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8 de febrero de 2021
Sombra entre sombras, Inés Arredondo
Sombra entre sombras, Inés Arredondo
Para Conchita Torre
Antes de conocer a Samuel era una mujer inocente, pero ¿pura? No lo sé. He pensado muchas veces en ello. Quizá de haberlo sido nunca hubiera brotado en mí esta pasión insensata por Samuel, que sólo ha de morir cuando yo muera. También podría ser que por esa pasión, precisamente, me haya purificado. Si él vino y despertó al demonio que todos llevamos dentro, no es culpa suya.
Desde la ventana rota de uno de los cuartos de servicio, que hace tanto que nadie habita, miro pasar a un pueblo que no conozco. Ignoro quiénes son nuevos aquí y las facciones de los niños con que jugaba se han vuelto duras y viejas y tampoco puedo reconstruirlas. Pero ellos sí saben quién soy y por eso me tratan como lo hacen si intentosalir aunque sea a comprar una cebolla, para oler a calle, a aire. Aquí todo está cerrado y enrejado ¡como si aún se guardaran los tesoros que alguna vez en esta casa se encerró! Entre ellos, yo.
Ermilo Paredes tenía cuarenta y siete años cuando yo cumplí los quince. Entonces comenzó a cortejarme, pero, como era natural, a quien cortejó fue a mi madre.
A base de halagos, días de campo de una esplendidez regia, de regalos de granos, frutas, carnes, embutidos y hasta una alhaja valiosa por el día de su cumpleaños, fue minando la resistencia de mi madre para que me casara con él. Tenía fama de sátiro y depravado.
-No, doña Asunción, no crea usted en chismes amamantados por la envidia. Yo trataré a su hija como a una princesa y seguirá siendo pura y casta, exactamente igual que ahora. Pero en otro ambiente social y moral, se entiende. He corrido mundo, pero sé aquilatar la limpieza del alma, y respetarla. ¿Y por qué he escogido a Laura? Por sus dotes y su belleza notable, sin duda, pero también por ser hija de una mujer tan virtuosa que no ha podido darle sino magníficos ejemplos. Usted lo verá, yo no mancharé a su hija ni con un mal pensamiento.
Mi madre vacilaba entre el consejo de las vecinas y la necesidad de poder y riqueza que sentía en ella misma. Cuando me habló de si quería o no casarme con él, a mi lo mismo me daba, pero al describirme el vestido de novia, la nueva casa que tendría y el gran número de sirvientes, que en ella había, pensé en la repugnancia que yo tenía hacia los quehaceres domésticos, y en la posibilidad de unirme después a un pobretón como nosotras, llena de hijos, de platos sucios y de ropa para lavar, y decidí casarme. Ermilo no me importaba, ni para bien, ni para mal. Era un asiduo amigo de mamá y por eso debía ser un buen hombre.
Mí anillo de compromiso causó sensación entre mis amigas.
—“Déselo usted, a mi me daría miedo asustarla con un contacto y un presente que la turbarían” – oí desde la cocina cómo Ermilo se lo decía a mamá. — “cásate, cásate.” “no te imaginas la cantidad de vestidos que te comprarías con este sólo regalo”, “y el tipo no es feo, viejo, pero no feo”, “y es tan fino”. “mira nada más el detalle de no dárselo él personalmente por no tocarte.”
Todo favorecía mi noviazgo menos las visitas tediosas de Ermilo que hablaba con mamá de cosecha, viejas historias, parentescos, y sobre todo, de sus propiedades y subien provisto almacén. Mamá estaba
al día de todas las novedades y los precios que en él había, aunque no necesitaba pisarlo para nada porque todas las mañanas recibía una gran canasta con todo lo que podía desear.
El revuelo de sedas y organdíes, linos y muselinas, lanas, terciopelos, me enloquecía; probarme ropa; mirarme al espejo; abrir las cajas que venían de París me volvía loca, y pensaba y me regodeaba en esas cosas y en comer bombones mientras Ermilo y mamá charlaban.
Yo quería que mamá se viniera a vivir con nosotros pero ella, sonriendo con coquetería dijo el famoso dicho “el casado casa quiere” y la cara de Ermilo se quedó seria, como si no hubiera escuchado nada. Fue lo único que pedí y me fue negado.
Mi vestido de novia fue el más elegante que se había visto en el pueblo. La ceremonia, solemnísima, la ofició el propio señor Obispo. Luego hubo un banquete regio en el parque que estaba atrás de la casa, lleno de abetos y de abedules. En el jardín de enfrente se sirvió comida y se les dio dinero a los pobres para que rezaran por nuestra felicidad. A medida que caía la tarde mi madre y Ermilo se ponían cada vez más nerviosos. Yo no entendía por qué. Quizá por que terminaba aquel día de agitación con la marcha de los invitados.
Mi madre me arrastró tras unos arbustos.
-¿tienes miedo?- me preguntó.
-¿miedo de qué?
Pareció muy turbada. Al fin dijo: —de quedarte a solas con Ermilo.
—¿por qué? Él llevará la conversación y yo lo seguiré.
—Aunque no sea conversación, tú síguelo —el tono de voz de mi madre era medroso y de pronto me apretó contra su pecho y comenzó a sollozar—. Yo debí hablarte antes… pero no pude… Esta noche pasarán cosas misteriosas y tendrás que ser valiente—mi madre siguió sollozando un breve rato, luego compuso su rostro y se despidió de Ermilo. Fue la última en salir.
Aquellas frases entrecortadas de mi madre no me dieron miedo sino curiosidad, y una llamita de esperanza nació en mí: si había algo misterioso en aquella casa, mi relación con Ermilo sería menos aburrida.
Por la noche, a la hora de dormir, Ermilo me preguntó que si sabía que debíamos dormir juntos. No, no lo sabía. Entonces me tomó de la mano y con la suya y la mí en lo alto, como para danzar, subimos las escaleras al piso superior: -Nadie duerme en esta ala de la casa más que nosotros –dijo, y abrió una gran puerta. Ni en mis sueños más locos había imaginado yo una alcoba tan enorme, tan rica, llena de muebles y pesadas cortinas. El lecho era muy amplio y el rico cubrecama estaba recogido a los pies.
—Este es tu cuarto. El mío está enseguida –dijo. Instintivamente me senté en la cama para probar el colchón: era de pluma de ganso y el baldaquín hacía sombras chinescas a la luz de las velas mientras yo brincaba, ya sin zapatos, sobre ella.
—¡No hagas eso!-me gritó Ermilo con una voz de trueno que no le conocía. Me quedé petrificada. Bajé humildemente hasta la alfombra y esperé con mí vestido de novia nuevas órdenes
—.Ahora vas a ir a tu camarín, que está a la derecha y te desnudarás. Cuando estés desnuda te tiendes sobre la cama y me esperas. Pero no te tardes.
¡Desnuda! Sí que mi madre debió hablar antes conmigo. Llena de vergüenza me quité las alhajas y me desembaracé del vestido con sus mil brochecillos.
Cuando no tuve nada encima pateé la ropa que tenía a mis pies. Pero mi rabia se apaciguó ante el miedo de lo que podía suceder. De lo que sucedería quisiéralo yo o no.
Con los ojos bajos salí del camarín. Me tendí en la cama como se me había ordenado y fingiendo dormir, me quedé inmóvil, con la espalda pegada sobre aquel colchón que tanto me había ilusionado. No pude resistir aquello y me tapé hasta el pelo con una sábana. Apreté los párpados.
No tuve que esperar. La sábana fue bajando muy lentamente y sentí que por mis cabellos, por mi cara, capullos frescos y olorosos me iban cubriendo: eran azares. La sábana siguió bajando hasta que todo mi cuerpo estuvo cubierto por aquellas flores.
Una embriaguez dulcísima se extendió por todos mis miembros. Ermilo comenzó a besar las flores, una por una, y yo no sentí sus labios sobre mi piel. Cubierta de frescura y perfume lo dejé que besara una a una las abiertas flores del limonero y, como ellas, me abrí. Sentí algo que acariciaba mis entrañas con una ternura y un dulce cuidado como el que había en acariciar con los labios los azahares. No hubo abrazos ni besos, ni sentí apenas el roce de su cuerpo sobre el mío. Diría más bien que una sombra me había poseído, muy para mi placer, únicamente para mi deleite. Después de mi gustoso y lento espasmo me quedé dormida entre mis flores, y nadie interrumpió mi sueño.
Desperté perezosamente bien cubierta y al olor moribundo de las hijas de los limones reales. De cera, de seda, eran aquellos capullos abiertos como yo, en plena juventud. Ermilo asomó la cabeza por la puerta, como debía haberlo hecho muchas veces aquella mañana, pues el sol ya estaba alto, y yo lo llamé con una voz profunda, nueva.
—Ermilo, qué feliz soy. Pero quítame ya estas flores, me hacen sentir ahora como una amortajada.
—Amortajada estás ahora— me respondió y buscó mi boca con ansia, pero yo me esquivé: ni él, ni nadie me había besado nunca. Trató de echarse sobre mí, pero un asco feroz me hizo incorporarme en arcadas repetidas, hasta que me soltó.
