Decoración o destino
Es indubitable que el hombre es una
entidad determinada por fines; continuamente se hace proposiciones y se
encamina hacia algunas, rechazando otras.
La elección, dudas, y el sacrificio por algo que se pretende concretar
constituye algo típicamente humano, y es advertible en ello la incidencia
recíproca que tienen los factores individuales y colectivos. El fenómeno de la
especialización es también una nota propia del hombre y apunta a sus numerosas
necesidades: es por una libre decisión o compelido por distintas motivaciones,
como se opta por realizar algo. De una forma elegirá (si es que puede) el
mísero habitante de una aldea africana, en tanto corresponderá otra muy diversa
a quien se encuentra inserto en una sociedad de consumo.
Hay
distintas visiones, si no totalmente negativas al menos escépticas, respecto de
la proyección de una sustantividad humana que reúna alcances de servicio y
solidaridad incuestionables: la historia abona tales estimaciones. Resalta la
crueldad que se desplegó en el cercano siglo XX, y ni qué decir del ímpetu destructivo que
envuelve hoy a la humanidad. Indudablemente hay transgresiones,
desconocimiento, negación y hasta rechazo de los valores atinentes al espíritu,
de toda aquella virtualidad axiológica que sostiene la dignidad que corresponde a todo hombre por ser tal.
La
religión, la filosofía, la poesía, el arte y la ciencia en general, devuelven
al viviente la certidumbre de que la existencia tiene un implícito sentido
trascendente y una participación ennoblecida para con el resto de los demás
seres. El infierno son los otros, se afirma en una obra de Sartre, pero en ello
existe una total aceptación de lo absurdo, del sinsentido, de la inanidad de un
mero vivir sin ninguna referencia a una perspectiva de esperanza o liberación.
Y si todo es así ¿qué resulta de ello? ¿Qué podemos creer, crear, compartir o
celebrar en nuestro concreto vivir?
Si en este
arduo tiempo que transcurre no vemos asomar con claridad una esperanza equilibrada y sin retaceos
injustos ni con imposiciones arbitrarias de los dueños del poder, existen
muchos hombres a pesar de lo apuntado, que con sus gestos y acciones nos
recomponen en alguna medida de las desventuras que se sufren en el mundo. Son
precisamente aquellos implicados y comprometidos en la aventura de la creación
y dación desinteresadas.
Ubicando como ejemplo al poeta, ¿qué hace este buen
hombre? Nada menos que internarse a través del lenguaje en el misterio de la
vida y su belleza, para así vislumbrar el núcleo del Ser y aprehender en
consecuencia una razón valiosa y verdadera que explicite nuestra humana
situación. Esto no implica pretender que la actividad poética suplante la
relacionada con otros valores, y menos que sea la solución única que permita
enervar la orfandad existencial; el acto
de poetizar, de intentar asir la poesía, implica un salto en el vacío del que
no se conoce adónde puede concluir.
Quien haya elegido un quehacer creativo valioso como un seguro recurso
para el logro de notoriedad –y sin desconocer que toda buena obra puede
avecinarla-- ha errado manifiestamente, conforme a cuanto hemos sostenido
antes. Afirmó James Joyce que nadie
puede ser auténtico artista si no logra en algún momento librarse de la
mediocridad ambiental, de los entusiasmos baratos, de las sugerencias
maliciosas y de todos los aduladores influjos de la vanidad y la ambición.
No se
trata de convertir al poeta, al artista, al filósofo o al científico en ascetas
o en seres diversos de sus semejantes; quien se sienta distinto se alejará aún
más de la verdad, y sus resultados creativos o de investigación u ordenamiento
de la realidad, estarán teñidos de puro solipsismo que a la larga lo
establecerán en un callejón sin salida.
El arte, la filosofía
y la ciencia no son algo decorativo; cada proposición que nos hagan implicará
un desafío que conlleva y exige una plenitud participativa cuando no la
expulsión de cualquier acomodo banal al que a veces nos entregamos. El poeta
–reiterando la ejemplificación-- debe asumir su rol de creador con la
convicción de que hereda experiencias anteriores que enriquecieron el lenguaje
del cual se vale, además de aceptar cualquier eventual éxito como una
incidencia facticia.
La historia acoge
sobradas pruebas respecto a esta afirmación. ¡Cuántos celebrados autores
lograron con el paso del tiempo apenas una exigua mención en los manuales de
historia de la literatura! Los espacios de poder no son propios del arte, de la
filosofía, de la ciencia y menos aún de la poesía, puesto que ella –como lo
expresara René Menard-- no promete ni consuela de nada. Quien no acepte el
desprendimiento que implica la creación, se engaña a sí mismo, y quien se
desangra por obtener alguna distinción o merecimiento, necesita retornar cuanto
antes a un conveniente equilibrio interior. Si bien el hombre es un haz de
posibilidades, la intención de permanecer, de anular el olvido, de conjurar al
tiempo, no depende de él, y quien no haya meditado esta evidencia tampoco lleva
un rumbo acertado.
El creador, en definitiva, no puede estar calmadamente
invadido por la complacencia de ser tal; le corresponde ante todo sentirse comprometido por ello y,
muchas veces, con renuncia de las bondades que quizá provea una existencia más
ordinaria. Además toda auténtica y trascendente creación humana, no distrae ni
constituye una suntuosidad del espíritu, sino que es un intento máximo para
restituirle al hombre las excelencias quebrantadas por la civilización
cuantitativa, mecánica y consumista, y de crearle otras nuevas posibilidades de
crecimiento interior.
El creador es un
indagador, un buscador, un equilibrista en una cuerda floja, alguien que sabe
que deberá alejarse de cualquier canto de sirenas, alguien que debe en cada
momento avanzar para acrecentar y prodigar la noble actividad a la que se ha
entregado. Se trata entonces de no ser simplemente un buen hombre sino un
hombre bueno; el pensamiento desinteresado no puede ser nunca decoración sino
destino.
Julio
Bepre