Mi clon
La idea era la siguiente: iba
a enfrentarme conmigo mismo.
Habían pasado los dieciocho
años de prohibición estipulados en el contrato, un contrato que no sé porqué he
cumplido meticulosamente, cuando en la realidad carece de toda fuerza legal.
Sabemos que toda la operación fue clandestina, pero sospecho que los abogados
del laboratorio de Sigmund Klein algo tienen que haber urdido para que pueda
existir tal contrato y, más aún, para que pueda ser de ejecución obligatoria. Y
aún si así no fuera: había otros métodos, como se verá.
Veinte años antes, cuando a
los diecinueve años me diagnosticaron el inusualmente precoz cáncer, me
contactó uno de esos abogados con una propuesta que, para ese entonces, ya no
parecía tan alucinante.
–¿Qué puede perder?–me
preguntó. Efectivamente: ¿qué podía perder?
Yo siempre había tomado con
cierta sorna todas las utopías de supervivencia indefinida, desde los paraísos
religiosos hasta la involuntariamente cómica congelación de los cadáveres. No
me extrañaba que Walt Disney yaciera por ahí como un helado eterno: era una
idea como para el pato Donald o, mejor todavía, para Tribilín. Pero lo que por
entonces se me congeló fue la risa: el pronóstico para mi cáncer era feo. Y
entonces aparece este caballero con terno azul oscuro a delgadas rayas grises y
chaleco lila y me propone donar unas células (de las sanas, naturalmente) para
ser clonadas.
–¿Mi doble no nacerá con
cáncer?–le pregunté.
–Esa es una de las cosas que
queremos averiguar.
Lo miré a los ojos, cosa que
en mi experiencia personal la mayoría de abogados, aún los honestos, trata de
evitar.
–¿Me quiere usted decir que
están dispuestos a fabricar un ser humano que podría ser defectuoso y estar
condenado a muerte?
–Ah, mi señor, ¿no lo estamos
todos?
7Valdría la pena, por
ejemplo, hurgar un poco en la genealogía de los Taboada y los Warren,
vinculados, según algunos, al rosacrucismo.
Renuncié a las respuestas
obvias: el cinismo es autosuficiente y autosostenido.
–Pero–continuó el doctor en
leyes–fíjese en las posibilidades. ¿El cáncer es o no es hereditario? ¿No es
fascinante intentar aclarar eso? Se supone que no, y sin embargo parece haber
una cierta predisposición, ¿verdad?
–No soy médico y menos
oncólogo.
–Pues sí. Pero a lo que en
realidad me refiero es a las posibilidades si este nuevo ser humano, su
«postgemelo» para darle un nombre, resulta, como creemos que sucederá, sano.
Naturalmente a usted le deseamos lo mejor, pero el pronóstico es, permítame
recordárselo, de un 90 por ciento o más en contra.
–¿Cómo lo averiguaron?
–Tenemos amigos en todas
partes. Se rió.
–Buen dinero nos cuestan....
–Bueno, okey–dije.–¿Y cómo
van, o vamos, a evadir el largo brazo de la ley?
–Eso déjelo de nuestra
cuenta. Hay muchas islas en los océanos. Islas que a nadie interesan realmente.
No le digo más para su propia protección.
–¿Y si sobrevivo?
–Ojalá. En ese caso, lo único
que le vamos a pedir a cambio de su suculenta indemnización es que no intente
contactarse ni con nosotros ni con su clon. Por ninguna razón y por ningún
motivo, como se especificará en el contrato.
No necesitaba preguntar
porqué. Era obvio que semejante operación ilegal debía borrar huellas. Tampoco
me interesó saber cómo iban a castigarme si rompía el contrato. He leído
bastantes novelas y visto suficientes películas de gángsters. Estos médicos, su
laboratorio y sus inversionistas eran gángsters de chaleco lila. Aunque algunos
de ellos no lo verían así sino como un valiente intento de defender la libertad
científica. Un poco como la gente del proyecto Manhattan, el de la primera
bomba atómica. Pero una inversión privada que, en momentos de ocio, calculé
conservadoramente en varias decenas de millones de dólares se defiende con
uñas, dientes y lo que haga falta.
A mí y probablemente a otros
como yo nos iban a pagar, de la cuenta de costos iniciales o quizás se llamaba
de promoción, qué sé yo. Pero después empezarían a cobrar, una vez que los
conejillos de Indias hubieran demostrado la eficacia del procedimiento. Todo muy normal para
cualquier laboratorio farmacéutico. A algunos, supongo que a la mayoría, les
interesaban las ganancias (sobrarían millonarios y dictadores ansiosos de
sobrevivir), pero probablemente a más de un
científico le fascinaba el
proyecto en sí. Total, estaban acostumbrados a la combi- nación ciencia-lucro.