—Poco a poco-— dijo—. Ponte una bata, que voy a ordenar tu desayuno.
Mi madre debía llevar horas espiando, porque apenas había salido Ermilo llamó a la campanilla con un furor urgente. La oí subir a trompicones la escalera y cuando calculé que su cara de luna iba a aparecer entreabriendo la puerta, eché ostensiblemente elcerrojo. Seguramente se quedó pasmada, pero como era culpable no se atrevió a dar de golpes a la puerta como hubiera hecho en otra ocasión. Yo me pasé parsimoniosamente a lo que desde ese día era mi cuartito de estar, contiguo a la alcoba, cerré con cuidado la puerta de comunicación que había entre ambos y abrí la que daba al pasillo. Mi madre permanecía aún en donde la había dejado con un palmo de narices. Luego me vio y se precipitó prácticamente sobre mí:
—¿Qué pasó?-quiso besarme pero yo no se lo permití.
—¿Qué no se lo permitiste? Entonces…
—Aquí está el desayuno, madre, ¿quiere tomarlo conmigo?
—Sí, claro, pero anoche…
—Muerda usted un croissant, están calientes y deliciosos.
—Pero, hija…
—Discúlpeme pero tengo mucho que hacer.
—¿Qué hacer?
—Bañarme y arreglarme. ¿le parece a usted poco?, ya es muy tarde. Ahora debo parecer una señora ¿o no es así?
Un rencor negro hacía que quisiera que mi madre se fuera lo más pronto posible, ni sabía bien por qué.
Eloísa me estaba esperando con un deleitoso baño tibio.
Tardé mucho tiempo en decidir el vestido y las alhajas que me pondría. Eloísa me peinó de un modo completamente nuevo: liso al frente con montones de bucles en la parte de atrás. El vestido me tapaba los zapatos y eso me estorbaba, pues estaba acostumbrada a usar falda hasta el tobillo, sobre las medias blancas y los zapatos sin tacón: ahora
Tenía que usarlos.
—La señora está preciosa— exclamó Eloísa juntando las manos.-gracias a ti Eloísa. Pero no sé qué hacer con la falda y los zapatos.
—Tómeme de la mano y demos vueltas por el cuarto, así se irá acostumbrando poco a poco.
Nos reímos bastante de mis tropiezos y presunciones de gallardía. Y me ayudó a bajar a un luminoso salón de la planta inferior cuando me anunciaron que Lidia y Ester me buscaban. Yo no quería otra cosa que lucir mis nuevas galas, ¿mejores? No, tenía una gama muy completa de ropa para decir que aquella era la mejor: apenas un vestido de diario.
Me vieron entrar con la ayuda de Eloísa y las dos se quedaron con la boca abierta, pero cuando Eloísa se marchó y quise acercarme a ellas, caí redonda sobre la alfombra. Las tres rompimos en carcajadas y volvimos a ser las amigas de siempre.
Todo se nos fue en comentar el suceso del día anterior: que si fulanita, que si sutanito y ¡ah! Los sorbetes y el pastel… todavía los rememorábamos con gula cuando discretamente llamaron a la puerta. Le pedí a Ester que abriera: no sabía cómo levantarme con mi nueva indumentaria. Era Simón, el mayordomo, que preguntaba si no queríamos tomar un refrigerio. Le dije lentamente que “por supuesto”. Momentos después entraron el propio Simón y dos criadas trayendo refrescos y toda clase de golosinas. Mientras nos servían di mi primera orden de ama de casa.-Simón, que nunca falten estas cosas en este lugar.-como mande señora.-y para mañana quiero sorbetes como los de ayer.-así se hará. En cuanto salieron, mis dos amigas se tiraron al suelo, riendo a carcajadas: “que bien lo hiciste…” “Estuviste espléndida”
Cuando el barullo pasó, nos dedicamos a saborear aquellas delicias: nueces confitadas, pastelitos de todas clases, pastas, bombones, caramelos, en fin, todo lo que se le ocurriera a uno pedir, o imaginar porque, por ejemplo, los dátiles no los conocíamos. Comimos y charlamos hasta reventar. Luego Lidia y Ester se fueron rápidamente por temor de que llegara Ermilo y nos encontrara en aquella orgía.
Sentada en el vestíbulo esperé la llegada de Ermilo: no sabía qué hacer.
Cuando llegó, no pareció sorprenderse por mi cambio. Me besó en la mejilla y me dijo quedo: “que hermosa eres, niña mía”. Ordenó que no nos sirvieran la comida en el gran comedor, sino en un pequeño salón de mesa redonda. Como no queriendo ayudarme, me tomó del brazo y me sostuvo hasta dejarme sentada en el silloncito. Al presentarme los platillos los rechacé uno a uno y cuando él insistió en que comiera algo dije secamente: “no tengo apetito”. No insistió. Había un silencio embarazoso.
— ¿Qué le dijiste a tu madre?
—Nada absolutamente.-
—Pues resulta que llegó al almacén descompuesta, llorosa, como si fuera a pedirme perdón por algo. Pero o no se supo expresar o yo no pude comprender. Nunca la había visto así. Lo único que entendí fue que estuvo aquí y te encontró muy extraña. ¿Extraña en quésentido?
—Bueno, me he casado y he dejado de ser la hija de mamá.
—Eso está bien, aunque debes de ser indulgente con ella, mimarla.
—¿No lo haces tú ya, por mí?
—Lo vi turbarse. Al fin, volviendo a su serenidad dura me dijo:
—Vamos a la biblioteca. Hay cosas que tienes que hacer.
—La biblioteca era enorme y estaba detrás del despacho de Ermilo.
—¿Ves todos esos libro? No los tienes que leer todos, pero sí una buena parte. Empezarás por pasajes de historia que puedas asimilar fácilmente. Hoy, por ejemplo, te vas a sentar y leerás todo lo relacionado con Enrique VIII de Inglaterra y sus esposas. Puedes tirar del cordón si deseas alguna cosa. Pero no te levantarás hasta haber terminado. Yo estaré haciendo cuentas en el despacho por si quieres preguntarme algo. Las palabras que no conozcas las puedes buscar en estos tomos que son diccionario. Pero ya te dije, si no comprendes algo, ve y pregúntamelo.
Juré no hacerlo. En cuanto a aquella prisión tan fieramente guardada, me sentí muy ofendida, y, sobre todo, humillada. Consuelo y Ana me habían ofrecido visita esta tarde y se lo dije, me contestó secamente “con decirles: la señora está ocupada, no puede recibirlas pero ella misma les mandará recado para que venga a acompañarla otro día, asunto arreglado: se lo advertiré a Simón”.
Casi destrocé el enorme globo terráqueo a patadas. Ermilo debió escuchar el estruendo de los libros al caer, pero puso oído de mercader.
Al fin, agotada, me quité los zapatos y me puse a leer los amores de Enrique VIII. Debo confesar que la lectura me iba gustando. Al finalizar la tarde entró un criado con un candelabro que puso a mi lado, junto con un refresco. Todavía pasaron horas antes de que Ermilo abriera la puerta y me preguntara:
—¿Terminaste?
—Sí. Pues entonces ya podemos cenar.
Esta vez cenamos en el gran comedor sin pronunciar una palabra. Esa noche, después de cepillarme el pelo, en lugar de ponerme el camisón para dormir, Eloísa comenzó a vestirme y peinarme de una manera estrafalaria, como si fuera a ir a un baile de máscaras.-
—¿Qué significa esto, Eloísa?
—Son órdenes del señor —contesto muy seria. Luego me llevó a la gran alcoba y me dejó sola.
Pasaron minutos largos, muy largos, hasta que Ermilo, con su gran panza, apareció vestido y coronado como rey; lo reconocí por un grabado que había visto esa tarde: era Enrique VIII. Lo recibí con una carcajada larga y alegre.
—¡Qué buena idea! Yo nunca fui a un baile de máscaras.
—¡Silencio, esto es serio! Vamos a ver si aprendiste la lección de esta tarde: tú eres Ana Bolena. Y comenzó a recitarme palabras y versos de amor mientras me perseguía por la habitación con los brazos tendidos hacia mí.-
—Ya hemos llegado al acto de amor. Hagámoslo, querida mía. Será placentero para ti y para mí, puesto que estamos enamorados. Después seguiremos con la historia.
Cuando se acercó más a mí, le tiré con un tibor chino que encontré a mano. El tibor se rompió sobre su cabeza y rodó la corona. Comenzó a sangrar por la frente. Me asusté.-
—Adúltera, relapsa, hereje. Estás condenada a muerte –y sacó de entre sus ropas un verduguillo que vi resplandecer a la luz de las velas. Pero la sangre le cubrió los ojos. Pude llegar a la puerta: estaba cerrada con llave. Se limpió la cara con una sábana, y haciendo una tira con ella se envolvió la frente.
—Esto sí me lo pagarás con sangre –gritó. Yo me quedé petrificada. Me alcanzó con una mano, pero rasgando el vestido pude zafarme, y así seguimos, él tratando de asirme con sus manos, con sus uñas y yo huyendo, siempre huyendo. Hasta que me atrapó frente a la chimenea. Ambos estábamos jadeantes y nos quedamos mirando con odio. Luego me cogió fuertemente por el cuello y me obligó a ponerme de rodillas-. Aquí morirás –y para hacer mayor mi miedo, con el filo del verduguillo cortó todas las ropas por mi espalda y lo hundió en mi carne.
