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1 de mayo de 2020

La dignidad del trabajo, Eduardo Galeano


La dignidad del trabajo, Eduardo Galeano


Texto leído en la sesión magistral de clausura de la VI Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales, llevada a cabo del 6 al 9 de noviembre de 2012 en la Ciudad de México.

No se asusten, empezaré diciendo seré breve, pero esta vez es verdad. Y es verdad porque yo estoy empeñado en una inútil campaña contra la inación palabraria en América Latina, que yo creo que es más jodida, más peligrosa que la inación monetaria, pero se cultiva con más frecuencia. Y porque además lo que voy a hacer es leer para ustedes un mosaico de textos breves previamente publicados en revistas, periódicos, libros. Pero no reunidos como ahora en una sola ocasión, reunidos en torno a una pregunta que me ocupa y me preocupa como estoy seguro a todos ustedes, que es la pregunta siguiente: ¿los derechos de los trabajadores son ahora un tema para arqueólogos? ¿Sólo para arqueólogos? ¿Una memoria perdida de tiempos idos? Este en un mosaico armado con textos diversos que se refieren todo sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el presente a esta pregunta más que nunca actualizada: ¿Los derechos de los trabajadores es un tema para arqueólogos? Más que nunca actualizada en estos tiempos de crisis, en los que más que nunca los derechos están siendo despedazados por el huracán feroz que se lleva todo por delante, que castiga el trabajo y en cambio recompensa la especulación, y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de conquistas obreras.

La tarántula universal

Ocurrió en Chicago en 1886. El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate. Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Se llamaban George Engel, Adolph Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies; marcharon  a la horca mientras el quinto condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en su celda.

Cada 1º de mayo el mundo entero los recuerda.

Dicho sea de paso, les cuento que estuve en Chicago hace unos siete u ocho años, y les pedí a mis amigos que me llevaran al lugar donde todo esto había ocurrido, y no lo conocían. Entonces me di cuenta de que en realidad esto, esta ceremonia universal la única fiesta de veras universal que existe, en Estados Unidos no se celebraba; o sea, era en ese momento el único país del mundo donde el 1 de mayo no era el Día de los Trabajadores. En estos últimos tiempos eso ha cambiado, recibí hace poco una carta muy jubilosa de estos mismos amigos contándome que ahora había en ese lugar un monolito que recordaba a estos héroes del sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había hecho una manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por primera vez en la historia. Y la carta terminaba diciendo: Ellos te saludan.
Cada 1º de mayo el mundo recuerda a esos mártires, y con el paso del tiempo las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden las jornadas de trabajo con aquellos relojes derretidos de Salvador Dalí.

Una enfermedad llamada "trabajo"

En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico rarísimo, que empezaba preguntando: ¿En qué trabaja usted?. A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su experiencia le permitió escribir el primer Tratado de Medicina del Trabajo, donde describió una por una las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho hollín.

El hollín era su verdugo.

Desechables

Más de 90 millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Walmart. Sus más de 900 mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de asociación. Y más, el fundador de Walmart, Sam Walton, recibió en 1992 la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos y nueve de cada diez niños engullen en McDonalds la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonalds son tan desechables como la comida que sirven. Los pica la misma máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett-Packard lograron evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró unión free (libre de sindicatos) el sector electrónico. Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas vivas en Tailandia en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson, la familia Simpson y los Muppets.
En sus campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo  el modelo norteamericano de relaciones laborales. Nuestro estilo de trabajo como ambos lo llamaron es el que está marcando el paso de la globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.
La tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar 100 mil años para ganar lo que gana en un año un trabajador de su empresa en los Estados Unidos. Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos, computadoras  o instrumentos  de alta tecnología, además de producir como antes caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados Unidos 14. El país que encabeza el proceso de globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios que las industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente, este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo fuera de la ley, es el que dice que ahora no habrá más remedio que incluir cláusulas sociales y de protección ambiental en los Acuerdos de Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad, no? ¿Qué sería de ella sin la publicidad que la enmascara? Estas cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone los pelos de punta a los más fervorosos partidarios, abogados, del salario de hambre, el horario de goma y el despido libre.
Desde que Ernesto Zedillo dejó la Presidencia de México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio Procter & Gamble, que opera en 140 países, y además encabeza una comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes. En idioma tecnocratés, se indigna contra lo que llama la imposición de estándares homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales; traducido, eso significa olvidemos de una buena vez toda la legislación internacional que todavía protege más o menos, menos que más, a los trabajadores. El presidente jubilado cobra por predicar la esclavitud, pero el principal director ejecutivo de General Electric lo dice más claro: Para competir hay que exprimir los limones, y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el reality show del mundo de nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos y yo no fui.
En la industria posmoderna el trabajo ya no está concentrado, así es en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota; de cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa; de los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las normas de seguridad.
A través de 300 empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un Estado que en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra. Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social para asegurar un clima favorable a los inversores, explicó Bo Xilai, alto dirigente del Partido Comunista Chino.
El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas compiten en lo que pueden, a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de lucha.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman sweatshops (talleres del sudor), crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina están en negro, sin ninguna protección legal; nueve de cada diez nuevos empleos en toda América Latina corresponden al llamado sector informal, un eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios. ¿La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo del revés, la libertad oprime. La libertad del dinero exige trabajadores presos, presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El Dios del mercado amenaza y castiga, y bien lo sabe cualquier trabajador en cualquier lugar. El miedo al desempleo que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, eso hoy por hoy es la fuente de angustia más universal de todas las angustias.
¿Quién está a salvo del pánico, de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un obstáculo interno, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que hemos eliminado los obstáculos internos? Y en tren de preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que divide el mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo desafío.

