En el muslo
del dios
En el muslo del dios, de padre
libidinoso
como todos los padres y madre, ay,
fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo
aquí,
a este lugar secreto donde estoy a
cubierto
de toda duda, de los que exigen la
prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y
se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de
todo celo,
de los que un día me despedazaron y
cocieron
mis miembros en un caldero o, según
otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al
polvo?
De todos modos no podían contra mí,
contra
este doble corazón que alguien
prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido
reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma
alma
que permaneció tres días en la
profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo
corromper
y que ahora, escondida, espera la
verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay
redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como
prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la
ceniza
y crece y se expande y ofrenda al
Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza
también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe,
grita,
grita conmigo, el grito que te hará
nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y
el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los
panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre
las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás
estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se
han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a
cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada
cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas,
crepitando,
se convierte en espinas; pero el
vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro
mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también
el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin,
sangra, sangra.
Horacio
Castillo