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4 de septiembre de 2023

Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo por Enrique Molina, Mayo 1968.

Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo
por Enrique Molina, Mayo 1968.
 
 
El misterioso mercurio que convierte ciertas páginas de poesía en un espejo capaz de reflejar las más reveladoras imágenes del sueño y de la tierra, suele, a menudo, disolverse con los años para dejar sólo un papel amarillento, unas palabras carbonizadas. Era falso.
Al abrir ciertos libros que nos parecieron invulnerables en su momento suele encontrarse en ellos apenas algún huesecillo de frases que resiste, o sólo la flor ya seca que se colocó como señal. El miedo a la poesía, al extremo testimonio del ser que ella exige, la sumisión a toda clase de cálculos y conformismos acaba, tarde o temprano por aparecer al desnudo. Un metro de hierro negro restablece entonces, con despiadada objetividad, las jerarquías. Lo más bello del tiempo, su blasfemia, establece constantemente una óptica nueva.
Casi medio siglo desde la aparición de una obra poética es tal vez el mínimo lapso exigible para estimar su poder, su resistencia a los gérmenes de descomposición que ponen en ella las circunstancias, el tono de una época, la situación histórica. Sólo una fuerza poética capaz de engendrar incesantemente nuevas energías, de abrir nuevas perspectivas de interpretación a las que parecieran haberse consumido en un momento dado, la salvarán de todo carácter fantasmal, harán de la misma una constelación. Al acercarnos hoy a la poesía de Girondo, se nos presenta indemne. Nada se ha perdido de la fresca vitalidad de sus primeros libros, y mucho menos, de la trágica aventura existencial que testimonia el último. De uno a otro extremo brilla la trayectoria de ese “rayo que no cesa”, la expresión de un espíritu en el que se nos imponen como rasgos capitales una apasionada avidez de la vida y una ardiente sinceridad.
En efecto, sus seis libros de poesía, tanto como Interlunio —esa extraña historia nocturna de la frustración— poseen, a pesar de sus diferentes entonaciones, una misma coherencia interna que pone de manifiesto lo que esa poesía tiene de ineluctable, su movimiento en un sentido único, lo que posee de destino. 
Cada uno de ellos constituye una etapa en un largo periplo que se nos presenta como el balance cada vez más desolado de una exploración esencial de la realidad exterior y de los límites últimos del ser. Aventura jugada en dos planos paralelos: experiencia y lenguaje, vida y expresión. Comienza por la captación sensual y ávida del mundo inmediato y la fiesta de las cosas. Termina por un descenso hasta los últimos fondos de la conciencia en su trágica inquisición ante la nada.
El lenguaje sigue y crea al mismo tiempo ésta aventura, recíprocamente la condiciona y es condicionado por ella. Desde la nitidez rotunda de Veinte poemas para leer en el tranvía, a las fórmulas encantatorias de En la masmédula, se desarrolla un proceso verbal que va desde la escritura lineal y lúcida del comienzo hasta los mecanismos más remotos del lenguaje, en la profundidad de su origen. Mientras su presa es la realidad externa se dibuja preciso, directo, salta sobre las cosas con un zarpazo o las ilumina con imágenes netas, casi palpables. Cuando se vuelve hacia el abismo interior pierde su ordenación frontal, se torna hirviente, se crispa y estalla con la violencia de la presión que recibe.
La obra de Girondo se ordena así como una solitaria expedición de descubrimiento y conquista, iniciada bajo un signo diurno, solar, y que paulatinamente se interna en lo desconocido, llega a los bordes del mundo, una travesía en la que alguien, en su conocimiento deslumbrado de las cosas, siente que el suelo se hunde bajo sus pies a medida que avanza, hasta que las cosas mismas acaban por convertirse en las sombras, de su propia soledad.
Intensa y breve, esta obra posee una característica especial: se despliega en una especie de ininterrumpida ascensión, en un proceso que culmina en un punto de incandescencia máxima: su último libro. Un estallido final, un gran reverbero que concentra en un foco único todos los fuegos anteriores. En otros autores también sus libros suelen sucederse a distintos niveles, pero el máximo se encuentra a veces al comienzo o en medio, seguido con frecuencia de otros menos significativos. La obra de Girondo tiene un sentido vertical, constituye así una especie de accésis. Y su vértice excede tanto las medidas corrientes que pasará aún mucho tiempo antes de que se le haga justicia en toda su vertiginosa dimensión.“Que se atrevan a vivir la poesía” ha dicho Bretón. Es decir, a vivir en la revelación de las cosas, en la conciencia de su naturaleza abisal, con la sinceridad salvaje que la auténtica poesía implica.
Girondo conocía la vanidad de los éxitos literarios, la urdimbre de servilismo, adulación y baja política que a menudo los condiciona. “¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez como para ser admirados?” se pregunta ya en el prólogo de su primer libro. La exigencia de una moral poética será para él cada vez más intensa. Así identificará luego la degradación de la poesía con la degradación del mundo y del amor: “Nos sedujo lo infecto... / los poetas de moco enternecido” (P. 278)[1], toda esa escoria “que confunde el amor con el masaje, / la poesía con la congoja acidulada” (P. 280), juntos desprecio y compasión para quienes son esclavos de una retórica prefabricada, nutridos “de canciones en pasta, / de pasionales sombras con voces de ventrílocuo” (P. 324).
En su juventud participó con entusiasmo en el movimiento “Martín Fierro”, que difundió en nuestras letras algunas de las inquietudes y búsquedas de los movimientos de vanguardia que por entonces agitaban a Europa. Fue un animador, una figura núcleo, un hombre de incitaciones, un trasmisor de energías. En el segundo número de la revista del grupo aparece un manifiesto firmado por Girondo. Pero terminada la euforia inicial, continuó su marcha solitaria. Volvió la espalda a sus compañeros de generación, que tras proclamar una mistificada actitud iconoclástica, acabaron por ubicarse dentro de las jerarquías tradicionales, pastando idílicamente en los prados de los suplementos dominicales. La efervescencia martinfierrista se diluyó en una mera discusión de aspectos formales. Ajenos a un auténtico inconformismo, la mayoría de los componentes del grupo terminaron en las más reaccionarias actitudes estéticas. En este terreno, sus propias audacias —que por lo demás no habían ido muy lejos— no tardaron en aterrorizarlos. Excepto algunos pocos —entre los cuales debe destacarse a Girondo y Macedonio Fernández— casi todos ellos han ofrecido un triste espectáculo de deserción y caducidad.
[1] Citamos los libros de Oliverio Girondo con las siguientes siglas: V: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía; C: Calcomanías; E: Espantapájaros; P: Persuasión de los días; M: En la masmédula. El número que figura al lado de cada abreviatura indica la página de la presente edición. 
Pero al contrario de la perspectiva del ojo, en la perspectiva de la poesía las cosas se agrandan a medida que se alejan. Tal ocurre con la obra de Girondo. El paso de los años nos lo muestra cada vez más intransigente en su búsqueda. A tal punto que lo que escribe a los sesenta y cinco años cuestiona mucho más los límites de la expresión que lo que escribe en su juventud. El camino inverso de casi todos sus compañeros de grupo, beatificados con la aureola del Buen Gusto y las Buenas Costumbres.
Para Girondo la poesía constituye la forma más alta de conocimiento, una intuición total de la realidad, con una autonomía irreducible, por lo tanto, a un lenguaje de relaciones establecidas. “Es necesario declararle la guerra a la levita, que en nuestros días lleva a todas partes” —declara en la carta incluida en la edición de bolsillo de Veinte poemas—. Y en otra parte de la misma: “Yo no tengo ni deseo tener sangre de estatua”. Treinta y cinco años más tarde confirmará el mismo sentido: al poema “hay que buscarlo ignífero super-impuro leso / lúcido beodo / inobvio” (M. 411). No teme incorporar a su visión lo que un lirismo acaramelado considera “feo”. Pero ese “feísmo” no es otra cosa que amor hacia todas las formas del mundo, fuera de sus connotaciones humanas, en su pureza primordial. Ante el trágico resplandor de la existencia las convenciones estéticas se resquebrajan. Girondo tiene el mal gusto de moverse como un animal inocente, el mal gusto exaltante de llegar hasta su propia desnudez, en el desamparo sin límites del ser.
Ante la revelación deslumbradora y terrible de estar vivo ¿cómo no sentir su naturaleza gratuita e indescifrable? “El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría que pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir los ojos y mirar para convencernos de que la realidad es, en realidad, el más auténtico de los milagros?”, exclama. (E. 191). De toda su obra trasciende esa entrega vital. Y la poesía, después de todo, ¿qué es sino “abrir los ojos y mirar”? “De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida, esas ganas de lamerla constantemente, esos ímpetus de prosternación ante cualquier cosa... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura...” (E. 192). Sus tres primeros libros están atravesados por ese entusiasmo, que les confiere una tensión particular. Pero al penetrar cada vez más hondo en las apariencias éstas descubren una calidad aterrorizante: “lo fugaz perpetuo” (M. 419). La experiencia se tornará cada vez más amarga, hasta la confesión final: “qué nada toco / en todo” (M. 428). El infierno es la condena a las llamas de un deseo infinito. En la masmédula es el destello de una temporada en el infierno, pues la pasión por la vida, ante la misma conciencia de la nada, se exaspera, se exacerba aún más, se transforma en pasión desesperada por una realidad tantálica que no por eso deja de ser adorable.
En unas líneas dirigidas a Evar Méndez acompañando la carta incluida luego en Veinte Poemas —carta, por otra parte, que pareciera haber sido escrita hoy mismo— dice Girondo: “Un libro, —y sobre todo un libro de poemas— debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen”. La poesía, es verdad, no puede “explicarse”, dada la inmanencia con que usa el lenguaje. Sólo es posible exponer el sentido de un poema, según la sensibilidad del lector, seguir algunas de las significaciones contenidas en la obra de un poeta, y que de ningún modo la agotan, pues cada lector establecerá con ella una relación propia, descubrirá nuevos ecos en nuevas direcciones.
La poesía de Girondo, dijimos, tiene un impulso unánime hacia esa pendiente vertiginosa, donde se desploma a manera de catarata: su último libro, en el que todos los elementos se transfiguran a la temperatura del fuego central. Pero en esa corriente ininterrumpida pueden señalarse, sin embargo, tres momentos bien definidos. Uno inicial, que incluye sus dos primeras obras: Veinte poemas para leer en el tranvía y Calcomanías, recorrido de las formas más concretas y donde se instaura el diálogo con lo inmediato, la relación instantánea con las cosas, la experiencia de los sentidos y el mundo exterior. Otro, intermedio, situado ya a mitad de camino entre la tierra y el sueño, entre la realidad y el deseo. Han desaparecido los medios de transporte —ya innecesarios—, las cosas se someten a un conjuro, se sobrepasan o circulan irisadas por el delirio. Situamos aquí a Espantapájaros (también el único relato de Girondo, Interlunio, se ubica en esa dimensión). Y por último, la plena asunción de esa terrible intemperie del espíritu, esbozada primero en Persuasión de los días para culminar En la masmédula. Un dinamismo ascendente, en el que se irá desprendiendo como de un lastre del orden utilitario de las cosas, hasta que estas adquieren una transparencia calcinada, fundidas en un único reverbero.
Los dos primeros libros de Girondo, en efecto, son dos libros de viaje, en un sentido literal: el poeta recorre el mundo, toca el nervio de los lugares, anota vivencias. En cierto sentido son realistas. Pero hay en ellos una manera particular de sacar a la realidad de sus moldes, de sorprenderla en gestos imprevistos, a tal punto que lo cotidiano adquiere una sorprendente novedad, una exaltación.
Ambos libros son el círculo invisible de un gran gesto de saludo a su alrededor, y a la vez, un espectáculo donde las cosas actúan como protagonistas. Avanzan hacia el lector con una impetuosidad desbordante, en medio de ese vasto escenario donde todo gesticula, se humaniza, se agita: “los edificios saltan unos arriba de otros” (V. 62), “las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire” (V. 65), hay góndolas “con ritmo de cadera” (V. 66), el “campanile” de San Marcos exhibe sus “falos llamativos” (V. 67), los moños “liban las nalgas” de las chicas de Flores (V. 69), el sol “apergamina la epidermis de las camisas” (V. 73). Incluso la esencia misma de la inmovilidad, la montaña, adquiere una calidad errante: “Caravanas de montañas acampan en los alrededores” (V. 61).
Ese sentimiento de la acción y el tránsito de las cosas: “calles que suben, / titubean, /...se agachan bajo las casas” (C. 107), o “muerden los pies” (C. 107), una hélice se detiene “así las casas no se vuelan” (C. 106), nos revelará más adelante el significado latente de esa realidad: la fuga. Ese mundo del gesto y las apariencias acabará por desaparecer para dejar al desnudo la nada que ocultaba. Mientras tanto, la intuición de la misma crea una óptica grotesca, de la que salta, como de un brusco cortocircuito de la corriente emotiva, la chispa ambivalente del humor, entre la agonía y el orgullo. Es este uno de los rasgos permanentes de la poesía de Girondo.
El humor es una paradójica manifestación del deseo de absoluto. Nace de una diferencia de niveles, de una desproporción. La conciencia de las posibilidades infinitas del ser en pugna con los limites de la condición humana, hace brotar ese orgullo resplandeciente, como un desafío. En Girondo el humor tiene un acento particularísimo. Un humor al que no vacilo en llamar negro —ese grado supremo del humor poético— pese a su contenido de voracidad sensual. Justamente, esa exigencia desmesurada desemboca en la fatalidad de amar sin remedio algo que jamás responde a la totalidad deseada. El humor se abre entonces como una salida de fuego de la realidad mediocre. No es una evasión, sino una puesta en juicio de esa realidad, un estado de supervigilia donde, sin embargo, el delirio circula con los ojos abiertos, en un combate sin fin con las formas impenetrables del mundo. En la obra de Girondo ese resplandor no deja de iluminar con una plenitud jocunda la insuficiencia del contorno.
Ese déficit entre el deseo y su objeto, del que nace el humor, se traduce por el sentido de lo grotesco en la poesía girondiana. Su pasión hambrienta de la existencia revela constantemente ese contenido de corrupción, de descomposición que la misma oculta en todas sus formas, y que aparece desde el primer texto de Veinte poemas:
 
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas como dados,
un pedazo de mar...
 