Se estremeció. Me levantó con sumo cuidado del suelo y me dijo: “¿pero que iba a hacer? Debo de estar loco, ángel mío”. Me apretó contra él. Yo jadeaba. Me fue calmando con sus manos sobre mi cuerpo semidesnudo. Luego comenzó a acariciarme y de pronto me sujetó por la trenza y me besó: metió su enorme lengua en mi boca y su saliva espesa me inundó. Sentí un asco mayor que el miedo a la muerte y desasiéndome como pude escupí su saliva espesa.
—Prefiero morir ahora mismo a que me vuelvas a besar con la boca abierta.
Contra lo que esperaba, se separó de mí, avergonzado y dijo quedamente: “no volverá a suceder. Pero tú, tú… ¿qué te he hecho esta noche?” se puso de rodillas y terminó de quitarme los harapos que colgaban de mi cuerpo. Me tomó en brazos y me llevó al gran lecho salpicado con su sangre. Me tocaba apenas con la yema de los dedos y musitaba incansablemente “mi belleza, mi belleza, mi belleza…” hasta que me quedé dormida.
—¡Dios mío! ¡Pero qué es esto! –exclamó Eloísa al verme sobre la cama ensangrentada.
—No pasa nada, nada –le aseguré.
—¿Nada? ¿El médico que mandó traer el señor en la madrugada? ¿Nada, y usted golpeada,llena de arañazos y con esa herida que le corre por la espalda?
—Con un buen baño se arreglará todo.
—¿Un baño?
—Sí, estoy molida, pegajosa. No quiero más que un baño, querida Eloísa. Y tú me lo vas a dar en este instante.
—Como mande la señora.
Se fue refunfuñando y yo traté de incorporarme. ¡Ay qué dolores! No sentía ni huesos ni pedazo de piel sanos. Un pie pisado, las rodillas y los codos sangrantes, arañazos por todo el cuerpo y mi cara. Entonces sí me levanté rápidamente a alcanzar un espejo: mi cara estaba arañada y golpeada. Mi palidez no era de ira, era de sufrimiento. Cuando me metí en la tina tibia, sentí un gran alivio, y después, cuando Eloísa puso árnica en mis moretones y un magnífico ungüento en mis heridas, me sentí mucho mejor.
—El doctor está esperando en la salita.
—Y me verá desnuda, no, mil veces no.
—Pero señora, él espera enviado por el señor, la herida es de cuidado…
—Eloísa, que no entre nadie, nadie. Solamente tú tráeme las comidas. Di que tengo una enfermedad contagiosa y que el doctor ha prohibido las visitas. ¡Ah! Y cuando vengan Lidia y Ester que las hagan pasar al salón de juegos y les sirvan sorbetes. A mí también me traes.
—Sí, señora —Y al verme macilenta, tirada en el diván, puso una cara muy triste y se fue para no estorbarme.
No terminé de desayunar, porque en mi habitación de estar mi madre estallaba como una bala de cañón.
-¿mi hija enferma? ¿Y la puedo ver? ¡Esto clama al cielo!… Aunque me contagie, aunque me muera, mi deber está en la cabecera de su cama. ¿Y quién eres tú, Eloísa, para impedírmelo? Ni tú, ni el doctor, ni nadie. Mi sagrado deber…
Gritaba tanto que con mi dolor de cabeza creí que ésta iba a estallar.
—Váyase madre, estoy muy bien atendida y sus gritos me mortifican. vuelva dentro de quince días, como dijo el doctor. Haga el favor de no gritar más.
Quince días son pocos y muchos. Mi madre venía cotidianamente y acurrucada delante de la puerta del saloncito lloriqueaba, gemía. Eso me ayudaba a comprender que ella me había vendido a sabiendas de la vida licenciosa de Ermilio que él ocultaba. A trozos, Eloísa me contaba lo que en pueblos cercanos hacía, y que nadie en la casona pensaba que se casaría y menos con una niña como yo. Al llegar al punto final de cada relato, Eloísa sollozaba.
A los quince días mi madre se presentó con todas las fanfarrias y gritos y amenazas. Yo tenía una fuerte jaqueca y los puntos de la herida que me supuraban, eran verdaderamente llagas. Había mandado decir a Ermilio que llamara al médico. Además, me sentía muy débil. Como pude llegué al saloncito y lo abrí. Me quedé en el vano, me desabroché la bata y la dejé caer.
—¡Quiere ver más? –y me volví de espalda.
—¡Cómo es posible que ese canalla…?
—Calle, madre. Con ese canalla me casó usted y con él vivo en esta casa donde no puede ser insultado su nombre. De él vive usted y hasta tiene una muchacha de servicio. No le conviene que nadie sepa esto. Métaselo en la cabeza: estoy enferma de una enfermedad dolorosa y contagiosa, y tengo prohibido recibir visitas. Hasta las suyas, porque me lastiman. No quise ver sus lágrimas y me volví a mi diván sin recoger la bata. Eloísa cerró. Me puso otra bata y me dejó reposar. Por la tarde mandé preguntar a Ermilio como se encontraba y a pedirle algunos libros que considerara que yo debía leer. Vino en persona a traérmelos y de rodillas ante mi diván me pidió mil veces perdón, besando mis manos semidesolladas. Venía con un gorro alto de astracán, que no tenía nada que ver con la estación. Su cara estaba roja e hinchada. Pero ambos callamos sobre su herida y las mías. Las cicatrices que nos hicimos perdieron importancia.
A partir de ese día hicimos un pacto silencioso en el que yo aceptaba de vez en cuando sus fantasías y él acataba mis prohibiciones, y se puede decir que fuimos felices más de veinte años. Yo aprendí a andar en caballo para ir a visitar las posesiones más retiradas de Ermilio. Aprendí también el movimiento de la tienda, a rayar, a hacer las cuentas, en fin, todo lo que podía aprender una propietaria. No tuvimos hijos.
De vez en cuando llegaban a mí rumores de que Ermilio había armado una bacanal enun pueblito cercano. Yo fingía no escuchar. Pero cuando cumplió sesenta y ocho años la orgía irrefrenada pareció una afrenta porque sucedió allí mismo, en el pueblo, en el campamento de unos gitanos que no tuvieron inconveniente en desnudarse y dejarse manosear. Se supo hasta que cohabitó con el más joven. Todos bien pagados, todos contentos. La fiesta duró tres días.
Muy temprano, al cuarto día, tomaba yo providencias para ir a “La esmeralda”cuando llamaron reciamente a la puerta. Simón fue a abrir y yo me quedé parada esperando a ver quién era. Oí que Simón discutía con alguien.
—Déjalo pasar –ordené.
Entró un hombre alto, al que no pude ver la cara porque de su hombro sobresalía la panza y a su espalda colgaba la cabeza de Ermilo.
-póngalo en el suelo –le ordené y tuve que volver la cabeza y taparme la boca para no vomitar al ver tanta inmundicia.
—Tenga la amabilidad de subirlo, porque pesa mucho, y ya en su cuarto déjeselo a Simón. ¡Ah! Báñese usted allí mismo y que le den ropa limpia para que se cambie –dije sin volverme.
Pedí una taza de té para aplacar mi estómago. ¿Cómo decirlo? Lo vi en lo alto de la escalera: fuerte, rubio, ágil, seguro de sus movimientos y con un dejo desdeñoso en la cabeza que me recordó el grabado de alguien de alguien. ¡Aquiles! Era lo más bello vivo que había visto.
La boca me sabía a miel. Vino hacia mí y sus ojos azules llenaron mi alma de luminosidad. Tuve que sentarme.
—La señora está servida y yo agradezco este magnífico vestido.
—Calle, calle usted. Nosotros somos los agradecidos, y no sé cómo pagarle el bien que nos ha hecho.-
—…el pobre señor…nadie quería acercársele… alguien me dijo cómo se llamaba y dónde vivía, y lo traje. Cualquiera tiene una desgracia.
—Pero esto no fue una desgracia y usted lo sabe.
Sus ojos se fijaron en los míos.
—Hay diferentes tipos de desgracias –dijo muy seguro.
—Acompáñeme usted a desayunar, tenga la amabilidad.-
—La bondad es suya y no está bien…
—En esta casa yo digo lo que está bien y lo que está mal.
—Estoy a sus órdenes.
Yo, mandándolo, cuando lo que quería era ser su esclava.
Durante el desayuno me dijo que se apellidaba Simpson por su padre, que había sido inglés. Su madre era de nuestra tierra, pero cuando él tuvo doce años su padre se empeñó en que se alistara en la marina mercante inglesa. Ambos fueron a Europa a arreglar el asunto y éste quedó solucionado a gusto de su padre. Como aprendiz de marino fue un fracaso y me contó algunas anécdotas chuscas que me hicieron reír a carcajadas, cosa que hacía muchos años que no hacía y que puso nerviosas a las sirvientas.
—Quiero que me acompañe a “La Esmeralda”, me puede ser útil.
