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29 de octubre de 2023

¡No te mueras, Pelusa!, Pedro Serazzi Ahumda


¡No te mueras, Pelusa!, Pedro Serazzi
 
 
“Dedicado a la verdadera Pelusa, una joven de Atacama, Chile, que inspiró este cuento”
 
 
¡Pucha y repucha!... Hoy en la noche casi pierdo la vida aquí en mi Chañaral. Todo por dármela de mujer grande. Le habría echado a perder los planes de verano a mi papá, a mi mamá y hermana, Valentina. ¡¿Cuándo iré a recapacitar y no continuar haciendo leseras?! … Cambiaré a partir de hoy, se lo prometo a Santa Teresita de Los Andes, la misma que cuando era Sor Teresita, el Papa Bueno, Juan Pablo II, la beatificó cuando vino a Chile y mi mamita estuvo allí en la ciudad de San Felipe. ¡Te lo juro, Santa Teresita que no engañaré más al papá y a la mamá!
Mi madre me habló tantas cosas lindas de la Santa, que murió apenas pasado los 20 años, en la flor de la vida. Una vez le pedí que me llevara al santuario y le dije que sería su seguidora, y que en nombre de Dios y la Santísima Virgen, prometía que sería una buena persona, pícara como toda joven, de carretes moderados, de muchos valores, pero mala ¡jamás!, porque mis padres me han formado para el bien y los valores no es bueno echarlos al tarro de la basura.
Sin embargo, en este momento estoy de rodillas en mi habitación, ante tu imagen de porcelana, Santa querida. Y es porque la conciencia me remuerde esta madrugada. Hice cosas malas y te pido perdón. Y aunque me duele mucho el cerebro, esto no es impedimento para arrepentirme, decirte que no se repetirá lo que hice y que ratifico la promesa que de hace ya tres años, porque por una rebeldía innecesaria, pasión o no sé que locura, por emociones nuevas, hace poco rato casi pierdo la vida.
 
Pedro Serazzi

 

 

28 de octubre de 2023

¡Papito, nunca más!, Pedro Serazzi Ahumada

¡Papito, nunca más!, Pedro Serazzi Ahumada

 

Se qué me dio por mirar por la ventana tan temprano. Más encima día domingo, cuando penan las ánimas en El Salvador (*). Fue entonces cuando casi me morí de impresión. Mi hermanito, Jimmy, el regalón de la casa, me clavó sus pícaros ojos y me sonrió. Se me salió todo el aliento y si no tuviera 16, capaz que me hubiese caído muerta de un infarto ahí mismo. ¡Qué locura, que terrible! el auto cero kilómetros del papá estaba pintado con rayas locas por todos lados... El se creía la muerte con la brocha en la mano y sonreía orgulloso.

Se me aceleró el corazón y la respiración no me salía. Hasta que exclamé:

-¡Mansa embarrada!

Papá recién había pagado la segunda letra, le quedaban 34, en cuota dólar, más cachá de intereses de los pulpos de la financiera, el pagaré maldito que hipotecaba nuestra casa y otras leseras.

-¡Ay, madre mía, aquí se arma la grande!

Más que corriendo me puse el colalés, una camiseta blanca media larga y me tiré escaleras abajo. Le quité la brocha, parecía payaso. Tenía el pelo verde y hasta la parka nueva toda pintada.

¿Cachai la cagada que hiciste chiquillo de mierda?

¡Le pinté lindo el auto al papito!

Me dieron unas ganas de pegarle una patada fuerte en el culo, pero, eso no. Nunca lo haría, apenas un deseo animado por la impotencia que sentí. El enano todavía no cumple los cinco. Me clavó sus pícaros ojos y sonrió. Claro, cómo no iba a reírse, si no sabía calcular la grande que había dejado. Lo único que se me ocurrió fue llamar a otro niño del vecindario.

¡Toño, “porfa”, llévate al enano y dale una vuelta larga en tu bicicleta! No quiero que lo vea mi papi, le temo mucho a su reacción. ¡Llévalo lejos! – supliqué finalmente.

¡Qué me iba a entender el Toño, si tiene como siete!

Antes de subirlo a la bicicleta, le dije al oído:

-¡Cabro huevón!

Se me olvidó que estaba medio pilucha y un viejo degenerado me miraba desde la calle. Ni lo pesqué. Lo único que me preocupaba era dejar de tiritar.

Mientras sacaba gasolina del estanque me preguntaba, a lo mejor cosas absurdas. Que cuándo iba a crecer el Jimmy para no seguir haciendo leseras. Es tan re’ tierno y yo la loca que siempre lo saco de los embrollos en que se mete.

Después me puse a pensar en la onda na que ver que anda mi papá. Está más pesado y todo por culpa de las cuentas en que se mete. Hasta por un cheque andaba fondeado el otro día.

Comencé a pasar una franela impregnada en gasolina. La pintura del portamaletas salió casi toda. Pero hubo un sector donde se secó y esa no salió ni con mis rezos. Había unas rayas verdes y anchas que afeaban el hermoso auto blanco. Pienso que el Jimmy pintó una primera parte la noche anterior. Me entró todo el susto de un viaje.

-¡Pucha, máquina, que hago!

Justo que aparece mi papá con cara de parquímetro. Creo que no fueron visiones y su pelo crespo se levantó como púas de erizo. Se puso verde, azul, rojo… Allí yo estaba cerca del infarto. ¡Qué locura, qué desesperación!

Justo que aparece el Toño con mi hermanito. Apretaba los puños y maldecía por ese regreso tan pronto.

La pintura delató al Jimmy. Lo demás fue terrible, mi papá como una fiera tomó un palo y lo agarró a golpes en una de sus manos. Fueron uno, dos, diez, me emborraché de impotencia. Gritaba desesperada. Me descontrolé:

¡Socorro, están matando a mi hermano! ¡Viejo maldito, asesino!

Me había tirado al suelo y aferraba a mi padre de una pierna y me pegó tremenda patada cerca de uno de mis pechos. El vecino, pese a que es re’ tranquilo, se metió, le pegó manso combo a mi papá, que lo derribó al suelo y le gritó:

-¡Suelta al niño, abusivo de mierda!

Medio aturdido, tuvo que soltar a mi hermanito, que había caído al suelo con él.

La felicidad del hogar se vino al suelo. El viejo de mi papá hizo siempre las cosas a su manera. Prohibió que lo llevaran al hospital. Yo me di cuenta la onda. Claro, si lograban averiguar la verdad, la justicia iba a proteger al Jimmy y él se iría preso. Después manso cartelito en el diario: “¡Detenido en El Salvador el chacal que torturó a su hijo!”. A la gente así le llaman los chacales y se lo merecen.

Mi mamá, súper atemorizada le trataba de acomodar los huesitos y le ponía hielo y una tablilla para reemplazar al yeso. Yo le colocaba supositorios. Sin embargo, pese a todos los cuidados y medicamentos, lloró y sufrió los tres primeros días y noches.

En un momento, muy desesperada miré a la pared y le conté mis penas. En ese instante me dio mucha rabia y tuve deseos de ser hombre para castigarlo por su maldad. Pese a mi rabia e impotencia, no era capaz de pensar en castigos físicos o crueles.

-¡Y yo, papá, que te había querido tanto, te habías caído del pedestal y te hiciste pedazos!

A él lo único que le importaba era darse inflas. Hace tiempo que me había dado cuenta de su onda, de lo agrandado que se había puesto. Para él tener un auto cero kilómetro era ponerle la pata encima a todos los que pudiera. También lo fue al comprar el equipo de sonido digital. Recuerdo que comentó:

Ese Carrasco, ¿qué se ha figurado? Mi equipo es más poderoso que el tarro que tiene él y ¡es japonés! ¿El suyo?, me río, no tiene potencia y apenas parlantes chicos, “parlantitos”.

¡Estás mal, papá!

¡Verónica, cuando te ganes el dinero con el sudor y tu te compres la ropa y la comida, recién te daré el derecho a criticarme!

Callé.

Recuerdo que cuando compró la alfombra con que cubrió todas las habitaciones, el asunto fue enfermante. Nuestra casa parecía de japoneses y le pasaba pantuflas a las visitas para proteger su inversión. Con su computador, que llamaba “extrem” la cosa fue demencial, se creía de la NASA. El que no gana mucho dándose esos aires. Todo para que le dijeran: “Don Sebastián”… ¡Ridículo! No hay como la gente sencilla.

El final de esto no se lo doy a nadie. Pensaba que las tragedias pasaban sólo en las teleseries o en las familias con personas con graves enfermedades. ¡Quién iba a pensarlo, la tragedia de visita en nuestra casa! Al Jimmy se le puso la manito negra y hubo que llevarlo al Hospital. Estuvo más de un mes internado. Mi papá, choqueado por esto, se fue de la casa.

En esos días todo era extraño. La Pioli, que es buena amiga, me dijo con mucha delicadeza que lo había visto emborrachándose con unos tipos re’ botados. Yo me hice la tonta, porque casi nadie a fondo sabe lo que nos pasó. Podía haberme desahogado con mi amiga, pero más me iba a entristecer.

Esa tarde cuando llegué a casa le di el tecito al Jimmy. Después nos pusimos a mirar televisión. Ahora mamá siempre está bordando y botando sus lágrimas diarias. Yo, aguantándomelas, porque ahora soy como el hombre de la casa. De repente me ensimismé, para bloquearme un poco, cuando toca el timbre mi desaparecido papá. El muy patudo venía con una autopista bajo el brazo. Sonriente se la alargó:

-¡Toma, mi amor!

Pero el chiquito no la pudo tomar, ahora no tiene la mano derecha, apenas un tronquito con un cuerito para que lo le raspe.

