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15 de septiembre de 2020
La poesía surrealista, Aldo Pellegrini
La poesía surrealista
La poesía debe ser hecha por todos.
LAUTRÉAMONT
En 1922 comienza a llamar la atención en Francia un grupo de artistas que se dicen militantes de un nuevo movimiento al que designan con el nombre de surrealismo. Este pequeño grupo de artistas habría de ejercer considerable influencia en el arte de este siglo.
Estos artistas, en su mayoría poetas, se agrupaban alrededor de la revista de vanguardia "Littérature", y hacia el año 1924 constituirían ya un núcleo relativamente numeroso, que funda un órgano exclusivo de ese movimiento: "La Révolution Surréalis-te", realizando simultáneamente un amplio programa de agitación. Lo curioso en ellos era que no hablaban preferentemente de literatura y de arte, sino que proclamaban la necesidad de cambiar la vida, y se proponían cuestiones sobre el hombre y la condición humana que parecían trascender del ámbito habitual del arte. Más que de artistas, hacían el papel de agitadores, y en ellos parecía mezclarse lo político y lo filosófico con lo poético, al mismo tiempo que un curioso espíritu de investigación se unía a un afán por la aventura y el escándalo.
Estos jóvenes habían surgido en el clima de los movimientos de vanguardia que conmovieron los principios estéticos en los comienzos del presente siglo: en Francia, los cubistas en las artes plásticas, y el movimiento paralelo en literatura, encabezado por Apollinaire, Reverdy, Cendrars y otros; en Alemania, el expresionismo literario y plástico, y en Italia, el futurismo. Pero lo que en estos movimientos constituyó una ruptura simplemente formal con normas estéticas pasadas, en ellos fue fundamento de una actividad creadora totalmente distinta y de una nueva concepción del mundo, del hombre, y de los medios de expresión.
Este cambio tuvo sus verdaderas raíces en el movimiento dadaísta, del cual formaron parte casi todos los surrealistas de la primera hora. El dadaísmo, surgido a raíz de la gran crisis espiritual que promovió la primera guerra mundial, se elevó como una voz de protesta contra una cultura y un sistema de valores que finalmente conducía a la guerra y a la autodestrucción. El dadaísmo significó una ruptura absoluta con los principios vigentes, en grado tal, que no sólo llegó a negar el arte y la literatura del pasado, sino que cuestionó la esencia y la razón fundamental de todo arte, afirmando la caducidad esencial de cualquier forma de expresión artística. Pero este movimiento juvenil, totalmente negador, sentó las bases de nuevos principios creadores, de una verdadera estética revolucionaria, que sería continuada por los surrealistas. En estas nuevas experiencias estéticas se partía prácticamente de cero: la única norma aceptada fue la de la libertad total. Se iniciaba así un arte sin cánones.
Lo que constituyó la novedad de este movimiento fue la creencia de que el arte no tiene una función en sí, sino que es un modo de expresi(m de lo vital en el hombre. Para ellos arte y vida forman una unidad.
Pero esa unidad no se establece con una vida abstracta, sino con la vida concreta del hombre. Algunos movimientos artísticos que precedieron al surrealismo proclamaron la ruptura con el pasado e intentaron fijar el arte en términos del presente, pretendiendo reflejar lo que realmente preocupa al hombre de hoy. En el futurismo, por ejemplo, su aparente acento sobre la vida concreta fue sólo exterior, mejor dicho, superficial; tomó del presente únicamente un elemento anecdótico, la velocidad, y no se interesó por los problemas realmente humanos. La preocupación fundamental de los surrealistas fue siempre el hombre concreto: su necesidad de realizarse y de conocer, sus deseos, sus sueños, sus pasiones, su mundo anímico profundo, su afán de trascender, su ansia de autenticidad frente a una sociedad artificial, regida por normas éticas y sociales absurdas, frente a una sociedad mecanizada e hipócrita, con valores arbitrarios y falsos.
El futurismo fue una concepción mecanicista y anecdótica, en la cual el hombre en sí no cuenta; conservó intactos los peores prejuicios y exalté los más bajos valores del pasado; fue por lo menos en manos de su iniciador- una concepción inhumana y reaccionaria, disfrazada de modernidad. El surrealismo es esencialmente revolucionario y aspira a transformar la vida y la condición del hombre.