Bueno, resumiendo una larga
historia, viajé a la anónima isla en el Pacífico sur en un jet privado, me
instalaron con todas las comodidades salvo acceso a teléfonos, radio o internet
y me practicaron la minúscula e indolora «operación» de extracción de unas
células. Luego me devolvieron a mi casa, donde se suponía que me esperaba la
muerte, me palmearon el hombro y me desearon buena suerte. Ya antes de ese
viaje yo había solicitado dejar el hospital. Mi caso era tan desesperado y los
dolores, por suerte, tan controlables caseramente, que estuvieron de acuerdo.
Evidentemente mi cáncer era considerado terminal y permanecer en el hospital
resultaba hasta cruel o al menos inútil. De los progresos de mi postgemelo o de
un eventual fracaso nada sabía.
Bueno, el resto de mi
historia es evidente. Los muertos no escriben. Los oncólogos y hasta la opinión
pública no se sorprenden demasiado de este tipo de
«milagros», con o sin gruta
de Lourdes. Lo llaman «remisión espontánea». Según mi médico personal, nadie
tiene la menor idea. Por ahora, Dios es una explicación tan válida como
cualquier otra. Claro, los escépticos y no sólo los escépticos, nos preguntamos
inevitablemente «¿por qué yo?».
Sea como fuere, cuando
pasaron los dieciocho años estipulados me entró una suerte de inquietud. ¿La
llamaré «paternal» o «fraternal»? ¿O debería ponerle otro nombre, quizás más
metafísico, psicoanalítico o esotérico? Me pregunté: ¿cuál es mi relación con
este joven, mi clon, mi segundo yo, si es que vive? ¿Cómo es?
¿Buena persona, criminal?
¿Comparte mis gustos, mis ideas, mis opiniones?
Se dice que... En fin, se
dicen tantas cosas. Sería muy largo enumerarlas y más aún discutirlas.
A lo que voy es a que comencé
a indagar.
¿Vivía? ¿Resultó el
experimento? Si era así, ¿dónde estaba?
Curiosamente, jugar al
detective fue menos difícil de lo que presumía. Ubiqué al chaleco lila (ya
canoso, pero aún al servicio de los laboratorios Klein que, por supuesto,
también fabricaban otras cosas además de clones encubiertos) a través de la
institución gremial de los abogados. Su firma aparecía en mi contrato, lo que
no dejaba de ser audaz o muy seguro de su impunidad. En un café, después de
felicitarme calurosamente por estar vivo –como si no estuviera perfectamente
enterado– me sometió a un cortés interrogatorio.
Resumiéndolo: ¿qué pretendía
yo?
–Llámelo curiosidad–, le
respondí, también en resumen.–Los médicos no tienen la exclusiva del interés
científico.
–Sin duda, pero en usted hay
algo más que interés científico. Muy natural, por supuesto. Sería más bien
extraño si no fuera así. Pero...
–¿Pero?
–Fíjese, mi amigo. Nosotros,
y no se ría por favor, tenemos un alto sentido
de la ética. Usted dirá lo que quiera, pero lo que hemos venido haciendo
bene- ficia a todos y no hace daño a absolutamente nadie. Está bien, algunos se
están haciendo ricos, pero exactamente igual que los colegas y accionistas de
Merck, Bayer o Schering, para citar sólo a tres entre mil. La única diferencia
entre ellos y nosotros es que retorcemos la ley con algo más de coraje. Pero no
es como la investigación nuclear, muy respetable también, que sin embargo
produjo bombas y no sólo energía barata o nuevos métodos científicos en muchos
terrenos. ¿Qué bombas hemos producido nosotros?
–Los riesgos....
–Ah, los riesgos. Sí. Seres
deformes, inviables, condenados al sufrimiento y a la muerte. ¿Le suena
conocido? Claro que le suena conocido porque son los mismos riesgos que corre
la «naturaleza». ¿O no? No tuvimos que aparecer noso- tros para que existan,
por ejemplo, procesos degenerativos, fetos problemáticos o accidentes.
Ah, era un buen abogado este
chaleco lila.
–Y aquí, entre nosotros, le
diré que hubo fracasos. Pero muchos más éxitos, entre ellos el de su clon, que
es un joven que acaba de ingresar a una universidad con excelentes notas. Le
interesa, ¿no es divertido?, la biología.
–¿No sabe?
–No.
–¿Y quién cree que es?
–El hijo único de un notable
hombre de ciencia casado con una no menos notable escritora. Ella es estéril,
cosa que el joven no sabe, y se entusiasmó por adoptar a este lindo bebé.
Porque realmente era lindo, además.
Aquí se permitió una sonrisa.