A la imagen, de un dinamismo lúdico, del pueblo que juega a los dados con sus casas, responde instantáneamente la negación del mar convertido en pantano, degradado de su pureza y su inmensidad. Ese mismo tema de la exuberancia que se corrompe, como si la intensidad misma de la vida fermentara en un proceso de eterna descomposición, es una nota insistente en todo el libro: “unos ojos pantanosos, con mal olor”, “unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas” (V. 55). La mirada del público —por exceso— “apergamina la piel de las artistas” (V. 55) o el sol “ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres” (V. 62), (siempre efectos de deterioro o de daño en una realidad que parece no soportar ni el entusiasmo ni la pasión).
En el universo girondiano, siempre al borde de la catástrofe, una carga demasiado intensa de energía se manifiesta en una especie de tremendismo. Es otro de sus rasgos. En los dos libros iniciales, y también en Espantapájaros, aparece como una desproporción entre la causa y el efecto. Las sensaciones se producen como un estallido, cada gesto distorsiona el conjunto, resulta energuménico, posee una fuerza de expansión desorbitada: “Una descarga de ¡oles! que desmaya las ratas que transitan por el corredor” (C. 113), un “cantaor” “tartamudea una copla / que lo desinfla nueve kilos” (C. 113), hay “tabernas que cantan con una voz de orangután” (V. 53). Todo es allí atronador, cualquier acto retumba como un vendaval, todo es desmesurado, desbordante: piernas “que hacen humear el escenario” (V. 55), “Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la vereda” (V. 62), “un café que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez minutos” (V. 62), “pupilas que se licuan al dar vuelta la cartas” (V. 75), butacas que “nos atornillan sus elásticos y nos descorchan un riñón” (C. 102), “párpados como dos castañuelas” (C. 112), o la confesión exultante de Espantapájaros: “El intento de comprobar que es uno mismo es un peatón afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, de sexos indeformables, de todos los calibres, de todas las especies”. Y más adelante: “¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique...!” (E. 176).

Ahora bien, en ese mundo de sangre trepidante de Girondo, aturdido por el desborde de su propia vitalidad, el silencio, y su ámbito la noche, adquieren una índole admonitoria, algo así como la insinuación de un peligro, de una amenaza. En Veinte Poemas los dos “Nocturnos” se abren como una grieta que puede desmoronarlo todo. Dos breves paréntesis, suficientes, sin embargo, para introducir el desasosiego en esa fiesta de los sentidos, la sensación de algo tenebroso y difuso, en acecho bajo el calor y la algarabía diurna.
Cuando los ruidos del día se apagan, se perciben esos otros ruidos de la sombra “como gritos extrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes” (V. 59), mucho más inquietantes que el trueno de la acción, y que parecen proceder no del contorno sino del fondo mismo de la conciencia, ese “trote de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón” (V. 59), o ese “canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar” (V. 77).
En Veinte Poemas la muerte es todavía apenas un presentimiento, como si se volviera la cabeza ante su sombra para mirar a otro lado. Sólo se insinúa por un vago miedo, por cierta sensación de desamparo y soledad que invade los “Nocturnos”. En Veinte Poemas no hay muerte aún, sino sólo una aprensión confusa: “miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar”, cuando el diálogo con el mundo se ha cerrado de golpe, hasta que “el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera con las velas tendidas hacia un país mejor” (V. 77), con esa imagen del lecho como barco, presente, con distintas formas, en la poesía de diversas latitudes, y que de nuevo se repetirá en Persuasión de los días:
la cama que me espera
—el velamen tendido—
anclada en la penumbra (P. 300)
El escalofrío que recorre los “Nocturnos” de Veinte poemas es sólo una nota de alerta. Más tarde, en los últimos libros, una conciencia desgarradora de la muerte ocupará su sitio, lo invadirá todo. Por ahora, aquí apenas ha introducido una nervadura de hielo. 
Otro elemento siempre en suspensión en la atmósfera poética de Girondo es la ternura. El mundo convulsivo donde se instala, está impregnado de una ternura muy especial. No esa forma más tibia del amor, sino la sublimación de éste, más allá de su contenido posesivo y egoísta. El trato de Girondo con los seres y las cosas, su percepción grotesca de las mismas, no se resuelve en crueldad sino en una ternura última por ellas, una inmensa piedad hacia lo irrisorio, lo desechado, las formas de la frustración (el relato de Interlunio está traspasado de una compasión minuciosa por todo el fracaso humano).
Esa ternura no es evangélica, no nace de la humildad sino de la avidez, de un amor inagotable a la vida, en todas sus dimensiones, de una delicadeza natural para acercarse a los seres y a las cosas colocados en los niveles inferiores, destituidos por las falsas jerarquías estéticas o sociales.
La ternura se convierte en una negación de esas falsas escalas y envuelve en su halo a esas viejecitas “con sus gorritos de dormir” (V. 54) que cruzan el primero de los Veinte poemas, o a ese “perro fracasado”, maravilloso de sabiduría y renunciamiento, del cual se informa que “los perros fracasados han perdido a su dueño por levantar la pata como una mandolina, el pellejo les ha quedado demasiado grande, tienen una voz afónica, de alcoholista, y son capaces de estirarse en un umbral para que los barran junto con la basura” (V. 79), o a ese sapo de “vientre de canónigo” con el cual, sin embargo, se mantienen las distancias, o a ese otro perro cotidiano “que demuestra el milagro... que da ganas de hincarse” (P. 365). Incluso se extiende hasta lo que está cargado por un máximo signo de negación: las sombras, lo que nace de la opacidad de la materia, como carencia de luz, el doble impalpable de las cosas: “A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones” (V. 59). O bien, a la propia sombra “quisiéramos acariciarla como un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes” (E. 174). 
Tales actitudes, reveladoras de una indiscriminada entrega a la existencia, se suceden en toda la poesía de Girondo. El tema de una comunión con todos los reinos de la naturaleza, con todas las formas de la vida, reaparece a menudo en ella. Una especie de solidaridad universal teñida por el humor: “A nadie se le ocurrirá dudar un solo instante de mi perfecta, de mi absoluta solidaridad” (E. 200), “La solidaridad ya es un reflejo en mí, algo tan inconsciente como la dilatación de las pupilas” (E. 200), “Nunca sigo un cadáver / sin quedarme a su lado. / Cuando ponen un huevo, / yo también cacareo” (P. 289).
En su grado máximo, esa solidaridad conduce al tema de las metamorfosis. Expresión primitiva y ancestral de un poder mágico, tal idea es significativa de un deseo de identificación total con el mundo, la esperanza de abolir la oposición angustiosa del hombre y la naturaleza. Esta situación, que Kafka y Michaux viven como una tortura (manifestación de la incomodidad existencial del espíritu caído en la materia), en Girondo se expresa como un estado de júbilo o placer: “voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos encarnado en un yacaré” (E. 186), o “¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda... y nos hace cosquillas!” (E. 187). Tales estados no tienen el signo de una caída, sino de una ampliación, de una dimensión mayor del ser. 
En el fondo de tal actitud hay un sentimiento de participación en una totalidad cósmica: “La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos”. (E. 165.) Las fronteras dependen de un azar, de un imponderable: “Un traspiés, / un olvido, / y acaso fueras mosca, / lechuga, / cocodrilo.” (P. 319.) Un parentesco universal se establece con todos los elementos y los seres, la participación de todo en todo:


Y el fervor,

la aquiescencia
del universo entero
para lograr tus poros,
esa hortiga,
esa piedra. (P. 319.)
Con la oscura conciencia de un viaje a través de infinitos estratos, del yo filtrado por todos los elementos terrestres:
“Primero: ¿entre corales?
Después: ¿bajo la tierra?
Más cerca: ¿por los campos?
Ayer: ¿sobre los árboles?” (P. 340.)


Por último, cuando todas esas identificaciones, ese ciego fanatismo de pertenecer a la tierra llega a su paroxismo, se quisiera nutrir de ella misma: “Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, y / y comerla. / ¡Comerla!” (P. 363.)
Atento sólo a la autenticidad de su experiencia, por encima del criterio de feo y bonito, la obra de Girondo, desde su libro inicial, significa un desafío a todas las categorías convencionales. En ella se suceden, distorsionadas por el humor, las más variadas representaciones de un mundo energético, abierto a la aventura, a la inquietud permanente, a las más cálidas relaciones del sueño y de las cosas, donde todos los muros son transgresibles y todos los pájaros inseparables, y el sol conserva su fuerza anterior al diluvio.
Tras Veinte poemas para leer en el tranvía queda un itinerario de lugares que tiemblan por la refracción de la atmósfera. Los casinos carnales hacen fabulosamente rico o cambian un collar de perlas por un mordisco nocturno. Una humedad veneciana, tibia y suntuosa, cubre la piel de los orangutanes en Río, en Dakar, en Sevilla. Por todos lados circulan tranvías llenos de personajes que se entrechocan y se dilatan como aeróstatos, cubiertos de ex votos y postales con paisajes en tamaño natural. Chicas de Flores, que son también chicas de flores, cuyas nalgas remontan de una mitología de familias, pasean por calles untadas con manteca, como la luna. Un guía proclama frenéticamente todas las demasías de una existencia cuyos escaparates reaparecen y huyen en una atmósfera giratoria, con una doble dosis de oxígeno, de destellos inacabables. 
En 1921 aparece Calcomanías. Tanto por su acento como por su tema este libro prolonga a Veinte poemas. En vez de un viaje por el mundo es un viaje por las piedras, la pasión, el fanatismo y el áspero vigor de España. De una España de cuerno y velón. Lo anacrónico y lo vivo abren los ojos, con una acuidad penetrante, para poner en acción una picaresca de la poesía.
La capacidad entusiasta de contemplar las cosas como una revelación permanente se pone aquí de manifiesto en el gran número de exclamaciones que jalonan sus páginas. Asombro del niño que ve por primera vez la jirafa o la hormiga, de quien descubre un milagro en cada partícula de la realidad. Pues no olvidemos que aún en la tensión angustiosa de En la masmédula, aún bajo el signo de un pesimismo radical, la poesía de Girondo sigue siendo una poesía de exaltación de todas las fuerzas vitales, el testimonio de una pasión y una ansiedad por el mundo, que vuelve siempre a tomar aliento para recrudecer, incluso para sumergirse en sus materias y sus mutaciones. En los dos primeros libros ese fervor admirativo se muestra bajo la forma más elemental: la exclamación, de la que apenas quedará rastros después de Persuasión de los días. A veces provocada por la simple visión de una cosa como si se asistiera a lo inaudito: “¡El mar!” (V. 58), “¡Terrazas!” (V. 66), “¡Guitarras, mandolinas!” (V. 88), o bien por situaciones más complejas: “¡Silencio que nos extravía las pupilas / y nos diafaniza la nariz!” (C. 95), “¡Barrio de panaderos /que estudian para diablos!” (C. 109), “¡Ventanas con aliento y labios de mujer!” (V. 73), “¡Cristos ensangrentados como caballos de picador!”.
La significación de las enumeraciones en la literatura ha sido dilucidada muchas veces como un procedimiento que al mismo tiempo que pone al descubierto la heterogeneidad del mundo, al abolir su ordenación racional —lejos, cerca, dentro, fuera, feo, lindo, etc.— señala la convivencia caótica de las cosas. Lautréamont, en su célebre fórmula (aunque reducida a dos términos) exige que las aproximaciones estén presididas por el azar. En las enumeraciones frecuentes en las obras del primer período de Girondo, el azar no interviene, pero la inesperada vecindad de los elementos que el poeta convoca crea una promiscuidad grotesca: “Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar” (V. 76), o “Pasa una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta...” (V. 79), o esas otras de Calcomanías, donde por la simple enumeración de los nombres de las imágenes desacredita por completo su significación devota y obtiene de la lista un efecto contrario, de gran farsa, como el de las dignidades anunciadas en algún fastuoso “diner de têtes”:
“Pasa:
“El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
“El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
“El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
“La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo...”, etc.
 