—Para servirle a la señora… pero tengo que entregar el carro de heno en el que traje al señor. Un hombre de buen corazón, sin conocerme, me lo confió.
—Vaya usted, vaya usted, yo todavía tengo cosas que ordenar aquí. Por supuesto que era mentira, y empleé el tiempo en emperifollarme. Cantaba y Eloísa se burlaba de mí porque desafinaba dos de cada tres notas. Pero no me importaba.
—¿Está contenta la señora porque el señor volvió a casa?
Me paré en seco.
—Sí, Eloísa… y ve a decir que ensillen el canelo y el alazán.
Eloísa salió y yo me sumí en un dolor profundo. Simpson tendría veintidós o veintitrés años y yo estaba atada a Ermilo, tenía treinta y seis años, aunque no los aparentaba ni por asomo. Pero ¿ qué era aquello? Aquellas ganas de reírme y ser feliz, ¿eran pecado? Mas sabía en el fondo de mí que me mentía, que era Simpson, Simpson el que me sacaba de mi manera de ser.
Muy reposada tratando de aparentar majestuosidad, bajé lentamente, cuando me comunicaron que “el joven había regresado” Lo saludé con la cabeza y la pluma que pendía del sombrerito tembló ligeramente, como burlándose de mi.
—Vamos —dije con plena autoridad. El me siguió.
Me siguió por el camino sin pronunciar palabra ni que preguntar a que íbamos, a qué iba él.
Antes de llegar a la “Esmeralda” emparejé mi caballo al suyo y le pregunté a quemarropa.
—¿Quiere usted trabajar?¿Sabe de labores de campo?
—Un poco, pero puedo aprender de prisa.
—Esta bien. —Y fustigando mi caballo, me alejé de nuevo de él.¡ Cuanto me costaba!
Al ruido de los caballos, Jerónimo salió cojeando de su choza y al verme puso una rodilla en tierra.
Frene mi caballo y antes de que me diera cuenta las fuertes manos de Simpson me tomaron de la cintura y me pusieron en tierra.
—No vuelva a hacer eso. —le dije con rudeza.
Jerónimo con su brazo y su muslo vendados gritaba “¡Vino la señora, vino!;¡la señora! ¡vino a verme!
—A eso he venido, y a traerte ayuda, le dije condescendiente. Vamos adentro a ver las heridas.
—Fue un descuido, señora, un parpadeo.
—Cállate ya y déjame verte. —Con el mayor cuidado, fui quitando los trapos sucios y vi con horror las profundas heridas infectadas.
—Traiga las faltriqueras —ordené a Simpson. Él lo hizo.
Comencé a curar con el mayor cuidado posible. Desinfecté a conciencia y Jerónimo se contorsionó y se mordió los labios para no gritar. Simpson lo sostenía, Jerónimo se desmayó y puede curarlo con mayor soltura y eficacia.
—Lo bueno es que no tiene fiebre —Me dijo Simpson.
—Pues si no lo llevamos al pueblo, no solo tendrá fiebre, sino que será necesario amputar.
—¡No! ¡Eso no! —gritó él— Y Ahora no tenemos en que llevarlo, con lo debilitado que está. Yo me quedaré y lo cuidaré hasta que esté sano como un roble. Sé hacerlo. En el mar se aprenden muchas cosas. También puedo cazar para sostenernos.
—Eso no será necesario. Yo vendré o enviaré lo que haga falta. Sabe usted escribir ¿verdad? Pues por recado hágame saber sus necesidades. Las de ambos.
Cuando Jerónimo se repuso un poco comimos “pechugas de ángel” como decía él y lo hicimos beber un poco más de lo necesario.
De vuelta a casa encargué el asunto a Fulgencio, el jefe de campo y me dispuse a seguir mi vida de siempre.
No vi en quince días a Ermilo, que según supe había mandado a llamar al médico, y eso fue un gastaran descanso para mí.
En casa no podía estar así que visité “Santa Prisca” “El matorral” “ La acequia”. Pero la culpa era del alazán siempre. Pardeando la tarde llegamos a la “Esmeralda” a preguntar nada más por el enfermo. Mejoraba de hora en hora, y como se hacía tarde Simpson me acompañaba de regreso; al paso de los caballos, contándome sus historias.
Cuando sentía yo ver las lucecitas del pueblo.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto señora.
Y siempre me quedaba con la impresión de que iba a decirle, “Hasta nunca Simpson”
Ésa fue mi intención cuando decidí dejar de ir.
Después de las lágrimas y las peticiones de perdón, Ermilo y yo seguimos la vida de siempre, la de tantos años en común, pero sin contacto sexual.
Un día salió Ermilo vestido de campo, pero en el carrito de dos caballos: ya no montaba” va inspeccionar alguna propiedad importante” pensé.
Cuando regresó por la tarde venía mas gordo que de costumbre, resplandeciente. Me llamó a la biblioteca.
—¡Seremos ricos como Creso! Y tú sin decirme nada de ese señor Simpson. ¡Él nos hará miles de veces millonarios! —y dio vuelta al globo terráqueo— ¿ Qué quieres? ¿Samarcanda? ¿El golfo Pérsico? ¿Tripoli? ¿Madagascar? ¿China? ¿Japón? ¿Tonkin? ¿Corea?… Todo lo tiene en sus manos. Trabajó muchos años en la marina mercante inglesa y tiene cientos de contactos y sabe las rutas, las compañías navieras que hay que utilizar. Además como es natural domina el inglés y podrá escribir a todo el mundo. Ya no seremos comerciantes, sino distribuidores… Y tú te lo llevas a cuidar a Jerónimo, jajaja
Yo ya veía a Simpson alternando con nosotros y un miedo mortal me hizo exclamar:
—¿Para qué queremos tanto dinero? Tenemos más de lo que pudiéramos gastar en toda nuestra vida y aún quedaría para darle la vuelta al globo y dejar herencias considerables a familias necesitadas.
—¿Pero tú sabes lo que da el poder del dinero?
—No.
—La humillación de todos los demás.
Simpson se vino al almacén a trabajar como loco. Dormía en un cuarto del entresuelo del ala de la casa donde estaban nuestras habitaciones, pero venía de noche cuando ya dormíamos.
Dormir es decir mucho en mi caso, porque desde que Simpson llegó apenas puedo hacerlo. Fui a ver al médico que sin preguntarme los motivos del insomnio —conocía como todo mundo a Ermilo— me dio una botellita para tomar cinco gotitas por la noche. Así lograba un suelo leve después de que oía como Simpson cerraba las cerraduras de la casa. Luego sus pasos y por fin el silencio.
Cuando comenzaron a llegar las maravillas de Oriente tuve que ir al almacén a verlas. Pero sólo veía los movimientos elásticos de Simpson mostrándomelas. Ermilo estaba presente.
—Escoge algo…encapríchate con alguna cosa —me animaba.
Pero yo no podía ver más que los ojos de Simpson. El me llenó de telas perfumes, de objetos, explicándome siempre de dónde procedían. Yo me los lleve porque venían de sus manos. Cuando hubieron llegado varios embarques, Ermilo organizó una gran exposición en nuestra casa e invitó a ella a todos los comerciantes solventes de la región. Los compradores de alhajas se quedaron a dormir en el ala sur de la casa.
Eñ negocio fue redondo.
Por la noche una vez desmantelada la exposición se dio un gran baile.
Sórdida, escondida en el hueco de un balcón, miré como las mujeres asediaban a Simpson. Podría escoger a quien quisiera para amante o para esposa, pero Simpson parecía no darse cuenta. Era gentil con todas pero con ningun en especial.
Cuando vi aquello salí de mi escondite y me mezcle con los invitados.
Mis amigas de la infancia me rodearon.
— Mañana vendremos a ver tus maravillas.
— Oye y que guapísimo es tu socio
— Y agradable.
Hacía el final de la fiesta comencé a beber Champaña. Mucha Champaña hasta que Simón me llevó a su cuarto y me cubrió con una cobija.
La luna está sucia de nubes negras. Enciendo la vela y las sombras de las cosas se me echan encima causándome más miedo. Todo me acusa por lo que sufro, comprendo que mi miedo no es más que un remordimiento disfrazado, que mis cosas queridas me rechazan con repugnancia por sentir el amor que siento. Mi amor, sin embargo, no se bambolea como me bamboleo yo. Me echo encima la capa de terciopelo verde olivo y sin pensarlo camino por los corredores y las escaleras como una sonámbula que da traspiés y se bambolea rítmicamente. Abro la puerta del cuarto de Simpson. Lo que veo me deja petrificada: Simpson y Ermilo hacen el amor.
Pero no tengo tiempo de salir de mi estupor. Ermilo ha cerrado la puerta y grita como un poseso.
— Te dije que algún día vendría … que vendría… está loca por ti
Me arranca la capa y me desgarra la ropa
— Ya verás que hermosura es , esta hija de… ya verás que hermosura
Mientras me desnuda con manos torpes, simson hinca una rodilla ante mi, me besa la mano y dice muy dulcemente “ Mi señora”. Yo miro sus ojos de niño y olvido lo que he visto un poco antes.
Estoy desnuda. Ermilo salta sobre sus piernas chatas y flacas.