Sólo faltó que añadiera «como usted», pero la reciente onda antigay lo impidió.
–¿Sabe?–dijo.–No queremos que
nuestro amiguito tenga problemas. Por eso sabrá usted comprender nuestras
dudas. Lo monitoreamos. Es un chico feliz, sin otros problemas que los típicos
de su edad, generación y grupo social. Nos gustaría que nada de esto perturbe
su vida. ¿Entiende?
Sí, lo entendía. Inclusive
estaba de acuerdo. En cierta forma, era una variante nueva del viejo problema
de los adoptados: «¿se lo decimos o no?»
Siempre opiné que lo mejor
era decírselo. Hasta recordaba una anécdota. La frase perfecta de un padre
adoptivo en ese trance: «los hijos naturales uno tiene que aceptarlos como
vengan: a ti te escogimos». Perfecto.
Mi interlocutor sacó una
foto.
Realmente era un joven
atractivo, de sonrisa simpática y ojos luminosos. No me acusen de vanidad, pero
era exactamente mi gemelo. Un gemelo bastante más joven, claro.
–Comprenderá que nos inquiete
que se enfrenten. Como además es inteligente y está muy enterado del estado
actual de la ciencia, se hará preguntas.
–¿Y? Se le darán respuestas.
No veo el problema.
–Quizás no y quizás sí.
Me miró en silencio hasta que
solté la pregunta que el chaleco lila esperaba.
–¿Temen un chantaje?
–Mil perdones. No es nada
personal, pero sí. La tentación del dinero fácil.
–Entiendo.
–¿De veras?
–Claro que sí. Pero, por otra
parte, ¿qué me impide chantajearlos ahora mismo, sin necesidad de verlo?
–Usted sería considerado
cómplice. Él no.
–Se lo aclararé cuando lo
vea.
El abogado suspiró
audiblemente.
–Sé que no podemos impedirlo.
A estas alturas no sé si queremos. Comprendemos su ansiedad que, además, para
hablar francamente como siempre lo hago, si fuese frustrada podría llevarle a
acciones irreflexivas. Y en cierta forma usted es una especie de garantía para
nosotros... Siempre y cuando su chico sea tan decente como usted.
–¿Su chico?
No pude evitar una carcajada.
–Es mi clon, ¿no?
Durante toda esta
conversación mis pensamientos se desbocaban. ¿Qué era mi clon para mí? ¿Mi
segunda oportunidad? ¿Una obra de bien en la que podría trabajar eliminando
defectos y estimulando virtudes? Pero esa es la típica ilusión de los padres.
¿Una venganza, por ejemplo contra mi cáncer pero también contra
mis errores, mis
oportunidades malgastadas, las estupideces de mi biografía? ¿Una cruzada de mi
orgullo?
El chaleco lila con canas y
atractivas arrugas me observaba atentamente. Juraría que me leía el
pensamiento.
–¿Es homosexual?
–Que sepamos, no. Ha tenido y
tiene noviecitas, aunque usted y yo sabemos
–agregó guiñándome el ojo?
que eso no significa mucho.
No le devolví el guiño. Soy
de los que no terminan de salir del closet.
–¿Le parecería negativo?
–Usted sabe tan bien como yo
lo que está ocurriendo en el mundo.
–Sí–suspiró nuevamente–, el
retorno del oscurantismo sexual.
–Efectivamente. No me gusta
ver más víctimas de la discriminación social. Se encogió de hombros.
–Si es gay, tampoco usted
podrá cambiarlo.
–Doctor, no me hable como a
un estúpido. Sé que no. Aunque otra vez se hable de la homosexualidad como de
una enfermedad, de un delito o pecado o, gran novedad, de un misterioso gen gay
no identificado...
–¡Ridículo!
–Bueno, no sé si es ridículo
pero sí sé que ser absurdo nunca ha matado a un prejuicio. Si no lo dijo Oscar
Wilde, apúnteme en la lista de los ingeniosos. Pero si existiese tal gen, tan
útil hoy para los santurrones como en su momento lo fue el sida, lo portaría mi
clon.
–Es probable.
Otra serie de ideas revueltas
en mi cabeza. Ante un linchamiento, ¿los negros lamentan tener hijos? O, ante
una persecución sangrienta, ¿los judíos resolvían no reproducirse? Más bien lo
contrario. La terquedad de los oprimidos.
Creo que vi una especie de
luz. Resumida: ¿y qué si lo es? ¡Que se imponga al mundo de la imbecilidad!
¡Que pague, como todos lo hemos hecho y lo hacemos, el precio de la libertad y
de la dignidad!
Sonreí, satisfecho.
–Lo tengo claro, doctor. Y
creo poder garantizarle que los accionistas y trabajadores de los laboratorios
Klein pueden dormir tranquilos, gen gay o no gen gay.