 
Espantapájaros (1932), marca otra faz de la poesía de Girondo, hasta ese momento absorta en el fulgor de las apariencias, retozando entre los decorados de la realidad inmediata. Su desplazamiento era horizontal. Aquí en cambio comienza a ordenarse en el sentido de la verticalidad, se sitúa entre la tierra y el sueño. En el caligrama que precede al texto, callado homenaje a Apollinaire —Rimbaud y Apollinaire son los mayores “ancêtres” que Girondo invocaba—, ese rumbo está inequívocamente señalado: “Y subo las escaleras arriba, y bajo las escaleras abajo”. Doble viaje hacia la profundidad y hacia la culminación del espíritu.
El acento cosmopolita en boga en la época (Cendrars, Valé-ry-Larbaud, Apollinaire) tenía ecos en los dos libros iniciales, a través de un temperamento excepcional. Pero todavía los decorados no habían sido trascendidos, continuaban como una frontera, aunque de tanto en tanto su autenticidad era puesta en duda: “La ciudad imita en cartón una ciudad de pórfido” (V. 61), “Se respira una brisa de tarjeta postal” (V. 66). Y a menudo, a pesar de la risa se deslizan a veces ciertas insinuaciones, como si las cosas ocultaran una trampa: “El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto” (V. 55), las gaviotas “fingen el vuelo destrozado de un pedazo de papel blanco” (V. 57).
En Espantapájaros los protagonistas ya no son las cosas sino los mecanismos psíquicos, los instintos, las situaciones de omnipotencia, de agresividad, de sublimación, puestas en acción en textos de un lenguaje expresionista, fáustico, en un clima del más riguroso humor poético. Aunque está objetivada en situaciones concretas, expresada en imágenes significativas, la temática parecería querer ejemplarizar, por lo definidos, algunos de los movimientos fundamentales de ese fondo oscuro y turbulento del yo. Por supuesto, no hay ningún designio en ello, son sólo contenidos latentes, pero que se imponen bajo su tejido de parábolas del absurdo, de esa especie de pequeños mitos que componen el libro. 
A una gran distancia —como libertad de espíritu, magia y riqueza conceptual— de la producción lírica de su tiempo en el país, con Espantapájaros se instala en nuestras letras una gran obra de poesía en prosa, que desdeña el verso y se sostiene solo por su propia naturaleza poética.
“En este libro admirable —ha dicho Ramón Gómez de la Serna muchos años después— del que no ha hablado un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor del argentino.
“En Espantapájaros todas son invenciones de porvenir, y lo inventado en este libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie! Es uno de los pocos libros que no recomendaré para los colegios, pero que ayuda a vivir...”
Una agresividad vital recorre algunas de esas páginas como una corriente de aire fresco, casi como un reflejo nacido de la salud: “A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo”. Es la rebelión contra los valores establecidos, las instituciones falsificadas, el arte, las familias, todo lo que merece ese golpe de la poesía en busca del esplendor incontaminado de la vida.
Frecuentemente Girondo, de un libro a otro, suele retomar ciertos temas, a veces literalmente, como un eco que se continúa. De nuevo invoca ahora —y sin duda es una de las claves de toda su poesía— la pregunta inserta en la carta-prólogo de Veinte poemas: “lo cotidiano... ¿no es una manifestación admirable y modesta del absurdo?”, para responderse definitivamente: “Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios —reencarnado en algún saca-muelas— nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla” (E. 191).
El absurdo surge del no-sentido de una realidad de esencia impenetrable, el escándalo de una conciencia instalada en una naturaleza opresora y sin solución. Absurdo de nacer y absurdo de morir. La más alta poesía ha enfrentado siempre al ser con el espectáculo de su condición, y surge incluso como el más alto desafío hacia el vertiginoso laberinto del universo. 
El humor, en sus diversos grados de furor, de sarcasmo, de cinismo, de desesperación, es una manifestación de ese absurdo. La poesía asume el absurdo y lo transforma en un elemento positivo, lo exorciza, lo convierte en su propia substancia, de manera que el hombre deja de ser la víctima para convertirse en testigo y juez. Por eso, aunque el gesto más trivial de lo cotidiano se revele como una expresión del absurdo, “la vida no dejaría por eso de ser una verdadera maravilla”. Se pone al descubierto la contextura desconcertante de la existencia, pero la pasión de estar vivo, incluso como un milagro de no-sentido, exalta la visión: “Cuando se tienen los nervios bien templados el espectáculo más insignificante —una mujer que se detiene, un perro que husmea una pared— resulta algo tan inefable...” (E. 192). Ese valor axiomático de la vida es para Girondo irrefutable. ¿Qué salida queda? La nada o la aceptación ciega de una situación impenetrable: “¿Comprendes? Yo tampoco. Yo no comprendo nada” (P. 318). Como todo espíritu que se siente desgarrado por su propio misterio, Girondo se refugia en el humor, en el absurdo: “Yo daré mientras tanto tres vueltas de carnero” (P. 319).
La irreverencia hacia un orden —en todas las dimensiones— al que se siente como opresivo, revela una íntima falta de adecuación a las condiciones del mundo externo: “En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa” (E. 159). Todo esto se produce de manera inexplicable, sin mencionarse el motivo, como si fuera consecuencia natural de un estado de cosas sobreentendido. O también: “Si por casualidad dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos despierto, indefectiblemente sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de extrangular a mis hermanos, de arrojarme en algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de algún espinillo” (E. 167). O el asombro ante su propio cuerpo, ante su mano, que aparece gigantesca, cruzada por “millares de ríos”, como si fuera la tierra misma a la que estuviera ligado:


“sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme”. (P. 297.)

 
Tal desacuerdo entre la conciencia y el mundo sólo puede instaurar la angustia, el desorden, la catástrofe: “Así como hay hombres cuya sola presencia resulta de una eficacia abortiva indiscutible, la mía provoca accidentes a cada paso, ayuda al azar y rompe el equilibrio inestable de que depende la existencia” (E. 194). En el misterioso hilo del destino ¿acaso cada gesto no desencadena la catástrofe? ¿La más mínima volición no provoca una serie infinita de causas y efectos de consecuencias imprevisibles? ¿No es esa la condición misma de la existencia?: “Insensiblemente uno se habitúa a vivir entre cadáveres desmenuzados y entre vidrios rotos...” Inferido por la conciencia de una realidad catastrófica, el drama aparece por todas partes: “es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha” (E. 167). A tal punto: “Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente” (E. 172). Aun en la muerte (que aquí sigue siendo humana) la catástrofe reaparece: “el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende...” puede desencadenarla. Y cuando por fin “cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre” (E. 178).
Precisamente el libro se cierra, hemos dicho, con un extraordinario texto sobre el drama existencial que significa la conciencia de la muerte. En un plano de humor kafkiano, en nombre de la vida, “para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte” por el mundo, se procede a su aniquilamiento. Refiriéndose a ese texto Aldo Pellegrini —quizás el único autor que hasta ahora ha dedicado un estudio serio a la obra de Girondo— nos dice: “Este último poema, obsesionado por la idea del aniquilamiento y la inutilidad de todo, parece abrir las perspectivas del segundo período del poeta, que se inicia con Persuasión de los días. Pero todo el libro revela un escepticismo: el convencimiento de que vivimos en un mundo falso e inútil”.
Con Persuasión de los días vuelve a cambiar el tono. Ya no son los movimientos y las significaciones del sueño y la imaginación lo que se impone, sino un sentimiento de náusea. Las cosas pasan a segundo plano, como borradas por el rechazo cada vez más intenso de un mundo deformado por el mal. El título se hace admonitorio, pone énfasis en la dialéctica sombría del tiempo. Los días deslizan su desolado argumento. De la elástica y abigarrada corteza de Veinte poemas se ha llegado a la visión de un mundo degradado por la miseria social y la miseria del espíritu. Se ha pasado de un universo físico a un universo moral. 

Persuasión de los días es el paso de la geografía a la ética.
Una especie de amargo furor resuena en ciertos textos como “Ejecutoria del miasma”, “Testimonial”, “Es la baba”, “Invitación al vómito”, “Hay que compadecerlos”, “Hazaña” y “Lo que esperamos”. Por los restantes, de tono menos apocalíptico, se abre paso el mismo antiguo sentimiento deslumbrado de la vida, balanceado ahora entre el misterio y un humor más severo.
El clima exasperado del libro nace de un estado de acorralamiento. La insatisfacción de una exigencia de plenitud nunca cumplida, antes dirigida exclusivamente a esa realidad exterior, donde el mar se “empantana” (V. 53), se dirige ahora también contra el propio yo: “¡Azotadme! / Merezco que me azoten... No me postré ante el barro, / ante el misterio intacto” (P. 274). Sentimiento de culpa, expiación de no haber respondido con la máxima posibilidad de sus dones a la gracia de la vida: “Pero dime / —si puedes— / ¿qué haces”, / allí, / sentado, / entre seres ficticios...?” (P. 311).
Poesía enfrentada a una dualidad torturante: el milagro inaudito de la existencia permanentemente destituido por el hombre. Una belleza minada, como la Venus Anadiomema de Rimbaud, símbolo eterno de este conflicto: “horrorosamente bella de una úlcera en el ano”. Y ese malestar de la insuficiencia y la degradación insiste una y otra vez con su denuncia, a la vez colérica y prisionera: “Este clima de asfixia que impregna los pulmones” (P. 272), “esta nauseabunda iniquidad sin cauce” (P. 313), “la negra baba rancia” (P. 291), “la iniquidad encinta” (P. 325), “las lenguas carcomidas por vocablos hipócritas” (P. 351), “la impúdica mentira exhibiendo el trasero” (P. 359). Y paralelamente, la vieja, eterna, irredimible fidelidad a la imagen solar de la vida: “volver a sonreí ríe / a la vida que pasa...” (P. 356). Volver a la inocencia de la naturaleza: “la tierra que se escapa / bajo los alambrados, / con su olor a chinita, / a zorrino, / a fogata” (P. 363). Y la maravilla de cada forma: “Este perro. / ¡Indescriptible! / ¡Único!” (P. 364).
Otro tema, ya presente en diversos momentos de la poesía de Girondo y que adquiere aquí una amplitud mayor, es el del vuelo. Es sabido que en toda obra literaria —y particularmente en poesía— aparte del sentido semántico de las palabras, hay modos, situaciones, imágenes obsesivas, construcciones, etc., de las cuales puede desprenderse una significación. Ahora bien, consideramos que el tema del vuelo ocupa un lugar muy importante en la obra de Girondo. 
En su tan bello libro El aire y los sueños Gastón Bachelard profundiza algunos de los contenidos más importantes del sueño de volar y del psiquismo ascensional. Cita allí una frase de Nietzsche: “El que enseñe a volar a los hombres del porvenir habrá desplazado todos los límites; para él los límites mismos volarán por el aire: bautizará, pues, de nuevo a la tierra, la llamará 'la leve'. Las barreras son para los que no saben volar”. Declara que “al tomar conciencia de su fuerza ascensional el ser humano toma conciencia de todo su destino”, y pasa revista a algunos de los contenidos implícitos en la idea de vuelo, entre ellos la sensación de “aligeramiento”, es decir, la transformación de un ser “pesado y confuso” que se torna “claro y vibrante”. Establece, asimismo, que hay una moral de la altura y que ésta “no es sólo moralizadora sino, por así decirlo, físicamente moral”. Por consiguiente, “el que la busca, el que la imagina con todas las fuerzas de su imaginación, reconoce que (la altura) es, materialmente, dinámicamente moral”.
En otras consideraciones establece que tanto la vida emotiva como los valores morales “se jerarquizan según una verticalidad real en el seno del psiquismo”. La caída no sería más que una ascensión al revés (la verticalidad continúa). Dejando de lado la interpretación analítica ortodoxa de los sueños de vuelo (símbolo del deseo voluptuoso) comprueba que el sueño de vuelo “puede dejar huellas profundas en la imaginación despierta, por eso es tan común en el ensueño y en los poemas”.
El vuelo es expresión de la atracción de la luz, del cielo, cauce de los impulsos de espiritualidad y del deseo de pureza, y en él se realiza uno de los actos capitales de la “mecánica de la ingravidez”: la consubstanciación con el aire, el elemento fluido por excelencia. El vuelo representa “la energía ascensional” y “la transfiguración del peso en luz”. Para Blake —anota Bachelard— “el vuelo significa la libertad del mundo. Así el dinamismo del aire se siente insultado por el pájaro prisionero”.
Sintomáticamente, la inolvidable casa de Girondo, poblada de ídolos y telas, tapicerías de la lluvia, restos de naufragios y cultos desaparecidos, y en cuyas cavernas se alineaban huacos, alcatraces, objetos soñados, estremecidos de tanto en tanto por los trenes nocturnos de la vecina estación Retiro, que cruzaban a través de las paredes, casi rozando la jarra de piedra con agua para las ánimas colocada sobre una mesa, esa casa, digo, estaba presidida, aparte del Espantapájaros guardián apostado en la entrada, por una enorme imagen —pintada por él mismo—, de la Mujer Etérea en pleno vuelo.
Ese vuelo erótico atraviesa de uno a otro extremo el primer texto de Espantapájaros: “Si no saben volar pierden el tiempo las que pretenden seducirme”, y toda la fuerza ascensiorial del amor se lanza hacia el cielo entre las piernas de plumas de María Luisa.
 
