un asunto
de lo más peculiar -dijo-, especialmente para un guerrero. El conocimiento, para
un guerrero es algo que llega de pronto, lo envuelve, y pasa.
-¿Qué tiene que ver el
conocimiento con el polvo en las alas de las polillas? -pregunté tras una larga
pausa.
-El conocimiento llega
flotando como centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de
las polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si le
cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas de polvo de
oro.
En la forma más cortés que me
fue posible, mencioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún.
Riendo, me aseguró que cuanto
decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón no me dejaba en paz.
-Las polillas han sido amigas
intimas y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales –dijo-. No le di antes
a este tema a causa de tu falta de preparación.
-¿Pero cómo puede el polvo en
sus alas ser conocimiento?
-Ya verás.
Puso la mano sobre mi cuaderno
y me indicó cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto
de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención, me
hablaría de sucesos inminentes.
Recalcó que no sabía cómo iba
a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían los términos
de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro y a confiar en mi
poder personal.
Tras un periodo inicial de
impaciencia y nerviosismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos disminuyeron
en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del chaparral
desértica parecieron surgir al parejo de mi calma.
El extraño sonido que don Juan
atribuía a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una sensación
en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me ocurrió que no era para
nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo. Era como el llamado de un niño.
Trajo la memoria de un niñito que yo conocí.
Los sonidos largos me
recordaban su redonda cabeza rubia; los sonidos cortos, en staccato, su risa.
Me oprimió un sentimiento de angustia suprema, y sin embargo no había ideas en
mi mente; sentía la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me
deslicé hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que
empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso en un
debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado. Mis ojos
estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí cómo me ayudaba
asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra. Lo oí moverse junto a mí.
Abrí los ojos; se había arrodillado frente a mí y examinaba mi rostro,
acercándome la linterna. Me ordenó poner las manos en el estómago. Se levantó,
fue a la cocina y trajo agua. Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber
el resto.
Tomó asiento a mi lado y me
entregó mis notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoñación sumamente
dolorosa.
-Te estás entregando a tu
vicio -dijo con sequedad.
Pareció sumergirse en sus
pensamientos, como si buscara una proposición adecuada que hacer.
-El problema de esta noche es
ver gente -dijo por fin-. Primero debes parar tu diálogo interno, y luego traer
la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento que uno lleva en
mente en un estado de silencio es propiamente una orden, pues no hay otros
pensamientos que compitan con él. Esta noche, la polilla en las matas quiere
ayudarte, y cantará para ti. Su canción traerá las centellas doradas, y
entonces verás a la persona que has elegido.
Quise más detalles, pero él
hizo un gesto brusco y me indicó proceder.
Tras luchar unos cuantos
minutos por suspender mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y
entonces, con deliberación, pensé brevemente en un amigo mío. Mantuve los ojos
cerrados durante un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que
alguien me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí los
ojos y me descubrí yaciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer me había
dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado caer por tierra. Don
Juan me ayudó a sentarme de nuevo.
Reía. Imitó mis ronquidos y
dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos, no creería que alguien
pudiera dormirse tan rápido. Afirmó que para él era un regocijo estar cerca de
mí cada vez que yo debía hacer algo que mi razón no comprendía. Hizo a un lado
mi cuaderno de notas y dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio.
Seguí los pasos necesarios. El
extraño barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía del
chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis labios, o
piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme. Sentí como
un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi interior o venían contra
mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de ser bombardeado con pesadas
borlas de algodón. De pronto oí que una racha de viento abría una puerta y me
hallé pensando de nueva. Pensé haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos
y estaba en mi cuarto. Los objetos sobre mi escritorio seguían como
los dejé. La puerta estaba
abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea de que
debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo en las
contraventanas que yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco.
Era un ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida
de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité.
Don Juan me sacudía por los
hombros. Excitadamente, le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida
que me hallaba temblando.
Sentía que acababa de estar sentado a mi escritorio, en mi completa forma corporal.
Don Juan meneó la cabeza con
incredulidad y dijo que yo era un genio para hacerme tonto. No parecía impresionado
por lo que yo había hecho. Lo descartó de plano y me ordenó volver a empezar.
Oí entonces, nuevamente, el
misterioso sonido. Me llegó, como don Juan había sugerido, bajo la guisa de una
lluvia de centellas doradas. No sentí que fueran motas o copos pianos, como los
había descrito, sino más bien burbujas esféricas. Flotaron hacia mí. Una de
ellas se abrió revelándome una escena. Fue como si se hubiera detenido enfrente
de mis ojos para mostrarme un objeto extraño. Parecía un hongo. Yo lo miraba,
sin duda alguna, y lo que experimentaba no era un sueño. El objeto micoforme
permaneció inalterable dentro de mi
campo de "visión" y
luego desapareció, como si hubieran apagado la luz que brillaba sobre él.