—¡Ya los tengo! ¡Ya los tengo! —grita a todo pulmón— ¡ Ahora a la piel de oso, donde las llamas den reflejos a sus cuerpos! —y saca su cinturón y comienza a azotarlo por el suelo.
—¡Rápido enamorados, porque se hace tarde!
Leche y miel bajo su lengua fina. Delicia en mis dedos al tocar su piel. Simpson me recorre con sus manos con su boca abierta. Todo es lento y frenético al mismo tiempo. Parecía que los dos habíamos esperado desde siempre este encuentro. Descansamos un poco para mirarnos con un amor sin fronteras y volvemos a acariciarnos como si para eso fuera hecha la eternidad. Cuando me posee saco conocimientos de no sé donde para moverme rítmicamente, luego de un rito largo, muy largo, quedamos extenuados uno sobre otro, acariciándonos apenas con dulzura infinita.
Hasta entonces me doy cuenta de que Ermilo nos ha estado mirando y fustigando con un gran cinturón y palabras soeces. No me importa.
Nos incorporamos porque el cinturón de Ermilo nos obliga
—Muy bien muchachos, muy bien. Tú no sabias lo que era esto ¿verdad querida? Pero ahora sabrás muchas cosas más.
Alarga hacia nosotros sendas copas de champaña. Nos incorporamos y yo me siento muy mal desnuda. Sirve más champaña, una copa, y otra y otra ¿Cuántas? Charla sin cesar: “No lo llames Simpson, su nombre de pila es Samuel””Como ahora tendremos relaciones más intimas nos iremos, desde mañana, a celebras nuestras fiestas en tu alcoba que es mucho más bonita que esto”” ¡Ah! Samuel, Samuel, cuánto conoces de hombres y de mujeres”. No sé cuánto tiempo ha transcurrido ni me importa lo que Ermilo dice. Yo escondo mi dicha tras las copas de champaña. Pero no es el alcohol lo que me emborracha: es el amor de Samuel, es el placer que ha sabido darme.
En un momento dado, Ermilo estalla por centésima vez su cinturón.
—Basta de descansar. Ahora seremos los tres los que disfrutemos y yo seré el primero en montarla ¿ eh Samuel?
Yo me encojo de terror pero ya estoy en el circulo infernal y glorioso: Lo he aceptado.
Al mediodía siguiente despierto con dolor de cabeza y Eloisa me regaña dulcemente por haber bebido mas champaña del debido. Va a la cocina a traerme una pócima para mi malestar. Le pido que no abra las cortinas.
Me quedo quieta, en una contradicción terrible de sentimientos.Me he portado como una descarada y una mujer sin escrúpulos. Lo que me molesta es compartir mi placer con Ermilo, a quien desde este momento detesto. Y compartir mi cuerpo entre dos hombres me avergüenza profundamente, sean estos hombres quienes sean. Pero el placer con Samuel , y las caricias disimuladas pero llenas de amor que recibí de él, mientras estábamos con Ermilo… mi carne vuelve a encenderse de deseo y siento que lo volvería hacer mil veces con tal de estar en los brazos de Samuel. Ya se llama Samuel, ya no es el señor Simpson y por otra parte Ermilo no sólo lo ha permitido, sino que lo ha propiciado. A pesar de que sus caricias asquerosas, pienso que en el pasado las he tenido que soportar igualmente, sin tener un cómplice que no sólo las aligera, sino que las borrará con las suyas propias. Pienso todo eso, pero me siento moralmente mal, físicamente mal, y me cubro con la sábana hasta la cabeza. —“Estás amortajada querida” me había dicho Ermilo a la mañana siguiente a nuestro casamiento… Pues no, ya no estaba amortajada por el vejete, sino viva, muy viva con mi amor por Samuel.
Después de tomarme el horrible menjurje hecho por Eloísa, me siento mucho mejor. Aunque con las cortinas bajas porque no quiero enfrentarme con el sol. El sol y yo ya no podemos ser amigos. Yo pertenezco a la luna menguante y siniestra.
Me baño muy lentamente y Eloísa se molesta un poco por mis movimientos torpes y desganados. No puede hacerme probar bocado. Le pido que me deje en bata, sola.
La lucha dentro de mi continúa. No es fácil olvidar los principios de toda una vida por más justificaciones y amor que haya por el lado contrario.¿ Qué pensarían mi madre o mis amigas si supieran lo que había sucedido? Lo que hubiera pensado yo apenas unos meses antes: nada, no lo hubiera comprendido, me hubiera escandalizado al máximo y hubiera llamdo, por lo menos degenerada a la que tal había hecho. Y ahora esa degenerada era yo. Pero Samuel, Samuel… De seguro que ni mi madre ni mis amigas habían ni siquiera soñado un amor así.
Eloísa entró con un paquete que habían mandado del almacén para mí. Esperé a que se fuera para abrirlo: era un aderezo de rubies que traía una tarjeta que decía así: “Mi amor es más grande que el tuyo porque para conseguirte, he tenido que llorar rojas lagrimas de humillaciones sin nombre Samuel”.
Poco después llegó un paquete más pequeño con un anillo que hacía juegos con el aderezo: “Para la puta más bella que he conocido. Ermilo” Estaban de acuerdo. Eloísa vino a decirme que el Señor y el señor Simpson vendrían a comer y que era necesario que me vistiera inmediatamente. Me negué. Mandé a decir que los esperaría a cenar. Yo mandaba en todo esto.
Por la tarde atendí con alegría a las amigas que habían venido a ver “mis maravillas”. Nada les impresionó tanto como mi conjunto de rubíes. Charlamos ycomimos golosinas hasta bien entrada la tarde.
Esa noche me puse un vestido negro escotado y los rubíes. Eloísa estabaconfundida porque ni el día anterior para la fiesta me había hecho arreglar con tanto esmero. Bajé triunfante. Los dos nombres se deshicieron en cumplidos.
Mientras comíamos, Simpson y yo no nos recatamos para mirarnos con amor y alguna vez rozamos las manos. Cuando terminamos, Ermilo preguntó si estaba encendida la chimenea de mi cuarto; hizo que la prendieran y ordenó que los licores y el champaña los subieran a mi dormitorio. Los sirvientes se quedaron pasmados.-esa habitación me gusta mucho, y ahora que le señor Simpson es de la familia, no tiene nada de raro que tomemos una copa allí. Al calor del hogar. Cuando suban el servicio se pueden retirar todos a dormir. ¡Ah! y les anuncio que desde hoy ganarán ustedes doble sueldo. La escena de la noche anterior se repitió casi punto por punto más apaciblemente porque Ermilo no tuvo que romper mi ropa, sino que Samuel me la fue quitando en medio de abrazos y besos llenos de pasión. Emilo hacía chasquear su cinturón como un domador de circo y realmente se desesperaba por entrar en acción.
La servidumbre no cayó, como había supuesto Ermilo que lo haría, dándoles sueldos fabulosos. Todo el pueblo supo que algo raro pasaba en nuestra casa, y todos sospechaban de qué se trataba. Como suele suceder en estas cosas, mi madre fue la última que se enteró de las murmuraciones. No queriendo abordar el asunto a solas conmigo, una mañana se presentó con el señor cura Ochoa, hombre prudente y al que yo tenía mucho respeto. Comenzó por abordar el tema del escándalo.
—Los ricos somos gente excéntrica, padre; ya mi marido lo era antes de que me casara con él y nadie me lo advirtió. Además señor cura, Dios es el único que ve realmente lo que sucede, por qué sucede, y mira dentro de nuestro corazón. Yo me atengo a su oficio. Con esto y algunas escaramuzas más terminó la entrevista. Pero mi madre comenzó a adelgazar a palidecer y pronto murió.
En el momento en que su cadáver descendía por la fosa, alguien gritó:-¡Asesina! Y a continuación una piedra me abrió la frente. Ermilio gritó: -¡Alto!, ya te vi, Ascensión Rodríguez, arrojar la piedra. Esta misma tarde te verás con mis abogados, y a todo aquel que de algún modo u otro ofenda a mi esposa, se le cobrará el adeudo total de su cuenta en el almacén so pena de embargo inmediato.
Además del remordimiento por la precipitación de la muerte de mi madre, aún tengo en la frente la cicatriz de la pedrada, como un recordatorio perenne.
Montaba a caballo todos los días, cuidaba de las flores del jardín sólo para mantener la figura. Eloísa, cada vez más callada, me ponía en todo el cuerpo frescas mascarillas de frutas, cremas, aceites refinadísimos. Me dedicaba todo el día a mi cuerpo para que no se marchitara y se viera y se sintiera deseable cada noche. Procuraba no pensar en otra cosa que en Samuel, porque si leía o mi pensamiento reparaba en la realidad, se ponía en peligro mi equilibrio, tan celosamente cuidado. Sobre todo, no había que pensar en edades ni en el futuro. No existía más que cada día para cada noche.
Pero hubo quien pensó en mi futuro: Ermilo. Redactó un testamento según el cual el señor Samuel Simpson no debía casarse o vivir en amasiato con otra mujer que no fuera yo, su querida esposa, y si no se cumplía esta cláusula, la sociedad quedaba disuelta en términos muy desfavorables para Simpson; en cambio, a mi muerte, quedaba como único heredero de la fortuna completa. Samuel, riendo
aceptó y dijo que no me abandonaría jamás.