Al destacar de tal modo los problemas esenciales del hombre, los surrealistas no sólo se consideraron fuera de la literatura y del arte sino que manifestaron el más abierto desprecio por quienes buscaban en esas actividades el sentido de la vida.
En la declaración colectiva del 27 de enero de 1925 (Puede leerse completa en : Maurice Nadeau: Documents surréalistes, pág. 42 (Editions du Scuil, París, 1948).), dicen:
"1 No tenemos nada que ver con la literatura. "
"2 El surrealismo es un medio de liberación total del espíritu. "
Y termina así: "El surrealismo no es una forma poética. Es un grito del espíritu que se vuelve hacia sí mismo decidido a pulverizar desesperadamente sus trabas". Esta declaración lleva la
firma de todos los componentes del grupo surrealista en ese momento, entre ellos, Aragon, Artaud, Breton, Crevel, Desnos, Eluard, Leiris, Pérer, Queneau y Soupaulr.
El surrealismo no acepta, pues, el arte como un fin en sí, tampoco el arte comprometido en el sentir habitual (en función de la defensa de intereses particulares de cualquier género). El arte sólo se comprende en función del hombre en su acepción más lata, de la unidad hombre que necesita realizarse como hombre.
Todo lo que el surrealismo piensa del arte se resume en su concepción de la omnipotencia de la poesía. La poesía constituye el núcleo vivo de toda manifestación de arte y ella le da su ver-dadero sentido. Pero la poesía no es para los surrealistas un elemento decorativo, o la búsqueda de una abstracta belleza pura: es el lenguaje del hombre como esencia, es el lenguaje de lo inexpresable en el hombre, es conocimiento al mismo tiempo que manifestación vital, es el verbo en su calidad de sonda lanzada hacia lo profundo del hombre.
El canto por el canto en sí no existe (ni siquiera en los pájaros). El canto es objetivación del deseo, del amor, del gozo de vivir, del odio, de la cólera, de la desesperación, de la angustia del destino y de la muerte; todo lo que en el vivir es apasionado y ardiente, la poesía lo convierte en vivencia que se objetiva, en objeto tan palpitante y ardiente como la vida misma. La poesía no es explicación de lo que pasa en el hombre, es parte viviente del hombre que se desprende para hacerse objetiva y concreta, es algo que trasciende de los límites del hombre como individuo.
A veces esa vida que se arranca para entregarse como poesía, se convierte en un verdadero estallido en el que participa -con todos los riesgos de desintegración- la totalidad del ser; así die-ron poesía Artaud, Daumal, Gilbert-Lecomte, Duprey.
La obsesión de lo vital y la defensa del hombre como algo que debe realizarse, no es exclusiva del surrealismo. En Nietzsche, la afirmación de la vida y el hombre, constituye la base de toda su filosofía. En algunos de los más grandes escritores con-temporáneos, o. H. Lawrence, Henry Miller y, en Francia, Georges Bataille (vinculado éste con los surrealistas en un comienzo), se afirma la vida por una exaltación de lo erótico que llega a adquirir verdadero carácter metafísico. Lo erótico, para ellos, proclama la dignidad de la vida inmediata, libre, en consonancia con la alta jerarquía del deseo. Este interés por lo vital se convierte en verdadera reacción de defensa contra las formas de vida modernas, deshumanizadas, dominadas por las exigencias de la técnica y por una estructura social que tiende a anular todo lo auténticamente humano. Los surrealistas (así como los escritores mencionados) defienden una concepción sagrada de la vi-da, en oposición a la sordidez en que está sumida la existencia del hombre actual. Oponen la libertad del mundo anímico vital (término éste más explícito que el de irracional) a los esquemas rígidos, estandarizados de la razón. Los surrealistas emprenden su lucha contra una moral absurda, producto de una religión petrificada en dogmas, que tiende a desvalorizar al hombre y 10 que hay en él de específicamente humano, en nombre de mitos extrahumanos; de ahí el interés que demostraron muchos de ellos por las religiones orientales, de esencia antropocéntrica, tales como el budismo (especialmente en su corriente más vital: el zen), en oposición a las religiones teocéntricas occidentales, y también por las concepciones ocultistas que aceptan un sentido mágico en las relaciones entre el hombre y el cosmos.