Siguió una oscuridad interminable. Sentí un temblor, un sobresalto
desquiciante, y abruptamente advertí que me sacudían.
De inmediato mis sentidos
empezaron a funcionar. Don Juan me agitaba vigorosamente, y yo lo miraba. Debo haber
abierto los ojos en ese momento.
Me roció agua en la cara. La
frialdad del liquido era muy agradable. Tras una breve pausa, quiso saber qué había
ocurrido.
Expuse cada detalle de mi
visión.
-¿Pero qué vi? -pregunté.
-A tu amigo -replicó.
Reí y expliqué pacientemente
que había "visto" una figura en forma de hongo. Aun careciendo de
criterio para juzgar dimensiones, había tenido la sensación de que media unos
treinta centímetros.
Don Juan recalcó que el sentir
era todo lo que contaba. Dijo que mis sensaciones eran la medida que evaluaba
el estado de ser del sujeto que yo "veía".
-Por tu descripción y tus
sensaciones, debo concluir que tu amigo ha de ser una magnífica persona -dijo.
Sus palabras me
desconcertaron.
Dijo que la configuración
micoforme era la forma esencial de los seres humanos cuando un brujo los
"veía" desde lejos, pero cuando el brujo encaraba directamente a la
persona a quien estaba "viendo", la característica humana se mostraba
como un conglomerado oviforme de fibras luminosas.
-No estabas viendo cara a cara
a tu amigo -dijo-. Por eso apareció como un hongo.
-¿Por qué es así, don Juan?
-Nadie sabe. Ésa,
sencillamente, es la forma en que los hombres aparecen en este tipo específico
de ver.
Añadió que cada rasgo de la
configuración micoforme tenía un significado especial, pero que era imposible para
un principiante interpretar con exactitud dicho significado.
Tuve entonces un recuerdo de
gran interés. Algunos años antes, en un estado de realidad no ordinaria producido
por la ingestión de plantas psicotrópicas, había experimentado o percibido,
mientras miraba una corriente acuática, que un racimo de burbujas flotaba hacia
mí, envolviéndome. Las burbujas doradas que acababa de contemplar flotaban y me
envolvían de la misma manera exacta. De hecho, yo podía decir que ambos
conglomerados habían tenido la misma estructura y la misma pauta.
Don Juan escuchó con
indiferencia mis comentarios.
-No gastes tu poder en
babosadas -dijo-. Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera.
Señaló hacia el chaparral con
un movimiento de la mano.
Convertir en razonable esa
cosa magnifica que está allá afuera no te sirve de nada. Aquí, alrededor de nosotros,
está la eternidad misma. Esforzarse a reducirla a una tontería manejable es un
acto despreciable y definitivamente desastroso.
Luego insistió en que yo
tratara de "ver" a otra persona de mi gama de conocidos. Añadió que,
una vez terminada la visión, debía procurar abrir los ojos por mí mismo y
resurgir a la conciencia plena de mi entorno inmediato.
Logré fijar la visión de otra
figura micoforme, pero mientras la primera había sido amarillenta y pequeña, la
segunda fue blancuzca, de mayor tamaño y contrahecha.
Cuando hubimos terminado de
hablar sobre las dos formas que yo había "visto", me había olvidado
de la "polilla en el matorral", tan abrumadora un rato antes. Dije a
don Juan que me asombraba tener tal facilidad para descartar algo tan
verdaderamente ultraterreno. Parecía que yo no fuese la misma persona que solfa
ser.
-No veo por qué haces tanta
alharaca -dijo don Juan-. Cada vez que el diálogo cesa, el mundo se desploma y salen
a la superficie facetas extraordinarias de nosotros mismos, como si nuestras
palabras las hubieran tenido bajo guardia. Eres como eres porque te dices a ti
mismo que eres así.
Tras un corto descanso, don
Juan me instó a seguir "llamando" amigos. Dijo que el ejercicio
consistía en tratar de "ver" todas las veces posibles, con el fin de
establecer una gula o una pauta de diversos sentimientos.
Llamé treinta y dos personas
en sucesión. Después de cada intento, don Juan exigía una versión cuidadosa y detallada
de todo lo percibido en mi visión. Sin embargo, cambió de procedimientos
conforme adquirí mayor proficiencia en mi desempeño; proficiencia juzgada por
el hecho de que detenía el diálogo interno en cuestión de segundos, de que
podía abrir los ojos por mí mismo al finalizar cada experiencia, y de que
reanudaba sin transición alguna actividades ordinarias. Noté ese cambio de
procedimiento mientras discutíamos la coloración
de las configuraciones micoformes.