Nuestras costumbres siguieron iguales noche a noche, aunque al final Ermilio no participaba más que muy parcialmente en ellas.
Ermilo murió a los ochenta y cinco años. Yo tenía cincuenta y tres y Samuel apenas cuarenta. A pesar de mi aspecto juvenil, cuando me encontré a solas con Simpson sin el apoyo de Ermilo, apenas ahora me daba cuenta de eso, de que había sido mi apoyo, me entró un terror que me hacía castañear los dientes. ¿Por qué no confiaba yo en Samuel? En todos aquellos años había sido tan amoroso conmigo que debía estar segura de que su pasión era tan intensa como la mía, pero ahora tenía miedo de mi dulce Samuel. ¿Por qué?
Comíamos solos en el inmenso comedor y la conversación languidecía. Durante la cena yo estaba nerviosa, esperando, pero pasaban los días que remataban en las noches con un beso en las manos y un “Que duermas bien”. Claro que no dormía. En mi desesperación le rogaba a Ermilo, como si fuera un santo, que intercediera por mí, que no me abandonara.
Y mis ruegos fueron escuchados. Diez días después de la muerte de Ermilo, alterminar la cena, Samuel tomó mis manos y subimos a mi alcoba. ¡Ah!, ¡qué dichosa fui! Solo y sin testigos. ¡Al fin! Pudimos hacernos uno o ser uno en el otro. ¿Para qué hablar de las caricias? Las inventamos todas, porque antes de nosotros no había habido amantes en el mundo. Exhaustos vimos amanecer, pero el sol se empañó cuando Samuel dijo, tomándome de la mano:
— “nos hace falta Ermilo”.
Fueron días lánguidos y noches ardientes.
Yo pasaba de la cama al baño y del baño al diván lentamente, saboreando mis movimientos, la dulce tibieza del agua, la sonrisa de Eloísa, la caricia de las sedas de mi ropa, los perfumes diferentes de la mañana tardía. Me sentía convaleciendo de una enfermedad que había puesto en peligro mi vida, y me mimaba con la más sutil delicadeza. Me adormecía recordando las palabras de amor de la noche anterior, y dormía suavemente, como envuelta en un capullo. No bajaba a comer porque Samuel por esos días no comía en casa, pero el ritual de vestirme para lacena comenzaba a las seis de la tarde porque era necesario disimular, cubrir, atrapar y domar las más pequeñas arruguitas de la cara, de las manos, de todo el cuerpo, y hacer brillar una belleza en toda su plenitud. Yo sabía mi edad, pero él no y, sinceramente, me conservaba mucho más joven de lo que era. Y hermosa, seguía siendo muy hermosa. Él no se cansaba de decírmelo.
¿Cuánto duró el encantamiento? ¿Semanas? ¿Meses? No lo sé porque no me ocupé de medir el tiempo pues vivía en la eternidad, una eternidad relampagueante. Empecé a inquietarme cuando repetía todas las noches que hacía falta Ermilio, que todo había sido mejor con él, que extrañaba la presencia de Ermilo. Me sentía herida pero no podía decirlo.
Una noche me preguntó muy galantemente si le permitía llevar a cenar a un amigo, “estamos tan solos”; dijo que yo escogiera el día, el menú, que todo lo dejaba en mis manos. La idea de romper nuestra intimidad no me gustaba, pero no tenía argumentos para negarme a una cosa tan natural. Fijamos la fecha y no volvimos a hablar de la cena ni del amigo. Yo debería haber tenido más curiosidad, preguntar sobre él y qué tipo de amistad llevaban, pero seguro que para defenderme olvidé el asunto hasta que la víspera del día señalado llegó. Puse el mejor mantel, saqué el servicio de plata y ordené un menú excepcional. Me vestí con más cuidado que nunca y esperé. Contra toda etiqueta, cuando llegó Samuel con su amigo salí a recibirlos. El amigo era un jovencito rubio, con un bigotito ridículo. Me pareció muy pagado de sí mismo. Cuando estuvo delante de mí alzó la barbilla e hizo una reverencia casi militar. Por poco me río, pero me quedé helada cuando Samuel dijo:
-Laura, éste es… bueno, para abreviar, lo llamaremos Ermilo, ¿te parece bien?
Comprendí inmediatamente y acepté.
A ese Ermilo, que no me gustó, siguieron muchos, muchos Ermilos y hubo las famosas orgías de los Ermilos, en las que la mayor atracción era yo, por ser la única mujer. A medida que fui envejeciendo, perdiendo los dientes, arrugándome, poniéndome fea, fui atrayendo personajes más importantes, los que me habían deseado cuando era joven, y los jóvenes para gozar algo de una diosa de la belleza. Todos los “próceres” de la ciudad tuvieron algo que ver conmigo en aquellas bacanales que, por fortuna, no eran demasiado frecuentes. Fueron ellos mismos los que salieron escandalizando al pueblo por lo que sucedía en mi casa. Mi casa… lo que quedaba de ella. Saqueada por los Ermilos con la anuencia de Samuel, con las cortinas desgarradas, ya sin alfombras, los muebles cojos, sucios y estropeados, apestosa a semen y vomitonas, es más un chiquero que una habitación de personas, pero es el marco exacto que me corresponde y así le gusta a Samuel. Ahora tengo setenta y dos años. Él apenas cincuenta y nueve. No tengo dientes, sólo puedo chupar y ya no hago nada para disimular mi edad, pero Samuel me ama, no hay duda de eso. Después de una bacanal en la que me descuartizan, me hieren, cumplen conmigo sus más abyectas y feroces fantasías, Samuel me mete a la cama y me mima con una ternura sin límites, me baña y me cuida como una cosa preciosa. En cuanto mejoro, disfrutando mi convalecencia, hacemos el amor a solas, él besa mi boca desdentada, sin labios, con la misma pasión de la primera vez, y yo vuelvo a ser feliz. Mi alma florece como debió de haber florecido cuando era joven. Todo lo doy por estas primaveras cálidas, colmadas de amor, y creo que Dios me entiende, por eso no tengo ningún miedo a la muerte.
Inés Arredondo
7 de febrero de 2021
Mariana, Inés Arredondo
Mariana, Inés Arredondo
Mariana vestía el uniforme azul marino y se sentaba en el pupitre al lado del mío. En la fila de adelante estaba Concha Zazueta. Mariana no atendía a la clase, entretenida en dibujar casitas con techos de dos aguas y árboles con figuras de nubes, y un camino que llevaba a la casa, y patos y pollos, todo igual a lo que hacen los niños de primer año. Estábamos en sexto. Hace calor, el sol de la tarde entra por las ventanas; la madre Paz, delante del pizarrón, se retarda explicando la guerra del Peloponeso. Nos habla del odio de todas las aristocracias griegas hacia la imponente democracia ateniense. Extraño. Justamente la única aristocracia verdadera, para mí, era la ateniense, y Pericles la imagen en el poder de esa aristocracia; incluso la peste sobre Atenas, que mata sin equivocarse a “la parte más escogida de la población” me parecía que subrayaba esa realidad. Todo esto era más una sensación que un pensamiento. La madre Paz, aunque no lo dice, está también del lado de los atenienses. Es hermoso verla explicar —reconstruyendo en el aire con sus manos finas los edificios que nunca ha visto— el esplendor de la ciudad condenada. Hay una necesidad amorosa de salvar a Atenas, pero la madre Paz siente también el extraño goce de saber que la ciudad perfecta perecerá, al parecer sin grandeza, tristemente; al parecer, en la historia, pero no en verdad. Mariana me dio un codazo: “¿Ves? Por este caminito va Fernando y yo ya estoy parada en la puerta, esperándolo”, y me señalaba muy ufana dos muñequitos, uno con sombrero y otro con cabellera igual a las nubes y a los árboles, tiesos y sin gracia en mitad del dibujo estúpido. “Están muy feos”, le dije para que me dejara tranquila, y ella contestó: “Los voy a hacer otra, vez”. Dio vuelta a la hoja de su cuaderno y se puso a dibujar con mucho cuidado un paisaje idéntico al anterior. Pericles ya había muerto, para estoy segura de que Mariana jamás oyó hablar de él.
Yo nunca la acompañé; era Concha Zazueta quien me lo contaba todo.
A la salida de la escuela, sentadas debajo de la palmera, nos dedicábamos a comer los dátiles agarrosos caídos sobre el pasto, mientras Concha me dejaba saber, poco a poco, a dónde habían ido en el coche que Fernando le robaba a su padre mientras éste lo tenía estacionado frente al Banco. En los algodonales, por las huertas, al lado del Puente Negro, por todas partes parecían brotar lugares maravillosos para correr en pareja, besarse y rodar abrazados sofocados de risa. Ni Concha ni yo habíamos sospechado nunca que a nuestro alrededor creciera algo muy parecido al paraíso terrenal. Concha decía “…y se le quedó mirando, mirando, derecho a los ojos, muy serio, como si estuviera enojado o muy triste y ella se reía sin ruido y echaba la cabeza para atrás y él se iba acercando, acercando, y la miraba. Él parecía como desesperado, pero de repente cerró los ojos y la besó; yo creí que no le iba a soltar nunca. Cuando los abrió, la luz del sol lo lastimó. Entonces le acarició una mano, como si estuviera avergonzado… Todo lo vi muy bien porque yo estaba en el asiento de atrás y ellos ni cuenta se daban”.
