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12 de septiembre de 2020

Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi




Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi

 
Doña Juana, hija de los Reyes Católicos, había heredado de su abuela materna doña Isabel de Portugal el arrebato fantasioso y la ensoñación lunática, y de su otra abuela, doña Juana Enríquez, cuyo nombre de pila llevaba, la terquedad de mula. De ambas vertientes de la sangre vino a resultar una doncella tan empecinada en sus imaginaciones que no había forma de quebrantárselas.
Cuando cumplió los quince años sus padres decidieron casarla, porque el primogénito, el infante don Juan, era muy distraído de salud y en cuanto se descuidara podía cometer el traspié de morirse, de modo que había que apercibir a doña Juana para futura reina. Pero una reina siempre en la luna de los sueños de qué le serviría a Castilla, de qué a Aragón y a los trescientos señoríos sufragáneos sin contar las Indias Occidentales a punto de ser descubiertas por el genovés. Se confió en que el matrimonio y la maternidad la harían bajar a tierra. Y si aún así persistía en sus fantasiosidades iba a necesitar un marido que lidiase él solo con el león de la guerra, con el lobo del gobierno y con el zorro de la política.
Correos secretos fueron despachados a todos los reinos de la civilización portando mensajes que mezclaban el ofrecimiento de la mano de doña Juana, la garantía de que el infante don Juan no tenía para mucho y un inventario fabuloso de las Indias Occidentales. Los candidatos proliferaron. Los protocolos, las etiquetas y costumbres de entonces querían que cada candidato enviase, junto con la petición de mano, su retrato pintado del natural, que los Reyes Católicos, asistidos por inquisidores de Segovia, por sabios de Salamanca y por nigromantes de Toledo, examinaron uno por uno en una cámara del castillo de Valladolid, a escondidas de doña Juana para que la ilusa no se dejase engañar por alguna pintura de embeleco y después quién la desengañaría.
Varios postulantes fueron rechazados sin miramientos: un vástago del rey Tudor porque aunque lo habían pintado con bigotes se notaba que era un niño de no más de siete años; el nieto del duque de Borgoña porque su figura adolecía de penurias de masculinidad, dato confirmado por el embajador aragonés ante la corte de Capeto; cierto príncipe de Calabria y de las Islas Eolias, un joven muy guapo y muy simpático, porque junto con el cuadro llegó un aviso de que se trataba de un impostor napolitano; un duque de Iliria y otro de Transilvania porque eran dos viejos ya retirados del servicio del amor, el zarevich de Rusia porque en aquel bárbaro país todavía no prosperaba el arte pictórico y lo que se vio en el retrato espantó a todos, y el conde palatino de Magdeburgo porque cuando se lo escrutó a medianoche y a la luz de una antorcha, que es como un retrato revela el alma del retratado, se advirtió que ese teutón no creía en la virginidad de María.
Finalmente llegó en un gran marco dorado y labrado la efigie de Felipe, hijo del emperador Maximiliano de Austria y rey él mismo de los Países Bajos. La claridad del día lo descubrió muy apuesto y de virilidad testaruda. Indagado a medianoche al resplandor de la antorcha, le averiguaron prendas de espíritu que lo sindicaban como un marido ideal para doña Juana: abundaba en valor, en prudencia y en frialdad de ánimo, ignoraba la lujuria y la glotonería, era modesto, sensato y poco amigo de acicalarse, y rehusaba todo género de devaneos mentales. El único defecto que confesó fue cierto gusto por la zafadurías de vocabulario y quizá un poco de brutalidad escueta para el amor, pero no eran vicios graves. En compensación, rebosaba de fe cristiana. Los Reyes Católicos ahí mismo dieron por concluido el desfile de candidaturas.
A la mañana siguiente el retrato, velado con un terciopelo carmesí, fue conducido por dos pajes hasta la presencia de doña Juana. Lo precedía una tropa de camareras de palacio y lo seguía un cortejo de músicos vihuelistas. Detrás venían los nigromantes, luego los sabios y después los inquisidores. Cerraban la marcha los reyes entre dos maceros. Cuando quitaron el paño y la estampa de Felipe apareció en sus trazos graciosos y en sus tintes encendidos, doña Juana miró e incontinenti se desvaneció, prendada de golpe y para siempre de la hermosa figuración. Una hora le perduró el desmayo, que ella ocupó en soñarse unos amores fogosos con aquel mancebo. Al recobrar el sentido ya estaba tan extraviada en sus quimeras que nunca más saldría. Un mes más tarde se celebraron las bodas.