Ya él había señalado que lo que yo llamaba coloración no era un tinte sino un
brillo de diferentes intensidades. Me hallaba a punto de referirme a un
resplandor amarillento recién percibido cuando él me interrumpió para dar una
descripción exacta de lo que yo había "visto". A partir de entonces,
discutió el contenido de cada visión, no sólo como si comprendiese lo que yo
decía, sino como si lo hubiera "visto" él mismo. Al pedirle yo un
comentario al respecto, rehusó de plano hablar de ello.
Cuando terminé de llamar a las
treinta y dos personas, había "visto" una variedad de figuras
micoformes, y resplandores, y había experimentado hacia ellas una variedad de
sentimientos, desde el suave deleite hasta la repugnancia pura.
Don Juan explicó que la gente
estaba llena de configuraciones que podían ser deseos, problemas, pesares, preocupaciones,
o cosas por el estilo. Aseveró que sólo un brujo profundamente poderoso podía
devanar el sentido de dichas configuraciones, y que yo debía contentarme con
observar tan sólo la forma general de las personas.
Me hallaba muy cansado. Había
algo sumamente fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba
en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho sentir
atrapado y sin esperanza.
Don Juan me ordenó escribir
para dispersar de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo intervalo silencioso,
durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él mismo
escogería.
Emergió una nueva serie de
figuras. No eran micoformes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas
boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como el pie de
las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas y apacibles.
Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente de felicidad. Rebotaban, en
oposición a la pesadez lastrada que el grupo anterior había exhibido. De algún
modo, el mero hecho de que estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga.
Entre las personas elegidas
por don Juan estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de ligio, recibí
una sacudida que me sacó de mi estado visionario. Eligio tenía una forma blanca
y larga que respingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó que Eligio era
un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado que alguien lo estaba
"viendo".
Otra de las elecciones fue
Pablito, aprendiz de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me
produjo fue incluso mayor que en el caso de Eligio.
Don Juan rió tan fuerte que
las lágrimas corrían por sus mejillas.
-¿Por qué tiene esa gente
formas distintas? -pregunté.
-Tienen más poder personal
-repuso-. Como habrás notado, no están pegados al suelo.
-¿Qué les ha dado esa
ligereza? ¿Nacieron así?
-Todos nacemos así de ligeros
y livianos, pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros
mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta forma
porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que tiene valor es
que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y siete personas, y sólo
falta una más para completar las cuarenta y ocho originales.
Recordé en ese momento que
años antes me había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación,
que el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca había
explicado el motivo.
-¿Por qué cuarenta y ocho? -le
pregunté de nuevo.
-Cuarenta y ocho es nuestro
número -dijo-. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué. No malgastes tu poder
en preguntas tontas.
Se puso en pie y estiró brazos
y piernas. Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el cielo,
hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando la boca a mi oído.
-La última persona que vas a
llamar es Genaro, el verdadero chingón -susurró.
Sentí un empellón de
curiosidad excitada. Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño
sonido desde el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo
casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una de ellas,
vi a don Genaro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano. Sonreía. Abrí apresuradamente
los ojos y estaba a punto de hablarle a don Juan, pero antes de que pudiera
pronunciar palabra mi cuerpo se puso rígido como una tabla; mi cabello se
irguió y durante un largo momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Genaro
estaba allí parado frente a mi. ¡En persona! Me volví hacia don Juan; sonreía.
Luego, ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír también. No
podía. Me puse en pie.
Don Juan me dio una taza de
agua. La bebí automáticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello,
volvió a llenar mi taza.
Don Genaro se rascó la cabeza
y ocultó una sonrisa.
-¿No vas a saludar a Genaro?
-preguntó don Juan.
Requerí un enorme esfuerzo
para organizar mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo.
Don Genaro hizo una
reverencia.
-Me llamaste, ¿verdad?
-preguntó, sonriendo.
Murmurando, expresé mi asombro
por haberlo hallado allí.
-Sí te llamó -interpuso don
Juan.
-Bueno, pues aquí estoy -me
dijo don Genaro- ¿En qué te puedo servir?
Poco a poco, mi mente pareció
organizarse y finalmente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hicieron claras
como el cristal y "supe" lo que en verdad había ocurrido. Deduje que
don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír acercarse mi coche, se
metió en el matorral y permaneció escondido hasta caer la noche. La evidénciate
me parecía convincente. Don Juan, que sin duda había planeado todo el asunto,
me dio pistas de tiempo en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado,
don Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos a la
casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar mi temor. Luego
esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido cada vez que don Juan se
lo indicaba. La seña final de abandonar el refugio de las matas debió darse
cuando mis ojos estaban cerrados, después de que don Juan me pidió
"llamar" a don Genaro. Entonces don Genaro debió llegarse hasta la ramada
para esperar que yo abriera los ojos y darme un susto final.