¡Oh, Dios mío! Lo importante que se sentía Concha con esas historias; y se hacía rogar un poco para contarlas aunque le encantara hacerlo y sofocarse y mirar cómo las otras nos sofocábamos.
― ¿Por qué se reía Mariana si Fernando estaba tan serio?
―Quién sabe. ¿A ti te han besado alguna vez?
―No.
―A mí tampoco.
Así que no podíamos entender aquellos cambios ni su significado.
Más y más episodios, detalles, muchos detalles, se fueron acumulando en nosotras a través de Concha Zazueta: Fernando tiraba poco a poco, por una puntita, del moño rojo del uniforme de Mariana mientras le contaba algo que había pasado en un mitin de la Federación Universitaria; tiraba poquito a poquito, sin querer, para cuando de pronto se desbarataba el lazo y el listón caía desmadejado por el pecho de Mariana, los dos se echaban a reír, y abrazados, entre carcajadas, se olvidaban por completo de la Federación. También hubo pleitos por cosas inexplicables, por palabras sin sentido, por nada, para sobre todo se besaban y él la llamaba “linda”. Yo nunca se lo oí decir, para aún ahora siento como un golpe en el estómago cuando recuerdo la manera ahogada con que se lo decía, apretándola contra sí, mientras Concha Zazueta contenía el aliento arrinconada en la parte de atrás del automóvil.
Fue el año siguiente, cuando ya estábamos en primero de Comercio, que Mariana llegó un día al Colegio con los labios rojo bermellón. Amoratada se puso la madre Julia cuando la vio.
—Al baño inmediatamente a quitarte esa inmundicia de la cara. Después vas a ir al despacho de la Madre Priora.
Paso a paso se dirigió Mariana a los baños. Regresó con los labios sin grasa y de un rojo bastante discreto.
― ¿No te dije que te quitaras toda esa horrible pintura?
—Sí, madre, pero como es muy buena, de la que se pone mi mamá, no se quita.
Lo dijo con su voz lenta, afectada, como si estuviera enseñando una lección a un párvulo. La madre Julia palideció de ira.
—No tendrás derecho a ningún premio este año. ¿Me oyes?
—Sí, madre.
—Vas a ir al despacho de la Madre Priora… Voy a llamar a tus padres… Y vas a escribir mil veces: Debo ser comedida con mis superiores, y… y… ¿entendiste?
—Sí, madre.
Todavía la madre Julia inventó algunos castigos más, que no preocuparon en lo mínimo a Mariana.
— ¿Por qué viniste pintada?
—Era peor que vieran esto. Fíjense.
Y metió el labio inferior entre los dientes para que pudiéramos ver el borde de abajo: estaba partido en pequeñísimas estrías y la piel completamente escoriada, aunque cubierta de pintura.
— ¿Qué te pasó?
—Fernando.
— ¿Qué te hizo Fernando?
Ella sonrió y se encogió de hombros, mirándonos con lástima.
Una mañana, antes de que sonara la campana de entrada a clases, Concha se me acercó muy agitada para decirme:
—Anoche le pegó su papá. Yo estaba allí porque me invitaron a merendar. El papá gritó y Mariana dijo que por nada del mundo dejaría a Fernando.
Entonces Don Manuel le pegó. Le pegó en la cara como tres veces. Estaba tan furioso que todos sentimos miedo, pero Mariana no. Se quedó quieta, mirándolo. Le escurría sangre de la boca, pero no lloraba ni decía nada. Don Manuel la sacudió por los hombros, pero ella seguía igual, mirándolo. Entonces la soltó y se fue. Mariana se limpió la sangre y se vio la mano manchada. Su mamá estaba llorando. “Me voy a acostar”, me dijo Mariana con toda calma, y se metió a su cuarto. Yo estaba temblando. Me salí sin dar siquiera las buenas noches; me fui a mi casa y casi no pude dormir. Ya no la voy a acompañar: me da miedo que su papá se ponga así. Con seguridad que no va a venir.
Pero cuando sonó la campana, Mariana entró con su paso lento y la cabeza levantada, como todas las mañanas. Traía el labio de abajo hinchado y con una herida del lado izquierdo, cerca de la comisura, pero venía perfectamente peinada y serena.
— ¿Qué te pasó? —le preguntó Lilia Chávez.
—Me caí —contestó, mientras miraba, sonriendo con sorna, a Concha—. Hormiga —le murmuró al oído, al pasar junto a ella para ir a tomar su lugar entre las mayores.
Hormiga se llamó durante muchos años a la Hormiga Zazueta.
Golpes, internados, castigos, viajes, todo se hizo para que Mariana dejara a Fernando, y ella aceptó el dolor de los golpes y el placer de viajar, sin comprometerse. Nosotras sabíamos que había un tiempo vacío que los padres podrían llenar como quisieran, pero que después vendría el tiempo de Fernando. Y así fue. Cuando Mariana regresó del internado, se fugaron, luego volvieron, pidieron perdón y los padres los casaron. Fue una boda rumbosa y nosotras asistimos. Nunca vi dos seres tan hermosos: radiantes, libres al fin.
Por supuesto que el vestido blanco y los azahares causaron escándalo, se hablaba mucho de la fuga, pero todo era en el fondo tan normal que pensé en lo absurdo que resultaba ahora Don Manuel por no haber permitido el noviazgo desde el principio. Aunque ella hubiera tenido entonces apenas trece o catorce años, si él no se hubiera opuesto con esa inexplicable fiereza… Pero no, encima de la mesa estaban una mano de Fernando y una mano de Mariana, los dedos de él sobre el dorso de la de ella, sin caricias, olvidadas; no era necesaria más que una atención pequeña para ver la presencia que tenía ese contacto en reposo, hasta ser casi un brillo o un peso, algo diferente a dos manos que se tocan. No había padre, ni razón capaces de abolir la leve realidad inexplicable y segura de aquellas dos manos diferentes y juntas.
Oscuro está en la boda de su hija, que se casa con un buen muchacho, hijo de familia amiga —y recibe con una sonrisa los buenos augurios— pero tiene en el fondo de los ojos un vacío amargo. No es cólera ni despecho, es un vacío. Mariana pasa frente a él bailando con Fernando. Mariana. Sobre su cara luminosa veo de pronto el labio roto, la piel pálida, y me doy cuenta de que aquel día, a la entrada de clases, su rostro estaba cerrado. Serena y segura, caminando sin titubeos, desafiante, sostiene la herida, la palidez, el silencio; se cierra y continúa andando, sin permitirse dudar, ni confiar en nadie, ni llorar. La boca se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado, el que no vi entonces ni nunca, el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para que el dolor comience a llenarlo. Parpadeo y me doy cuenta de que Mariana no está ahí, pasó ya, y el labio herido, el rostro cada vez más pálido y los ojos, sobre todo los ojos, son los de su padre.
No quise ver a Mariana muerta, pero mientras la velábamos vi a Don Manuel y miré en sus facciones desordenadas la descomposición de las de Mariana: otra vez esa mezcla terrible de futuro y pasado, de sufrimiento puro, impersonal, encarnado sin embargo en una persona, en dos, una vida y otra muerta, ciegas ahora ambas y anegadas por la corriente oscura a la que se abandonaron por ellos y por otros más, muchos más, o por alguno.
Mariana estaba aquí, sobre ese diván forrado de terciopelo color oro, sentada sobre las piernas, agazapada, y con una copa en la mano. Alrededor de ella el terciopelo se arruga en ondas. Recuerdo sus ojos amarillos, manos y en espera. “La víctima contaba con 34 años”. No pensaba uno nunca en la edad mirando a Mariana. Vine aquí por evocarla, en tu casa y contigo. Espera: hablaba arrastrando sílabas y palabras durante minutos completos, palabras tontas, que dejaba salir despacio, arqueando la boca, palabras que no le importaban y que iba soltando, saboreando, sirviéndose de ellas para gozar los tonos de su voz. Una voz falsa, ya lo sé, pero buscada, encontrada, la única verdaderamente suya. Creaba un gesto, medio gesto, en ella, en ti, en mí, en el gesto mismo, pero había algo más… ¿Te acuerdas? Adoraba decir barbaridades con su voz ronca para luego volver la cabeza, aparentando fastidio, acariciándose el cuello con una mano, mientras los demás nos moríamos de risa. Las perlas, aquel largo collar de perlas tras el que se ocultaba sonriente, mordisqueándolo, mostrándose. Los gestos, los movimientos. Jugar a la vampiresa, o jugar a la alegre, a la bailadora, a la sensual. Decir así quién era, mientras cantaba, bebía, bailaba. Pero no lo decía todo… ¿Te das cuenta de que nunca la vimos besar a Fernando? Y los hemos visto a los otros, hasta a los adúlteros, alguna vez, en la madrugada, pero a ellos no; lo que hacían era irse para acariciarse en secreto. En secreto murió aunque el escándalo se haya extendido como una mancha, aunque mostraran su desnudez, su intimidad, lo que ellos creen que es su intimidad. El tiempo lento y frenético de Mariana era hacia adentro, en profundidad, no transcurría. Un tanteo a ciegas, en el que no tenía nada que hacer la inteligencia. Sé que te parece que hago mal, que es antinatural este encarnizamiento impúdico con una historia ajena. Pero no es ajena. También ha sucedido por ti y por mí… La locura y el crimen… ¿Pensaste alguna vez en que las historias que terminan como debe de ser quedan aparte, existan de un modo absoluto? En un tiempo que no transcurre.