Felipe no era ni la mitad de hermoso de como lo declaraba el óleo, y tenía el alma usurpada por la crueldad y el orgullo. Añadía costumbres disolutas y una indiferencia religiosa fronteriza de la apostasía. Sus súbditos lo apodaban Felipe el Diablo, mote que jamás pronunciaron en voz alta ni baja por temor de que los mandara callar la horca. Si hoy estas tardías páginas traen a la luz un secreto guardado en el corazón de aquella gente es porque la Literatura sabe lo que la Historia ignora.
Las disidencias entre Felipe el Diablo y el Felipe del retrato piden una explicación. Autor de la engañifa o más bien su servil ejecutor fue Jan van Horne, de Heinault, que cuando joven había aprendido en Italia, en el taller florentino de micer Paolo Ludovisi, el arte de la pintura fraudulenta, habilidad que a su regreso a Flandes le valió fama y dinero, porque en sus retratos los viejos se rejuvenecían, los feos y deformes se hermoseaban y los tontos parecían inteligentes; los canallas, santos, y los perversos, ángeles.
Pero cuando Felipe le contrató los pinceles para el cuadro que enviaría a España y le previno que de su talento dependían dos cosas, el matrimonio del retratado y la cabeza del retratista, Jan van Horne se espantó. Es que ni el venerable micer Paolo, que una vez había hecho el retrato de un feroz ajusticiado y lo había vendido con el título de “Adonis muerto por el jabalí”, habría sido capaz de sobreponerse al aire crapuloso que difundía Felipe. Para salir del paso recurrió a una estratagema. Durante todo el tiempo que le llevó la fabricación del engaño miraba con un ojo aquella cara de perversidad irrebatible y le corregía las medidas y las proporciones, mientras con el otro ojo miraba la cara de un soldado que montaba guardia a la puerta del aposento, y fue gracias a ese estrabismo que el retrato de Felipe saldría airoso, en Valladolid, de la prueba de la antorcha.
Los Reyes Católicos no demoraron en advertir la estafa, pero ya era tarde para cualquier enmienda. Encima se les murió el primogénito. Enemistad y discordia hubo entre suegros y yerno, y se dice que los disgustos urgieron el acabamiento de la reina, quien aún finada tenía una expresión de contrariedad, y le aconsejaron al rey renegar de la viudez y casarse con Germana de Foix en procura de un heredero que le disputase al flamenco el doble trono, pero la edad le estropeó esos planes.
En cambio doña Juana nunca se dio cuenta de la superchería. El día en que conoció a Felipe lo vio tal como lo había visto en la tela patrañosa de Jan van Horne, y así bello y de alma cristalina siguió viéndolo por todo el resto de su vida, siempre joven, con la misma sonrisa seráfica y la misma barba rubia cuidada, tan hermoso de carnes y tan angélico de alma que el amor que sentía por él, lejos de amenguarse, crecía como la mar océano y le poblaba las orejas de unos pulsos de fiebre. La más tímida insinuación de que su marido divergía ligeramente de la pintura la atribuía ella a la envidia y a los celos y le provocaba accesos de cólera con lágrimas y temblores como de tercianas. Ni sus padres consiguieron deslunarla, menos aún los cortesanos. Y entre tanto Felipe la tenía todo el tiempo hinchada con un embarazo tras otro mientras él se dilapidaba en juergas adúlteras.
Cuando, muertos sus progenitores, doña Juana subió al trono, lo primero que hizo fue mandar que a su marido lo llamasen Felipe el Hermoso, bajo pena de cortarle la lengua y la mano derecha a quien desobedeciese. Consagrada a los embarazos, puso todas las llaves y ganzúas del gobierno en manos de su consorte, quien consumó unas diabluras tan vehementes que en pocos años la prosperidad del reino quedó aniquilada. Las Indias Occidentales se salvaron gracias a que estaban ubicadas al otro lado de los abismos ptolomeicos.
En vano diputaciones de nobles y de obispos visitaban a doña Juana en el castillo de Valladolid, donde Felipe la mantenía reclusa con el pretexto de que el sol es malo para la maternidad, y le pedían de rodillas que intercediera ante el rey para que cesase en los pillajes, las matanzas, los sacrilegios y violación de doncellas. Doña Juana, entre parto y parto, les contestaba que esas eran calumnias. Mostrándoles el retrato fraguado por Jan van Horne, del cual no se separaba ni en el lecho, gritaba con ímpetu demente que un rey con aquel rostro de arcángel no podía ser el diablo que ellos decían porque eran todos unos traidores.
Saqueado por los desórdenes, murió Felipe a los veintiocho años de edad. Testigos dignos de crédito aseguran que aparentaba el doble. Todavía cincuenta años más tarde lo sobrevivió la reina, aunque no hubo forma de que contrajese la viudez. Al menor intento de que vistiera de luto refutaba que su marido no había muerto, y señalaba con el índice el retrato. Un día la encontraron difunta en el lecho frío, abrazada al óleo donde Felipe el Diablo era Felipe el Hermoso.