Un raro acto de cordura

En 1998, Francia dictó la ley que a 35 horas semanales el horario de trabajo. Trabajar menos, vivir más. Tomás Moro había soñado en su Utopía pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al cabo, ¿para qué sirven las máquinas si no es para reducir el tiempo de trabajo y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero poco duró la cordura. La ley de las 35 horas murió a los diez años.

Este inseguro mundo

Hoy, vale la pena advertir que no hay en el mundo nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan cada día preguntando: ¿Cuántos  sobraremos, quién me comprará?. Muchos pierden el trabajo, y muchos pierden, trabajando, también la vida. Cada 15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman accidentes de trabajo.
La inseguridad pública es el tema preferido de los políticos, que desatan la histeria colectiva en cada elección. ¡Peligro, peligro proclaman en cada esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino!. Pero esos políticos jamás denuncian que trabajar es peligroso. Y es peligroso cruzar la calle, porque cada 25 segundos muere un peatón asesinado por eso que llaman accidentes de tránsito. Y es peligroso comer, porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la comida química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades, en las grandes ciudades, el aire puro es como el silencio: un artículo de lujo. Y también es peligroso nacer, porque cada 3 segundos muere un niño que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Una historia real para acabar (se me fue la mano con las teorías), un par de cosas que tengan más que ver con la realidad de carne y hueso, como la historia de Maruja. El 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico, no viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno de los oficios más ninguneados del mundo.  Maruja no tenía edad. De sus años de antes, nada decía; de sus años de después, nada esperaba. No era linda ni fea ni más o menos, caminaba arrastrando los pies, empuñando el plumero o la escoba o el cucharón. Despierta, hundía la cabeza entre los hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas. Cuando le hablaban, miraba al suelo, como quien cuenta hormigas. Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria. Nunca había salido de la ciudad de Lima, nunca. Mucho trajinó de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, por fin, encontró un lugar donde fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.

Desaparecidos

Agosto 30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin tumba, las tumbas sin nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los bebés que son o han sido botín de guerra, y también los bosques nativos, las estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor de las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros, las jubilaciones seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el sentido comunitario y el sentido común.

El origen del mundo

Hacía pocos años que había terminado la Guerra Española, y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda, con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba.
Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me contó esta historia. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio, me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones. Pero, papá le preguntó Josep, llorando, pero, papá si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: ¡Tonto, tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!.

Eduardo Galeano
En Ciudad de México, el viernes 9 de noviembre de 2012

30 de abril de 2020

Miguel Ortiz leyendo a Eduardo Galeano El derecho al delirio de Eduardo Galeano del libro Patas arriba: Escuela del mundo al revés (1998)




Miguel Ortiz leyendo a Eduardo Galeano El derecho al delirio de Eduardo Galeano del libro Patas arriba: Escuela del mundo al revés (1998)


Videopoético del Café Literario del Jueves 29 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tiempo y coordino la velada Rafael Horacio López.