La importancia acordada a la imaginación, al mundo fantástico y al de los sueños, pudo hacer creer que el surrealismo significaba un modo de evadirse de la vida. Todo lo contrario; acabamos de ver cómo el surrealismo constituye una voluntad de penetración en la vida, de confundirse con ella, de explorar todas sus posibilidades y liberar todas sus potencias.
Todo lo que el surrealista considera esencial en el hombre -y por lo tanto, en su lenguaje, la poesía- se resume en los términos de la libertad, el amor, lo maravilloso.
Los surrealistas pretenden que la poesía es el camino que libera al hombre. Tal idea no es nueva ni exclusiva de ellos. Ya Hegel en su "Enciclopedia de las ciencias filosóficas" había dicho: "El arte suministra la purificación del espíritu de servidumbre".
Desde los comienzos del movimiento, los surrealistas señalaron la importancia que la idea de libertad tenía para ellos. Breton decía en 1924 en el "Primer Manifiesto del Surrealismo": "La palabra libertad es lo único que todavía me exalta." También para Soupault -que emite este concepto en un libro reciente-la poesía es ante todo liberación.
Puede decirse que gracias a esa función liberadora, la poesía adquiere para los surrealistas la importancia desmesurada, excepcional, que siempre le han dado. Ella prepara la libertad integral del hombre y como comienzo exige sacudirse todos los dogmas que oprimen; en primer término el dogma de la omnipotencia de la razón.
La liberación del hombre debe comenzar por la liberación espiritual, y para ello Breton aconseja un procedimiento de índole estrictamente poética: "el vertiginoso descenso en el interior del espíritu".
Afirmando el principio de libertad, toda poesía -como dice René Crevel- incluye un espíritu de revuelta, pues ella incita a romper las cadenas que atan al ser a la roca convencional. Con igual claridad, Breton y Eluard, en sus "Notas sobre la poesía", afirman que "el lirismo es el desenvolvimiento de una protesta".
El surrealismo es una mística de la revuelta. Revuelta del artista contra la sociedad convencional, su estructura fosilizada y su falso sistema de valores; revuelta contra la condición humana, mezquina y sórdida. El artista resulta así el paladín del hombre en su ardiente protesta contra el mundo; la protesta del hombre sometido a coerciones por quienes detentan el poder y pretenden hacerle aceptar esas coerciones como el orden natural. El surrealismo aparece como una sistematización del disconformismo.
Lo que se denomina espíritu burgués, con todas sus normas y principios inamovibles, es el blanco predilecto de los surrealistas. Pero la palabra burgués supera para ellos el simple signo del filisteísmo de una clase. social: simboliza la petrificación de las convenciones, la supervaloración de la hipocresía como norma de convivencia, la organización de tabúes sociales con la codificación de "lo que no se debe hacer", de "lo prohibido", la negación y asfixia de todos los valores vitales, incluyendo 1011 más sagrados valores del espíritu.
Esta actitud del surrealismo, esta crítica agresiva y despiadada a las normas vigentes, tiende a producir una profunda alteración en la escala de valores, tanto en lo ético como en lo cultural, y no hay duda de que ha influido en la actitud del hombre de hoy, en la medida en que los hombres de cualquier época sufren la influencia de la visión del mundo que ofrecen sus artistas.
Quizás sea necesario insistir que la defensa de los valores hu-manos mediante la poesía no es nueva y que, en alguna medida es visible en los poetas auténticos de todos los tiempos: aparece en Dante, en Villon, en Blake, en Swift (en cuanto pertenece a la poesía por su humor negro y sus creaciones fantásticas), se acentúa en los románticos, y encuentra sus grandes rebeldes a partir de Baudelaire, especialmente en Rimbaud y Lautréamont, verdaderos dioses lares del surrealismo. En realidad, en toda ver-dadera poesía está latente o manifiesta una protesta del hombre contra su condición.