Recibió el juguete con un poco de torpeza, porque es temprano para que sea hábil con la mano izquierda. Con la cara iluminada de alegría, respondió:

- ¡Papito, nunca más…Nunca más te volveré a pintar el auto! ¡Devuélveme la manito!

Papá y le digo así sólo porque me engendró, lloró como un niño. Luego dio un grito desgarrador, que casi no era humano. Se golpeó de un puñetazo el rostro y escapó corriendo hacia la calle. Sé que nunca más volverá, lo presiento.

Fue tan fuerte ese momento, que esa pena casi me arranca el alma. Justo en la televisión estaban pasando la publicidad de una lesera electrónica, computarizada, que decían que era el milagro espacial del sonido. Comparaban al equipo con Dios y que quienes lo compraran podrían disfrutar el Cielo del sonido.

Agarré una botella grande de gaseosa y la lancé con furia a la pantalla del TV LCD de 42 pulgadas. Botella y plasma se rompieron y saltó la mansa llamarada del corto circuito.

Mamá se acercó suavemente, me abrazó con mucho cariño, me acarició los cabellos y entonces solté el llanto que por tanto tiempo me había guardado.

 

(*) El Salvador, ciudad de la Tercera Región de Chile

 

Este cuento ganó el segundo lugar en el Concurso de la Sociedad de Escritores, Atacama, Chile.


Pedro Serazzi Ahumada


 
PEDRO SERAZZI AHUMADA
 
 
Escritor, poeta y periodista chileno, nacido en Chañaral, Chile. Incursiona en narrativa y poesía. Su obra más conocida es la novela de amor “Una Ilusión en Caldera” usada en docencia en Concordia College, Moorhead, Estados Unidos; también ha sido enseñada en la Universidad de Loja; además escuelas y liceos de Atacama, Chile. Es autor de más de10 libros. Su principal género es la novela. Además escribe ensayos históricos, cuentos y leyendas. Fue antologado dentro de los 40 mejores escritores de cuentos mineros del siglo XX (Chile).
Figura en antologías en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, India, Perú, Bolivia, Argentina, México y Chile. Ha dictado conferencias en Chile y Estados Unidos.
Tiene varias distinciones y premios en narrativa y poesía y su novela “Una Ilusión en Caldera”, fue traducida al inglés.
Reside en la III región de Atacama (Chañaral)
 

 

 

 

27 de octubre de 2023

Mañana es otro día, Pedro Serazzi Ahumada

Mañana es otro día, Pedro Serazzi
 
  
Mañana, es decir más rato, será otro día, ojala pleno de sol. Me levantaré a las ocho y media y comulgaré en la misa de nueve. También le prometeré al Señor retomar la buena senda, total si es fácil ser buena si uno se lo propone.
Como lo hago siempre me tiraré a la piscina como corresponde, sin mentiras. No hay nada más lindo que la sinceridad. Anoche, digo anoche, porque ya son las seis de la madrugada, vinieron mis dos primas, la Quena y la Pilar. Mis primas siempre han sido bacanes, chicas buena onda, pero tenemos diferencia de edades y experiencia. Ellas, gemelas de 20 años y yo una pendeja de 15. Me dijeron que tenían una movida para un carrete en la disco con tres tipos casados y a la pinta. Para mí, adrenalina pura, quise hacer la movida de mujer grande.
- Sólo carrete, unos pocos copetes en el auto, escuchando unas canciones dando una vuelta por la ciudad y después nos vamos a bailar a la disco -. Dijo la Quena.
- ¡Nosotros la hemos pasado bomba y heavy con los compadres! – Agregó la Pilar – Son a la pinta, Pelusa, buen trago y taquilla. ¡La vamos a pasar la raja! ¿Cachai, loca?
Lo que son las cosas. Si yo les hubiera pedido permiso a mis papás para salir con mis primas, no me habrían pedido muchos detalles y como siempre me darían permiso para salir a divertirme, porque es el premio que me dan, porque dicen que con mi hermana somos dulces, hacendosas y buenas alumnas. Al menos nos esmeramos en eso y nos aflora de piel. Lo que creo es sólo las buenas enseñanzas y armonía del hogar. Pero lo hice todo al revés, como decía, “adrenalina”. Dije que me acostaría temprano y para disimular, le dije:
- ¡Papito, quiero escuchar música en mi celular!
- Bueno, hijita, si mañana deseas salir, nos avisas.
- ¡Vale!, ¡Muchas gracias! – Enseguida besé al papá, a la mamá. Ella sólo sonrió, porque habíamos compartido mucho ese día y estaba muy feliz.
Eran como las 10 de la noche. Era la pinturita perfecta. Me maquillé de lo más linda. Me puse un hermoso vestido celeste y floreado, muy de primavera-verano, unas chalas hermosas y me sumergí vestida bajo el cobertor a escuchar un poco de rock tecno. Me quedé dormida y como a las 12 y media de la noche sentí unos golpecitos suaves en mi ventana. Eras mis primas.
- ¡Comadre, estamos listas y ellos también!
- ¿Carrete corto y luego a bailar a la disco como prometieron, Pilar?
- ¡Por supuesto, y con los casados! … ¡Haremos nuestro escandalito propio!
Mis primas son más osadas que yo. Los chicos, no eran tales, eran unos tipos de más de 30 años. Los encontré viejos para nosotras y a uno llamado Julio, ordinario. Ese, según la Pilar, estaba que se le caía la baba por mí. Pero, que era su pareja, muy fogoso y ella estaba agarrada y lo compartía, no le importaba un trío. Y tenía que hacerlo, porque si no, éste se le enojaba. El otro era un tal Mario, se veía decente, pero después lo calé que era cobarde. No había un tercero.
 Para impresionar andaban en un BMW del papito de Julio. ¡Que baile en la disco, ni que nada! Se fueron directamente a la playa “Las Cochillas”, como a 20 kilómetros al sur de la ciudad, Mis reclamos fueron inútiles. Yo quería la disco.
En la playa sacaron dos botellas de ron, fumaron marihuana y pusieron el equipo del vehículo a reventar de volumen para bailar salsa. Todos estaban eufóricos. Yo apenas probé un sorbo de ron y nada de hierba. Mis primas se pusieron osadas, empezaron a sacarse las blusas para insinuar más que algo de las pechugas. Los tipos les tiraban agarrones por todos lados y como yo estaba arrinconada la Quena me gritó:
- ¡Cagafiestas!
Luego comenzaron a tener sexo sin pudor y me fui al auto. Bajé mi cabeza, porque no tenía ninguna curiosidad, susto sí. Como a la media hora llegó el tal Julio, se sentó a mi lado. Venía olor a copete, hierba y de esa cosa sexual.
-¡Ahora te toca a ti, guagüita!
- Me trató de besar a la fuerza y creo que lo consiguió, pero así no vale.
- ¡Eres más rica que tu prima y más linda que la chucha!
- ¡Suéltame, maricón!, ¿Qué no te basta una?
- ¡Yo quiero comerme ahora a la cartucha! ¡Te voy a romper el mate, la Pilar me dio el pase!
Me tomó las piernas a la altura de los muslos. Echó violentamente atrás el asiento, me subió a la fuerza el vestido hasta la altura de los senos, que me los apretó con fuerzas. Ahí me dio el inmenso pánico. Era su prisionera. De un tirón me hizo pedazos el colalés. No se compadecía de mis súplicas, ni de mis lágrimas.
- ¡Por favor, deténgase, nunca lo he hecho!... ¡Piense en sus hijos, tu también los tienes y me estás violando y podrás ir preso por esto!
Actuaba irracional y cuando me estaba penetrando con su “cosa”, le pegué un apretón furioso y clavé mis largas uñas en sus testículos. Creo que el grito se sintió a un kilómetro. Le llegaron a saltar las lágrimas.
Al principio el tipo no podía hablar del dolor y lloraba. Casi no respiraba. Pero, cuando reaccionó y yo estaba más vestida, me dio tremendo golpe de puño en la nariz, que me saltó la sangre y me manchó la falda del vestido. Por suerte no me aturdí.
- ¡Huevona, cartucha, devuélvete al jardín infantil!
Mis primas, ni aun habiendo bebido ron y fumado hierba justifico su actitud, fueron unas pesadas y desleales. Después el Julio se fue y continuaron con sus vicios. Quedé llorando, tratando de estancar la sangre con mi pañuelo. Le puse seguro al auto y producto del nerviosismo y el dolor, me dormí, así que ni me di cuenta que algo moví en el auto, tal vez la palanca de cambio y no debe haber estado puesto el freno de mano y tal vez con una de mis piernas lo dejé neutro y el auto se fue en una pendiente pequeña y chocó contra una roca. Desperté.
-¡Madre mía, Santa Teresita, protégeme por favor!- Supliqué.
 Corrieron ante el tremendo ruido. Yo bajé asustada para ver los daños. Cuando Julio miró el BMW del papito, tenía un foco menos, parachoques para la historia y un tapabarros muy abollado. El, amigo, Mario, me dio tremenda patada en el trasero y el Julio me lanzó tremendo puñetazo en la boca, se me partieron los labios. Me fui de bruces atrás y mi cabeza golpeó a la altura del cerebro, en la nuca, contra una roca. Vi estrellas, lo juro. Hasta entonces no creía que se veían estrellas, pensaba que era un mito. Quedé semi-aturdida. Traté de hablar y no pude. Ahora sentía que estaba húmeda de sangre la boca, la nuca y mis cabellos. Estaba conciente, pero no podía hablar, lo intenté. Traté de abrir los ojos y no pude. Sólo pensaba, sentía como una tormenta en el cerebro y quería abrir los ojos y no podía. Si comencé a escuchar y podía pensar. Escuché algo cruel de Julio.
- ¡Se murió la huevona! ¡Echémonos el pollo!
El Mario pensó que era lo mejor.
La Quena, agregó:
- ¡Todos morimos en la raya, la pendeja de mi prima, jamás salió con nosotros!
Los seguía escuchando y decían que había que darse la mano para sellar el compromiso y después escuché el ruido del automóvil que se alejaba. Sentía mucho frío. Me quedé inmensamente sola. ¿Sería el hielo de la muerte?... Me caía el rocío y en mis pensamientos oraba y perdía perdón por si moría. Era una triste confesión de pensamientos ante la imposibilidad de pronunciar palabras. Apenas había probado un sorbo de ron. Creí definitivamente morir, sin duda era un TEC. Entonces no pude reaccionar positivamente. Luego, intenté no perder el conocimiento, porque podía desangrarme, pero lo perdí.
A las cinco de la madrugada recobré el conocimiento. Dios mío, pude levantarme, hablar e hice un test a mis demás sentidos. Debí haber estado inconsciente unas dos horas. Continuaba el frío, aun pese a ser casi el verano. Por suerte no había perdido mucha sangre. Fui al mar, que estaba cerca y lavé la sangre de mi rostro, cabellos y la nuca. Me saqué el vestido, sólo quedé en sostén y lavé todo mi cuerpo. Me puse el vestido, los colalés estaban botados e inservibles. Caminaba como una ebria, sin estarlo y pude llegar a la Ruta 5, a unos 400 metros del mar.
Como todos dicen que soy bonita y tengo buena presencia hice parar a un bus, que se detuvo. Mi vestido, se veía bien, a pesar de todo. El chofer fue amable, no hizo preguntas y me llevó a Chañaral. Ni siquiera me cobró pasaje por el aventón. Al bajar le di las gracias con un chocolate que llevaba en mi pequeña cartera.
Partí a casa. Nuevamente ventana arriba, me saqué rápidamente el vestido. Me lavé una vez más, puse alcohol y hielo en mis heridas. Me puse el pijama azul de polar. Como era mucho el dolor de cabeza me tomé un analgésico fuerte y un desinflamatorio.
A ahora, cuando faltan 2 minutos para las 6 de la mañana, reafirmo mi compromiso de buen comportamiento y no más errores como éste. ¡Vale lo prometido!
 