 
También es sintomático que el primero de los Veinte poemas, donde se inicia toda su obra poética, contenga una clara alusión de esta índole. Y eso en la imagen quizás más importante del poema y al principio del mismo: “¡Barcas heridas en seco con las alas plegadas!” Aparte de la asociación inmediata entre remos y alas, está la idea de “vuelo” de la barca sobre las olas, siempre lanzada hacia la altura (o al abismo) por el movimiento del mar. Pero el impulso vertical despliega su máxima virtualidad en Persuasión de los días, donde el salto al vacío, una poética que trasciende y se remonta sobre la cárcel y la materialidad física, anuncia el gran estremecimiento de En la masmédula.
El primer poema del libro, en efecto, es “Vuelo sin orillas”, un vuelo sin límites, una despedida, un adiós infinito: “Abandoné las sombras, / las espesas paredes, los ruidos familiares... / para salir volando / desesperadamente.” Hasta el último vestigio de una disolución cósmica en la que ya no hay “ni vida, ni destino, / ni misterio, ni muerte”. Las alusiones al vuelo, o a lo que vuela —nubes, viento, arena, astros, etc.—, son constantes. La atracción del alto espacio se presenta con los más diversos matices: “¡el horizonte! con sus briosos tordillos por el aire” (P. 278); “¿era yo, / por el aire, / ya lejos de mis huesos...” (P. 286). Incluso hasta los propios componentes del cuerpo emprenden vuelo: los nervios “se esparcen por el aire, / se elevan hasta el cielo”. Además de la instantánea identificación: “Si contemplo una nube / debo emprender el vuelo” (P. 288). Finalmente, todo participa en ese dinamismo vertical: “Y el campo, las ciudades, / los árboles, lo inmóvil, / rodando por el aire... / hacia el sol” (P. 304).
Está también esa mano, que se hincha como un globo “para emerger, / de pronto, / en la más alta noche”, hasta cubrir todo el cielo (P. 296). Un coche muerto y un caballo “sobre las chimeneas, / en el aire” (P. 305) después de llegar desde el otro extremo de la vertical: de “debajo del asfalto”. Hay todo un tránsito, la propia existencia: “Del mar, a la montaña, / por el aire, / en la tierra, /...dando vueltas, / girando” (P. 335), que comienza con el impulso del salto en Veinte poemas: “Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sóbrela arena” (V. 56).
Lo que habita el aire, asimismo, significa esa ansiedad de ascensión, ese impulso de ala, que marca de un extremo a otro la obra de Girondo, desde su primer itinerario terrestre hasta la incandescencia de En la masmédula: Así el humo, las nubes, son también signos de esa dinámica: “con vocación de polvo, de humareda, de olvido” (P. 286). El humo adquiere en “Predilección evanescente” un carácter de fascinación enigmática: “Más que nada, / que todo...” (P. 339). Y su movimiento ascendente aparece, incluso, fuertemente acentuado por la disposición gráfica del poema, en el que los versos aparecen escalonados y sueltos, en un gran espacio, como si echaran a volar. La misma disposición —con el mismo sentido— tiene uno de los poemas más ilustrativos al respecto de En la masmédula: “Plexilio” (M. 440), donde las definiciones de la ingravidez son numerosas “egofluido”, “etervago”, “plespacio”, “nubífago”, etc., y en el que no figura ya ni sombra de materia sino el puro dinamismo de la fuga vertical. Por otra parte, en este aspecto, algunos poemas en particular, por ejemplo los que integran “Tríptico”, (P. 285) tienen un grafismo “vertical”, una delgadez que los lanza hacia arriba (lo contrario de los poemas de la cólera, asentados sobre largos versos) y producen una sensación total de ingravidez, acentuada por la falta casi total de elementos materiales en ellos.
 
 
La caída como inversión del vuelo señala el otro extremo de esta verticalidad obsesiva: “¡Abajo!” / “¡Más abajo!” / y seguía cayendo, / dando vueltas / y vueltas” (P. 316) o “De pronto, sin el menor indicio, caemos al vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término” (E. 178). En la poesía de Girondo el drama es el encuentro con la nada en los dos extremos de su trayectoria, hacia arriba y hacia abajo. Tanto en “Vuelo sin orillas” como en el vuelo hacia abajo de “Derrumbe” se traspasan todas las instancias del ser: “más allá del aliento, de la luz, del recuerdo” (P. 317). “La parte positiva de la verticalidad —señala Bachelard— se dinamiza en la altura” y considera la caída “comió la nostalgia inexpiable de la altura”. Vemos, pues, que tales imágenes surgen de un deseo de absoluto, de un irrenunciable impulso cenital.
Hemos visto, también, que los dos polos de la energía de la verticalidad en Persuasión de los días desembocan en la nada. Ahora bien, en el centro mismo del libro (y casi justo en su centro físico) como un foco central, como un núcleo secreto en torno al cual todo se ordena, figuran dos pequeños poemas, el primero, como la advertencia final de una terrible Persuasión de los días dice: “Nada de nada: / es todo” (P. 332), y el segundo, un estado de renunciamiento absoluto, que al llegar a la abolición misma del yo, recobra, sin embargo, como en un reflujo, el contenido infinito del mundo: “mientras dura el instante de eternidad que es todo” (P. 342).
Otro tema que se retoma de un libro a otro es el del llanto. Presente en el texto 18 de Espantapájaros: “Llorar a lágrima viva, llorar a chorros... llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorar dé amor, de hastío, de alegría...”, etc. De allí, en casi idénticos términos, pasa a Persuasión de los días. Sin embargo, en el tono de cada versión hay toda la distancia que va de un libro a otro. En el primero, el humor es alegre, grotesco: “Empaparnos el alma, la camiseta... Asistir a los cursos de antropología llorando... festejar los cumpleaños familiares llorando”. En el segundo es trágico: “Lloremos. ¡Sí! Lloremos / amargo llanto verde, / substancias minerales...” (P. 354). Significativo del dolor y de la culpa, ese río de llanto adquiere el carácter de un rito de purificación, la plenitud asumida de la irrisión y el desamparo humano. No una queja romántica, sino expresión del dolor existencial, nacido, más que de la condición de víctima, de una exigencia de perfección moral que se siente incumplida, por el exceso mismo de su dimensión. Sin embargo, los dos poemas finales del libro se abren como la última nota de una desesperada dialéctica de la esperanza y de fe inútil en la vida. 
En 1946 Girondo publica una “plaquette” con un solo poema Campo nuestro. Situado entre sus dos libros donde la angustia y el furor se agudizan, el poema contrasta por su melancólica atmósfera nostálgica, como si toda la tensión de Persuasión de los días se aflojara en un último instante de paz antes de recrudecer en En la masmédula. Hay aquí algo como una patética serenidad, esa especie de solemne tristeza que tiene el paisaje de la pampa al que alude. El sentimiento de la nada, no obstante, vuelve a aparecer unido a la imagen de la vaca, sin duda el animal totémico de Girondo, constantemente invocado en su poesía. La vaca es la animalidad pura, pero que se interioriza, la bestia de ternura infinita, como la que parece ahondar sus extraños y alucinantes ojos. No es la animalidad agresiva del león, ni la alada del pájaro. Es casi la encarnación de la calma orgánica, en una dimensión monumental, la quietud rumiante, secreta. También en ese extraño y nocturno relato de Interlunio, historia de un fracaso que trasciende su anécdota para hacerse el relato mismo de la frustración, en el borde del mundo, en esas zonas inciertas donde la ciudad termina ante la soledad del campo, aparece una vaca fantasmal y materna, la conciliación con lo orgánico, con el ser manso y sagrado, símbolo de la bondad, de la nutrición y de la tierra.
Con la aparición de En la masmédula, en 1956, el ciclo de la poesía de Girondo penetra en el vértigo del espacio interior.
“Algunos de los elementos esbozados o presentes en los libros anteriores, son forzados aquí a sobrepasar su gama” —dije en otra oportunidad refiriéndome a esta obra. Y en efecto, hasta la estructura misma del lenguaje sufre el impacto de la energía poética desencadenada en este libro único. Al punto que las palabras mismas dejan de separarse individualmente para fundirse en grupos, en otras unidades más complejas, especie de superpalabras con significaciones múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido semántico como de las asociaciones fonéticas que producen. Bloques de palabras surgidas como una lava volcánica, en una masa ígnea, fundidas a una alta temperatura, y cuya separación obedece ahora al ritmo, al impulso de la necesidad expresiva que las aglutina, en vez de estar determinada por su propia autonomía de sentido.
Pero esta situación inédita de las palabras en esta poesía, no es fruto de un capricho, sino consecuencia de la intensidad de un contenido que las fuerza a posibilidades de expresión insospechadas. Nace de un verdadero estado de trance. Son el lenguaje del oráculo, que es el más alto lenguaje de la poesía. “Lo que yo escribo es oráculo” —dice Rimbaud. La lengua del oráculo es la que se anima con las emanaciones del abismo, la que capta y traduce la dimensión trágica del ser ante el enigma de su destino. 
La condición excepcional de los mecanismos de comunicación verbal en En la masmédula nos obliga a detenernos más que en los otros libros, en ciertos aspectos del lenguaje. A este respecto dice Pellegrini: “En Girondo hay una verdadera sensualidad de la palabra como sonido, pero más que eso todavía, una búsqueda de la secreta homología entre sonido y significado. Esta homología supone una verdadera relación mágica, según el principio de las correspondencias, que resulta paralela a la antigua relación mágica entre forma visual y significado”. Desde siempre, en efecto, se ha intuido que aparte del valor semántico de la palabra, puede haber una relación entre sonido y significado. Es decir, que sin ser un signo convencional, un elemento fonético puede tener una significación por similitud, por asociaciones inconscientes, etc. Esta posibilidad de comunicación, que va más allá de la captación intelectual del signo establecido, para actuar casi en el plano de la sensación, Girondo la emplea con una certeza que da una fuerza inusitada a su expresión. Al reunir la oscura significación fonética y la del vocablo, dirigidas en un sentido único, el lector es envuelto en un sortilegio verbal, donde la corriente poética se intensifica al extremo. Por ejemplo, en los dos versos iniciales del libro, que instalan de inmediato en la angustiosa sensación de un piso que se hunde: “No sólo / el fofo fondo”, hay una simultánea significación de sentido y sonido. Por un lado, la idea evocada por el signo: lo fofo, por el otro la grave acumulación de las o y la repetición “fo-fo-fo... n” que sugiere un ruido sordo de hongos que revientan, de algo esponjoso, blanduzco, donde se hunden los pasos. El mismo efecto de significaciones extrarracionales, que desbordan y enriquecen constantemente el enunciado, crea en todo el libro una especie de resonancia en la cual los vocablos adquieren vibraciones que se prolongan más allá de su contenido conceptual. Cada poema, cada frase de En la masmédula se presenta casi siempre como una galaxia verbal. Su sentido no se tiende linealmente para ser captado como a lo largo de un riel. Actúa más bien en remolino, un sismo psíquico sin tregua en el que el intelecto y la sensibilidad son agitados al unísono con la misma violencia, como en una atmósfera poética extrema que condicionara a su intensidad todas las percepciones.
En el mismo sentido se debe consignar esta aseveración de Michel Deguy: “La poesía desata, desfonda, perfora, disloca el laberinto de las avenidas sonoras de la página: se la diría ocupada en detectar los ultrasonidos de la lengua; y al mismo tiempo, a la manera de la música llamada concreta —esa especie de generalización de la música que quiere hacer a la música coextensiva a todo el universo de los ruidos— se abre a todas las lenguas, a todos los idiomas. Para ella el sentido está ligado al sonido y es diferente de la significación. El sonido mismo resulta signo; tenga o no significación en la red de la comunicación humana o en el interior de tal disciplina... “[1] En En la masmédula la comunicación llega al límite de sus posibilidades en el plano racional, se torna sinfónica. Tanto el sentido como el ritmo, las asociaciones fonéticas, la entonación, etc., se descargan en un impacto único. La expresión arrasa con los mecanismos convencionales y se instala en lo más profundo de la comunicación ontológica. En este libro de fórmulas rituales se juega una de las aventuras más audaces de la poesía moderna.
Sentimos en él el jadeo, la danza alrededor del fuego, la exaltación encantatoria de los poderes verbales.
Para la lingüística moderna las palabras, lejos de considerarse como unidades últimas de sentido dentro del enunciado, se componen de la reunión de dos o más unidades menores, y la forma en que éstas se agrupan no obedecería a reglas absolutas, a tal punto que en ciertas lenguas esquimales suponen la posibilidad de un idioma donde en vez de palabras sólo pudiera fragmentarse el enunciado por frases. Girondo en En la masmédula, obedeciendo instintivamente a mecanismos profundos del lenguaje, aglutina dos o tres palabras para formar una especie de supervocablos, como si éstos se contrajeran y concentraran en un punto imantado por todas las energías de la elipsis para crear realidades nuevas.
[1] Michel Deguy, Actes. 
Girondo obliga, para seguirlo, a beber el agua con la mano —he dicho en otra ocasión. La expresividad de su última poesía se recibe como un vaho, un tufo de cosas y cuerpos empapados por el aliento original. Instalado en la noche de los presagios, es la suya una poesía cuyas fuerzas internas imponen, con absoluto despotismo, los rasgos de la forma. El lenguaje se precipita en estado de erupción, los vocablos se funden entre sí, se copulan, se yuxtaponen, combinando seres y formas en una especie de Jardín de las Delicias. De tales simbiosis surgen visiones inéditas, síntesis de especies y reinos, sonidos guturales que adquieren de pronto una significación prelógica (“metafisirrata”, “erofrote”, “agrinsomnes”, “egogorgo”, “olaveca-bracobra”... etc.)
A menudo también la sintaxis entra en combustión. No es el pan de los monos lo que nutre esas frases. Pero en ellas, paradójicamente, retumba el eco rotundo y clásico del idioma.
Tal experiencia impone una jerarquía distinta. Somete por un sortilegio, en el sentido más literal del término. Por un hechizo que se extiende más allá de las zonas lúcidas de la mente. Fórmulas mágicas como “en los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de los senos” (M. 410), donde por una contracción y multiplicidad de asociaciones táctiles, visuales, térmicas, de innumerables resonancias, se sugiere la blancura, la redondez lunar, la suavidad de arena (y tibieza de la arena al sol), la delicadeza de la espuma, la calidad hipnótica de la medusa como atributo de fascinación de los senos. O “las agrinsomnes dragas hambrientas del ahora con su limo de nada” (M. 404), con la difusa sensación de chirrido agrio, que es al mismo tiempo insomnio y signo de la acción de la draga. Introducirse en esta poesía es penetrar a la profundidad del ser, hasta sus últimos límites. De ella se alza el sentimiento de una insatisfacción existencial, sentimiento de la miseria de una existencia rebajada donde las cosas adolecen perpetuamente de una falta de totalidad, se debaten entre los sub y los ex (no alcanzan su plenitud o la han perdido) para presentarse sólo como carencia o fuga: “subsobo”, “subánimas”, “subósculos”, “subsueños”, “exellas”, “exotro”, “exnúbiles”, etc. Sentimiento de la condición lacerada del yo en lo más íntimo de su núcleo orgánico, entre el latido atronador del cuerpo, en “lo fugaz perpetuo”. 
La poesía de En la masmédula es el estremecimiento de las más desamparadas y desafiantes energías humanas enfrentadas al absurdo y a la presencia total de la nada. Es, si los hay, un libro trágico. Seguir ahora cada uno de sus temas, profundizar en su contenido existencial, excedería en mucho las proporciones de estas notas. Sólo quiero señalar que desde el fondo mismo de ese viaje a las grandes profundidades que es toda su lectura, cuando ya todo el paisaje adorable de la piel ha sido trascendido, cuando ya todo el sueño multicolor de los sentidos del mundo ha revelado su raíz desolada, surge en lo más oscuro de la noche esa imagen astral: “Pero la luna intacta es un lago de senos que se bañan tomados de la mano”, de la que trasciende una desolación dulce, la expresión de una tristeza cósmica que hace resplandecer, sin embargo, toda la belleza humana en lo inaccesible del sueño y de lo infinito.
Porque pese al pesimismo radical de estos poemas, en su aparente negación hay un desafío. Tal negación convierte, precisamente por la orgullosa avidez de absoluto que la origina, en una incitación a exigir de cada vida su más profundo contenido. La mirada que recorre las cosas en ellos no es la mirada de la complacencia o de la placidez, sino la que interroga el corazón de cada esfinge cotidiana, la que exige a cada cosa y a cada hombre sus posibilidades extremas de incandescencia y de furor. Poesía que practica las mis hondas incisiones en “la piel de la realidad”, pero que sabe extraer de sus grandes “noes”, de sus “islas sólo de sangre”, un sol de médula viva, una gota del agua redentora del diluvio.
Poesía de bisonte astral de Alta-mira, poesía conjuratoria como jamás se ha pronunciado en este país. Poesía posesa
pura como una gárgola de fauces de neurona fosforescente para el agua de, las cavernas
poesía Oliverio poesía mortal famélica anatómica intercostal incandescente en lo más hondo del cielo del alma un humo de “ascuacanes”.
poesía fosfato destinada a la formación de un sentimiento intraorgánico llena de cráteres genitales de plexos y constelaciones núcleos delicados y terribles.
Y ahora recuerdo una curtiembre de la Boca y un cuero de toro sobre las piedras cuero de bestia despellejada con sus dos lados tan absolutamente tiernos: uno de pelos, el otro sangriento de trofeo de sioux arrojado junto a los barcos. He oído decir que antaño a ciertas personas las metían dentro de un saco hecho con un cuero fresco que al resecarse las iba oprimiendo hasta lo intolerable. Necesariamente la poesía debía nacer de tales circunstancias.