EL DERECHO AL DELIRIO

Ya está naciendo el nuevo milenio. No da para tomarse el asunto demasiado en serio: al fin y al cabo, el año 2001 de los cristianos es el año 1379 de los musulmanes, el 5114 de los mayas y el 5762 de los judíos. El nuevo milenio nace un primero de enero por obra y gracia de un capricho de los senadores del imperio romano, que un buen día decidieron romper la tradición que mandaba celebrar el año nuevo en el comienzo de la primavera. Y la cuenta de los años de la era cristiana proviene de otro capricho: un buen día, el papa de Roma decidió poner fecha al nacimiento de Jesús, aunque nadie sabe cuándo nació.
El tiempo se burla de los límites que le inventamos para creernos el cuento de que él nos obedece; pero el mundo entero celebra y teme esta frontera.

        Una invitación al vuelo

Milenio va, milenio viene, la ocasión es propicia para que los oradores de inflamada verba peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa, calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio.
La verdad sea dicha, no hay quien resista: en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será. Tenemos una única certeza: en el siglo veintiuno, si todavía estamos aquí, todos nosotros seremos gente del siglo pasado y, peor todavía, seremos gente del pasado milenio.
Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea. En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible: el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas; la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar; se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y, como juega el niño sin saber que juega; en ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo; los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos; los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas; la solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo; la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero;
nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene; el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos; la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda; una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú; en Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa Madre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo; la Iglesia también dictará otro mandamiento, que se le había olvidado a Dios: Amarás a la naturaleza, de la que formas parte; serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar; seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo;
la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.
autógrafo. 



Eduardo Galeano del libro Patas arriba: Escuela del mundo al revés (1998)

29 de abril de 2020

Una casa de palabras para Julio Cortázar, Eduardo Galeano


Una casa de palabras para Julio Cortázar

Julio es una larga cuerda con cara de luna. La luna tiene ojos de estupor y melancolía. Así lo voy viendo en la penumbra del entresueño, mientras desato las pestañas. Así lo voy viendo y lo voy escuchando, porque Julio está sentado junto a la cama donde despierto y suavemente me cuenta los sueños que yo acabo de soñar y que ya no recuerdo o creo que no recuerdo. Esto he sentido desde que leí sus cosas por primera vez, hace más de veinte años, y yo siempre con ganas de entregarle sueños a cambio de los que él me devolvía. Nunca pude. No valen la pena los pocos sueños míos que consigo recordar al fin de cada noche.
Ahora Helena me ha dado los suyos, para que yo se los dé a Julio. El sueño de la casa de las palabras, por ejemplo. Allí acudían los poetas a mezclar y probar palabras. En frascos de vidrio estaban guardadas las palabras, y cada una tenía un color, un olor y un sabor y cada una sonaba y quería ser tocada. Los poetas elegían y combinaban, buscando tonalidades y melodías, y se acercaban a la nariz las frases que iban formando, y las probaban con el dedo: «Esta precisa más aroma de lluvia», decía Juan, y Ernesto decía: «A ésta le sobra sal». La casa de las palabras se parecía mucho a la casa de Rosalía de Castro, en Galicia; y quizás era. Los árboles se metían por las ventanas.
O, pongamos por caso, el sueño de la mesa de los colores. Estábamos todos en ese sueño, todos los amigos sentados en torno de una mesa, y también la multitud de “extras” que trabajan en cualquier sueño que se respete. En las fuentes y en los platos había comida, pero sobre todo había colores: cada cual se servía alguna alegría de la boca y también se servía algún color, el color que le hacía falta, y el color entraba por los ojos: amarillo limón o azul de mar serena, rojo humeante o rojo lacre o rojo vino. Una vez, Helena soñó que sus sueños se marchaban de viaje y ella iba hasta la estación del tren a despedirlos y por ahí andaba entreverado, no sé cómo, el Chacho Peñaloza queriendo irse a Beirut. Y otra vez, hace poco, soñó que se había dejado los sueños en Mallorca, en casa de Claribel y Bud. En pleno sueño sonaba el teléfono y era Claribel llamando desde el pueblo de Deyá. Claribel decía que Helena se había olvidado un montón de sueños en su casa y que ella los había guardado, atados con una cinta, y que sus nietos querían ponérselos y ella les decía: “Eso no se toca”.
—¿Qué hago con tus sueños? —preguntaba Claribel en el sueño.
—Dáselos a Julio —le sugerí yo, después, mientras el cafecito nos abría, de a poco, las puertas del día: y Helena estuvo de acuerdo.


Eduardo Galeano:
De Queremos tanto a Julio: 20 autores para Cortázar, 1984.

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