Pedro Serazzi

 

 

26 de octubre de 2023

Hospital de Copiapo, Pedro Serazzi

Felipe Angellotti y Pedro Serazzi Ahumada en Villa Dolores, Traslasierra C'ordoba, Argentina. Encuentro de Narradores Paso del Leon (2009)


Hospital de Copiapo, Pedro Serazzi




21 horas, noche de ese mismo día, domingo en el Hospital de Copiapó, Unidad de Tratamientos Intensivos. Los padres de Pelusa y su hermana, Angélica, de 13 años de edad, están viviendo dramáticos momentos al lado de la joven Pelusa. Había sido derivada en una ambulancia, a las 10 de la mañana desde el nosocomio de Chañaral, a 176 kilómetros. Una enfermera observa el monitor cardíaco. Un neurocirujano y otros dos especialistas se aprontan a conversar con la familia, pero no es posible, no tienen la calma para poder escuchar.
¡Dios mío! ¡Que terrible! Estoy totalmente paralizada, también he perdido la visión; sólo puedo pensar y escuchar. Ni siquiera puedo mover los labios.
¿Por qué hice esto, por qué me golpearon así?... Mis padres, mi hermana, están a mi lado y no saben que los escucho… ¡Ay, sin tan sólo pudiera mover mis dedos y apretar la mano de papá, mamá o mi hermana, podrían saber que los escucho!
¡Quiero pedirles perdón! Hace un rato el sacerdote lo ha hecho por mí, al darme la extrema - unción. También me he dado cuenta que hoy es domingo por la noche y estoy en la UTI de Copiapó y que hace unas dos horas que estoy, aunque inmóvil, consciente. No pude despertar, feliz, como todos los días solía hacerlo.
Siento llorar a la mamá. La escucho decir:
- ¡Hijita, no te mueras!
Y yo quiero decirles con todas las fuerzas, con la voz que ya no tengo:
-¡No quiero morir, mamá! ¡Perdón papá, perdón mamita, hermanita del alma!... ¡Eramos tan felices!... ¡Papito, tengo tanto miedo!... ¡Siento que se me inunda de sangre la cabeza!...¡Siento como me explotan las venas!... ¡Papito, ayúdame, por favor, me estoy muriendo!... ¡Los amo mucho, quiero vivir, pero no puedo!... ¡Dios mío, Santa Teresita que triste…es…cuando… se aca…ba la vida…Yo…quie…ro, per…dirles…de…co…razón …que…el…

Pedro Serazzi 

25 de octubre de 2023

Dos lágrimas del mar, Pedro Serazzi Ahumada

DOS LAGRIMAS DEL MAR
                  
-¡Qué día más divino!
  Exclamó Carmen y sin embargo se puso a llorar. Iba a cumplir  al día siguiente 66 años de edad y estaba sola en el mundo. Ya hasta el último hombre que  había amado no estaba con ella.
  Caminó por la playa del balneario  Flamenco, Chile,  y una joven gaviota desplegó toda la energía de su cuerpo para batir sus alas y encumbrar un raudo vuelo tras los peces.
  Sintió envidia de la hermosa ave, pues ya no tenía los 36 años, edad que tanto echaba de menos, cuando  en esa mismas aguas, de olas suaves, se bañaba con su enamorado, el hombre que más la amó y se juramentaron ante Dios- que creyeron ver en las nubes de la tarde- que ese amor jamás terminaría.
  Estaba inmensamente triste, porque ese amor tan grande no supo cuidarlo y ese hombre, anotó en su libro de  penas que fue la mujer que más amó. Separados entre el orgullo y el dolor, vinieron los años crueles, donde el cuerpo también se convierte en otoño y arrojó lentamente las hojas de su belleza  y las reemplazó por las arrugas, un abdomen que creció, achaques de presión, dolor de huesos y otras cosas malditas, que terminaron con su menuda y hermosa figura.
 -  ¡Dios mío, qué lindo fue el ayer!...
  Ahora pensaba mucho más en  el Padre del  Nazareno, a quien había abandonado en los años hermosos de su vida. Continuó caminando, la tibieza suave de las olas mojaban sus pies. Reflexionaba sobre lo malo que fue haber favorecido su vanidad, antes que las cosas del alma y de haberse convencido que la belleza joven no se terminaría jamás. Tenía ira hasta con el mar porque ese día estaba más bello que nunca.
  La playa, pese a ser día de estío y cálida, curiosamente estaba casi vacía. Sólo dos niños jugando en la construcción de un castillo de arena, Uno de ellos  la llamó cariñosamente tía. En tanto, un joven rubio y apuesto, de ojos claros, se paseaba en short de baño por la playa. El la miró con dulzura:
- ¡Buenas tardes, señora!
  El muchacho, que tenía un aire distinguido,  todos los días la miraba con cariño y ella no podía entender exactamente por qué.  Sabía que no era un enamorado, lo presentía, menos de ella. Advertía que algo tenía en su interior que lo hacía más diáfano, comparado con otros más vulgares  con los que se encontraba otras veces. En tanto añoraba, el sol hacía su trabajo en el horizonte y se llevaba a reposar el largo día.
-Buena hora para nadar –  se dijo la mujer.
  Y luego, maldiciendo la soledad de su vida, viejo vicio el de maldecir que ella tenía, realmente pensó que lo mejor para la psiquis era darse un baño en el océano en el atardecer y luego, aplicar esas técnicas de relajación que tanto dominaba. Estimó que de esa forma sus penas tal vez podrían irse en el velero del atardecer.
  Nadó, como lo sabía hacer desde niña, bien y con estilo…
  Se sintió joven y hasta soñó con ese viejo y hermoso verano, lleno de romance, de besos, de pasión y hubo un cóctel maravilloso entre la sal húmeda que afloró de sus ojos y la que traía las olas. Aunque lloraba, sonreía de felicidad.
  Y nadó lejos, cada vez más emocionada con el raconto de ese especial romance. Sin embargo, una corriente marina traicionera la llevó lejos de la playa y  sus cansados músculos no fueron capaces de soportar la tensión y el esfuerzo que exigía la emergencia. Una de sus piernas se acalambró y al procurar aliviar el dolor se hundía. Con un esfuerzo supremo gritó:
-¡Socorro, que me ahogo!
  Sin embargo ¿quién la iba a escuchar? Ya no podía nadar y sólo uno de sus brazos que emergía, como un Titanic, indicó que se iba al fondo del mar. Tragó agua, se llenó de miedos y asimiló con pavor que comenzaba a morir.
 