 

 Marco Denevi


 

10 de septiembre de 2020

El collar de perlas, Marco Denevi



El collar de perlas,  Marco Denevi
 
Maupassant tiene un cuento que se titula "El collar de perlas", pequeña obra maestra que muchos habrán leído o que conocerán a través del cine. Pues bien, yo sé una historia que
una vez más le da la razón a Oscar Wilde: la realidad plagia al arte. Porque esa historia, totalmente verídica, parece copiada (con ligeros retoques) de la narración de Maupassant. Me la refirió una de las personas que la protagonizaron (aunque, ya se verá por qué, pretenda rebajarse a mero testigo) y de cuya palabra no dudo. He aquí su relato, del que sólo he alterado los nombres propios.
Hace unos diez años, cuando yo era todavía joven, fui testigo de un caso con el que usted podría hacer un cuento. Fíjese que una noche, en casa de Fernando,  apareció una invitada que no supe de dónde había salido. Quiero decir, no supe cómo ni dónde la conoció Fernando. Una tilinga. Hermosa hasta más no poder, pero tilinga. Cómo él se atrevió a presentárnosla, no me lo explico. O me lo explico, pero prefiero que usted saque sus propias conclusiones.
La cuestión es que la tilinga estaba ahí, entre nosotros. A la legua se veía que provenía de las clases más humildes. La primera noche casi no habló. Se pasó todo el tiempo mirándonos como si fuésemos orangutanes en la jaula. Pero no se precisa mucho para adivinar la condición social de una persona, sobre todo de una mujer. Le hubiese visto el vestido, el peinado de alto. Y los modales, sobre todos los modales. Dime cómo comes y te diré quién eres. Daba lástima verla manejar los cubiertos. En otras circunstancias la hubiéramos ignorado olímpicamente,
pero en seguida nos dimos cuenta, cáigase de espaldas, de que era el nuevo flirt de Fernando.
La presentó como "Gladys, una amiga". Que se llamase Gladys ya la ponía en la picota. Imagínese, nosotros nos tragamos la estupefacción, nadie preguntó nada. Y la comida, con ese estimulante, resultó más divertida que nunca. Pero a día siguiente me llovieron los llamados telefónicos.
—¿Quién es esa Gladys?
—¿A mí me lo preguntas? Sé tanto como vos.
A partir de entonces la tal Gladys formó parte de los happy few que asistíamos a las comidas mensuales de Fernando.
Le diré una cosa de esas comidas. Eran el único lujo que podía darse el pobre, ya que, como usted estará enterado, no tenía dónde caerse muerto. Todavía vivía en la casa que heredó de los padres, conservaba los muebles y, desde luego, su aire de gran señor, su figura, ese tono que siempre le alabábamos y que, hay que reconocerlo, no lo da precisamente la fortuna. Pero dinero, ni un centavo. Y de la antigua servidumbre, una mucama y gracias.
A medida que Gladys tomó confianza y empezó a soltar la lengua y a ejercer, como decía Monona, su profesión de mersa, todos, y yo antes que nadie, comprendimos que era una ambiciosa de marca mayor y que aspiraba nada menos que a casarse con Fernando. En fin, a casarse o a usarlo de trampolín para otros fines. La idiota, viendo a su alrededor tanto mueble y tanto cachivache, pensaría que Femando era millonario. Si hubiese sabido la verdad, seguro que lo habría dejado plantado. De todos modos él le servía para alternar con gente como Georgie, como Monona y como yo. No se extrañe de que se haya propuesto pescar un pez todavía más gordo que Femando.
Los hombres, aunque sean de buena cuna, cuando llegas a cierta edad parecen complacerse en amores de pacotilla que los obligan a hacer el ridículo.
Fernando, por ejemplo. Comprendía que la presencia de Gladys nos chocaba. Esa bruta, que decía marágnum en lugar de maremágnum y cada dos por tres tenía que recoger la servilleta que se le había caído al suelo, echaba abajo, de una manera estrepitosa, el estilo de vida, las tradiciones, la atmósfera que siempre habían rodeado a Fernando, ese tono del que le hablé. Pero él andaba por los cuarenta años y en cambio ella por los veinte y era físicamente linda.
Entonces, basta: nos obligaba a soportarla. Un hombre más joven la habría escondido.
Él la exhibía. Y cuando ella soltaba un disparate mayúsculo, se lo festejaba como una gracia.
Una noche, después de comer, nos quedamos solos Fernando, yo y Gladys.
Los demás se habían ido con el pretexto de que amenazaba tormenta. En realidad, Gladys los había puesto histéricos. Fíjese que esa noche se le había dado por los juegos de salón y quería a toda costa que escribiéramos cartas rusas, una antigüedad que seguramente Fernando acababa de revelarle.
Por ahí Fernando me dijo:
—¿Mañana tenés Colón?
—Sí. Va a ser un opio. Dan La forza.
—Cuidado. Es mufa.
Se entrometió Gladys:
—Yo también voy.
Disimulé mi sorpresa.