El amor es para los surrealistas la pasión que exalta todos los mecanismos de la vida, aquella en que la función de vivir ad-quiere todo su sentido. Ellos ven en el amor la unión de lo físico (la vida inmediata) con lo metafísico: es al mismo tiempo cumplimiento y trascendencia. De este modo se establece una fusión entre el concepto romántico del amor sublime y e! erotismo.
La libertad y el amor son los pilares de la concepción surrealista de! hombre. El amor no se opone a la libertad: ambos son términos intercambiables ("La libertad o el amor" es el título de uno de los libros más conocidos de Desnos); ambos se condicionan mutuamente: no hay amor sin libertad, no hay libertad sin amor. El amor es el reto del hombre a todas las fuerzas negativas que tienden a aislarlo. Su sentido es la lucha contra la soledad. Mediante el amor trasciende e! hombre de su condición de individuo: el amor lo universaliza.
El tema del amor (tema a veces invisible pero que llena de contenido erótico las imágenes del poema) es fundamental en toda la poesía surrealista y llega a ser dominante en la obra de Eluard y en parte importante de la de Desnos, En la reciente poesía de Joyce Mansour se manifiesta la fusión entre e! amor sublime y lo erótico como protesta contra la chatura de la condición humana.
Lo maravilloso expresa la tendencia del hombre a realizarse en pos de un arquetipo ideal, y ese arquetipo está dado en la unidad del mundo en que vivimos". Lo maravilloso no constituye una negación de la realidad sino la afirmación de la amplitud de lo real, que abarca el mundo visible (aquel que tiene acceso a nuestros sentidos) y el mundo invisible. La poesía sumerge al hombre en ese mundo total -visible e invisible- al cual alude lo maravilloso. Pero la fuente primera de lo maravilloso es la vida misma, y la poesía es, ante todo, expresión de ese asombro de vivir. Pero no debe ser sólo expresión, debe llegar a ser parte de la vida -con todo lo que tiene ésta de tumultuoso e imprevisible-, impulsada por una energía motora: el amor, marchando por un camino no trazado: la libertad.
• Ver: Aldo Pellegrini: "La conquista de lo maravilloso" (Revista Ciclo, N9 2, 1949).
Pero la poesía tiene todavía una función muy importante que no han descuidado los surrealistas: al descubrir al hombre lo recóndito de su espíritu, al intentar objetivarlo mediante el lenguaje, la poesía no sólo se convierte en mecanismo de liberación sino que resulta método de conocimiento.
La poesía como fuente de conocimiento se basa en la creencia de que los poderes del espíritu pueden ir más allá del mundo de lo aparente.
El conocimiento que ofrece el poeta es un conocimiento de tipo muy especial, es un conocimiento "iluminador". El poeta ilumina de golpe las zonas oscuras del ser y al penetrar con su luz en la profundidad del espíritu, en su zona de nacimiento, no sólo nos revela al hombre esencial, sino que descubre allí los lazos secretos que lo unen al mundo que lo rodea y del cual forma parte. Encuentra el punto de conjunción entre el individuo y el universo, y, por extraña paradoja, al sumergirse en lo más secreto y personal, descubre, de pronto, la zona impersonal, la que es común a todos los hombres, la que es común a los hombres y su universo.
Este modo de conocer del poeta es no racional (para no emplear el término equívoco de irracional) y correspondería llamarlo "esencial". Los mecanismos esquemáticos que usa la razón conforman un sistema de elementos deformados y convencionales, y constituyen barreras que impiden el acceso a lo más pro-fundo. Ser poeta surrealista consiste -como explica Bretón en el "Primer Manifiesto del Surrealismo"- en "eliminar el control de la razón", y en abrir la puerta-trampa de este sótano profundo que constituye la morada fundamental del espíritu. Allí des-cubrimos al hombre en su peculiaridad última y al mismo tiempo en su trascendencia, en su salida, en su contacto directo con el cosmos, en su unidad universal.
Ese conocimiento es de especie claramente vital. Nietzsche decía: "De todo lo que se escribe, sólo me interesa lo que se escribe con la propia sangre. Escribe con la sangre y así aprenderás que la sangre es espíritu." El conocimiento que revela el poeta circula previamente por el torrente de su sangre. Sólo cuando ha circulado por las arterias, el conocimiento se hace verdaderamente humano, y el poeta tiene el don de transmitirlo.