Las únicas incongruencias en
mi esquema de explicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas, que
el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que al visualizar a
don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen en una burbuja dorada. En mi
visión llevaba exactamente las mismas ropas que en persona. Como yo no tenía
ninguna manera lógica de explicar dichas incongruencias, asumí, como siempre he
hecho en circunstancias similares, que la tensión emocional debía haber jugado
un papel importante en determinar lo que yo "creí ver".
Eché a reír, en forma
totalmente involuntaria, ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis
deducciones.
Ellos rieron a mandíbula
batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa los delataba.
-Estaba usted escondido en las
matas, ¿verdad? -pregunté a don Genaro.
Don Juan tomó asiento y puso
la cabeza entre las manos.
-No, no estaba escondido -dijo
don Genaro con paciencia-. Estaba lejos de aquí y entonces me llamaste, así que
vine a verte.
-¿Dónde estaba usted, don
Genaro?
-Lejos.
-¿Qué tan lejos?
Don Juan me interrumpió y dijo
que don Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo no
podía preguntarle dónde había estado, porque no había estado en parte alguna.
Don Genaro salió en mi defensa
y dijo que estaba bien preguntarle cualquier cosa.
-Si no andaba escondido cerca
de la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? -pregunté.
-Estaba en mi casa -repuso con
gran candor.
-¿En Oaxaca?
-¡Sí! Es la única casa que
tengo.
Se miraron y nuevamente
soltaron la risa. Yo sabia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos
mis averiguaciones. Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse
a montar un espectáculo tan complicado. Tomé asiento.
Me sentía verdaderamente cortado
en dos; cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y podía aceptar
en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero había otra
parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte. Mi evaluación consciente
era que yo había aceptado la descripción mágica del mundo, dada por don Juan,
sólo en términos intelectuales, mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba;
de ahí mi dilema. Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a
don Juan y a don Genaro, yo había experimentado fenómenos extraordinarios, y
todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa misma noche yo
había ejecutado "la marcha de poder", lo cual, desde la perspectiva
de mi intelecto, era una hazaña inconcebible; y más aún, había tenido visiones
increíbles sin usar otro medio que mi propia volición.
Les expliqué la naturaleza de
mi desconcierto, doloroso y al mismo tiempo sincero.
-Este muchacho es un genio
-dijo don Juan a don Genaro, meneando la cabeza con incredulidad.
-Eres un geniete, Carlitos
-dijo don Genaro como transmitiendo un mensaje.
Tomaron asiento junto a mí,
don Juan a la. derecha y don Genaro a la izquierda. Don Juan observó que pronto
sería de mañana. En ese instante oí de nuevo el llamado de la polilla. Se había
movido. El sonido venía de la dirección contraria. Miré a uno y a, otro,
sosteniendo su mirada. Mi esquema lógico empezó a desintegrarse. El sonido
tenía una riqueza y una profundidad hipnotizantes. Luego percibí pasos
ahogados, patas suaves que aplastaban los yerbajos secos. El sonido barbotante
se acercó y me acurruqué contra don Juan. Secamente, me ordenó "ver”
aquello. Hice un esfuerzo supremo, no tanto para complacerlo como para
complacerme a mí mismo. Había
estado seguro de que don Genaro era la polilla. Pero don Genaro estaba sentado
junto a mí; ¿qué había entonces entre las matas? ¿Una polilla?
El barbotar resonaba en mis
oídos. Yo no podía parar por entero mi diálogo interno. Oía el sonido, pero no podía
sentirlo en el cuerpo, como antes. Percibí pasos definidos. Algo se deslizaba
en la oscuridad. Hubo un fuerte crujido, como si una rama se partiera en dos, y
de pronto me aferró un recuerdo aterrorizante. Años atrás, había pasado una
noche tremenda en el yermo, y algo me hostigó: algo muy ligero y suave que pisó
mi cuello repetidas veces mientras yo yacía agazapado. Don Juan había explicado
el evento como un encuentro
con "el aliado", una
fuerza misteriosa que el brujo aprendía a percibir como entidad.
Me incliné hacia don Juan y
susurré mi recuerdo. Don Genaro se nos acercó caminando a gatas.
-¿Qué dijo? -pregunté a don
Juan en un susurro.
-Dijo que allí anda un aliado
-repuso don Juan en voz baja.
Don Genaro regresó gateando a
su sitio y se sentó. Luego se volvió hacia mí y susurró en voz baja: -Eres
un genio.
Rieron calladamente. Don
Genaro señaló el matorral con un movimiento de barbilla.
-Anda allá afuera y agárralo
-dijo-. Desnúdate y métele un buen susto a ese aliado.
Se sacudieron de risa.
Mientras tanto, el sonido había cesado. Don Juan me ordenó detener mis
pensamientos pero conservar los ojos abiertos, enfocados en el borde del
chaparral frente a mí. Dijo que la polilla había cambiado de posición porque
don Genaro estaba allí, y que, si se me iba a manifestar, elegiría llegar por tal
punto.
