Poesía
y poema
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono.
Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por
naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La
poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito.
Aisla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración,
respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el
tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía,
presencia.
Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación,
condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases.
Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y
el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia,
sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto
del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo.
Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de
lo real, copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la
infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del
limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión.
Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol
en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino
correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo,
revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos,
palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria,
colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta
todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una
careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda
obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta
que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones de algo vivido y
padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar
la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad
muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los
trasciende. Habrá, pues, que interrogar á los testimonios directos de la
experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser asida sino a través
del trato desnudo con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no
confundimos arbitrariamente poesía y poema?
Ya Aristóteles decía que «nada hay de común, excepto la
métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al
primero y fisiólogo al segundo». Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no
toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras
métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o
retóricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando
ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía.
Hay máquinas de rimar pero no de poetizan Por otra parte, hay poesía sin
poemas; paisajes,
personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser
poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es
una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora
del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o
sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente
poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema
es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla en un producto humano:
cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es
creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aisla y revela
plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de
concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El
poema no es una forma literaria sino el lugar de
encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que
contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en
el poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que pensábamos
único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e
irreducible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la
vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece
una doble insuficiencia» Si reducimos la poesía a unas cuantas formas —épicas,
líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y esos libros
extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos
todas las excepciones y las formas intermedias —decadentes, salvajes o
proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las
actividades verbales» para no abandonar el ámbito del lenguaje, son
susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la
interjección hasta el discurso lógico. No es ésta la única limitación, ni la
más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y
menos aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son
útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles en cuanto se
les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa. Gran
parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de
las nomenclaturas tradicionales.
Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas
que utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera
pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales del
poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico
puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque.
Otro tanto sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y
demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué,
el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la
sociología, la psicología y el resto de las disciplinas literarias son
imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca
de su naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría
inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un monstruo
o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada
creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema
es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a
coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a
objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine y
el Cántico espiritual.
Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de
la historia. Cada lengua y cada nación
engendran la poesía que el momento y su genio particular
les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que multiplica los
problemas. En el seno de cada período y de cada sociedad reina la misma diversidad:
Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y
Apollinaire. Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los
poemas védicos y al haikú japonés, ¿no será también un abuso utilizar el mismo
sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de San Juan de la
Cruz y su indirecto modelo profano; Garcilaso? La perspectiva histórica
—consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paisajes ricos en
antagonismos y contrastes. La distancia nos hace olvidar las diferencias que
separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias no
son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo
mucho más sutil e inapreciable: la persona humana.
Así, no es tanto la ciencia histórica sino la biografía
la que podría darnos la llave de la comprensión del poema. Y aquí interviene un
nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada poeta cada obra es también única,
aislada e irreductible. La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don
Quijote de la Mancha; Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto—,
Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida propia y las Églogas no son
la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el Prefacio a las nunca publicadas poesías
de Lautréamont arroja una luz equívoca sobre Los cantos de Maldorar; Una
temporada en el
infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las
iluminaciones. La historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de un
período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos
desde el exterior la configuración de un estilo; también son capaces de
esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta desentrañarnos el
porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un poema.
La única nota común a todos los poemas consiste en que
son obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de
los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy extraña: no
hay entre uno y otro esa relación de fisilidad que de modo tan palpable se da
en los utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas.
La técnica es procedimiento y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la
medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida: su valor
dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se
perfecciona o se degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La
Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado por una
«técnica» que muere en el momento mismo de la creación. La llamada «técnica
poética» no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de
invenciones que
sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo
—entendido como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda
con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser procedimiento
colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento creador; y por eso
mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando
un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en
constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco puede ser
verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es si se
quiere penetrar en su
poesía, que siempre es algo más. Es cierto que los poemas
del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo barroco, ¿mas no será
demasiado olvidar que las formas expresivas características de Góngora —eso que
llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino invenciones, creaciones
verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos
y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo común de su época —esto
es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales y realiza una obra
única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso
— proceden precisamente de su capacidad para transfigurar el lenguaje literario
de sus antecesores y contemporáneos. A veces, claro está, el poeta es vencido
por el estilo. (Un estilo que nunca es suyo, sino de su tiempo: el poeta no
tiene estilo.) Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para
los futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se
construyen esos edificios que la historia llama estilos artísticos.