-¡Perdóname, Dios mío! – decía en letanía mientras su cuerpo se iba al fondo del mar.
Desesperada y casi inconsciente sintió que dos manos la tomaron de la cintura  hasta emerger.
-¡Tranquila señora, yo la salvaré!
  El hombre, lentamente, aunque con seguridad,  la llevó a la orilla de la playa. Fue una maniobra de 10 minutos. Una vez en la arena, la recostó, le hizo respiración boca a boca y le aplicó otras técnicas de salvamento que conocía. Los niños del castillo de arena habían corrido en busca de ayuda, la que llegó prontamente en una camioneta de la Marina de Chile. Cuando éstos llegaron Carmen volvía lentamente a la vida. La cubrieron con una frazada, le pusieron en una camilla y la llevaron al Hospital del puerto más cercano, Chañaral. El hombre que la había salvado, era el apuesto joven de 25 años, que dio gracias a los marinos y partió con rumbo desconocido.
  Carmen, en la Sala de Urgencia volvió definitivamente a la vida y dos días más tarde, caminaba por la misma playa en busca de su salvador. La artesanía  era uno de sus hobbies  y le llevaba un hermoso regalo. Tuvo suerte, allí estaba, con los niños del castillo de arena, él también ayudándolos, como un pequeño más. Al verla se puso de pie.
-Señora, que gusto verla repuesta.
  Y ella sacó sus sentimientos lindos, esos que nunca debió dejar de lado en la vida. Lo abrazó, lloró, le dio las gracias, le entregó el regalo y le dijo que le invitaba a su casa de veraneo a comer esa noche.
¡Qué emoción!, pero cuánto lamento decirle que no puedo ir!
¿Por qué no?  Entonces, ¿quién eres?, para poder agradecerte toda la vida.
  ¡Soy tu hijo, mamita!... Soy aquel pequeño al que no dejaste nacer por el qué dirán y porque iba arruinar un poco tu bello cuerpo, cuando tenías 36 años. Recuerdas, mamita, yo era iba a ser  hijo del amor  y estaba extasiado en tu vientre…Papá te rogó mucho por mi existencia y sin embargo pagaste en una clínica para que yo no viviera.
  Pagaste por mi muerte, pero a pesar de todo y perdona que me quiebre, ¡te extrañaba, mamita! Viví muchas semanas en tu vientre con la ilusión de nacer… Tú no quisiste que yo viviera. Yo quiero que tú vivas y anhelo que el amor, todos los días toque tu corazón. ¡Te amo, mamá!
  Se habían separado del abrazo y al joven rubio, que le tenía tomada las manos, se le descolgaron dos lágrimas que fueron como cristales. Carmen no sabía si gritar, llorar o pedir perdón. Su salvador, le soltó las manos. Luego, con su regalo  y los pies descalzos corrió por la playa y a plena luz del atardecer, teniendo también como testigo a los dos niños, se comenzó a esfumar a pocos metros de ellos, convirtiéndose en parte de la espuma del mar.
 
 Carmen se sentó en la arena y rompió a llorar.
 
Pedro Serazzi
(Chañaral, Chile)

 

24 de octubre de 2023

¡Tenís cara de aval, flaco!”, Pedro Serazzi Ahumada

“¡TENÍS CARA DE AVAL, FLACO!”, PEDRO SERAZZI  AHUMADA
 
 Saverio encaminó sus pasos por la calle San Martín de Chañaral, por ese barrio antiguo de casitas de madera que tanto se asocian a la historia de los viejos puertos del norte chileno. Una farándula, ruidosamente, hacía propaganda a una candidata a reina. El, que siempre vibraba con entusiasmo, esa noche no estaba contagiado con ese ambiente de carnaval. Al llegar a la casa de su novia, su expresión fue de más desánimo.
- ¿Qué te pasó, Flaco, te pilló la Crisis? – le dijo Lorena con ironía.
- ¿Cómo lo notó, mi amor?
- Cariño, con esa cara estás para promotor de funerarias.
Le hizo pasar. Saverio se dejó de caer con desgano en el sofá del living. Mientras encendía un cigarrillo la joven y atractiva muchacha le sirvió un trago. Luego le acarició los cabellos. También le besó apasionadamente. Luego, haciendo el gesto de gatita en arrullo, le dijo suavemente:
¿A qué hora nos vamos mañana a Caldera?
No podemos ir, amor, me embargaron el auto.
¡Cóooomo!
 Lo que escuchas – respondió lentamente y en tono de tristeza.
¡Nuestro deportivo cero kilómetro! ¿Me vas a decir, ahora que ahora no es tuyo, nuestro?... ¿Y qué más te quitaron?
¡Todo, apenas se salvó el gato!
¿Qué es todo, aclara, Flaco?
Mi empresa con los computadores, los demás equipos y toda le mercadería, el local comercial, la oficina, el auto, la casa, la moto, todos los enseres de casa, salvo los protegidos por ley, que es la cama y los necesario para cocinar. También se llevaron el plasma digital que te tenía de regalo.
¿Qué cagada te mandaste, tonto huevón?
Fui aval del Pollo Flores.
¿Tú aval, ridículo?... ¡Te da la locura, le firmas un documento a un tipo, te hace la mariconada, nosotros a un mes de la boda y te dejan en pelotas!
Confié – dijo mirando el piso -. Siempre había sido de amigos leales, pero esta vez me caí.
¡Te dejaron en pelotas, imbécil! ¿Sabís por qué te cagaron, boludo?
Saverio no respondió.
¡Porque tenís cara de aval, Flaco!
Te estás poniendo grosera, nunca habías sido así.
¡Ahora me conoces, así soy la verdadera yo! ¡Estoy furiosa, eres un huevón a la vela, un pendejo, una mierda!... ¡Ahora te van a dar patente y revisión técnica como huevón y pelotudo!
 ¡Contrólate, no tengo ganas de pelear!
¡No me hagas reír, la vida no es un circo. Para sobrevivir en estos tiempos se necesita ser hombre y tener dinero, no un débil que deja la cagada a cada rato… ¡Eres un niño chico, apenas un imbécil!
Lorena…
¡No me interrumpas! Me tenías prometida una luna de miel en Buenos Aires, por algo habíamos comprado los muebles de la casa, aunque fuera con tu dinero, porque es tu obligación. Y ahora, qué eres: apenas un simple hombre, te has convertido en un pobre, en un poblador… ¿Tu creís que me voy a casar con un derrotado?... ¡Jamás, yo necesito un hombre con plata y ojalá profesional. ¡En una semana te reemplazaré!
¡Déjame explicarte!
Explicaciones ¿ahora?... ¡Mentiras, me llenarás de mentiras!
Lorena, ¿me dejarás de amar por este tropiezo?
Yo a los tontos y los pobres los evaporizo, los borro de mi vida… Fuiste como un café instantáneo. Le echo agua y se deshace el amor, el compromiso, todo… así de simple.
A pesar de los insultos, respondió con calma.
-Te quiero mucho, pero me confundes. No sé que pensar.
- ¡Desahógate, cobarde!
- Hoy se han derrumbado muchas cosas en mi vida. No puedo darte argumentos que justifiquen mi error, pero no creo merecer ese trato. Yo a ti no sólo te he dado amor, sino también en lo económico lo que mejor había podido. No tengo argumentos para justificar mi error. Me equivoqué en perjuicio de los dos, pero no me merezco ese trato.
- ¿Y que más, señor Saverio?
- Como hombre me cuesta llorar y creo que estoy a punto que me suceda. No quiero que me ocurra delante de ti, creo que después de esta conversación no te lo mereces. Mi derrota la asumiré a solas.
Saverio se levantó e intentó salir.
¡Flaquito, Saverio, amor mío, me arrepiento de lo que dije!
 No quiso escuchar más. Abrió la puerta, Lorena le lanzó con fuerzas un vaso lleno de gaseosa y ron que se hizo trizas en la blanca pared, a escasos centímetros de su cabeza.
Se fue caminando en dirección a la plaza principal del puerto. La amargura era mucha. No pudo atajar sus lágrimas. Se sentó en un escaño del paseo público. Pensó:
Comenzaré nuevamente, no importa cuánto tarde. Muchos me darán la espalda, pero hay otros buenos amigos, que aunque no me apoyen en lo económico, sé que serán importantes en lo moral.
Tengo que prepararme. Tengo la seguridad que volveré a tener éxito en la vida. Aún en mi derrota de hoy tengo fuerzas para seguir creyendo en el mañana. Y no es utópico. Es mi verdad y es algo muy íntimo. El destino es así a veces nos toca perder en el juego de la vida. Asumo que me equivoqué, que no trataré de repetir el error y que este tropiezo es un golpe fuerte. Tengo fe que me volveré a levantar y porque creo en mí. Si todos están de carnaval, por qué tener que llorar. Iré a brindar por mí, porque tengo que levantarme.
Poco después entraba a la discoteca de moda y hasta esbozó una sonrisa a un bullicioso grupo de disfrazados. Se acercó a la barra, pidió un trago largo y alzándolo a la altura de su frente, dijo en voz alta:
-¡Qué viva el mañana!
- ¡Que viva y que te traiga puras cosas buenas, Saverio!
Era Yanette, una atractiva mujer, la que siempre irradiaba alegría.
Gracias, amiga, aunque no tienes ideas por qué brindo.
Se sentó a su lado. Ella llevaba una lata de cerveza.
Me imagino que para fortalecer tu espíritu, que debe estar muy alicaído. Las noticias vuelan. Bien sabes que en nuestro pueblo casi no existen secretos. ¡Has tropezado, Saverio, no estás derrotado! Me emocionas… ¡Eres único! ¿No he conocido a nadie que brinde en un momento de tantas dificultades?
A pesar de todo, estoy triste. Hay un juicio por medio y el abogado querellante me dijo que…
No pudo seguir hablando, su amiga le puso una mano tapándole suavemente la boca, le suplicó:
Saverio, ni una palabra más. No te desgastes… ¡Ya pasó!
OK. Yanette.
No deseos saber detalles, Saverio, nadie lo merece. Tal vez en otra oportunidad. ¿Bailamos?
Ella lo llevó a la pista. Saverio la abrazó fuerte. Le hablaba al oído, la música estaba muy fuerte.
Me había prometido estar solo, mamarme esta pena como hombre. ¡Eres muy tierna!
¡Mucho más que tierna, amorosa, preciosa! ¿Soy pesada, verdad?
Eres linda, eres lo máximo. Dime, ¿te di lástima?
 Por el contrario te admiro. Eres súper, pocos se derrumban en el día y por la noche están brindando por buscar nuevas esperanzas en su vida.
Yanette lo rodeó con sus brazos en el cuello y comenzó a bailar con sensuales movimientos. El joven, inevitablemente pensaba en su problema. En la discoteca el principal invitado era el entusiasmo. Seguía confundido, en segundos se había derrumbado la mujer que tanto había querido. Aunque la perdonase sentía que nada podría ser como antes y ahora bailaba con la chica que antes de ser novio él tanto había soñado. Cuando Saverio fue libre, al principio, Yanette tenía compromiso y cuando estuvo libre, ya era tarde. Su fragancia, sus ojos chispeantes, esa sonrisa que regalaba a cada instante le emocionaba. Sabía que se precipitaba, pero igual lo dijo:
Te invito mañana a la playa de Flamenco. ¿Irías en bus, con un tipo que ahora es medio pobre?
Sí, con letras grandes, en bus, lo de menos, pero con una condición, Saverio, si vuelven con Lorena, no me consideres en ningún juego que me haga daño.
No hay compromiso, ella me echó de su vida.
En cuanto a tu pregunta si irías con alguien que ahora es medio pobre, no pienso en ello, para mí es un detalle.
Le sonó tan hermosa esa frase que se emocionó. Ahora hasta había sonreído.
¿Serías capaz de amar a un arruinado en potencia?
¡Por supuesto! Y tú, ¿podrías querer, tal vez con el tiempo amar a una chica que anhela tu amor hace mucho tiempo? ¿Y podrías no buscar en mí, ni la voz, ni los ojos, los cabellos ni nada que te recuerde a Lorena? ¿Serías tan valeroso de no defraudarme?
Saverio hizo la cruz con sus dos índices, le dijo que lo prometía y selló el compromiso con un beso. Ella se emocionó.
-Estoy tan triste porque has perdido tanto.
. No, Yanette, hoy he ganado mucho. Tú eres el capital más valioso. Se abrazaron y se besaron nuevamente. El suave ritmo de una vieja canción decía: “Te quiero porque sí/ que importa la razón/ de frente y de perfil/ con todo el corazón/”.