Tras luchar un momento por
aquietar mis ideas, percibí otra vez el sonido. Su textura era más rica que
nunca.
Primero oí los pasos apagados
sobre ramas secas y luego los sentí en mi cuerpo. En ese instante discerní una masa
oscura directamente frente a ml, al filo de las matas.
Sentí que me sacudían. Abrí
los ojos. Don Juan y don Genaro se erguían a mi lado y yo estaba de rodillas, como
si me hubiera dormido agazapado. Don Juan me dio agua y volví a sentarme con la
espalda contra la pared.
Poco rato después vino la
aurora. El chaparral pareció despertar. El frío matinal era terso y
vigorizante.
La polilla no había sido don
Genaro. Mi estructura racional se cata a pedazos. No quería hacer más preguntas,
ni quería tampoco permanecer en silencio. Finalmente tuve que hablar.
-Pero si estaba usted en las
sierras de Oaxaca, don Genaro, ¿cómo llegó aquí? -pregunté.
Don Genaro hizo con la boca
gestos absurdos e hilarantes.
-Lo siento -dijo-, mi boca no
quiere hablar. Luego se volvió hacia don Juan y dijo, sonriendo:
-¿Por qué no le dices tú?
Don Juan titubeó. Luego dijo
que don Genaro, como consumado artista de la brujería, era capaz de hechos prodigiosos.
El pecho de don Genaro se
hinchó como si las palabras de don Juan lo inflaran. Parecía haber inhalado tanto
aire que su pecho se miraba el doble del tamaño normal. Daba la impresión de
hallarse a punto de flotar. Saltó por los aires. Me pareció como si el aire
dentro de sus pulmones lo hubiera forzado a saltar. Caminó de un lado a otro
sobre el piso de tierra hasta que, aparentemente, logró adquirir control sobre
su pecho; le dio de palmadas y, con gran fuerza, pasó las palmas de las manos
desde los músculos pectorales hasta el estómago,
como si desinflara la cámara
de una llanta. Finalmente tomó asiento.
Don Juan sonreía. Un gran
deleite brillaba en sus ojos.
-Escribe tus notas -me ordenó
suavemente-. !Escribe, escribe, o te mueres¡
Luego comentó que ya ni
siquiera don Genaro sentía que mi hábito de tomar notas fuera tan extravagante.
-¡Cierto! -replicó don
Genaro-. He estado pensando en ponerme a escribir yo también.
-Genaro es un hombre de
conocimiento -dijo don Juan con sequedad-. Y siendo un hombre de conocimiento, es
perfectamente capaz de trasladarse a. grandes distancias.
Me recordó que una vez, años antes,
los tres estábamos en las montañas y don Genaro, en un esfuerzo por ayudarme a
superar mi estúpida razón, dio un calco prodigioso hasta la cumbre de la
Sierra, a quince kilómetros de distancia. El incidente figuraba en mi memoria,
pero también el hecho de que yo ni siquiera pude concebir que don Genaro
hubiera saltado.
Don Juan añadió que don Genaro
era en ocasiones capaz de realizar hazañas extraordinarias.
-A veces Genaro no es Genaro
sino su doble -dijo.
Lo repitió tres o cuatro
veces. Luego ambos me observaron, como esperando mi reacción inminente.
Yo no había entendido lo de
"su doble". Don Juan nunca había mencionado eso antes. Pedí una
aclaración.
-Hay otro Genaro -explicó.
Los tres nos miramos. Me puse
muy aprensivo. Con un movimiento de los ojos, don Juan me instó a seguir hablando.
-¿Tiene usted un hermano
gemelo? -pregunté, volviéndome a don Genaro.
-Claro que sí -dijo-. Tengo un
cuate.
No pude determinar si me
estaban jugando una broma o no. Ambos rieron con el abandono de niños traviesos.
-Puedes decir -prosiguió don
Juan- que en este momento Genaro es su cuate.
Esa aseveración hizo que ambos
se tiraran al suelo entre risas. Pero yo no podía disfrutar su regocijo. Mi cuerpo
se estremeció involuntariamente.
Don Juan dijo, en tono severo,
que yo estaba demasiado pesado y engreído.
-¡Déjate ir! -me ordenó con
sequedad-. Ya sabes que Genaro es un brujo y un guerrero impecable. Por eso es capaz
de realizar hechos que serían inconcebibles para el hombre común. Su doble, el
otro Genaro, es uno de esos hechos.
Quedé sin habla. No podía
concebir que simplemente estuvieran burlándose de mí.
-Para un guerrero como Genaro
-continuó-, producir al otro no es una cosa tan asombrosa.
Tras meditar largo rato qué
decir, pregunté:
-¿Es el otro como uno mismo?
-El otro es uno mismo -replicó
don Juan.
Su explicación había tomado un
giro increíble, y sin embargo no era, en realidad, más increíble que todos los demás
hechos de ambos.