Es indudable que la misión "iluminadora" del poeta lo aproxima a la experiencia de los místicos; pero en realidad esa "iluminación" constituye el punto inicial de todo conocimiento, tan-to poético como científico. El momento inicial de todo nuevo camino en el terreno de la ciencia es siempre una iluminación en estado puro, y tiene el mismo sentido que la creación poética.
En su función de conocer, el poeta surrealista toma siempre la actitud de la inocencia primordial. Por eso los ídolos de los surrealistas son los poetas niños: Rimbaud y Lautréamont, Esta actitud de inocencia hace al poeta notablemente receptivo a lo desconocido. Pero no es simple receptividad sino, verdadera avidez por lo desconocido lo que lo caracteriza. Esta navegación por lo desconocido hace que la poesía surrealista tenga un peculiar carácter de aventura. La poesía se desenvuelve así como una gran aventura, como una familiaridad con lo desconocido. Esa sed de lo desconocido aclara la preferencia de los surrealistas por los valores de lo oculto (que para ellos tiene las características de ardiente, excepcional, elevado) frente a los valores de lo aparente (que equivale a frío, trivial, inferior). Explica también la inclinación que sienten por las disciplinas herméticas vinculadas al conocimiento esotérico, tal como lo presenta el llamado pensamiento tradicional (Wronski, René Guénon).
Aldo Pellegrini
14 de septiembre de 2020
La reina virgen, Marco Denevi
La reina virgen
He sabido que Isabel I de Inglaterra fue un hombre disfrazado de mujer. El travestismo se lo impuso la madre, Ana Bolena, para salvar a su vástago del odio de los otros hijos de Enrique VIII y de las maquinaciones de los políticos. Después ya fue demasiado tarde y demasiado peligroso para descubrir la superchería. Exaltado al trono, cubierto de sedas y de collares, no pudo ocultar su fealdad, su calvicie, su inteligencia y su neurosis. Si fingía amores con Leicester, con Essex y con sir Walter Raleigh, aunque sin trasponer nunca los límites de un casto flirteo, era para disimular. Y rechazaba con obstinación y sin aparente motivo las exhortaciones de su fiel ministro Lord Cecil para que contrajese matrimonio aduciendo que el pueblo era su consorte. En realidad estaba enamorado de María Estuardo. Como no podía hacerla suya recurrió al sucedáneo del amor: a la muerte. Mandó decapitarla, lo que para su pasión desgraciada habrá sido la única manera de poseerla.
Marco Denevi
De Falsificaciones (1966)
13 de septiembre de 2020
El maestro traicionado, Marco Denevi
El maestro traicionado
Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! —dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
—Ya sé quién es —exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Pero es el único —prosiguió el que había hablado primero— Y para probártelo diremos a
coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y
gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada
uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y libre de remordimientos, consumó su traición.
Marco Denevi
De Falsificaciones (1966)
12 de septiembre de 2020
Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi
Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi
Doña Juana, hija de los Reyes Católicos, había heredado de su abuela materna doña Isabel de Portugal el arrebato fantasioso y la ensoñación lunática, y de su otra abuela, doña Juana Enríquez, cuyo nombre de pila llevaba, la terquedad de mula. De ambas vertientes de la sangre vino a resultar una doncella tan empecinada en sus imaginaciones que no había forma de quebrantárselas.
Cuando cumplió los quince años sus padres decidieron casarla, porque el primogénito, el infante don Juan, era muy distraído de salud y en cuanto se descuidara podía cometer el traspié de morirse, de modo que había que apercibir a doña Juana para futura reina. Pero una reina siempre en la luna de los sueños de qué le serviría a Castilla, de qué a Aragón y a los trescientos señoríos sufragáneos sin contar las Indias Occidentales a punto de ser descubiertas por el genovés. Se confió en que el matrimonio y la maternidad la harían bajar a tierra. Y si aún así persistía en sus fantasiosidades iba a necesitar un marido que lidiase él solo con el león de la guerra, con el lobo del gobierno y con el zorro de la política.