Pedro Serazzi Ahumada
 
Escritor, poeta y periodista chileno, nacido en Chañaral, Chile. Incursiona en narrativa y poesía. Su obra más conocida es la novela de amor “Una Ilusión en Caldera” usada en docencia en Concordia College, Moorhead, Estados Unidos; también ha sido enseñada en la Universidad de Loja; además escuelas y liceos de Atacama, Chile. Es autor de 10 libros. Su principal género es la novela. Además escribe ensayos históricos, cuentos y leyendas. Fue antologado dentro de los 40 mejores escritores de cuentos mineros del siglo XX (Chile).
Figura en antologías en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, India, Perú, Bolivia, Argentina, México y Chile. Ha dictado conferencias en Chile y Estados Unidos.
Tiene varias distinciones y premios en narrativa y poesía y su novela “Una Ilusión en Caldera”, fue traducida al inglés.
Reside en la III región de Atacama (Chañaral) y actualmente es director del periódico Presencia y de un canal de cable. Es presidente en Chile de la Casa del Poeta Peruano.
 
 

23 de octubre de 2023

Póngase usted en mi lugar, Raymond Carver



Póngase usted en mi lugar
 
 
"Put Yourself in My Shoes"
 
 
Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono. Había ido haciendo todo el apartamento y ahora estaba en la sale, utilizando el accesorio de la boquilla para llegar a los pelos de gato que había entre los cojines. Se detuvo y escuchó: luego apagó la aspiradora. Fue a coger el teléfono.
—¿Sí? —dijo—. Myers al aparato.
—Myers —dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?
—Nada —dijo él—. Hola, Paula.
—Va a haber una fiesta en la oficina luego —dijo ella—. Estás invitado. Te invitó Carl.
—No creo que pueda ir —dijo Myers.
—Carl me acaba de decir: llama a tu hombre por teléfono. Haz que se venga a tomar una copa. Hazle salir de su torre de marfil, que regrese al mundo real durante un rato. Carl es un tipo curioso cuando bebe. ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers.
Myers había trabajado para Carl. Carl siempre hablaba de irse a París a escribir una novela, y cuando Myers dejó el trabajo para escribir una novela, Carl le dijo que estaría atento pare cuando apareciera el nombre de Myers en las listas de best sellers.
—No puedo ir —dijo Myers.
—Nos hemos enterado de algo horrible esta mañana —continuó Paula como si no le hubiera oído—. ¿Te acuerdas de Larry Gudinas? Aún trabajaba aquí cuando tú venías por la oficina.
Estuvo echando una mano en los libros de ciencia durante un tiempo. Luego lo pusieron en trabajo de campo, y luego lo despidieron. Nos hemos enterado esta mañana de que se ha suicidado. Se ha pegado un tiro en la boca. ¿Te imaginas? ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers. Trató de recordar a Larry Gudinas y visualizó a un hombre alto y encorvado, con gafas de montura metálica, llamativas corbatas y unas entradas imparables.
Imaginó la sacudida, el brinco de la cabeza hacia atrás.
—Caramba —dijo Myers—. Lo siento.
—Vente a la oficina, ¿me oyes, cariño? —dijo Paula—. Estamos todos charlando y tomando una copa; escuchamos canciones navideñas. Venga, ven —dijo.
Myers, al otro lado de la línea, oía todo lo que le decía Paula.
—No me apetece —dijo—. ¿Paula? —Vio unos cuantos copos de nieve que se desplazaban de lado a lado de la ventana. Pasó los dedos por el cristal, y luego, mientras esperaba, se puso a escribir su nombre en él.
—¿Qué? Sí, te he oído —dijo ella—. Está bien —dijo Paula—. ¿Por qué no nos vemos en Voyles y tomamos una copa, entonces? ¿Myers?
—De acuerdo —dijo él—. En Voyles. De acuerdo.
—Todo el mundo se va a sentir decepcionado al ver que no vienes —dijo ella—. En especial Carl. Carl te admira, ¿sabes? Te admira de veras. Me lo ha dicho. Admira tu valor. Me dijo que si tuviera tu valor habría dejado todo esto hace años. Que hace falta valor para hacer lo que hiciste. ¿Myers?
—Estoy aquí —dijo Myers—. Creo que podré poner el coche en marcha. Si no consigo ponerlo en marcha, te doy un telefonazo.
 