 Como experiencia de lenguaje no existe en español un libro comparable. Vallejo, en Trilce, realiza un intento en cierto modo semejante, pero su tentativa queda a mitad de camino. Sólo en un reducido número de los poemas que integran ese libro consigue, en algunos momentos, hacer estallar el lenguaje, forzarlo a penetrar en zonas casi inexpresables de la subjetividad y el sentimiento, pero el resto obedece a formas tradicionales. Como muy bien lo señala André Coyné, el resultado en Trilce es discontinuo, pues “Vallejo no intenta construirse con los escombros del lenguaje común un lenguaje propio”[1]. En cambio, En la masmédula es un todo orgánico, allí Girondo se instala en un universo verbal cuyas leyes impone pero cuyos elementos poseen, sin embargo, una irradiación paroxística y un extraordinario poder comunicativo.
Por tales razones En la masmédula es el acontecimiento puro, sin parangón ni referencia, no sólo en las letras argentinas sino en la dimensión del idioma. Es por completo insólito y quedará siempre solitario e imprevisible, pues no hay nada que lo prefigurara o lo anunciara, del mismo modo que quedará siempre único, pues es imposible continuarlo.
Libro de un temblor vital estremecedor, arroja al lector a la poesía del abismo, en un plano de revelación del ser, con la misma intensidad metafísica y la misma desgarradora dimensión humana de los textos de Artaud.
[1] André Coyné, César Vallejo, edit. Nueva Visión, 1968.
 
En la masmédula Girondo se ha adelantado demasiado a la poesía de su tiempo como para que las perspectivas que descubre puedan ser recorridas aún en toda su dimensión. Su aparición fue recibida con el silencio reticente de la estulticia, cuando no con los balbuceos desorientados de quienes imaginan reducir la envergadura de una obra excepcional a su propia incapacidad de acceder a la poesía. De todos modos, el reverbero que emana de sus páginas es una de esas altísimas posibilidades —que sólo la poesía otorga— de conexión con ese punto central del espíritu donde el espacio humano y el espacio cósmico se funden en una ecuación vertiginosa.

 
Enrique Molina, Mayo, 1968.
 

3 de septiembre de 2023

Ricardo Di Mario leyendo Dicotomía incruenta de Oliverio Girondo

 Dicotomía incruenta, Oliverio Girondo
 
 
Siempre llega mi mano
más tarde que otra mano que se mezcla a la mía
y forman una mano.
 
Cuando voy a sentarme
advierto que mi cuerpo
se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse
adonde yo me siento.
 
Y en el preciso instante
de entrar en una casa,
descubro que ya estaba
antes de haber llegado.
 
Por eso es muy posible que no asista a mi entierro,
y que mientras me rieguen de lugares comunes,
ya me encuentre en la tumba,
vestido de esqueleto,
bostezando los tópicos y los llantos fingidos.
 


Ricardo Di Mario leyendo Dicotomía incruenta de Oliverio Girondo
Ciclo Literario 2014, Lecturas en Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento, Ramón J. Cárcano 150, Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Jueves 2 de octubre de 2014.


1 de septiembre de 2023

Testimonial, Oliverio Girondo

Testimonial, Oliverio Girondo
 
ALLÍ están,
allí estaban
las trashumantes nubes,
la fácil desnudez del arroyo,
la voz de la madera,
los trigales ardientes,
la amistad apacible de las piedras.
Allí la sal,
los juncos que se bañan,
el melodioso sueño de los sauces,
el trino de los astros,
de los grillos,
la luna recostada sobre el césped,
el horizonte azul,
¡el horizonte!
con sus briosos tordillos por el aire.
 
¡Pero no!
Nos sedujo lo infecto,
la opinión clamorosa de las cloacas,
los vibrantes eructos de onda corta,
el pasional engrudo
las circuncisas lenguas de cemento,
los poetas de moco enternecido,
los vocablos,
las sombras sin remedio.
 
Y aquí estamos:
exangües,
más pálidos que nunca;
como tibios pescados corrompidos
por tanto mercader y ruido muerto:
como mustias acelgas digeridas
por la preocupación y la dispepsia;
como resumideros ululantes
que toman el tranvía
y bostezan
y sudan
sobre el carbón, la cal, las telarañas;
como erectos ombligos con pelusa
que se rascan las piernas y sonríen,
bajo los cielorrasos
y las mesas de luz
y los felpudos;
llenos de iniquidad y de lagañas,
llenos de hiel y tics a contrapelo,
de histrionismos madeja,
yarará,
mosca muerta;
con el cráneo repleto de aserrín escupido,
con las venas pobladas de alacranes filtrables,
con los ojos rodeados de pantanosas costas
y paisajes de arena,
nada más que de arena.
Escoria entumecida de enquistados complejos
y cascarrientos labios
que se olvida del sexo en todas partes,
que confunde el amor con el masaje,
la poesía con la congoja acidulada,
los misales con los libros de caja.
Desolados engendros del azar y el hastío,
con la carne exprimida
por los bancos de estuco y tripas de oro,
por los dedos cubiertos de insaciables ventosas,
por caducos gargajos de cuello almidonado,
por cuantos mingitorios con trato de excelencia
explotan las tinieblas,
ordeñan las cascadas,
la edulcorada caña,
la sangre oleaginosa de los falsos caballos,
sin orejas,
sin cascos,
ni florecido esfínter de amapola,
que los llevan al hambre,
a empeñar la esperanza,
a vender los ovarios,
a cortar a pedazos sus adoradas madres,
a ingerir los infundios que pregonan las lámparas,
los hilos tartamudos,
los babosos escuerzos que tienen la palabra,
y hablan,
hablan,
hablan,
ante las barbas próceres,
o verdes redomones de bronce que no mean,
ante las multitudes
que desde un sexto piso
podrán semejarse a caviar envasado,
aunque de cerca apestan:
a sudor sometido,
a cama trasnochada,
a sacrificio inútil,
a rencor estancado,
a pis en cuarentena,
a rata muerta.


 Oliverio Girondo



31 de agosto de 2023

Jose Luis Colombini leyendo Otro Nocturno de Oliverio Girondo y En lo profundo de la noche de Esteban Moore

 OTRO NOCTURNO
 
La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de “apache”, que fuman un cigarrillo en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.
 
París, julio, 1921.
 
Oliverio Girondo



EN LO PROFUNDO DE LA NOCHE
 
 
el agua contenida en la pava
hierve sobre el fuego
en la noche todo es silencio
cada uno de nuestros dioses goza
la otorgada quietud de la noche
en el que una multitud
de cuerpos sin rostro
se desplaza en las sombras
el ardiente metal de la pava
separa las llamas del fuego
de los borbotones del agua
los cuerpos no hacen ruido
sus pisadas
nunca retumbarán en tus oídos
en el silencio
nadie
nadie responde
a los nombres que lento repito
la multitud de cuerpos desnudos
se desliza en las tinieblas
en la negra noche eterna
siembre abismal
donde el silencio crece
como un dios
todavía desconocido.
 

Esteban Moore
Del libro Tiempos que van 1994


Videopoético del Café Literario del Jueves 15 de Abril de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue Los Pasos y coordino la velada y el debate Eduardo “Lalo” Arguello.