Correos secretos fueron despachados a todos los reinos de la civilización portando mensajes que mezclaban el ofrecimiento de la mano de doña Juana, la garantía de que el infante don Juan no tenía para mucho y un inventario fabuloso de las Indias Occidentales. Los candidatos proliferaron. Los protocolos, las etiquetas y costumbres de entonces querían que cada candidato enviase, junto con la petición de mano, su retrato pintado del natural, que los Reyes Católicos, asistidos por inquisidores de Segovia, por sabios de Salamanca y por nigromantes de Toledo, examinaron uno por uno en una cámara del castillo de Valladolid, a escondidas de doña Juana para que la ilusa no se dejase engañar por alguna pintura de embeleco y después quién la desengañaría.
Varios postulantes fueron rechazados sin miramientos: un vástago del rey Tudor porque aunque lo habían pintado con bigotes se notaba que era un niño de no más de siete años; el nieto del duque de Borgoña porque su figura adolecía de penurias de masculinidad, dato confirmado por el embajador aragonés ante la corte de Capeto; cierto príncipe de Calabria y de las Islas Eolias, un joven muy guapo y muy simpático, porque junto con el cuadro llegó un aviso de que se trataba de un impostor napolitano; un duque de Iliria y otro de Transilvania porque eran dos viejos ya retirados del servicio del amor, el zarevich de Rusia porque en aquel bárbaro país todavía no prosperaba el arte pictórico y lo que se vio en el retrato espantó a todos, y el conde palatino de Magdeburgo porque cuando se lo escrutó a medianoche y a la luz de una antorcha, que es como un retrato revela el alma del retratado, se advirtió que ese teutón no creía en la virginidad de María.
Finalmente llegó en un gran marco dorado y labrado la efigie de Felipe, hijo del emperador Maximiliano de Austria y rey él mismo de los Países Bajos. La claridad del día lo descubrió muy apuesto y de virilidad testaruda. Indagado a medianoche al resplandor de la antorcha, le averiguaron prendas de espíritu que lo sindicaban como un marido ideal para doña Juana: abundaba en valor, en prudencia y en frialdad de ánimo, ignoraba la lujuria y la glotonería, era modesto, sensato y poco amigo de acicalarse, y rehusaba todo género de devaneos mentales. El único defecto que confesó fue cierto gusto por la zafadurías de vocabulario y quizá un poco de brutalidad escueta para el amor, pero no eran vicios graves. En compensación, rebosaba de fe cristiana. Los Reyes Católicos ahí mismo dieron por concluido el desfile de candidaturas.
A la mañana siguiente el retrato, velado con un terciopelo carmesí, fue conducido por dos pajes hasta la presencia de doña Juana. Lo precedía una tropa de camareras de palacio y lo seguía un cortejo de músicos vihuelistas. Detrás venían los nigromantes, luego los sabios y después los inquisidores. Cerraban la marcha los reyes entre dos maceros. Cuando quitaron el paño y la estampa de Felipe apareció en sus trazos graciosos y en sus tintes encendidos, doña Juana miró e incontinenti se desvaneció, prendada de golpe y para siempre de la hermosa figuración. Una hora le perduró el desmayo, que ella ocupó en soñarse unos amores fogosos con aquel mancebo. Al recobrar el sentido ya estaba tan extraviada en sus quimeras que nunca más saldría. Un mes más tarde se celebraron las bodas.
Felipe no era ni la mitad de hermoso de como lo declaraba el óleo, y tenía el alma usurpada por la crueldad y el orgullo. Añadía costumbres disolutas y una indiferencia religiosa fronteriza de la apostasía. Sus súbditos lo apodaban Felipe el Diablo, mote que jamás pronunciaron en voz alta ni baja por temor de que los mandara callar la horca. Si hoy estas tardías páginas traen a la luz un secreto guardado en el corazón de aquella gente es porque la Literatura sabe lo que la Historia ignora.