—¿Ah, sí? ¿Tenés abono?
Qué iba a tener, pero se lo pregunté para reventarla. Lo miró a Fernando y Fernando contestó por ella:
—Le regalaron un palco bajo.
Nada menos que un palco bajo. Se lo habría conseguido él, ni qué hablar.
Últimamente ya no se puede ir al Colón ni en funciones de gran abono. Está lleno de colados. Pero en aquel entonces se respetaban las diferencias sociales.
—Es la primera vez que voy —dijo Gladys, que parecía regodearse en su falta de cultura—. Voy con mi familia.
Por algo Fernando no la acompañaba. No querría que esos patanes lo comprometiesen delante de tantos binóculos que no le darían tregua.
—¿Qué vestido vas a llevar? —le preguntó él. Intimidades así, entre los dos, me hacían sospechar que eran amantes. Bueno, a mí qué me importaba.
Me preparé a oír la descripción de un traje bordado con piedras del tamaño de un tomate. Pero ella dijo:
—Uno de terciopelo negro.
—Muy bien. Es lo indicado.
Seguro que se lo había elegido (y pagado con sus últimos ahorros) él. Ahora hacían esa comedia para que yo me enterase de que ella tenía buen gusto.
Gladys, de pronto, exhibió una cara de mártir:
—Pero me falta una alhaja como la gente.
Si era una indirecta, estaba frita conmigo. Y si no lo era, podía habérselo dicho a solas, en otro momento. De cualquier manera aprovechaba mi presencia, quería extorsionarnos, a él o a mí, o a los dos.
Fernando la miró fijo durante varios segundos. Después se levantó, salió del living y en seguida volvió con un estuche plano, color azul, que le entregó sin una palabra.
—¿Qué es? —gorjeó Gladys.
—El collar de perlas de mamá. Te lo presto. Combina con tu vestido.
Ella abrió el estuche. Vi el famoso collar de perlas, de dos vueltas.
—Muy lindo —dijo Gladys sin ningún entusiasmo. Había esperado que él se lo regalase. O que el collar fuese una sarta de huevos de avestruz. Esos dos hilos de perlas chiquitas la defraudarían. Pero, para disimular su frialdad, agregó:
—Me vendrá regio.
Cerró el estuche y lo guardó en la cartera. Como llovía a cántaros tuve que llevarla en mi automóvil hasta su casa, un infame monoblock que quedaba por los quintos infiernos.
A la noche siguiente la localicé en un palco bajo justo frente al mío. No lo voy a negar: estaba despampanante. Pero si usted hubiese visto a los que la rodeaban se moría de risa. Para colmo, en el segundo intervalo, se metieron el foyer y no tuve más remedio que saludarla a ella y darle la mano (pero rápido) a toda la pandilla.
Y qué cree: a la mañana me llama por teléfono. Le temblaba la voz y parecía en pleno ataque de nervios.
—Me pasó una cosa espantosa. Perdí el collar.
—¿El que te prestó Fernando? ¿Dónde lo perdiste?
—Yo qué sé. Al salir del Colón lo tenía puesto, estoy segura. Pero cuando llego a casa y empiezo a desvestirme no lo tenía. Lo buscamos como locos, hasta en la vereda del teatro. Y nada. Se me habrá caído en el taxi. Dios mío, y ahora qué le digo a Fernando.
—Que se rompió el broche, que lo mandaste a arreglar y que se lo devolverás tan pronto esté listo.
—¿Y con eso qué gano?
—Tiempo.
—¿Para?
—Para conseguir otro collar igual.
—No va a ser fácil. Ya lo pensé.
—¿El estuche tiene el sello de alguna joyería?
—Settemane.
—Andá a Settemane. ¿Te acompaño?
—Sí, acompáñame. Te lo pido por favor.
Se me apareció con el padre, un sujeto que no voy a describírselo porque me niego a describir cierto tipo de gente. En la joyería nos atendió el propio Settemane en persona. Añares que me conoce. Recordaba perfectamente el collar de la madre de Fernando.
—Da la casualidad —me dijo, porque el tano, que parece un príncipe del Renacimiento, se dirigía siempre a mí, a los otros dos los pasaba por alto— de que no hace mucho tiempo el señor Fernando nos trajo el collar para que le arregláramos el broche, que no funcionaba bien.
Gladys y yo nos miramos. Con razón lo había perdido. El broche seguía fallando.
—Mi querido —le dije a Settemane—, voy a hablarle con toda franqueza. La señorita es amiga de Fernando. Acaba de perder precisamente ese collar, que él le había prestado porque el de ella también tiene roto el broche. Bueno. Y la señorita, como es lógico, ahora quiere reponer la pérdida con un collar idéntico al que extravió. ¿Será posible?
—Como cantan en L'elisir, cara: posibilísimo —se sonrió Settemane.
Se fue y volvió con una bandeja de terciopelo y, sobre la bandeja, un collar igualito. Pero cuando dio la cifra del precio, el padre de Gladys soltó una interjección brutal que no voy a repetir y ella casi se desmaya.
—¡Pero cómo! —gemía—. ¡Cómo puede costar tanto!
—Yo no puedo pagar ese disparate —gritó el viejo—. Tendría que hipotecar mi casa, endeudarme hasta los ojos.