Husmeando, llegué a la cárcel. Fui a ver al asesino.
Ése es inocente. No; quiero decir, es culpable, ha asesinado. Pero no sabe.
Cuando entré me miró de un modo que me hizo ser consciente de mi aspecto, de mis maneras: elegante. Cualquier cosa se me hubiera ocurrido menos que me iba a sentir elegante en una celda, ante un asesino.
Sí, él la mató, con esas manos que muestra aterrado, escandalizado de ellas.
No sabe por qué, no sabe por qué, y se echa a llorar. Él no la conocía; un amigo, viajero también, le habló de ella. Todo fue exactamente como le dijo su amigo, menos al final, cuando el placer se prolongó mucho, muchísimo, y él se dio cuenta de que el placer estaba en ahogarla. ¿Por qué ella no se defendió? Si hubiera gritado, o lo hubiera arañado, eso no habría sucedido, pero ella no parecía sufrir. Lo peor era que lo estaba mirando. Pero él no se dio cuenta de que la mataba. Él no quería, no tenía por qué matarla. Él sabe que la mató, pero no lo cree. No puede creerlo. Y los sollozos lo ahogan. Me pide perdón, se arrodilla, me habla de sus padres, allá en Sayula. Él ha sido bueno siempre, puedo preguntárselo a cualquiera en su pueblo. Le contesto que lo sé, porque los premios a la inocencia son con frecuencia así. Para él son extrañas mis palabras, y sigue llorando. Me da pena. Cuando salgo de la celda, está tirado en el suelo, boca abajo, llorando. Es una víctima.
Me fui a México a ver a Fernando. No le extrañó que hiciera un viaje tan largo pero hablar con él. Encontró naturales mis explicaciones. Si hubiera sido un poco menos verdadero lo que me contó hasta hubiera podido estar agradecido de mi testimonio. Pero él y momento no necesitan testigos: lo son uno del otro. Fernando no regatea la entrega. Triunfa en él el tiempo sin fondo de Mariana, ¿o fue él quien se lo dio? De cualquier manera, el relato de Fernando le da un sentido a los datos inconexos y desquiciados que suponemos constituyen la verdad de una historia. En su confesión encontré lo que he venido rastreando: el secreto que hace absoluta la historia de Mariana.
“El día del casamiento ella estaba bellísima. Sus ojos tenían una pureza animal, anterior a todo pecado. En el momento en que recibió la bendición yo adiviné su cuerpo recorrido por un escalofrío de gozo. El contacto con ‘algo’ más allá de los sentidos la estremeció agudamente, no en los nervios importantes, sino en los nerviecillos menores que rematan su recorrido en la piel. Le pasé una mano por la espalda, suavemente, y sentí cómo volvían a vibrar; casi me pareció ver la espalda desnuda a sacudirse por zonas, por manchas, con un movimiento leonado. Ahora las cosas iban mejor: Mariana estaba consagrada… para mí. Pero me engañé: sus ojos seguían abiertos mirando el altar. Solamente yo vi esa mirada fija absorber un misterio que nadie podría poner en palabras. Todavía cuando se volvió hacia mí los tenía llenos de vacío.
Miedo o respeto debía sentir, pero no, un extraño furor, una necesidad inacabable de posesión me enceguecieron, y ahí comenzó lo que ellos llaman mi locura.
Podría decirse que de esa locura nacieron los cuatro hijos que tuvimos; no es así, el amor, la carne, existieron también, y durante años fueron suficientes para apaciguar la pasión espiritual que brilló por primera vez aquel día. Nos fueron concedidos muchos años de felicidad ardiente y honorable. Por eso creo, ahora mismo, que estamos dentro de una gran ola de misericordia.
Fue otro momento de gran belleza el que nos marcó definitivamente.
El sol no tenía peso; un viento frío y constante recorría las marismas desiertas; detrás de los médanos sonaba el mar; no había más que mangles chaparros y arena salitrosa, caminos tersos y duros, inviolables, extrañamente iguales al cielo pálido e inmóvil. Los pasos no dejan huella en las marismas, todos los senderos son iguales, y sin embargo uno no se cansa, los recorre siempre sorprendido de su belleza desnuda e inhóspita. Tomados de la mano llegamos al borde del estero de Dautillos.
Fue ella la que me mostró sus ojos en un acto inocente, impúdico. Otra vez sin mirada, sin fondo, incapaces de ser espejos, totalmente vacíos de mí. Luego los volvió hacia los médanos y se quedó inmóvil.
El furor que sentí el día de la boda, los celos terribles de que algo, alguien, pudiera hacer surgir aquella mirada helada en los ojos de Mariana, mi Mariana carnal, tonta; celos de aquel absorber lento en el altar, en la belleza, el alimento de algo que le era necesario y que debía tener exigencias, agazapado siempre dentro de ella, y que no quería tener nada conmigo. Furor y celos inmensos que me hicieron golpearla, meterla al agua, estrangularla, ahogarla, buscando siempre para mí la mirada que no era mía. Pero los ojos de Mariana, abiertos, siempre abiertos, sólo me reflejaban: con sorpresa, con miedo, con amor, con piedad. Recuerdo eso sobre todo, sus ojos bajo el agua, desorbitados, mirándome con una piedad inmensa. Después he recordado el pelo mojado, pegado al cuello, que parecía en aquel momento infantil; la sangre corriendo de la boca, de la oreja; el grito ronco de su agonía y mi amor de hombre gritando junto a su voz el dolor espantoso de verla herida, sufriente, medio muerta, mientras mi alma seguía asesinándola para llegar a producir su mirada insondable, para tocarla en el último momento, cuando ella no pudiera ya más mirarme a mí y no tuviera otro remedio que mirarme como a su muerte. Quería ser su muerte.
Y sí, hubo un instante en que sus ojos vacíos, fijos en los míos, me llenaron de aquello desconocido, más allá de ella y de mí, un abismo en el que yo no sabía mirar, en el que me perdí como en una noche terrible. La solté, arrastré su cuerpo hasta la orilla y grité, echado sobre su vientre, mientras miraba los agujeros innumerables, las burbujas, los movimientos ciegos, el horror pululante, calmo y sin piedad de los habitantes de la orilla del estero; ínfimas manifestaciones de vida, ni gusanos ni batracios, asquerosos informes, torpes, pequeñísimos, vivos, seres callados que me hicieron llorar por mi enorme pecado, y entenderlo, y amarlo.
Desde entonces estoy aquí. Tomo las pastillas y finjo que he olvidado. Me porto bien, soy amable, asiento a todas las buenas razones que me da el médico y admito de buen grado que estoy loco. Pero ellos no saben el mal que me hacen. Lo primero que recuerdo después de aquello es que alguien me dijo que Mariana estaba viva; entonces quise ir a ella, pedirle perdón, lloré de dolor y arrepentimiento, le escribí, pero no nos dejaron acercar. Sé que vino, que suplicó, pero ellos velaron también por su bien y no la dejaron entrar. Decían que la nuestra era una pasión destructiva, sin comprender que lo único que podía salvarnos era el deseo, el amor, la carne que nos daba el descanso y la ternura.
A mí, a fuerza de tratamiento, terminaron por quitarme todo lo que me hacía bien: sexo, fuerza, la alegría del animal sano, y me dejaron a solas con lo que pienso y nunca les diré.
A ella la abandonaron a su pasión sin respuesta. Luego les extrañó que comenzara a irse a los hoteles, sin el menor recato, con el primer tipo que se le ponía enfrente. Cuando una vez dije que era por fidelidad a nosotros que hacía eso, que no le habían dejado otra manera de buscarme, se alarmaron tanto que quisieron hacerme inmediatamente la operación. Por mi bien y salud me castrarán de todas las maneras posibles, hasta no dejar más que la inocente y envidiable vida primitiva, verdadera: la de los seres que pueblan las orillas de los esteros.
Me alegra poder decir lo que tengo que decir, antes de que me hagan olvidarlo o no entenderlo: yo maté a Mariana. Fui yo, con las manos de ese infeliz Anselmo Pineda, viajante de comercio; era yo ese al que Mariana buscaba en el cuerpo de otros hombres: jamás nadie la tocó más que yo; fui yo su muerte, me miró a los ojos y por eso ahora siento desprecio por lo que van a hacerme, pero no me da miedo, porque mucho más terrible que la idiotez que me espera es esa última mirada de Mariana en el hotel, mientras la estrangulaba, esa mirada que es todo el silencio, la imposibilidad, la eternidad, cuando ya no somos, cuando jamás volveré a encontrarla.”
Inés Arredondo (Del libro La señal, Era, 1965)
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