—De acuerdo —dijo ella—. Quedamos en Voyles. Si no me llamas, salgo en cinco minutos.
—Saluda a Carl de mi parte —dijo Myers.
—Lo haré —dijo Paula—. Está hablando de ti.
Myers guardó la aspiradora. Bajó los dos tramos de escaleras y fue hasta su coche, que ocupaba la plaza del fondo y estaba cubierto de nieve. Se puso al volante, apretó unas cuantas veces el pedal y dio a la llave de contacto. El motor arranco. Siguió pisando a fondo.
Durante el trayecto miró a la gente que se apresuraba por las aceras cargadas de paquetes. Echó una ojeada al cielo gris, lleno de copos de nieve, y a los altos edificios que tenían nieve en las grietas y en los derrames de las ventanas. Trató de captarlo todo con los ojos, de retenerlo pare más tarde. Acababa de terminar una historia y aun no había dado comienzo a la siguiente, y se sentía despreciable. Llegó a Voyles, un pequeño bar situado en una esquina, junto a una tienda de ropa de hombre. Aparcó en la parte de atrás y entró en el bar. Se sentó un rato a la barra y luego cogió su bebida y fue a sentarse a una mesita, al lado de la puerta.
Cuando Paula entro en el bar y dijo «Feliz Navidad», él se levantó y le dio un beso en la mejilla. Y le ofreció una silla.
—¿Un escocés? —dijo.
—Un escocés —dijo ella. Y luego, a la chica que vino a atenderles—: Un escocés con hielo.
Paula cogió y apuró el vaso de Myers.
—Tráigame otro a mí también —le dijo Myers a la chica—. No me gusta este bar
—dijo luego, cuando la chica se hubo ido.
—¿Qué tiene de malo este bar? —dijo Paula—. Siempre venimos aquí.
—No me gusta, eso es todo —dijo él—. Nos tomamos la cope y nos vamos a otra parte.
—Como quieras —dijo ella.
La chica se acercó con las bebidas. Myers pago. Brindaron. Myers la miraba
?jamente.
—Carl te manda saludos —dijo ella. Myers asintió con la cabeza.
Paula bebió unos sorbos de whisky.
—¿Cómo te ha ido el día? Myers se encogió de hombros.
—¿Qué has hecho? —dijo ella.
—Nada —dijo él—. He pasado la aspiradora. Paula le tocó la mano.
—Todo el mundo me ha dicho que te salude de su parte. Se terminaron el whisky.
—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no pasamos un rato a ver a los Morgan? Todavía no los conocemos, santo cielo, y ya hace meses que han vuelto. Podríamos pasar por su casa a saludarles: «Hola, somos los Myers.» Además nos mandaron una postal. Nos decían que pasáramos a verlos en vacaciones. Nos invitaron. No quiero ir a casa —dijo por último, y buscó un cigarrillo en su bolso.
Myers recordó haber encendido la estufa y apagado las luces antes de salir. Y luego pensó en los copos de nieve que cruzaban despacio por la ventana.
—¿Y que me dices de aquella carta insultante diciéndonos que les habían contado que teníamos un gato en la case? —dijo Myers.
—Se habrán olvidado ya del asunto —dijo ella—. De todos modos, no era nada grave. ¡Oh, venga, Myers! Vamos a hacerles una visita.
—Antes tendríamos que llamar… en caso de que lo hiciéramos —dijo él.
—No —dijo ella—. Es parte del juego. Vayamos sin llamar. Llegamos y llamamos a la puerta y decimos: «Hola, vivíamos aquí.» ¿De acuerdo, Myers?
—Creo que antes deberíamos llamar.
—Son vacaciones —dijo ella, levantándose—, Venga, querido.
Le cogió del brazo y salieron a la nieve. Sugirió ir en su coche. El de Myers lo recogerían luego. Myers le abrió la portezuela del conductor y dio la vuelta al coche pare ocupar el otro asiento.
Le invadió una suerte de turbación cuando vio las ventanas iluminadas, la nieve en el tejado, y la rubia en el camino de entrada. Las cortinas estaban descorridas, y un árbol de Navidad parpadeaba hacia ellos desde la ventana.
Se apearon del coche. Myers cogió por el codo a Paula al pasar por encima de un montón de nieve, y echaron a andar hacia el porche delantero. Habían avanzado apenas unos pasos cuando un perro de tupidas greñas salió como un rayo de la esquina del garaje y se echó encima de Myers.
—Oh, Dios —dijo él, agachándose, reculando, levantando las manos. Resbaló, con los faldones del abrigo ondeando al aire, y cayó sobre el césped helado con la certeza aferradora de que el animal arremetería contra su garganta. El perro gruñó una vez y se puso a olisquearle el abrigo.
Paula cogió un puñado de nieve y lo lanzó contra el perro. La luz del porche se encendió, se abrió la puerta y un hombre gritó:
—¡Buzzy!
Myers se levantó del suelo y se sacudió la nieve de la ropa.
—¿Qué pasa? —dijo el hombre desde el umbral—. ¿Quien es? Buzzy, ven aquí, muchacho. ¡Ven aquí!
—Somos los Myers —dijo Paula—. Venimos a desearles feliz Navidad.
—¿Los Myers? —dijo el hombre del umbral—. ¡Fuera de aquí, Buzzy! Vete al garaje. ¡Vamos, vamos! Son los Myers —le dijo luego a la mujer que estaba a su espalda tratando de mirar por encima de su hombro.
—Los Myers —dijo la mujer—. Bueno, diles que pasen. Invítales a pasar, por el amor de Dios. Salió al porche y dijo—: Entren, por favor. Hace un frío que pela. Soy Hilda Morgan, y éste es Edgar. Mucho gusto en conocerles. Entren, por favor.
Se dieron un rápido apretón de manos en el porche. Myers y Paula pasaron al interior y Morgan cerró la puerta.
—Déjenme los abrigos. Quítenselos, por favor —dijo Edgar Morgan—. ¿Está usted bien? —le dijo a Myers, mirándole atentamente. Myers asintió con la cabeza—. Sabía que ese perro estaba loco, pero nunca había hecho nada parecido. Lo he visto todo. Estaba mirando por la ventana en ese preciso instante.
El comentario le sonó extraño a Myers, y miró al dueño de la casa. Edgar Morgan era un cuarentón casi calvo del todo; llevaba unos pantalones y un suéter, y unas zapatillas de piel.
—Se llama Buzzy —declaró Hilda Morgan, e hizo una mueca—. Es el perro de Edgar. Yo me niego a tener un perro en casa, pero Edgar compró este animal y prometió tenerlo siempre fuera.
—Duerme en el garaje —dijo Edgar Morgan—. No hace más que pedir que le dejen entrar, pero no podemos permitírselo, ya entienden. —Morgan soltó una risita—. Pero siéntense, siéntense. Si es que encuentran dónde en todo este desorden. Hilda, cariño, quita alguna cosa del sofá pare que Mr. y Mrs. Myers puedan sentarse.
Hilda Morgan retiró del sofá paquetes, papeles de envolver, unas tijeras, una caja de cintas, lazos… Lo puso todo en el suelo.
Myers reparo en que Morgan le miraba de nuevo ?jamente, y esta vez sin sonreír. Paula dijo:
—Myers, tienes algo en el pelo, cariño.
Myers se pasó la mano por detrás de la cabeza y se quitó una ramita y se la metió en el bolsillo.
—Ese perro… —dijo Morgan, y volvió a reír—. Estábamos tomándonos un ponche caliente y envolviendo unos regalos de última hora. ¿Quieren que hagamos un brindis por las ?estas? ¿Qué quieren tomar?
Cualquier cosa —dijo Paula.
Cualquier cosa —dijo Myers—. No quisiéramos molestar.
—Tonterías —dijo Morgan—. Sentíamos… mucha curiosidad por ustedes, los Myers. ¿Tomará un ponche, Mr. Myers?
—Muy bien —dijo Myers.
—¿Y Mrs. Myers? —dijo Morgan. Paula asintió con la cabeza.
—Dos porches, entonces —dijo Morgan—. Cariño, nosotros también ¿verdad? —le dijo a su mujer—. La ocasión lo exige. Cogió la taza de su esposa y fue a la cocina. Myers oyó cerrarse de golpe la puerta de un armario y luego una palabra ahogada que sonó como un juramento. Myers pestañeó. Miró a Hilda Morgan, que se estaba acomodando en una silla, a un costado del sofá.
—Siéntense aquí, los dos —dijo Hilda Morgan. Dio unos golpecitos en el brazo del sofá—. Aquí, junto al fuego. Mr. Morgan lo atizará en cuanto vuelva—. Se sentaron. Hilda Morgan enlazó las manos sobre el regazo y se inclinó un poco hacia adelante, estudiando la cara de Myers.
La sala seguía como Myers la recordaba, con excepción de tres pequeñas litografías enmarcadas que colgaban de la pared, a espaldas de Mrs. Morgan. En una de ellas, un hombre con levita y chaleco se tocaba ligeramente el sombrero delante de unas señoritas con sombrillas. Eso ocurría en un lugar con gran afluencia de gente y caballos y carruajes.
—¿Qué les pareció Alemania? —dijo Paula. Estaba sentada en el borde del sofá, con el bolso sobre las rodillas.
—Nos encantó Alemania —dijo Edgar Morgan, que volvía en aquel momento de la cocina con una bandeja con cuatro grandes tazas. Myers reconoció las tazas.
—¿Ha estado usted en Alemania, Mrs. Myers? —preguntó Morgan.
—Queremos ir —dijo Paula—. ¿No es cierto, Myers? Quizá el año que viene, el verano que viene. O el otro. En cuanto vayamos algo más sobrados de dinero. Quizás en cuanto Myers venda algo. Myers escribe.
—Pienso que un viaje a Europa le vendría muy bien a un escritor —dijo Edgar Morgan. Puso las tazas sobre unos posavasos—. Por favor, sírvanse. —Se sentó en una silla, enfrente de su esposa, y miró a Myers—. Decía en la carta que había dejado su empleo pare escribir.
—Cierto —dijo Myers, y bebió un sorbo de ponche.
—Escribe algo casi todos los días —dijo Paula.
—¿De veras? —dijo Morgan—. Sorprendente. ¿Y qué ha escrito hoy, si me permite la pregunta?
—Nada —dijo Myers.
—Estamos en fiestas —dijo Paula.
—Estará orgullosa de él, Mrs. Myers —dijo Hilda Morgan.
—Lo estoy —dijo Paula.
—Me alegro por usted —dijo Hilda Morgan.
—El otro día oí algo que quizá pueda interesarle —dijo Edgar Morgan. Sacó tabaco y empezó a llenar la pipa. Myers encendió un cigarrillo y miró a su alrededor en busca de un cenicero; luego dejó caer la cerilla detrás del sofá.
—Es una historia horrible, en realidad. Pero tal vez le sirva, Mr. Myers. —Morgan encendió una cerilla y se dio fuego a la pipa—. El granito de arena y todo eso, ya sabe
—dijo Morgan, y se echó a reír y sacudió la cerilla—. El tipo era de mi edad, poco más o menos. Durante un par de años fue colega mío. Nos conocíamos un poco, y teníamos buenos amigos comunes. Un día se marchó, aceptó un puesto allá en la universidad del estado. Bien, ya sabe lo que sucede a veces… El tipo tuvo un idilio con una de sus alumnas.
Mrs. Morgan emitió un ruido de desaprobación con la lengua. Cogió un pequeño paquete envuelto en papel verde y se puso a pegarle encima un lazo rojo.
—Según se cuenta, fue un idilio ardiente que duró varios meses —siguió Morgan—
. Hasta hace muy poco, de hecho. Hasta la semana pasada, para ser exactos. Esa noche le comunicó a su esposa, con la que llevaba veinte años, que quería el divorcio. Imagine cómo se lo tuvo que tomar la pobre mujer, al oír aquello de buenas a primeras, como quien dice. Se organizó una buena trifulca. Metió baza toda la familia. La mujer le ordenó que se fuera inmediatamente. Pero cuando el hombre estaba a punto de irse, su hijo le tiró una lata de sopa de tomate que le alcanzó en la frente. El golpe le produjo una conmoción cerebral, y le mandaron al hospital. Y su estado es grave.
Morgan dio unas chupadas a su pipa y observó a Myers.
—Jamás había oído nada parecido—dijo Mrs. Morgan—. Edgar, es repugnante.
—Es horrible —dijo Paula. Myers se sonrió burlonamente.
—Ahí tiene materia para un cuento, Mr. Myers —dijo Morgan, captando su sonrisa y entrecerrando los ojos—. Piense en la historia que podría usted urdir si lograra penetrar en la cabeza de ese hombre.
—O en la de ella —dijo Mrs. Morgan—. En la de la mujer. Piense en su historia. Ser engañada de tal modo después de veinte años de matrimonio. Piense en como se tuvo que sentir.
—Pero imaginen por lo que está pasando el pobre chico —dijo Paula—.
Imagínenlo. Un hijo que por poco mata a su padre.
—Sí, todo eso es cierto —dijo Morgan—. Pero hay algo a lo que creo que ninguno ha prestado atención. Piensen un momento en lo que voy a decir. ¿Me escucha, Mr. Myers? Dígame lo que opina de esto. Póngase en el lugar de esa alumna de dieciocho años que se enamora de un hombre casado. Piense en ella unos instantes, y verá las posibilidades que tiene esa historia.
Morgan asintió con la cabeza y se echo hacia atrás en la silla con expresión satisfecha.
—Me temo que no siento por ella la menor simpatía —dijo Mrs. Morgan—. Imagino la clase de chica que es. Ya sabemos cómo son, esas jovencitas que echan el anzuelo a hombres mayores. Y él tampoco me inspira ninguna simpatía. El, el hombre, el don Juan; no, ninguna simpatía. Me temo que mis simpatías, en este caso, son sodas pare la mujer y el hijo.
—Haría falta un Tolstoi para contar la historia, para contarla bien —dijo Morgan—.
Un Tolstoi, ni más ni menos. El ponche aún está caliente, Mr. Myers.
—Tenemos que irnos —dijo Myers. Se levantó y tiró la colilla al fuego.
—No se vayan todavía —dijo Mrs. Morgan—. Aún no hemos tenido tiempo de conocernos. No saben cuánto hemos… especulado acerca de ustedes. Ahora nos hemos reunido al fin. Quédense un rato más Ha sido una sorpresa agradable.
—Le agradecemos la postal y la nota —dijo Paula.
—¿La postal? —dijo Mr. Morgan. Myers tomó asiento.
—Nosotros decidimos no mandar ninguna postal este año —dijo Paula—. No me puse cuando debía, y nos pareció que no valía la pena hacerlo en el último momento.
—¿Tomará otro ponche, Mrs. Myers? —dijo Morgan, de pie ante ella, con la mano en su taza—. Servirá de ejemplo para su esposo.
—Estaba muy bueno —dijo Paula—. Hace entrar en calor.
—Muy bien —dijo Morgan—. Te hace entrar en calor. Exacto. Cariño, ¿has oído a Mrs. Myers? Te hace entrar en calor. Estupendo. ¿Mr. Myers? —dijo Morgan, y aguardó—. ¿Nos acompañará también?
—De acuerdo —dijo Myers, y dejó que Morgan recogiera su taza. El perro empezó a gimotear y a arañar la puerta.
—Ese perro… No sé qué mosca le ha picado —dijo Morgan. Fue a la cocina, y esta vez Myers oyó claramente como Morgan maldecía al dar con la olla de hervir el agua contra uno de los quemadores.
Mrs. Morgan se puso a tararear una melodía. Cogió un paquete a medio envolver, cortó un trozo de cinta adhesiva y empezó a pegar el envoltorio.
Myers encendió un cigarrillo. Dejo la cerilla en su posavasos. Miró el reloj. Mrs. Morgan levantó la cabeza.
—Me parece que están cantando —dijo. Se quedó quieta, escuchando. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la sala—. ¡están cantando! ¡Edgar! —llamó.
Myers y Paula se acercaron a la ventana.
—Llevo años sin ver a esos grupos que cantan villancicos —dijo Mrs. Morgan.
—¿Qué pasa? —dijo Morgan. Traía la bandeja con las tazas—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo?
—Nada, cariño. Que cantan villancicos. Allí están, míralos. En la acera de enfrente
—dijo Mrs. Morgan.
—Mrs. Myers —dijo Morgan acercando la bandeja—. Mr. Myers. Cariño…
—Gracias —dijo Paula.
—Muchas gracias□ —dijo Myers.
Morgan dejó la bandeja en la mesa y volvió a la ventana con su taza. Unos chiquillos se habían agrupado en el paseo, delante de la casa de enfrente. Eran chicos y chicas pequeños y un muchacho algo mayor y más alto con bufanda y abrigo. Myers vio las caras en la ventana de la casa de enfrente —la de los Ardrey—, y cuando terminaron de cantar sus villancicos, Jack Ardrey salió a la puerta y le dio algo al chico mayor. El grupo siguió por la acera, haciendo fluctuar las linternas en la oscuridad, y se detuvo frente a otra casa.
—No van a pasar por aquí —dijo Mrs. Morgan al rato.
—¿Que? ¿Por qué no van a venir a nuestra casa? —dijo Morgan, y se volvió a su mujer—. ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué no van a pasar por aquí?
—Sé que no van a hacerlo —dijo Mrs. Morgan.
—Y yo digo que sí —dijo Morgan—. Mrs. Myers, ¿van a pasar esos chicos por aquí o no? ¿Qué dice usted? ¿Volverán para bendecir esta casa? Lo dejaremos en sus manos.
Paula se pegó al cristal de la ventana. Pero el grupo se alejaba ya por la acera en dirección contraria. Y Paula guardó silencio.
—Bien de nuevo los ánimos calmados —dijo Morgan, y fue a sentarse en su silla.
Frunció el ceño y se puso a llenar la pipa.
Myers y Paula volvieron al sillón. Mrs. Morgan se retiró al fi?n de la ventana. Se sentó. Sonrió y miró dentro de su taza. Luego dejó la taza sobre la mesa y se echó a llorar.
Morgan le tendió un pañuelo. Miró a Myers. Instantes después Morgan se puso a tamborilear con la mano en el brazo del sillón. Myers movió los pies. Paula buscó en su bolso un cigarrillo.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Morgan, fijando los ojos en algo que había sobre la alfombra, junto al pie de Myers.
Myers hizo acopio de ánimo para levantarse.
—Edgar, sírveles otra bebida —dijo Mrs. Morgan mientras se pasaba la mano por los ojos. Utilizó el pañuelo para sonarse—. Quiero que oigan lo de Mrs. Attenborough. Mr Myers es escritor. Creo que la historia podría interesarle. Esperaremos a que vuelvas para contarla.
Morgan retiró las tazas. Las llevó a la cocina. Myers oyó un estrépito de platos, de puertas de armario que se cerraban. Mrs. Morgan miró a Myers y esbozó una leve sonrisa.
—Tenemos que irnos —dijo Myers—. Tenemos que irnos. Paula, coge el abrigo.
—No, no. Insistimos, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. Queremos que oiga lo de Mrs. Attenborough, la pobre Mrs. Attenborough. También a usted le interesará, Mrs. Myers. Tendrá ocasión de ver cómo la mente de su marido se pone a trabajar sobre un material en bruto.
Morgan volvió de la cocina y distribuyó las tazas de ponche. Y se sentó en seguida.
—Cuéntales lo de Mrs. Attenborough, cariño —dijo Mrs. Morgan.
—Ese perro por poco me arranca la pierna —dijo Myers, y se asombró al instante de sus propias palabras. Dejó la taza encima de la mesa.
—Oh, vamos, no fue para tanto —dijo Morgan—. Lo vi todo.
—Los escritores, ya se sabe—le dijo a Paula Mrs, Morgan—. Les encanta exagerar.
—El poder de la pluma y todo eso —dijo Morgan.
—Eso es —dijo Mrs. Morgan—. Convierta su pluma en reja de arado, Mr. Myers.
—Que sea Mrs. Morgan quien cuente lo de Mrs. Attenborough —dijo Morgan, sin hacer el menor caso a Myers, que se ponía en pie en aquel momento—. Mrs. Morgan tuvo que ver directamente en el asunto. Yo ya he contado lo del tipo descalabrado por una lata de sopa. —Morgan soltó una risita—. Dejaremos que esto lo cuente Mrs. Morgan.
—Cuéntalo tu, querido. Y usted, Mr. Myers, escuche con atención —dijo Mrs.
Morgan.
—Nos tenemos que ir —dijo Myers—. Paula, vámonos.
—Qué sinceridad la suya —dijo Mrs. Morgan.
—Sí, exacto —dijo Myers. Luego dijo—: Paula, ¿vienes?
—Quiero que escuchen la historia —dijo Morgan, alzando la voz—. Ofenderá usted a Mrs. Morgan, nos ofenderá a los dos si no la escucha. —Morgan apretó la pipa entre los dedos.
—Myers, por favor —dijo, inquieta, Paula—. Quiero oírla. Y luego nos vamos.
¿Myers? Por favor, cariño, siéntate un minuto.
Myers la miró. Paula movió los dedos, como haciéndole una seña. Myers vaciló, y al cabo se sentó a su lado.
Mrs. Morgan comenzó:
 