Settemane, aterrado, parpadeaba a toda velocidad y con las manos cubría la bandeja de fieltro como para salvarla de algún ladrón.
—Hablen más bajo —les ordené a aquel par de brutos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —seguía gimiendo Gladys—. Nunca me hubiese imaginado que costaba una fortuna.
—¿Pero qué creías? —le dije secamente—. ¿Que la madre de Fernando usaba fantasías de dos por cinco?
—Vas a tener que confesarle que lo perdiste —barbotó el padre con un ademán de poner fin a una discusión inútil—. A cualquiera le puede pasar.
Settemane, cada vez más espantado, me miraba como preguntándome: Cara, ¿a qué clase de delincuentes ha traído a mi joyería?
Yo estaba muerta de vergüenza y de indignación.
—Usted se ha vuelto loco —protesté, en un tonito de esos que a un patán lo hacen sentirse gusano—. El collar, aparte de ser un recuerdo de familia, cuesta varios millones. Si cree que Fernando se quedará de brazos cruzados, se equivoca.
Y yo le saldré de testigo. Estuve presente cuando le entregó el collar, en préstamo, a su hija.
El viejo me miró como con ganas de estrangularme. Después se volvió hacia Settemane:
—Oiga. ¿No tendría otro collar más barato, que pueda ir en lugar del que ésta perdió?
—El señor bromea —le contestó Settemane, ofendidísimo.
—Las perlas legítimas —intervine, siempre en aquel tonito— se distinguen a simple vista. Fernando se daría cuenta en seguida.
Una hora. Una hora estuvimos enredados en un tira y afloja de lo más denigrante.
A mí se me subían los colores. Hubo un momento en que no pude soportar ese regateo de gitanos y me enojé. Al fin el viejo prometió volver al día siguiente con la plata.
—No se lo venda a nadie —le recomendó a Settemane. Y Settemane, al borde del colapso, cerró los ojos.
En la calle el viejo se puso hecho una furia.
—¡Infeliz! —gritaba—. Ahora voy a tener que pedir prestado a medio mundo.
Voy a tener que firmar documentos hasta que me muera. Y todo por tu culpa, me caigo y me levanto. Ah, pero se te acabaron los mariposeos con gente de copete.
Vas a agachar el lomo. Hoy mismo te pones a trabajar, aunque sea de sirvienta.
Porque este fardo no lo levanto solamente yo. Ah, no, m'hijita.
Y así, a los chillidos en plena calle Florida. Gladys, blanca como un papel, sollozaba sin disimulo. Yo me separé sin despedirme.
Resultado: Gladys desapareció de la vida de Fernando.
Y vea si no es para no creerlo. Un día Fernando me pide plata prestada. Yo andaba casualmente sin fondos. Y no hay cosa que más rabia nos dé que alguien nos ponga en evidencia con un sablazo, aunque ese alguien, por lo visto, esté peor que uno.
—¿Por qué no empeñas o vendes el collar?
—¿Qué collar?
—La pregunta. El collar de perlas de tu mamá.
—No vale nada.
—Cómo que no vale nada.
—El de perlas legítimas lo vendí hace tiempo.
—¿Y el que le prestaste a aquella muchacha?
—¿A Gladys? Es una imitación. Mamá acostumbraba a usarlo porque tenía miedo de que le robasen el otro.
—Qué notable.
—Pero cómo. ¿No lo sabías? ¿Mamá nunca te lo dijo?
—Nunca.
—¿Qué te pasa, Finita?
—¿Por?
—Pusiste una cara...
Al fin se lo conté todo. Salió corriendo del living. Volvió con el estuche azul en una mano y el collar en la otra. Se sentó. Estaba más pálido que Gladys cuando el viejo la sermoneaba a los gritos en plena cañe Florida.
—El día en que me lo devolvió —murmuró mirando las perlas—, guardé el estuche sin abrirlo. Desde entonces nunca lo abrí. No me di cuenta del cambio de collar. Pobrecita. Pobrecita Gladys.
Parecía desolado.
—Todavía estás a tiempo —empecé, pero me interrumpió de mal talante.
—No. Se mudó de casa. No sé dónde vive.
Y otra vez salmodió su:
—Pobrecita. Pobrecita.
La desolación le duró varios días. Después se consoló con lo que le dieron por el collar.
Y ahora dígame, Denevi, si esto no parece una novela.
Parece más bien un descarado plagio del cuento de Maupassant, que Finita, evidentemente, no había leído.
Pero a la historia le falta un colofón a mi cargo, que el cuento de Maupassant no admite y que justifica que yo la haya transformado en el texto que se acaba de leer.
Finita es un miembro conspicuo de la aristocracia. Según tengo entendido, fue amante de Fernando con anterioridad a Gladys y volvió a serlo después que Gladys desapareció.
Algunos pormenores de su historia me llaman la atención. Por ejemplo, que califique de famoso al collar. Por ejemplo, que Fernando se asombre de que ella no estuviese enterada de la existencia de un collar falso. Por ejemplo, que una mujer como Finita haya visto el collar que Fernando le prestó a Gladys sin advertir que eran perlas de imitación, cuando, según sus propias palabras, las perlas legítimas se distinguen a simple vista.
Les traspaso estas dudas a mis lectores.
 