Las disidencias entre Felipe el Diablo y el Felipe del retrato piden una explicación. Autor de la engañifa o más bien su servil ejecutor fue Jan van Horne, de Heinault, que cuando joven había aprendido en Italia, en el taller florentino de micer Paolo Ludovisi, el arte de la pintura fraudulenta, habilidad que a su regreso a Flandes le valió fama y dinero, porque en sus retratos los viejos se rejuvenecían, los feos y deformes se hermoseaban y los tontos parecían inteligentes; los canallas, santos, y los perversos, ángeles.
Pero cuando Felipe le contrató los pinceles para el cuadro que enviaría a España y le previno que de su talento dependían dos cosas, el matrimonio del retratado y la cabeza del retratista, Jan van Horne se espantó. Es que ni el venerable micer Paolo, que una vez había hecho el retrato de un feroz ajusticiado y lo había vendido con el título de “Adonis muerto por el jabalí”, habría sido capaz de sobreponerse al aire crapuloso que difundía Felipe. Para salir del paso recurrió a una estratagema. Durante todo el tiempo que le llevó la fabricación del engaño miraba con un ojo aquella cara de perversidad irrebatible y le corregía las medidas y las proporciones, mientras con el otro ojo miraba la cara de un soldado que montaba guardia a la puerta del aposento, y fue gracias a ese estrabismo que el retrato de Felipe saldría airoso, en Valladolid, de la prueba de la antorcha.
Los Reyes Católicos no demoraron en advertir la estafa, pero ya era tarde para cualquier enmienda. Encima se les murió el primogénito. Enemistad y discordia hubo entre suegros y yerno, y se dice que los disgustos urgieron el acabamiento de la reina, quien aún finada tenía una expresión de contrariedad, y le aconsejaron al rey renegar de la viudez y casarse con Germana de Foix en procura de un heredero que le disputase al flamenco el doble trono, pero la edad le estropeó esos planes.
En cambio doña Juana nunca se dio cuenta de la superchería. El día en que conoció a Felipe lo vio tal como lo había visto en la tela patrañosa de Jan van Horne, y así bello y de alma cristalina siguió viéndolo por todo el resto de su vida, siempre joven, con la misma sonrisa seráfica y la misma barba rubia cuidada, tan hermoso de carnes y tan angélico de alma que el amor que sentía por él, lejos de amenguarse, crecía como la mar océano y le poblaba las orejas de unos pulsos de fiebre. La más tímida insinuación de que su marido divergía ligeramente de la pintura la atribuía ella a la envidia y a los celos y le provocaba accesos de cólera con lágrimas y temblores como de tercianas. Ni sus padres consiguieron deslunarla, menos aún los cortesanos. Y entre tanto Felipe la tenía todo el tiempo hinchada con un embarazo tras otro mientras él se dilapidaba en juergas adúlteras.
Cuando, muertos sus progenitores, doña Juana subió al trono, lo primero que hizo fue mandar que a su marido lo llamasen Felipe el Hermoso, bajo pena de cortarle la lengua y la mano derecha a quien desobedeciese. Consagrada a los embarazos, puso todas las llaves y ganzúas del gobierno en manos de su consorte, quien consumó unas diabluras tan vehementes que en pocos años la prosperidad del reino quedó aniquilada. Las Indias Occidentales se salvaron gracias a que estaban ubicadas al otro lado de los abismos ptolomeicos.
En vano diputaciones de nobles y de obispos visitaban a doña Juana en el castillo de Valladolid, donde Felipe la mantenía reclusa con el pretexto de que el sol es malo para la maternidad, y le pedían de rodillas que intercediera ante el rey para que cesase en los pillajes, las matanzas, los sacrilegios y violación de doncellas. Doña Juana, entre parto y parto, les contestaba que esas eran calumnias. Mostrándoles el retrato fraguado por Jan van Horne, del cual no se separaba ni en el lecho, gritaba con ímpetu demente que un rey con aquel rostro de arcángel no podía ser el diablo que ellos decían porque eran todos unos traidores.
Saqueado por los desórdenes, murió Felipe a los veintiocho años de edad. Testigos dignos de crédito aseguran que aparentaba el doble. Todavía cincuenta años más tarde lo sobrevivió la reina, aunque no hubo forma de que contrajese la viudez. Al menor intento de que vistiera de luto refutaba que su marido no había muerto, y señalaba con el índice el retrato. Un día la encontraron difunta en el lecho frío, abrazada al óleo donde Felipe el Diablo era Felipe el Hermoso.