-¿De qué está hecho el otro?
-pregunté a don Juan tras algunos minutos de indecisión.
-No hay forma de saberlo
-dijo.
-¿Es real, o sólo una ilusión?
-Claro que es real.
-¿Sería entonces posible decir
que está hecho de carne y hueso? -pregunté.
-No. No sería posible
-respondió don Genaro.
-Pero si es tan real como
yo...
-¿Tan real como tú?
-interrumpieron al unísono don Juan y don Genaro.
Se miraron entre sí y rieron
hasta que pensé que se enfermarían. Don Genaro tiró al piso su sombrero y bailó
alrededor. La danza era ágil y graciosa y, por algún motivo inexplicable,
chistosa de principio a fin. Acaso el humor estaba en los movimientos
exquisitamente "profesionales" que don Genaro ejecutaba. La
incongruencia era tan sutil, y a la vez tan notable, que me doblé de risa.
-Lo malo contigo, Carlitos
-dijo al sentarse de nuevo- es que eres un genio.
-Tengo que averiguar eso del
doble -dije.
-No hay manera de saber si es
de carne y hueso -dijo don Juan-. Porque no es tan real como tú. El doble de Genaro
es tan real como Genaro. ¿Ves lo que quiero decir?
-Pero tiene usted que admitir,
don Juan, que debe haber algún modo de saber.
-El doble es uno mismo; esa
explicación debería bastar. Pero si vieras, sabrías que hay una gran diferencia
entre Genaro y su doble. Para un brujo que ve, el doble brilla más.
Me sentía demasiado débil para
hacer nuevas preguntas. Dejé mi cuaderno y por un instante creí que iba a desmayarme.
Tenía visión de un túnel; todo a mi alrededor estaba oscuro, con excepción de
un sector redondo de paisaje claro, frente a mis ojos.
Don Juan dijo que yo
necesitaba comer algo. Yo no tenía hambre. Don Genaro anunció que él también desfallecía,
se puso en pie y fue a la parte trasera de la casa. Don Juan se levantó y me
hizo seña de seguirlo.
En la cocina, don Genaro se
sirvió comida y luego inició una comiquísima pantomima imitando a alguien que quiere
comer pero no puede tragar. Pensé que don Juan iba a morirse; rugía, pataleaba,
lloraba, tosía y se atragantaba de risa. Yo también me sentía a punto de
estallar. Las gracias de don Genaro eran incomparables.
Por fin desistió y nos miró
por turno a don Juan y a mí; tenía los ojos relucientes y una sonrisa
espléndida.
-Ni modo -dijo alzando los
hombros.
Yo devoré una gran cantidad de
comida, y lo mismo hizo don Juan; luego todos volvimos al frente de la casa.
El sol resplandecía, el cielo
estaba despejado y la brisa matinal refrescaba el aire. Me sentía dichoso y
fuerte.
Nos sentamos en triángulo,
dándonos la cara. Tras un silencio cortés, decidí pedirles clarificar mi
dilema. Una vez más me hallaba en perfectas condiciones, y quería explotar mi
fuerza.
-Hábleme más acerca del doble,
don Juan -dije.
Don Juan señaló a don Genaro y
don Genaro inclinó la cabeza.
-Allí está -dijo don Juan-. No
hay nada que decir. Aquí está para que lo atestigües.
-Pero es don Genaro -dije, en
un débil intento por guiar la conversación.
-Claro que soy Genaro -dijo
él, enderezando los hombros.
-¿Qué es entonces un doble,
don Genaro? -pregunté.
-Pregúntale a él -repuso con
brusquedad mientras señalaba a don Juan-. Él es el que habla. Yo soy mudo.
-Un doble es el brujo mismo,
desarrollado a través de su soñar -explicó don Juan-. Un doble es un acto de poder
para un brujo, pero sólo un cuento de poder para ti. En el caso de Genaro, su
doble no se puede distinguir del original. Eso se debe a que su impecabilidad
como guerrero es suprema; así, tú mismo nunca has notado la diferencia. Pero en
los años que llevas de conocerlo, sólo dos veces has estado con el Genaro original;
todas las otras veces has estado con su doble.
-¡Pero esto es absurdo!
-exclamé.
Sentí la angustia crecer en mi
pecho. Me agité tanto que dejé caer mi cuaderno, y el lápiz rodó perdiéndose de
vista, Don Juan y don Genaro se lanzaron al piso, casi como clavadistas, e
iniciaron una búsqueda de farsa loca. Yo jamás había visto una representación
más asombrosa de magia teatral y prestidigitación. Sólo que no había escenario,
ni tramoya, ni artefactos de ninguna clase, y lo más probable era que los
actores no usasen prestidigitación.
Don Genaro, ti malo principal,
y su asistente don Juan, produjeron en cuestión de minutos la mas sorprendente,
grotesca y extravagante colección de objetos, hallados debajo, detrás, o encima
de paila cosa dentro de la periferia de la ramada.