Marco Denevi


 

9 de septiembre de 2020

La soledad, Marco Denevi

 

La soledad

 

Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a solas, durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada inflexión de la voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y entretanto se negó a recibir a nadie, a conversar con nadie. Temía que los demás le corrompiesen el estilo, le contagiasen sus trivialidades, sus torpezas de dicción, esas rústicas modulaciones con que habla el pueblo. Cuando, finalmente, decidió que no le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se encaminó al ágora y en presencia de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban los curiosos. Algunos se rieron, otros le arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de los cómicos.

 

Marco Denevi 

8 de septiembre de 2020

La mujer ideal no existe, Marco Denevi

La mujer ideal no existe, Marco Denevi
 

Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote le había hecho de Dulcinea.
Verde de envidia, Dulcinea masculló:
-Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puede asegurar que no hay ninguna que se parezca ni remotamente a esa que usted dice.
 
Marco Denevi  (1984)


 

7 de septiembre de 2020

De mañana, Wang Wei

De mañana
 
 
La flor del melocotón es roja
y todavía se mantiene la lluvia nocturna.
Los sauces reverdecieron
con la neblina de primavera.
Los pétalos caídos no han sido
barridos aún por los criados.
Se escucha el canto de las oropéndolas. El invitado
duerme aún.
 
 
Wang Wei
 

 

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