No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco
afirmo que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya en
un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un
lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese lenguaje.
O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores,
ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el
toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin
ellos, no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas
permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar
aislado, que no se repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten
otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas es
aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles
la pintura, la escultura, la música y la danza son también formas poéticas,
como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres
morales en la poesía de sus contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión
al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las diferencias
que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en
ellos un elemento creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela,
una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy
distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no impide
su unidad. Más bien la subraya.
Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho
dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras,
seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y
la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y colores
que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no
significación; el poema, organismo anfibio, de la palabra, ser significante.
Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen
sentido. No por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y
antes de que estas expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo
conoció y practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas. Resulta
innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques, llamadas
y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas
ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad
evocativa que el habla. Entre los
aztecas el color negro estaba asociado a la oscuridad, el
frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses:
Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex;
a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas
representaciones. Cada uno de los cuatro colores significaba un espacio, un
tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un
color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso
añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización
china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos
ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a términos musicales.
Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es
filosofía y religión, danza y música, movimiento rítmico impregnado de sentido.
Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante
del sonido, el empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para
calificar a las acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas
de que poseen sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí,
desprovistos de significación: tocados por la mano del hombre, cambian de
naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en
la significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir
hacia... El mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la
contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de
sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así,
la disposición de los edificios y sus proporciones obedecen a una cierta
intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el
impulso vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez
de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de los
santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los
otros —plásticos o musicales— son muy
profundas, pero no tanto que nos hagan olvidar que todos
son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder
significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos, escultores y demás
artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente
distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son
lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas a sus equivalentes
arquitectónicos y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o
la poesía erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El
lenguaje del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario
Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista
está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la
pintura cubista.
Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a
encerrar todas las obras —artísticas o
técnicas— en el universo nivelador de la historia. ¿Cómo
encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales ni por sus
significados las obras trascienden al hombre. Todas son «un para» y «un hacia» que
desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación
dentro de una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en
fin, lo que constituye la expresión de un período determinado participa de lo
que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una época,
desde sus utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas, están
impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y
parentescos recubren diferencias específicas. En el interior de un estilo es
posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro
de una lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo
es la poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia entre creación y estilo,
obra de arte y utensilio. Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista
o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales,
palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los
materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para
ingresar en el de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué
ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir
una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea
distinta a la de la escalera y ambas estén referidas a un mismo sistema de significaciones
(por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la transformación
que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió
en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede
hacernos vislumbrar el
sentido de esa diferencia.
La forma más alta de la prosa es el discurso, en el
sentido recto de la palabra. En el discurso las
palabras aspiran a constituirse en significado unívoco.
Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo, entraña un ideal
inalcanzable, porque la palabra se niega a ser mero concepto, significado sin
más.
Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra
una pluralidad de sentidos. Así, la actividad del prosista se ejerce contra la
naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase
en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en
prosa sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que
la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca de la
poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más
fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a
identificarse con uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al
pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se
realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es
una cierta
potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta, en
cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje
recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa
y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los
valores sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin
en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusiones, como
un fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El
poeta pone en libertad su materia. El prosista la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La
piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece
en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada
en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética
es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la
materia reconquista su naturaleza: el color es más color, el sonido es
plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o
sobre los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un
poner en libertad la materia.
Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una
transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser
instrumentos de significación y comunicación, se convierten en “otra cosa”. Ese
cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar
su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere decir ser
«la misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son.
Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del
cuadro, la palabra del poema, no son pura y
simplemente piedra, color, palabra: encarnan algo que los
trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son
también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas que se abren a otro
mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la
palabra poética es plenamente lo que es —ritmo, color, significado— y asimismo,
es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra y el
sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder
que tienen para suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de
imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y
musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte,
regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y así
negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de
este modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de
ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está más
allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse
a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje
pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni
consienten, otro calificativo que el de poetas. En ellos la preocupación por
los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se
resuelve en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de
Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras son
algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un
gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites
de su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos
—piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve para
que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea
éste, lo trasciende. Esta operación más adelante— produce la imagen. El artista
es creador de imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas
al Cántico espiritual y a los himnos védioos, al haikú y a los sonetos de
Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a
trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones
históricas.
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)