30 de agosto de 2023

Membretes, Oliverio Girondo

Membretes, Oliverio Girondo
 
Jean Cocteau es un ruiseñor mecánico a quien le ha dado cuerda Ronsard.
Los únicos brazos entre los cuales nos resignaríamos a pasar la vida, son los brazos de las Venus que han perdido los brazos.
Si los pintores necesitaran, como Delacroix, asistir al degüello de 400 odaliscas para decidirse a tomar los pinceles... Si, por lo menos, sólo fuesen capaces de empuñarlos antes de asesinar a su idolatrada Mamá...
Musicalmente, el clarinete es un instrumento muchísimo más rico que el diccionario.
Aunque se alteren todas nuestras concepciones sobre la Vida y la Muerte, ha llegado el momento de denunciar la enorme superchería de las “Meninas” que —siendo las propias “Meninas” de carne y hueso— colgaron un letrerito donde se lee Velázquez, para que nadie descubra el auténtico y secular milagro de su inmortalidad.
Nadie escuchó con mayor provecho que Debussy, los arpegios que las manos traslúcidas de la lluvia improvisan contra el teclado de las persianas.
Las frases, las ideas de Proust, se desarrollan y se enroscan, como las anguilas que nadan en los acuarios; a veces deformadas por un efecto de refracción, otras anudadas en
acoplamientos viscosos, siempre envueltas en esa atmósfera que tan solo se encuentra en los acuarios y en el estilo de Proust.
¡La “Olimpia” de Manet está enferma de “mal de Pott”! ¡Necesita aire de mar!... ¡Urge que Goya la examine!...
En ninguna historia se revive, como en las irisaciones de los vidrios antiguos, la fugaz y emocionante historia de setecientos mil crepúsculos y auroras.
¡Las lágrimas lo corrompen todo! Partidarios insospechables de un “régimen mejorado”, ¿tenemos derecho a reclamar una “ley seca” para la poesía... para una poesía “extra dry”, gusto americano?
Todo el talento del “douannier” Rousseau estribó en la convicción con que, a los sesenta años, fue capaz de prenderse a un biberón.
La disección de los ojos de Monet hubiera demostrado que Monet poseía ojos de mosca; ojos forzados por innumerables ojitos que distinguen con nitidez los más sutiles matices de un color pero que, siendo ojos autónomos, perciben esos matices independientemente, sin alcanzar una visión sintética de conjunto.
Las frases de Oscar Wilde no necesitan red. ¡Lástima que al realizar sus más arriesgadas acrobacias, nos dejen la incertidumbre de su sexo!
El cúmulo de atorrantismo y de burdel, de uso y abuso de limpiabotas, de sensiblería engominada, de ojo en compota, de retobe y de tristeza sin razón —allí está la pampa... más allá el indio... la quena... el tamboril —que se espereza y canta en los acordes del tango que improvisa cualquier lunfardo.
Es necesario procurarse una vestimenta de radiógrafo (que nos proteja del contacto demasiado brusco con lo sobrenatural), antes de aproximarnos a los rayos ultravioletas que iluminan los paisajes de Patinir.
No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio.
Entre otras... ¡la más irreductible disidencia ortográfica! Ellos: Padecen todavía la superstición de las Mayúsculas. Nosotros: Hace tiempo que escribimos: cultura, arte, ciencia, moral y, sobre todo y ante todo, poesía.
Los cubistas cometieron el error de creer que una manzana era un tema menos literario y frugal que las nalgas de madame Recamier.
¡Sin pie, no hay poesía! —exclaman algunos. Como si necesitásemos de esa confidencia para reconocerlos.
Esos tinteros con un busto de Voltaire, ¿no tendrán un significado profundo? ¿No habrá sido Voltaire una especie de Papa (negro) de la tinta?
En música, al pleonasmo se le denomina: variación.
Seurat compuso los más admirables escaparates de juguetería.
La prosa de Flaubert destila un sudor tan frío que nos obliga a cambiarnos de camiseta, si no podemos recurrir a su correspondencia.
El silencio de los cuadros del Greco es un silencio ascético, maeterlinckiano, que alucina a los personajes del Greco, les desequilibra la boca, les extravía las pupilas, les diafaniza la nariz.
Los bustos romanos serían incapaces de pensar si el tiempo no les hubiera destrozado la nariz.
No hay que admirar a Wagner porque nos aburra alguna vez, sino a pesar de que nos aburra alguna vez.
Europa comienza a interesarse por nosotros. ¡Disfrazados con las plumas o el chiripá que nos atribuye, alcanzaríamos un éxito clamoroso! ¡Lástima que nuestra sinceridad nos obligue a desilusionarla... a presentarnos como somos; aunque sea incapaz de diferenciarnos... aunque estemos seguros de la rechifla!
Aunque la estilográfica tenga reminiscencias de lagrimatorio, ni los cocodrilos tienen derecho a confundir las lágrimas con la tinta.
Renán es un hombre tan bien educado que hasta cuando cree tener razón, pretende demostrarnos que no la tiene.
Las Venus griegas tienen cuarenta y siete pulsaciones. Las Vírgenes españolas, ciento tres.
¡Sepamos consolarnos! Si las mujeres de Rubens pesaran 27 kilos menos, ya no podríamos extasiarnos ante los reflejos nacarados de sus carnes desnudas.
Llega un momento en que aspiramos a escribir algo peor.
El ombligo no es un órgano tan importante como imaginan ustedes... ¡Señores poetas!
¿Estupidez? ¿Ingenuidad? ¿Política?... “Seamos argentinos”, gritan algunos... sin advertir que la nacionalidad es algo tan fatal como la conformación de nuestro esqueleto. Delatemos un onanismo más: el de izar la bandera cada cinco minutos.
Lo primero que nos enseñan las telas de Chardin es que, para llegar a la pulcritud, al reposo, a la sensatez que alcanzó Chardin, no hay más remedio que resignarnos a pasar la vida en zapatillas.
Facilísimo haber previsto la muerte de Apollinaire, dado que el cerebro de Apollinaire era una fábrica de pirotecnia que constantemente inventaba los más bellos juegos de artificio, los cohetes de más lindo color, y era fatal que al primero que se le escapara entre el fango de la trinchera, una granada le rebanara el cráneo.
Los esclavos miguelangelescos poseen un olor tan iodado, tan acre que, por menos paladar que tengamos basta gustarlo alguna vez para convencerse de que fueron esculpidos por la rompiente. (No me refiero a los del Louvre; modelados por el mar, un día de esos en que fabrica merengues sobre la arena.) ¡La opinión que se tendrá de nosotros cuando sólo quede de nosotros lo que perdura de la vieja China o del viejo Egipto!
¡Impongámosnos ciertas normas para volver a experimentar la complacencia ingenua de violarlas! La rehabilitación de la infidelidad reclama de nosotros un candor semejante. ¡Ruboricémonos de no poder ruborizarnos y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que la libertad alcance a esclavizarnos completamente!
El cemento armado nos proporciona una satisfacción semejante a la de pasarnos la mano por la cara, después de habernos afeitado.
¡Los vidrios catalanes y las estalactitas de Mallorca con que Anglada prepara su paleta!
Los cubistas salvaron a la pintura de las corrientes de aire, de los rayos de sol que amenazaban derretirla pero —al cerrar herméticamente las ventanas, que los impresionistas habían abierto en un exceso de entusiasmo— le suministraron tal cúmulo de recetas, una cantidad tan grande de ventosas que poco faltó para que la asfixiaran y la dejasen descarnada, como un esqueleto.
Hay poetas demasiado inflamables. ¿Pasan unos senos recién inaugurados? El cerebro se les incendia. ¡Comienza a salirles humo de la cabeza!
“La Maja Vestida” está más desnuda que la “maja desnuda”
Las telas de Velázquez respiran a pleno pulmón; tienen una buena tensión arterial, una temperatura normal y una reacción Wasserman negativa.
¡Quién hubiera previsto que las Venus griegas fuesen capaces de perder la cabeza!
Hay acordes, hay frases, hay entonaciones en D'Annunzio que nos obligan a perdonarle su “fiatto”, su “bella voce”, sus actitudes de tenor.
Azorín ve la vida en diminutivo y la expresa repitiendo lo diminutivo, hasta darnos la sensación de la eternidad.
¡El Arte es el peor enemigo del arte!... un fetiche ante el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas.
Lo que molesta más en Cézanne es la testarudez con que, delante de un queso, se empeña en repetir: “esto es un queso”.
El espesor de las nalgas de Rabelais explica su optimismo. Una visión como la suya, requiere estar muellemente sentada para impedir que el esqueleto nos proporcione un pregusto de muerte.
La arquitectura árabe consiguió proporcionarle a la luz, la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz, en una boca entreabierta de mujer.
Hasta el advenimiento de Hugo, nadie sospechó el esplendor, la amplitud, el desarrollo, la suntuosidad a que alcanzaría el genio del “camelo”.
Es tanta la mala educación de Pío Baroja, y es tan ingenua la voluptuosidad que siente Pío Baroja en ser mal educado, que somos capaces de perdonarle la falta de educación que significa llamarse: Pío Baroja.
No hay que confundir poesía con vaselina; vigor, con camiseta sucia.
El estilo de Barres es un estilo de onda, un estilo que acaba de salir de la peluquería.
Lo único que nos impide creer que Saint Saens haya sido un gran músico, es haber escuchado la música de Saint Sáéns.
¿Las Vírgenes de Murillo? Como vírgenes, demasiado mujeres. Como mujeres, demasiado vírgenes.
Todas las razones que tendríamos para querer a Velázquez, si la única razón del amor no consistiera en no tener ninguna.
Los surtidores del Alhambra conservan la versión más auténtica de “Las mil y una noches”, y la murmuran con la fresca monotonía que merecen.
Si Rubén no hubiera poseído unas manos tan finas!... ¡Si no se las hubiese mirado tanto al escribir!...
La variedad de cicuta con que Sócrates se envenenó se llamaba “Conócete a ti mismo”.
¡Cuidado con las nuevas recetas y con los nuevos boticarios! ¡Cuidado con las decoraciones y “la couleur lócale”! ¡Cuidado con los anacronismos que se disfrazan de aviador! ¡Cuidado con el excesivo dandysmo de la indumentaria londinense! ¡Cuidado —sobre todo— con los que gritan: “¡Cuidado!” cada cinco minutos!
Ningún aterrizaje más emocionante que el “aterrizaje” forzoso de la Victoria de Samotracia.
Goya grababa, como si “entrara a matar”.
El estilo de Renán se resiente de la flaccidez y olor a sacristía de sus manos... demasiado aficionadas “a lavarse las manos”.
La Gioconda es la única mujer viviente que sonríe como algunas mujeres después de muertas.
Nada puede darnos una certidumbre más sensual y un convencimiento tan palpable del origen divino de la vida, como el vientre recién fecundado de la Venus de Milo.
El problema más grave que Goya resolvió al pintar sus tapices, fue el dosaje de azúcar; un terrón más y sólo hubieran podido usarse como tapas de bomboneras.
Los rizos, las ondulaciones, los temas “imperdibles” y, sobre todo, el olor a “vera violetta” de las melodías italianas.
Así como un estilo maduro nos instruye —a través de una descripción de Jerusalén— del gesto con que el autor se anuda la corbata, no existirá un arte nacional mientras no sepamos pintar un paisaje noruego con un inconfundible sabor a carbonada.
¿Por qué no admitir que una gallina ponga un trasatlántico, si creemos en la existencia de Rimbaud, sabio, vidente y poeta a los 12 años?
¡El encarnizamiento con que hundió sus pitones, el toro aquél, que mató a todos los Cristos españoles!
Rodin confundió caricia con modelado; espasmo con inspiración; “atelier” con alcoba.
Jamás existirán caballos capaces de tirar un par de patadas que violenten, más rotundamente, las leyes de la perspectiva y posean, al mismo tiempo, un concepto más equilibrado de la composición, que el par de patadas que tiran los heroicos percherones de Paolo Uccello.
Nos aproximamos a los retratos del Greco, con el propósito de sorprender las sanguijuelas que se ocultan en los repliegues de sus golillas.
Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón.
Con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres: llega un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera.
Los críticos olvidan, con demasiada frecuencia, que una cosa es cacarear, otra, poner el huevo.
Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario.
¡Si buena parte de nuestros poetas se convenciera de que la tartamudez es preferible al plagio!
Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las siete patas al gato.
El barroco necesitó cruzar el Atlántico en busca del trópico y de la selva para adquirir la ingenuidad candorosa y llena de fasto que ostenta en América.
¿Cómo dejar de admirarla prodigalidad y la perfección con que la mayoría de nuestros poetas logra el prestigio de realizar el vacío absoluto?
A fuerza de gritar socorro se corre el riesgo de perder la voz.
En los mapas incunables, África es una serie de islas aisladas, pero los vientos hinchan sus cachetes en todas direcciones.
Los paréntesis de Faulkner son cárceles de negros.
Estamos tan pervertidos que la inhabilidad de lo ingenuo nos parece el “sumun” del arte. La experiencia es la enfermedad que ofrece el menor peligro de contagio.
En vez de recurrir al whisky, Turner se emborracha de crepúsculo.
Las mujeres modernas olvidan que para desvestirse y desvestirlas se requiere un mínimo de indumentaria.
La vida es un largo embrutecimiento. La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas; poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario; los mosquitos pueden volar tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles, y cuando deseamos viajar nos dirigimos a una agencia de vapores en vez de metamorfosear una silla en un trasatlántico.
Ningún Stradivarius comparable en forma, ni en resonancia, a las caderas de ciertas colegialas.
¿Existe un llamado tan musicalmente emocionante como el de la llamarada de la enorme gasa que agita Isolda, reclamando desesperadamente la presencia de Tristán?
Aunque ellos mismos lo ignoren, ningún creador escribe para los otros, ni para sí mismo, ni mucho menos, para satisfacer un anhelo de creación, sino porque no puede dejar de escribir.
Ante la exquisitez del idioma francés, es comprensible la atracción que ejerce la palabra “merde”.
El adulterio se ha generalizado tanto que urge rehabilitarlo o, por lo menos, cambiarle de nombre.
Las distancias se han acortado tanto que la ausencia y la nostalgia han perdido su sentido.
Tras todo cuadro español se presiente una danza macabra.
Lo prodigioso no es que Van Gogh se haya cortado una oreja, sino que conservara la otra.
La poesía siempre es lo otro, aquello que todos ignoran hasta que lo descubre un verdadero poeta.
Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente como el español.
Segura de saber donde se hospeda la poesía, existe siempre una multitud impaciente y apresurada que corre en su busca pero, al llegar donde le han dicho que se aloja y preguntar por ella, invariablemente se le contesta: Se ha mudado.
Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces de ascender hacia nuestra propia nada.
La serie de sarcófagos que encerraban a las momias egipcias, son el desafío más perecedero y vano de la vida ante el poder de la muerte.
Los pintores chinos no pintan la naturaleza, la sueñan.
Hasta la aparición de Rembrandt nadie sospechó que la luz alcanzaría la dramaticidad e inagotable variedad de conflictos de las tragedias shakespearianas.
Aspiramos a ser lo que auténticamente somos, pero a medida que creemos lograrlo, nos invade el hartazgo de lo que realmente somos.
Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema.
 
 
Oliverio Girondo


 

29 de agosto de 2023

Vuelo sin orillas, Oliverio Girondo

Vuelo sin orillas, Oliverio Girondo
 
Abandoné las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente.
 
Abajo: en la penumbra,
las amargas cornisas,
las calles desoladas,
los faroles sonámbulos,
las muertas chimeneas,
los rumores cansados;
pero seguí volando,
desesperadamente.
 