Siguiendo el estilo de la
magia teatral, el asistente disponía los elementos de tramoya, que en este raso
eran los escasos objetos sobre el piso de tierra -piedras, costales, trozos de
madera, un cajón de leche, una linterna y mi chaqueta-, y luego el mago, don
Genaro, procedía a encontrar algo, que arrojaba a un lado inmediatamente
después de constatar que no era mi lápiz. La colección de hallazgos incluía
prendas de vestir, pelucas, anteojos, juguetes, utensilios, piezas de
maquinaria, ropa interior femenina, dientes humanos, un sandwich de pollo, y
objetos religiosos. Uno de ellos era francamente repugnante. Fue un compacto
trozo de excremento humano que don Genaro sacó de debajo de mi chaqueta. Por
fin, don Genaro halló mi lápiz y me lo entregó después de quitarle el polvo con
el faldón de su camisa.
Celebraron sus payasadas con
gritos y risas chasqueantes. Yo me descubrí observándolos, pero incapaz de unírmeles.
-No tomes las cosas tan en
serio, Carlitos –dijo don Genaro con tono preocupado-. Se te va a reventar
la...
Hizo un gesto risible que
podía significar cualquier cosa.
Cuando la risa amainó,
pregunté a don Genaro qué hacía un doble, o qué hacía un brujo con el doble.
Don Juan respondió. Dijo que
el doble tenía poder, y que usaba para realizar hazañas que serían inimaginables
en términos ordinarios.
-Ya re he dicho una y otra vez
que el mundo no tiene fondo -me dijo-. Y tampoco lo tenemos nosotros los hombres,
o los otros seres que existen en este mundo. Por eso, es imposible razonar al
doble. Sin embargo se te ha permitido a ti atestiguarlo, y eso debería ser más
que suficiente.
-Pero debe haber un modo de
hablar de él -dije-. Usted mismo me ha dicho que explicó su conversación con el
venado para poder hablar de ella. ¿No puede Hacer lo mismo con el doble?
Guardó silencio un momento. Le
rogué. La ansiedad que experimentaba iba más allá de todo cuanto jamás había
atravesado.
-Bueno, un brujo puede
desdoblarse -dijo don Juan- Eso es todo lo que se puede decir.
-¿Pero se da cuenta de que
está desdoblado?
-Claro que se da cuenta.
-¿Sabe que está en dos sitios
al mismo tiempo?
Ambos me miraron y luego se
miraron entre sí.
-¿Dónde está el otro don
Genaro? -pregunté.
Don Genaro se inclinó en mi
dirección y fijó la vista en mis ojos.
-No sé -dijo suavemente-.
Ningún brujo sabe dónde está su otro.
-Genaro tiene razón -dijo don
Juan-. Un brujo no tiene ni la menor idea de que está en dos sitios al mismo tiempo.
Tener conocimiento de eso equivaldría a encarar a su doble, y el brujo que se
encuentra cara a cara consigo mismo es un brujo muerto. Ésa es la regla. Ése es
el modo en que el poder ha armado las cosas.
Nadie sabe por qué.
Don Juan explicó que, para
cuando un guerrero ha conquistado el "soñar" y el "ver" y
ha desarrollado un doble, debe haber logrado asimismo borrar la historia
personal, el darse importancia a sí misino, y las rutinas.
Dijo que todas las técnicas
que me había enseñado y que yo había considerado conversación vana eran, en esencia,
medios de dar fluidez a la personalidad y al mundo y colocándolos fuera de los
límites de la predicción, para de ese modo eliminar la impracticabilidad de
tener un doble en el mundo ordinario.
-Un guerrero fluido ya no
puede ponerle fechas cronológicas al mundo -explicó don Juan-. Y para él, el mundo
y él mismo ya no son objetos. Él es un ser luminoso que existe en un mundo
luminoso. El doble es cosa sencilla para un brujo porque él sabe lo que hace.
Tomar notas es para ti cosa sencilla, pero todavía asustas a Genaro con tu
lápiz.
-¿Puede una persona ajena,
mirando a un brujo, ver que está en dos lugares a la vez? -pregunté a don Juan.
-Seguro. Ésa sería la única
manera de saberlo.
-¿Pero no puede asumirse
lógicamente que el brujo también notaría que ha estado en dos lugares?
-¡Ajá! -exclamó don Juan-. Por
esta vez acertaste. Un brujo puede sin duda notar, después, que ha estado en dos
sitios al mismo tiempo. Pero esto sólo sirve para llevar la cuenta y no afecta
en nada el hecho de que, mientras actúa, no tiene idea de que es doble.
Mi mente se tambaleaba. Sentí
que, de no seguir escribiendo, estallaría.
-Piensa en esto -prosiguió-.