Insistió en pagar la cuenta.
«Noblesse oblige», dijo el gángster con corazón de oro, mi mafioso maricón,
idea que me arrancó otra sonrisa, esta vez más bien liberadora.
Una semana más tarde, tras
una larga conversación, no exenta de altibajos, con los «padres» de mi clon, me
encontré por primera vez con él en casa de ellos.
Ya le habían revelado todo.
Los tres eran inteligentes y cultos, poco afectados por prejuicios y
tradicionalismos irrelevantes. Nadie estaba o parecía afectado, aunque mi clon
se mostraba sorprendido por la novedad.
–¿Entonces qué soy?–preguntó
previsiblemente.–¿Una especie de hijo tuyo?
–Claro que no. Estos son tus
padres y no hay otros. Hace tiempo que sabemos que en estas cosas en la especie
humana no manda la biología.
–¿Tu hermano? No–se respondió
él mismo.–Lo que necesitamos es un nuevo lenguaje. O el humor: tu fotocopia, tu
xerox, tu facsímil....
–Eres mi «copiar y pegar».
Todos reímos con cierta
alegre superioridad ante nuestro dominio de la situación. ¿En cuántos hogares
más se estarían repitiendo estos diálogos? No en muchos, pensé, y no todos tan
contentos. Irían desde la resignación hasta la ira.
Presunciones, sólo
presunciones. También habría los clientes satisfechos y aquellos que estarían
preguntándose por qué demonios se habían metido en esto: una falsa inmortalidad
–sin permanencia del yo primario– podría ser más frustrante que simplemente
morirse, como estaba originalmente previsto. No era su yo, era otro el que
estaría viendo el cliente, en el fondo tan iluso o más que Walt Disney, con la
ventaja para el viejo Walt de que éste no se enteraría nunca de la decepción.
No se puede ver el propio yo: sería una flagrante contradicción. Si lo puedes
ver, no eres tú. La esquizofrenia tiene que ser intracraneal.
Que yo sepa, Sigmund Klein
–me refiero al laboratorio, no al fundador (¿sólo muerto o felizmente
clonado?)– continúa no sé si recuperando la inversión o repartiendo dividendos.
La isla en el Pacífico sur funciona hasta hoy mismo: sospecho con buen
fundamento que los representantes de la ley internacional son los famosos tres
monitos que no ven, ni oyen ni hablan. ¿Cuántos vips estarán interesados en la
propia clonación o en la ingeniería genética, prohibida o no según el caso y,
por tanto cierran los ojos y sólo simulan perseguir a los infractores?
Con cierta frecuencia, mi
clon y yo nos reunimos para conversar de esto y de aquello: tenemos poca
ocasión de disentir; nuestras opiniones suelen ser –aunque no siempre– las
mismas. Su entorno, sus «padres», su educación etcétera, hacen su parte para
imponer ciertas distancias también en nuestras respectivas ideas y no sólo en
el color de la piel porque él, en su región, camina bajo un sol más contundente
que yo. Curiosamente, aunque a lo mejor no es tan curioso, yo soy religioso y
él se declara ateo.
El shock vino después, hace
cosa de un mes, cuando en uno de los chequeos regulares que se efectúan en su
universidad le descubrieron el mismo cáncer que me había afectado a mí casi
exactamente a su edad.
Lo primero que pensé fue: dos
remisiones espontáneas sucesivas es demasiado pedir. Lo segundo: han pasado dos
décadas, quizás ahora sea curable.
Bueno, en eso estamos. Los
médicos ponen cara de palo y se niegan, aunque con un cortés tono compasivo, a
emitir un pronóstico. La operación, dicen, será complicada por la ubicación del
mal en el cuerpo de mi clon.
Pero el verdadero motivo de
que escriba estas líneas y me haya decidido a publicarlas –si alguien carente
de ilusiones y de miedo se anima: los laboratorios poseen armas e influencias
increíbles– es la visita que ayer recibió mi clon y que muy excitado
inmediatamente me reveló por teléfono.
Era un gentil abogado de
terno azul oscuro de delgadas rayas grises y chaleco lila que le propuso
clonarlo por una suma muy, pero muy rebajada. Dijo algo así como «viejo
cliente». Y cuando le pregunté, primero divertido y luego alarmado, qué edad
tendría ese abogado, mi clon me dijo que era un hombre más bien joven, sin
canas ni arrugas. «Debe ser hijo del que te contactó a ti», tartamudeó. «A
veces los hijos hasta visten como su papá». «No», pensé. «No es su hijo».
En voz alta le dije:
–No aceptes reproducir un
cáncer. No sé si me hará caso.
José B. Adolph