Ya todo era silencio,
simuladas catástrofes,
grandes charcos de sombra,
aguaceros, relámpagos,
vagabundos islotes
de inestables riberas;
pero seguí volando,
desesperadamente.
 
Un resplandor desnudo,
una luz calcinante
se interpuso en mi ruta,
me fascinó de muerte,
pero logré evadirme
de su letal influjo,
para seguir volando,
desesperadamente.
 
Todavía el destino
de mundos fenecidos,
desorientó mi vuelo
—de sideral constancia—
con sus vanas parábolas
y sus aureolas falsas;
pero seguí volando,
desesperadamente.
 
Me oprimía lo fluido,
la limpidez maciza,
el vacío escarchado,
la inaudible distancia,
la oquedad insonora,
el reposo asfixiante;
pero seguía volando,
desesperadamente.
 
Ya no existía nada,
la nada estaba ausente;
ni oscuridad, ni lumbre,
—ni unas manos celestes—
ni vida, ni destino,
ni misterio, ni muerte;
pero seguía volando,
desesperadamente.
 
Oliverio Girondo
 

28 de agosto de 2023

Video de la lectura de poemas con motivo de la Fiesta del reencuentro. 28 de Diciembre de 2000

Lectura de poemas con motivo de la Fiesta del reencuentro.
28 de Diciembre de 2000 Salón España, Teatro Español. Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Conducción de la lectura: Susana Miranda y Felipe Angellotti
 
Lecturas de:
Teresa Gómez Atala, Cristina Duje, Florentino Bustos Molina, Jose Luis Colombini, Rafael Horacio López, Mónica Fornés, Raquel López Milani, Isabel Nieto Grando, Graciela Coronel, Juan Vergara, Olga de Soria, Laura López Morales, Susana Miranda entre otros.
Cierre musical a cargo del Octeto de vientos dirigidos por Fernando Beato

27 de agosto de 2023

Es tan Bueno, Felipe Angellotti (Video)

 Es tan Bueno, Felipe Angellotti

Café Literario del Jueves 7 de Abril de 2011, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Amanecer. Coordino Adrián Salagre

26 de agosto de 2023

Amigo, Felipe Angellotti

AMIGO
 
no importa de dónde vengas
ni cómo llegues
ni cuantas veces atraques el bote de tu amistad a mi playa
Siempre estaré esperándote
Y pondré en mi mesa tendida un plato para calmar tu hambre peregrino
y un vaso de vino para tu sed de distancias
No serán horas muertas las que aleteen raudas mientras conversamos
y cuando el alma de la tarde se recoja
con mi brazo en alto y mi sonrisa en llanto
te despediré cuando te alejes
Amigo
 
Felipe Angellotti
 

24 de agosto de 2023

Felipe Angellotti recitando El Gitano y su violín. 20 de febrero 2014

 Felipe Angellotti recitando El Gitano y su violín

 

Café Literario Ciclo 2014: Jueves 20 de febrero 2014 plaza de los poetas Avda San Martin y España, Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

23 de agosto de 2023

Mi Tía Enriqueta, Felipe Angellotti

Mi Tía Enriqueta, Felipe Angellotti
 
Cuando niño vivíamos con mi tía Enriqueta-hermana de mi madre- No se había casado y al morir mi abuela, se vino a vivir con nosotros ,era una de esa mujeres criadas a la antigua usanza .Muy de la casa, señorial y meticulosa hasta en los mínimos detalles .
Después supe que las personas con esas características son un poco esquizofrénicas ; no podía ver un papelito en el suelo que de inmediato se inclinaba y lo levantaba .No soportaba un plato sucio después de la comida .No alcanzábamos a comer el último bocado que ya estaba levantando el servicio. Verdaderamente era insoportable.
Cuando entraba a mi cuarto se horrorizaba porque no era precisamente la imagen del orden y de la limpieza. Cuadernos por aquí, medias y zapatos por doquier y ni hablar de la ropa que desparramada alfombraba toda la habitación. Reconozco que era desordenado y aún todavía lo soy .mi mujer reniega cuando dejo mis cosas tiradas y ella tras de mí, las levanta, mientras me carga de reproches al igual que mi recordada y amada tía Enriqueta.
La tía , vestía con largas faldas ,se acicalaba empolvándose la nariz y se ponía un tinte color rojizo en las mejillas que le daban una apariencia de estar sonrojada . Tenía un cabello extenso y sedoso el que se ataba con una cinta que le caía sobre la espalda.
A su favor puedo decir que era amable, con una mirada dulce y una sonrisa complaciente. Nos trataba con tanta efusividad que compraba hasta la voluntades más hoscas.
Había algo que me tenía intrigado y era esa llave que siempre llevaba colgada de una cadenita adornando su blanco y esbelto cuello. Sabía que era de un alhajero que tenía en su habitación .Era un arca grandecita y allí seguramente tenía cosas que a mí me obsesionaba saber , porque como todo niño era curioso y quería indagar todos los secretos de la casa.
Nunca se la sacaba así que jamás tendría acceso ella a no ser que en un descuido la desprendiera y la dejase sobre algún mueble. Pensé que al bañarse seguramente se la sacaba. Hubiese sido el momento oportuno de entrar ,tomar la llave y abrir ese cofre que tanto me intrigaba. No me atreví a hacerlo me pareció que sería invadir su intimidad.
El tiempo pasaba y yo me obsesionaba cada vez más con ese arconcito que contenía vaya a saber qué cosas de la tía Enriqueta.
Un día se me dio esa oportunidad .Mi madre le había pedido que la acompañara a una tienda y salieron muy temprano .No pude explicarme como se olvidó de la cadenita con la llave. Fui hasta su habitación y allí sobre la cómoda estaba lo que más codiciaba. La llave .La tomé con mis manos temblorosas y abrí el cofrecito como quien descubre un tesoro escondido.
Lo primero que invadió mi nariz fue un perfume suave y delicioso .Un atado de cartas se encontraban en el cofre junto con otras pertenencias ,aros, cadenas y otros recuerdos que no atrajeron mi atención. Sí un anillo enorme con una piedra azul preciosa .Lo contemplé largamente para luego dejarlo y tomar las cartas. Eran varias pero solo leí las últimas. La letra grande y firme me indicó que era de un hombre .Las leí pausadamente .Por ellas me enteré que la tía había estado de novia con un muchacho y estuvo a punto de casarse.
Todas las cartas las firmaba un tal Luis ,en ellas le manifestaba todo el amor que sentía por ella .La última le comentaba que ya había comprado los anillos de casamiento y que la fecha de la unión matrimonial sería el día 13 de septiembre de 1952 .
Debajo le escribió .”Llegaré el 10 de septiembre para que arreglemos todos los detalles del casamiento”.
No había más cartas. Observé un recorte de diario doblado meticulosamente y lo abrí para leer en letras pequeñas una noticia .
El diario tenía fecha 10 de septiembre de 1952
 
ACCIDENTE ENTRE UN AUTO Y UN CAMIÓN
Por causas que se investigan un camión se salió de su carril y embistió a un automovilista que circulaba en sentido contrario . murieron instantáneamente ambos ocupantes .
El hombre que conducía el automóvil era de unos 35 años de nombre Luis Molinari según los documentos que se le encontraron “.
 
Quedé helado ,ahora comprendía muchas cosas .De pronto detrás de mí escuche una voz que me decía;
-¿Por qué hiciste eso sobrino.?.
No sé porqué comencé a llorar y ella acercándose a mí, me abrazó y comenzó a llorar conmigo.
-Perdón tía, perdón solo atiné a decir .
-Ahora conoces mis secretos dijo con voz queda.
-Perdón, volví repetir ,yo no sabía.
-Ahora lo sabes pero, por favor que esto quede entre vos yo.
-Sí tía, sí ,dije compungido.
Nunca revelé el secreto y cuando ella falleció quemé las cartas y el diario .Aún conservo ese arconcito que esconde una historia íntima de una amor truncado.
Beso la llave como besar a mi tía y la dejo donde estaba. Ella también sabe el secreto sólo que jamás podrá revelarlo.
 
Felipe Angellotti


 

22 de agosto de 2023

Felipe Angellotti leyendo Agosto. 2 de agosto 2013


Felipe Angellotti leyendo Agosto

 

Café Literario del grupo Tardes de la Biblioteca Sarmiento, un lugar de encuentro para lectores y escritores. Biblioteca Municipal de Domingo Sarmiento. Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina

2 de agosto 2013


21 de agosto de 2023

Resurrección, Cecilia Meireles

Resurrección, Cecilia Meireles
 
No cantes, no cantes, porque vienen de lejos los náufragos,
vienen los presos, los tuertos, los monjes, los oradores,
los suicidas.
Vienen las puertas, de nuevo, y el frío de las piedras,
de las escalinatas,
y, con un ropaje negro, aquellas dos manos antiguas.
Y una vela de móvil llama humeante. Y los libros. Y
las escrituras.
No cantes, no. Porque era la música de tu
voz lo que se oía. Soy una muerta reciente, aún
con lágrimas.
Alguien escupió distraídamente sobre mis pestañas.
Por eso vi que ya era tarde.
 
Y dejé en mis pies quedarse el sol y andar las moscas.
Y de mis dientes se escurrió una lenta saliva.
No cantes, pues trencé mis cabellos, ahora,
y estoy ante el espejo, y sé bien que ando en fuga.
 
Cecilia Meireles

 

20 de agosto de 2023

Timidez, Cecilia Meireles

Timidez
 
Me basta un pequeño gesto
hecho de lejos, muy leve,
para que vengas conmigo,
para que siempre te lleve.
Sólo ese, yo no lo haré.
Una palabra caída
de las montañas de instantes
desmancha todos los mares,
une tierras muy distantes.
 
Palabra que no diré.
 
Para que tú me adivines
entre vientos taciturnos
apago mis pensamientos
visto ropajes nocturnos
 
Que amargamente inventé.
 
Y mientras no me descubres
van los mundos navegando
en aires ciertos del tiempo
hasta no se sabe cuándo…
 
Y un día me acabaré.
 
Cecilia Meireles 

 

17 de agosto de 2023

Espectros, Cecilia Meireles




ESPECTROS

En noches de tormenta
especialmente
cuando afuera
el vendaval ruge
y del pelágico furioso
a la espantosa voz
los cielos responden y
sacuden todo.
 
Del alfarrábio que esta alma
ávida sondea
Buscando, agotada de tanto estudio
veo ante mí, a través de la
habitación silenciosa,
pasar lentamente,
en una vuelta lenta.
 
De ahí al cambio de luz
(Cualquier cosa que el viento
se desvanezca o el viento
cobre vida,
En largas sombras y
Esplendor del sol),
Fantasmas silenciosos de
otra época. La sugerencia de
la noche vivida. Dioses
demonios, monstruos,
reyes y hombres.
 
 
Cecilia Meireles



16 de agosto de 2023

Timidez, Cecilia Meireles

Timidez
 

Me basta un pequeño gesto
hecho de lejos, muy leve,
para que vengas conmigo,
para que siempre te lleve.
Sólo ese, yo no lo haré.
Una palabra caída
de las montañas de instantes
desmancha todos los mares,
une tierras muy distantes.
 
Palabra que no diré.
 
Para que tú me adivines
entre vientos taciturnos
apago mis pensamientos
visto ropajes nocturnos
 
Que amargamente inventé.
 
Y mientras no me descubres
van los mundos navegando
en aires ciertos del tiempo
hasta no se sabe cuándo…
 
Y un día me acabaré.
 
Cecilia Meireles 

 

15 de agosto de 2023

Infancia, Cecília Meireles

Infancia
 
Se llevaron las rejas del balcón
desde donde la casa se avistaba.
Las rejas de plata.
 
Se llevaron la sombra de los limoneros
por donde rodaban arcos de música
y hormigas rojizas.
 
Se llevaron la casa de verde tejado
con sus grutas de conchas
y sus vitrales de flores empañadas.
 
Se llevaron a la dama de viejo piano
que tocaba, tocaba, tocaba
la pálida sonata.
 
Se llevaron los párpados de antiguos sueños,
y dejaron solamente la memoria
y las actuales lágrimas.
 
Cecilia Meireles

Cecilia Meireles
 
Cecilia Benevides de Carvalho Meireles nació en la ciudad del Rio de Janeiro el 7 de noviembre de 1901. Su padre, don Carlos Alberto de Carvalho Meireles, murió tres meses antes de su nacimiento y su madre, doña Matilde Benevides, tres meses despúes, razón por la cual la abuela materna, doña Jacinta García Benevides, se hizo cargo de la pequeña Cecilia.
Concluyó la "Escala Normal" en 1917, habiendo estudiado también lenguas, canto y violín. Actuó como maestra en escuelas del Rio de Janeiro y se dedicó, tiempos después, a dictar clases de literatura y cultura brasileñas, literatura portuguesa y critica literaria, en Brasil y en el exterior. Además, impartió cursos libres y conferencias sobre variados temas, como teatro, folklore, pedagogía, literatura dramática y literatura hispanoamericana.
La profunda preocupación de la poetisa en la educación de la infancia hizo que participara en debates sobre reformas educacionales y que editara una página sobre enseñanza en la prensa carioca, de 1930 a 1934. Pero, sobre todo, dicha preocupación la convirtió en una de las primeras autoras de literatura infantil en Brasil, pues la llevó a fundar y dirigir, en 1934, la primera biblioteca de literatura infantil del pais y, en 1951, a publicar uno de los primeros estudios sobre el asunto, la obra Problemas da literatura infantil. En su incesante labor intelectual, viajó por diversos países, tradujo al portugués varias obras de la literatura universal, colaboró en la implantación del Museu do Folclore, en Sáo Paulo, y trabajó como articulista en periódicos y revistas nacionales.
Cecilia Meireles es uno de los nombres más importantes de la poesía brasileña. Publicó más de una veintena de libros de poemas y otro tanto de libros en prosa. Vale destacar, dentre su obra poética, Nunca mais... e Poema dos poemas (1923), Baladas para El-Rei (1925), Viagem (1939), Vaga música (1942), Mar absoluto e outros poemas (1945), Romanceiro da Inconfidéncia (1953), Ou isto ou aquilo (1954), Cana ijes (1956), Metal rosicler (1960) y Solombra (1963). Cecilia Meireles murió, víctima de enfermedad, el 9 de noviembre de 1964.