—Una tarde, en Munich, Edgar y yo fuimos al Dortmunder Museum. Había una exposición sobre la Bauhaus aquel otoño, y Edgar dijo que al diablo con todo, que nos tomáramos el día libre. Estaba con sus trabajos de investigación, ya saben, y dijo que al diablo, que nos tomábamos el día libre. Cogimos un tranvía y atravesamos Munich hasta llegar al museo. Dedicamos varias horas a ver la exposición y a visitar de nuevo algunas de las salas de pintura, en homenaje a algunos grandes maestros por los que Edgar y yo sentimos una especial devoción. Justo antes de marcharnos, entré en el aseo de señoras. Y me dejé el bolso. Dentro llevaba el cheque mensual de Edgar que nos acababa de llegar de los Estados Unidos el día anterior, y ciento veinte dólares en metálico que íbamos a ingresar junto con el cheque. También llevaba mi carnet de identidad. No eché a faltar el bolso hasta llegar a casa. Edgar llamó inmediatamente al museo. Hablaba con la dirección cuando vi que un taxi se paraba ante nuestra casa. Se apeó una mujer bien vestida, de pelo blanco. Era una mujer corpulenta, y llevaba dos bolsos. Avisé a Edgar y fui a la puerta. La mujer se presentó como Mrs. Attenborough, me entregó el bolso y explicó que también ella había estado en el museo aquella tarde, y que estando en el aseo de señoras había visto el bolso en la papelera. Como es lógico, lo había abierto para averiguar quién era la propietaria. Y encontró el carnet de identidad y lo demás, donde figuraba nuestra dirección en Munich. Dejó inmediatamente el museo y cogió un taxi para entregar el bolso personalmente. El cheque de Edgar seguía allí, pero no el dinero, los ciento veinte dólares. Me sentí, no obstante, muy agradecida por haber recuperado lo demás. Eran casi las cuatro, y le pedimos a la mujer que se quedara a tomar el té. Se sentó, y al poco empezó a contarnos cosas de su vida. Había nacido y se había criado en Australia, se había casado joven, había tenido tres hijos —todos varones—, había enviudado y seguía viviendo en Australia con dos de sus hijos. Criaban ovejas y poseían mas de veinte mil acres de tierra para pastos, y en ciertas épocas del año empleaban a multitud de pastores y esquiladores. Estaba de paso en Munich camino de Australia, y venía de Inglaterra de visitar a su hijo menor, que era abogado. Volvía a Australia cuando la conocimos —dijo Mrs. Morgan—. Y aprovechaba la ocasión para ver algo de mundo. Le quedaban aún muchos lugares por visitar.
—Ve al grano, querida —dijo Morgan.
—Sí. Y esto es lo que sucedió entonces, Mr. Myers. Iré directamente al clímax, como dicen ustedes los escritores. De pronto, después de una agradable charla como de una hora, después de que aquella mujer nos hubiera hablado de su vida y de su existencia aventurera en las antípodas, se levantó para irse. Estaba pasándome la taza cuando la boca se le quedó completamente abierta, se le cayó la taza al suelo y se desplomó sobre el sofá, muerta. Muerta. Allí, en nuestra sala de estar. Fue el momento más terrible de toda nuestra vida.
Morgan asintió con gesto solemne.
—Dios —dijo Paula.
—El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania —dijo Mrs.
Morgan.
Myers se echó a reír.
—¿El destino… la envió… a… morir… en su… sala? —consiguió decir con voz entrecortada.
—¿Le parece gracioso, señor? —dijo Morgan—. ¿Lo encuentra divertido?
Myers asintió con la cabeza. Siguió riendo. Se enjugó los ojos con la manga de la camisa.
 