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(21)
Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento
(21)
Horacio Preler
(21)
Leopoldo "Teuco" Castilla
(21)
O. Henry
(21)
Sandro Penna
(21)
Sandro Tedeschi
(21)
Witold Gombrowicz
(21)
Julio Bepré
(20)
Mario Torres
(20)
Nicanor Parra
(20)
Cesar Moro
(19)
Francisco Madariaga
(19)
María Meleck Vivanco
(19)
Vicente Luy
(19)
Omar Yubiaceca (Jorge Omar Altamirano)
(17)
Jorge Luis Carranza
(16)
Teresa Gómez Atala
(16)
Ariel Canzani
(15)
Manuel Mujica Laínez
(15)
Marcelo Dughetti
(15)
Ana Cristina Cesar
(14)
Carlos Drummond de Andrade
(14)
Isidoro Blaisten
(14)
Karen Alkalay-Gut
(14)
Manuel López Ares
(14)
Mircea Eliade
(14)
Nestor Perlongher
(14)
Raymond Carver
(14)
Richard Aldington
(14)
Spencer Holst
(14)
Alaide Foppa
(13)
Andres Utello
(13)
Anne Waldman
(13)
Antonin Artaud
(13)
Charles Baudelaire
(13)
José B. Adolph
(13)
Lawrence Ferlinghetti
(13)
Marcel Schwob
(13)
Miguel Angel Bustos
(13)
Ricardo Rubio
(13)
Sam Shepard
(13)
Teresa Wilms Montt
(13)
Cecilia Meireles
(12)
Ernesto Cardenal
(12)
Jose Emilio Pacheco
(12)
Rainer María Rilke
(12)
Laura López Morales
(11)
Música
(11)
Rodolfo Edwards
(10)
Carlos Bousoño
(9)
Victor Saturni
(9)
Adrian Salagre
(8)
Eugenio Mandrini
(8)
Federico Garcia Lorca
(8)
Horacio Goslino
(8)
Inés Arredondo
(8)
José María Castellano
(8)
Juan Jacobo Bajarlia
(8)
Julio Requena
(8)
Roberto Juarroz
(8)
Roque Dalton
(8)
Allen Ginsberg
(7)
Antonio Porchia
(7)
Basho
(7)
Carlos Oquendo de Amat
(7)
Charles Simic
(7)
Conde de Lautréamont
(7)
Francisco Rodríguez Criado
(7)
Gaspar Pio del Corro
(7)
Gerardo Coria
(7)
Gianni Rodari
(7)
Hans Magnus Enzensberger
(7)
Leonard Cohen
(7)
Li Bai
(7)
Li Po
(7)
Litai Po
(7)
Lope de Vega
(7)
Norah Lange
(7)
Oliverio Girondo
(7)
Pedro Serazzi Ahumada
(7)
Robert Frost
(7)
Eduardo Galeano
(6)
Gregory Corso
(6)
John Forbes
(6)
Revista El Gato del Espejo
(6)
Torquato Tasso
(6)
Victoria Colombini Lauricella
(6)
William Shand
(6)
Círculo de Narradores de Traslasierra “ Paso del Leon”
(5)
Hugo Mujica
(5)
Jorge Luis Borges
(4)
Leopoldo Lugones
(4)
Eduardo "Lalo" Argüello
(3)
Encuentro Internacional de Poetas "Oscar Guiñazù Alvarez
(3)
Roberto Bolaño
(3)
Tomas Barna
(3)
Pablo Anadón
(2)
Pablo Neruda
(2)
Ricardo Di Mario
(2)
Rubén Darío
(2)
Susana Miranda
(2)
Walter Ruleman Perez
(2)
Antonio Machado
(1)
Beatriz Tombeur
(1)
Eduardo Fracchia
(1)
Enrique Banchs
(1)
Enrique Molina
(1)
Ernesto Sábato
(1)
Jose Caribaux
(1)
Juan Gelman
(1)
Julio Cortázar
(1)
Mario Pacho O Donnell
(1)
Ricardo Piglia
(1)
Victoria Ocampo
(1)