Homenaje a Freud
Freud, el resucitado,
vuelve a encender la luz en el abismo
contra su propio voto de censura,
y ésta es la sesión definitiva.
Todos los medios fueron ensayados
para quitarle al viejo su palabra,
él mismo se prestó al experimento;
pero la selva del puritanismo
no lo pudo roer hasta los huesos
ni él mismo pudo dar la cara en falso.
La verdad está aquí, desesperada
por el acoso, las mutilaciones
y los milagros de la ciencia; rompe,
al avanzar con paso zigzagueante,
el círculo de tiza y, en un grito
que no estaba en el texto, el pudridero
de ese «santo remedio»: la mordaza.
En el brasero de los acusados,
aunque brillen cien años por su ausencia,
terminarán asándose los jueces.
Esa frente surcada de escrituras
lo había visto bien: el sufrimiento
viene de la raíz: el hombre crece
ligado al mundo por el sexo, nadie
puede volver a descubrir el fuego
sin destruir el fruto en su carozo.
El árbol de la ciencia
es una gran patraña abominable:
ha florecido a expensas del espíritu;
es natural que todo lo envenene.
Atención: fue plantado en Palestina,
fósil viviente, nada más que piedra
nutrida con el polvo del desierto.
Convendría instalarlo en la vitrina
del Museo del Hombre en su lugar
junto al poste totémico.
Empezó por hundir el paraíso
y ha terminado ensombreciendo al mundo.
El mal estuvo en no arrancarlo a tiempo,
en aceptar que se extendiera a bosque,
en no pedir manzanas al manzano.
La verdad, todo el mundo la confirma,
antes que nadie, sus impugnadores;
esas máscaras hablan por sí solas
diga lo que dijere el rostro oculto
del pretendido amor a lo divino.
¿Por quién juran los ángeles?
La carne es la semilla y es el fruto,
y el corazón florece en su trabajo d
e dar y recibir el paraíso.
Recójanse los falsos testimonios.
Enrique Lihn
De Poesía de paso, Casa de las Américas, La Habana (1966)