El mundo no se nos viene encima directamente; la descripción del mundo siempre
está en el medio. Así pues, hablando con propiedad, siempre estamos a un paso
de distancia y nuestra vivencia del mundo es siempre un recuerdo de la
experiencia. Estamos eternamente recordando el instante que acaba de suceder,
acaba de pasar. Recordamos, recordamos, recordamos.
Volteó la mano una y otra vez
para darme el sentimiento de lo que quería decir.
-Si toda nuestra vivencia del
mundo es recuerdo, entonces no resulta tan absurdo decir que un brujo puede estar
en dos sitios al mismo tiempo. Pero ese no es el caso desde el punto de vista
de lo que él siente, porque para vivir el mundo un brujo, como cualquier otro
hombre, tiene que recordar el acto que acaba de realizar, la experiencia que
acaba de vivir. En el conocimiento del brujo hay un solo recuerdo. Sin embargo,
para alguien que estuviera mirando al brujo, el brujo aparecería como si
estuviera actuando a la vez en dos episodios
diferentes. El brujo, no
obstante, recuerda dos instantes aislados, distintos, porque para él la goma de
la descripción del tiempo ya no pega más.
Cuando don Juan terminó de
hablar, me sentí seguro de tener fiebre.
Don Genaro me examinó con ojos
curiosos.
-Tiene razón -dijo-. Siempre
andamos un salto atrás.
Movió la mano como don Juan
había hecho; su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su
asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a saltar.
Empezó a desplazarse de espaldas, saltando sentado, y fue hasta el final de la
ramada y regresó.
La visión de don Genaro
saltando hacia atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería
haber sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo que
golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de mi cabeza.
-Sencillamente no puedo
comprender todo esto, don Juan -dije.
-Yo tampoco -repuso don Juan,
alzando los hombros.
-Y yo menos, querido Carlitos
-añadió don Genaro.
Mi fatiga, el total de mi
experiencia sensorial, el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas
de don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación en
los músculos de mi estómago.
Don Juan me hizo rodar en el
piso hasta que recobré la calma; luego volví a sentarme encarándolos.
-¿Es sólido el doble? -pregunté
a don Juan tras un largo silencio.
Me miraron.
-¿Tiene cuerpo el doble?
-pregunté.
-Seguro -dijo don Juan-. La
solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que sentimos del mundo,
son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de mi solidez, igual que
tienes el recuerdo de comunicarte con palabras. Por eso crees que hablaste con
un coyote y sientes que soy sólido.
Don Juan puso su hombro junto
al mío y me dio un leve codazo.
-Tócame -dijo.
Le di palmadas y luego lo
abracé. Me hallaba al borde del llanto.
Don Genaro se puso de pie y se
me acercó. Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un
mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento.
-¿Y yo? -preguntó, tratando de
esconder una sonrisa-. ¿No vas a darme mi abrazo?
Me levanté y extendí los
brazos para tocarlo; mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía
poder para moverme. Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue
en vano.
Don Juan y don Genaro se
pararon, observándome. Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desconocida.
Don Genaro tomó asiento y
fingió ponerse de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó
el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas.
Los músculos de mi estómago
temblaban, sacudiendo todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba moviendo la
cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad de
tranquilizarme reflejando un rayo de luz en la córnea de mis ojos. Me jaló a la
fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada, y manipuló mi cuerpo para
que mis ojos captaran el sol oriental; pero cuando acabó de ponerme en la
posición adecuada, yo había dejado de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno
solamente después de que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme
hacía estremecer.
Aseguré a don Juan que mi
cuerpo me jalaba para irme. Agité la mano en dirección de don Genaro. No quería
darles tiempo de hacerme cambiar de idea.
-Adiós, don Genaro -grité-. Ya
tengo que irme.
Devolvió el ademán.
Don Juan caminó conmigo unos
metros, hacia mi coche.
-¿Usted también tiene un
doble, don Juan? -pregunté.
-¡Claro! -exclamó.
Tuve en ese momento una idea
enloquecedora. Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior
seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se había hecho
costumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan, iba a Sonora o a México
central y siempre lo hallaba esperándome. Había aprendido a dar eso por sentado
y nunca hasta entonces se me había ocurrido pensar nada al respecto.
-Dígame una cosa, don Juan
-dije, medio en broma-. ¿Usted es usted, o usted es su doble?
Se inclinó hacia mí. Sonreía.
-Mi doble -susurró.
Mi cuerpo saltó en el aire
como si me impeliera una fuerza formidable. Corrí a mi coche.
-Lo dije en broma -dijo don
Juan en voz alta-.
Todavía no te puedes ir. Me
sigues debiendo cinco días.
Ambos corrieron hacia el auto
mientras yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban.
-¡Carlitos, llámame cuando quieras! -gritó don Genaro.
Carlos Castaneda
De relatos de poder (1975)