—Lo siento de veras —dijo—. No puedo evitarlo. Esa frase: El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania… Lo siento. ¿Y que pasó después? — consiguió decir—. Me gustaría saber lo que ocurrió después.
—No sabíamos qué hacer, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. La conmoción fue terrible. Edgar le tomó el pulso, pero no detectó señal alguna de vida. Incluso había empezado a cambiar de color. La cara y las manos se le estaban volviendo grises. Edgar fue al teléfono a llamar a alguien. Luego dijo: «Abre el bolso, a ver si averiguas dónde se hospeda.» Evitando en todo momento mirar el cadáver de aquella desdichada, cogí el bolso. Imaginen mi total sorpresa y desconcierto, mi absoluto desconcierto, cuando lo primero que vi dentro del bolso fue mis ciento veinte dólares, aún sujetos por el clip. Nunca en mi vida me había sentido tan perpleja.
—Y decepcionada —dijo Morgan—. No te olvides de eso. Fue una profunda decepción.
Myers dejó escapar unas risitas.
—Si fuera usted un escritor de verdad, como afirma, Mr. Myers, no se reiría —dijo Morgan, poniéndose en pie—. ¡No osaría reírse! Trataría de entender. Sondearía en las profundidades del corazón de aquella pobre mujer y trataría de entender. ¡Pero usted no tiene nada de escritor, señor!
Myers siguió riendo.
Morgan dio un puñetazo en la mesita, y las tazas se tambalearon sobre los posavasos.
—La historia que importa está aquí, en esta casa, en esta misma sala, ¡y ya es hora de que se cuente! La historia que importa esta aquí, Mr. Myers —dijo Morgan. Se paseó de un lado a otro sobre el brillante papel de envolver, que se había desenrollado y extendido por la alfombra. Se detuvo para mirar airadamente a Myers, que se agarraba la frente sacudido por las carcajadas.
—¡Considere la hipótesis siguiente, Mr. Myers! —gritó Morgan—. ¡Considérela! Un amigo, llamémosle Mr. X, tiene amistad con… con Mr. Y y Mrs. Y, y también con Mr. y Mrs. Z. Los Y y los Z no se conocen, por desgracia. Y digo por desgracia porque de haberse conocido, esta historia no podría contarse porque jamás habría sucedido. Bien, Mr. X se entera de que Mr. y Mrs. Y van a pasar un año en Alemania y necesitan a alguien que ocupe la casa durante ese tiempo. Los Z están buscando alojamiento, y Mr. X les dice que sabe del sitio adecuado. Pero antes de que Mr. X pueda poner en contacto a los Z con los Y, los Y tienen que salir para Alemania antes de lo previsto. Mr. X, debido a su amistad queda a cargo de alquilar la casa a quien estime  conveniente, incluidos a los señores Y, quiero decir Z. Pues bien, los… Z se mudan a la casa y se llevan con ellos a un gato, del cual los Y tienen noticia mas tarde por el propio Mr. X. Los Z meten el gato en la case pese a los términos del contrato de arrendamiento, que prohíben expresamente que en la casa habiten gatos u otros animales a causa del asma de Mrs. Y. La genuina historia, Mr. Myers, está en la situación que acabo de describir Mr. y Mrs. Z… quiero decir Y se mudan a la case de los Z, invaden, a decir verdad, la casa de los Z. Dormir en la cama de los Z es una cosa, pero abrir el ropero particular de los Z y usar su ropa blanca, destrozando todo lo que encontraron dentro, eso iba en contra del espíritu y la letra del contrato. Y esta misma pareja, los Z, abrieron cajas de utensilios de cocina en los que ponía «No abrir». Y rompieron piezas de la vajilla pese a que en el contrato constaba expresamente, expresamente, que los inquilinos no debían utilizar las pertenencias de los propietarios, las cosas personales, y hago hincapié en lo de «personales», de los Z.
Morgan tenía los labios blancos. Siguió paseándose de aquí para allá encima del papel de envolver, deteniéndose de cuando en cuando para mirar a Myers y lanzar ligeros soplidos por la boca.
—Y las cosas del baño, querido. No olvides las cosas del baño —dijo Mrs. Morgan—. Ya es falta de tacto utilizar las mantas y sábanas de los Z, pero si encima entran a saco en el cuarto de Baño y siguen con otras cosas privadas almacenadas en el desván, eso es pasarse de la raya.
—Ahí tiene la autentica historia, Mr. Myers —dijo Morgan. Trató de llenar la pipa, pero le temblaban las manos, y el tabaco cayó y se esparció por la alfombra—. Esa es la historia verídica aún por escribir y que merece ser escrita.
—Y no necesita un Tolstoi pare escribirla —dijo Mrs. Morgan.
—No, no se necesita un Tolstoi —dijo Morgan.
Myers reía. El y Paula se levantaron del sofá a un tiempo, y se dirigieron hacia la puerta.
—Buenas noches —dijo Myers con regocijo. Morgan estaba a su espalda.
—Si usted fuera un escritor de verdad, señor, convertiría esta historia en palabras y no se haría tanto el sueco al respecto.
Myers se limitó a reír de nuevo. Tocó el pomo de la puerta.
—Y otra cosa —dijo Morgan—. No tenía intención de sacarlo a relucir, pero, a la vista de su comportamiento de esta noche, quiero decirle que he echado en falta mis dos volúmenes de Jazz at the Philharmonic. Eran unos discos de gran valor sentimental para mí. Los compré en 1955. ¡Y ahora insisto en que me diga qué ha sido de ellos!
—Para ser justos, Edgar —dijo Mrs. Morgan mientras ayudaba a Paula a ponerse el abrigo, después de hacer inventario de los discos, admitiste que no podías recordar cuándo habías visto por última vez esos discos.
—Pero ahora estoy seguro —dijo Morgan—. Tengo la certeza de que los vi antes de irnos a Alemania, y ahora, ahora quiero que este escritor me diga exactamente cuál es su paradero. ¿Mr. Myers?
Pero Myers estaba ya fuera de la casa, y, con Paula de la mano, se apresuraba hacia el coche. Sorprendieron a Buzzy. El perro soltó un gañido, al parecer de miedo, y se apartó hacia un lado de un brinco.
—¡Insisto en saberlo! —gritó Morgan a sus espaldas. ¡Estoy esperando, señor! Myers dejó a Paula en su asiento, se puso al volante y puso el coche en marcha.
Volvió a mirar a la pareja del porche. Mrs. Morgan saludó con la mano, y luego ambos se volvieron y entraron en la casa y cerraron la puerta.
Myers arrancó y se aparto del bordillo.
—Esta gente está loca —dijo Paula. Myers le dio unas palmaditas en la mano.
—Daban miedo —dijo Paula.
Myers no contestó. Le dio la impresión de que la voz de Paula le llegaba de muy lejos. Siguió conduciendo. La nieve golpeaba contra el parabrisas. Siguió silencioso, mirando la carretera. Se hallaba en el final mismo de una historia.
 
 
Raymond Carver
 
De ¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR FAVOR? (1976)

 

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