 

14 de agosto de 2023

Unas pocas cosas que hay que recordar cuando se escribe un poema por Charles Simic


 Unas pocas cosas que hay que recordar cuando se escribe un poema por Charles Simic
 
1. No cuentes a los lectores lo que ya saben de la vida.
 
2. No creas que eres el único en el mundo que sufre.
 
3. Algunos de los grandes poemas son sonetos y poemas de pocos versos, no escribas más de lo necesario.
 
4. Usar imágenes, símiles y metáforas ayuda a la precisión del poema. Cierra los ojos y deja que tu imaginación diga qué hacer.
 
5. Cuando escribes un poema haces un borrador que necesitará reflexión posterior, tal vez meses, incluso años de reflexión.
 
6. Recuerda, un poema es una máquina de tiempo que estás construyendo, un vehículo que permitirá a algunos viajar en su propia mente, así que no te sorprendas si hace falta tiempo para conseguir que todas sus partes encajen adecuadamente.

13 de agosto de 2023

Papeles dominicales, Charles Simic


 
PAPELES DOMINICALES
 
La carnicería de los inocentes
no se acaba nunca. Es de lo único
de lo que podemos estar seguros, amor,
más incluso que de la existencia
del asado que estás sacando del horno.
 
Es domingo. La congregación
sale lentamente y en fila de la iglesia
que hay al otro lado de la calle. Muchos
de ellos llevan una biblia en la mano.
Es el vago deseo de verdad
y el temor cierto a alcanzarla
lo que les hace encerrarse en la iglesia
a pesar de este glorioso tiempo primaveral.
 
En el vestíbulo, el viejo perro callejero
ha tenido por fin la honestidad
de gruñirle a su propia imagen en el espejo,
antes de dirigirse a la cocina
donde sostienes el cordero asado
que huele a romero y ajo.
 
Charles Simic

12 de agosto de 2023

Charla radiofónica, Charles Simic


 
CHARLA RADIOFÓNICA
 
‘‘Tuve suerte de llevar una Biblia conmigo
cuando me abdujeron los alienígenas…’’
 
América, le grité a la radio,
¡incluso a las dos de la madrugada eres un manicomio!
 
No, lo retiro:
Eres un ángel de piedra en el cementerio
 
escuchando a los gansos que cruzan el cielo
con los ojos cegados por la nieve.
 
Charles Simic

11 de agosto de 2023

Club medianoche, Charles Simic

CLUB MEDIANOCHE
 
¿Eres el único propietario de un sórdido club nocturno?
 
¿Eres su único cliente, el único tras la barra,
el único camarero que ronda entre las mesas vacías?
 
¿Organizas de madrugada shows de chicas
con muertas estrellas de películas en blanco y negro?
 
Tu oficina ¿está arriba tras las luces de neón
o abajo en el sótano infestado de ratas?
 
¿Son barbudos pensadores rusos tus silenciosos compañeros?
¿Trabaja para ti un portero llamado Dostoievski?
 
¿Sabes si vendrá esta noche Fumanchú?
¿Ha llegado ya Emily Dickinson?
 
¿Tienes un alma inmortal?
¿Tienes la secreta sospecha de que no tienes alma alguna?
 
¿Es por eso que lanzas un par de dados blancos,
a oscuras, cuando hace tiempo que el antro ha cerrado?
 
Charles Simic



 

10 de agosto de 2023

El lío con la poesía, Charles Simic

El lío con la poesía, Charles Simic
 
 
Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela y brinquen de alegría el día que no tengan que ver más otro poema. Todo el mundo entero coincide en ello. Nadie en su juicio, jamás, lee poesía. Incluso entre los teóricos literarios de hoy día está de moda señalar como inaccesible toda la literatura, especialmente la poesía. Que algunas personas todavía continúen escribiéndola es una rareza que pertenece a alguna columna “Créalo o No” del periódico.
Cuando los poetas encomiaron a los dioses y a los héroes tribales y glorificaron su sabiduría para la guerra, fueron tolerados, pero con la aparición de la poesía lírica y la obsesión del poeta con el ego, todo cambió. ¿Quién quiere oír acerca de la vida de seres insignificantes, mientras los grandes imperios se erigen y caen? Todas esas fruslerías sobre estar enamorado, besuquearse y experimentar detenidamente la alborada del día mientras canta el gallo, es de lo más risible. Maestros, clérigos y otros policías de la virtud siempre han sido cómplices de los filósofos. Ningún modelo ideal de sociedad, desde Platón, ha aceptado a los poetas líricos, y por abundancia de buenas razones. Los poetas líricos están siempre corrompiendo a los jóvenes, haciéndolos ahogarse en autocompasiones y condescender en embelesamiento. El sexo sucio y la falta de respeto por la autoridad es lo que los poetas han susurrado en los oídos de los jóvenes por siglos.
“Si él escribe versos, échalo a patadas”, se le aconsejó a un novel padre hace dos mil años en Roma. Y eso no ha cambiado mucho. Los padres de familia todavía prefieren que sus niños sean taxidermistas y recaudadores de impuestos en vez de poetas. ¿Quién puede reprocharles? ¿Preferiría usted que su única hija sea poeta o mesera de un club nocturno? Esa es una dura elección.
Incluso los verdaderos poetas han detestado la poesía. “Hay muchas cosas tras este engaño”, dijo Marianne Moore. Y ella tenía su punto de vista. Algunas de las cosas más estúpidas que los seres humanos han proferido se hallan en la poesía. La poesía, como regla, ha avergonzado tanto a individuos como a naciones.
La poesía está muerta, han gritado felizmente por siglos los enemigos de la poesía y aún lo hacen. Nuestros poetas clásicos, nuestros profesores en boga nos lo han dicho —en tanto que ellos no son más que un manojo de propagandistas de las clases gobernantes y de la opresión masculina—. Las ideas una vez promulgadas por los carceleros y asesinos de los poetas en la Unión Soviética son ahora un gran éxito en las universidades americanas. El esteticismo, el humor, el erotismo y todas las otras manifestaciones de la imaginación libre son sospechosas y deben ser censuradas. La poesía, esa tonta diversión de lo políticamente incorrecto, ha dejado de existir para nuestras clases educadas. No obstante, a pesar de ellos, la poesía se sigue escribiendo.
El mundo parece siempre premiar la conformidad. Cada época tiene su límite oficial sobre lo que es real, lo que es bueno y lo que es malo. El ideal es un plato hecho de deshonestidad, ignorancia y cobardía servido cada noche con un aspecto serio y un aire de la más alta integridad por los noticieros de televisión. La literatura también está preparada para unirse a ello. Su tribu está tratando siempre de reformarte y de enseñarte sus modales. El poeta es ese niño que, de pie en la esquina, con la espalda vuelta a sus compañeros, piensa que está en el paraíso. Como si eso no bastase, los poetas, todos lo sabemos, son mentirosos de campeonato.
“Llegas a mentir para mantenerte medianamente interesado en ti mismo”, dijo el novelista Barry Hannah. Ello es especialmente cierto para los escritores de versos. Cada uno de ellos cree que impostándose a sí mismo dice la verdad. Si no podemos ver el mundo tal como es en realidad, se debe a las capas de metáforas muertas que los poetas han dejado en todas partes. La realidad es sólo un viejo y descascarado cartel de la poesía.
Los filósofos dicen que los poetas se engañan a sí mismos cuando moran amorosamente en los detalles. La identificación de lo que permanece intocable por el cambio ha sido la tarea del filósofo. La poesía y la novela, al contrario, han sido recreadas con lo efímero —el olor del pan, por ejemplo—. Por lo que a los poetas concierne, sólo los tontos son seducidos por las generalizaciones.
Cielo y tierra, naturaleza e historia, dioses y demonios están todos escandalosamente reconciliados en la poesía. Por analogía se dice que cada cosa es todo, todo es cada cosa. Por consiguiente, los mejores poemas religiosos están cargados de erotismo. Subjetivamente, los poetas pretenden también trascender ellos mismos a través de la práctica de hallar su identidad en las cosas lejanas y apartadas. En un buen poema, el poeta que lo escribió desaparece para que el poeta-lector pueda llegar a existir. El “yo” de un total extraño, un chino antiguo, por ejemplo, nos habla desde el lugar más confidencial dentro de nosotros mismos, y nos deleitamos.
El verdadero poeta se especializa en un género de alcoba y metafísica de la cocina. Soy el místico de la cacerola y mi amor son los rosados dedos del pie. Como cualquier otro arte, la poesía depende del matiz. Hay muchas maneras de tocar el encordado de una guitarra, de besarse y morderse algún dedo del pie. Los músicos de Blues saben que unas pocas notas debidamente tañidas tocan el alma, y así lo hacen los poetas líricos. La idea es que es posible hacer platos asombrosamente sabrosos con los ingredientes más simples. ¿Fue Charles Olson quien dijo que el mito es una cama en la cual los seres humanos hacen el amor a los dioses? Mientras los seres humanos se enamoren y compongan cartas de amor, los poemas tendrán una razón de ser.
La mayoría de los poemas son bastante cortos. Lleva más tiempo estornudar naturalmente que leer un haikú. Sin embargo, algunos de estos “pequeños” poemas han acertado a decir más acerca de la condición humana, en unas pocas palabras, que siglos de otros géneros de escritura. Los poemas cortos y ocasionales han sobrevivido por miles de años desde la épica y sólo lo tocante a todas las cosas ha crecido ilegible. El misterio supremo de la poesía es la
forma en que tales poemas lanzan un hechizo sobre el lector. El poema es absolutamente entendible después de una lectura, y casi inmediatamente uno quiere releerlo de nuevo. La poesía es, en conjunto, repetición que nunca llega a ser monótona. “¡Más!”, gritarían en coro mis hijos soñolientos después de terminar de leerles algún cuento para niños. Para ellos, como para todos los amantes de la poesía, hay sólo más, y nunca bastante. Es la calidad paradójica de la poesía la que precisamente le da su sabor. La Paradoja es su condimento secreto. Sin sus numerosas contradicciones y su impertinencia, la poesía sería
tan blanda como un sermón del domingo o el discurso de un presidente. Se debe a sus muchas y deliciosas paradojas que la poesía haya derrotado y sobrevivido continuamente a sus críticos más duros. Cualquier intento de reformar la poesía, de hacerla didáctica y moral, o aún de restringirla dentro de alguna “escuela” literaria, es entender mal su naturaleza. La buena poesía nunca se ha desviado de su propósito de ser una fuente inagotable de paradojas acerca del arte y la condición humana. Sólo un estilo que es un carnaval de estilos devela la irreverencia que me parece apropiada para la poesía hoy. Una poesía, para abreviar, que tiene la recepción de un cable de televisor con más de trescientos canales, más hechos extraordinarios que ficciones, falsos milagros y supersticiones en escaparates del supermercado. Un poema que es como un espectáculo de Elvis Presley en Marte, la mujer con tres tetas, el cuadro de un perro que se comió la mejor obra de Shakespeare, la noticia de que el infierno está atestado y de que ahora en el cielo se están estableciendo los pecadores más perversos.
Aquí, por ejemplo, viene un compañero sin casa ni hogar cuya cabeza calva perteneció una vez a Julio Cesar. ¿No te vi vociferando en un stip-tease, ayer, en el Times Square, le pregunto? Cabecea felizmente. Mi siguiente pregunta es: ¿Aníbal cruzará de nuevo Los Alpes con sus elefantes? “Observa afuera a la querida poeta”, es su respuesta. “Si llega a girar con su carro lleno de compras, de libros viejos y ropa usada, alístate para oír un poema.” Eso me recuerda que mi bisabuelo, el herrero Philip Simic, murió a la edad de noventa y seis en 1938, el año de mi nacimiento, después de regresar tarde a casa, una noche de taberna en compañía de unos gitanos. Pensó que lo ayudarían a dormirse, pero murió en su propia cama con los músicos tocando sus canciones favoritas. Eso explica por qué mi padre cantaba canciones de gitanos y por qué yo escribo poemas, porque como mi abuelo, yo no puedo dormir en las noches.
 

Charles Simic
Publicado en la revista Michigan 36 N 3 (1997)

 
 

9 de agosto de 2023

Mi madre anhelaba, Charles Simic

Mi madre anhelaba
 
Llevarse su máquina de coser
a la tumba y creo que
consiguió hacerlo, pues
de vez en cuando, paso la noche
en vela, escuchándola.
 
Charles Simic
 

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