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3 de marzo de 2019

William Phips, Pescador de tesoros, Marcel Schwob


William Phips, Pescador de tesoros, Marcel Schwob

William Phips nació en 1651 cerca de la desembocadura del río Kennebec, entre los bosques fluviales donde los constructores de barcos se proveían de madera. En una pobre aldea del Maine soñó, por primera vez, con un destino aventurado al contemplar el desbaste de las planchas marinas. El incierto fulgor del océano que azota Nueva Inglaterra le reveló los destellos del oro sumergido y de la plata enterrada bajo la arena. Creyó en la riqueza del mar y deseó obtenerla. Aprendió a construir barcos, alcanzó una pequeña posición y se fue a Boston. Su fe era tan grande que repetía: "Algún día, seré capitán de un navío del Rey y tendré una linda casa de ladrillos en Boston, en la Avenida Verde".
En aquel tiempo yacían en el fondo del Atlántico muchos galeones españoles cargados de oro. Semejante rumor se apoderó del ánimo de William Phips. Supo que un gran navío se había ido a pique cerca del Puerto de la Plata. Juntó cuanto poseía y partió a Londres, a fin de equipar un barco. Asedió al Almirantazgo con peticiones y memoriales. Le dieron La rosa de Argel, provisto de dieciocho cañones y, en 1687, navegó rumbo a lo desconocido. Tenía treinta y seis años.
Noventa y cinco hombres partían a bordo de La rosa de Argel, entre los cuales estaba un contramaestre, Adderley, de Providence. Cuando se enteraron de que Phips se dirigía a la Hispaniola, manifestaron gran alegría. Pues la Hispaniola era la isla de los piratas, y La Rosa de Argel les parecía un buen barco. Y para comenzar, en una caleta arenosa, se reunieron en consejo para declararse caballeros de fortuna. Phips, desde la proa de La rosa de Argel, observaba el mar. Había, sin embargo, una avería en el casco de la nave. Mientras el carpintero la reparaba, oyó que complotaban. Corrió hasta la cabina del capitán. Le ordenó que cargara los cañones, los enfiló hacia tierra contra la tripulación rebelde, dejó a todos sus hombres desleales en aquel paraje desierto y volvió a zarpar con algunos marineros que le eran fieles. El contramaestre de Providence, Adderley, llegó a nado hasta La rosa de Argel.
Llegaron a la Hispaniola un día de calma, bajo un sol ardiente. Phips preguntó en todos los fondeaderos por el navío que medio siglo antes se había ido a pique, frente al Puerto de la Plata. Un viejo español se acordaba y le indicó el arrecife. Era un escollo alargado, pulido, cuyas puntas desaparecían bajo el agua clara hasta estremecerse en las profundidades. Adderley, inclinado sobre la borda, reía al mirar los pequeños remolinos de las olas. La Rosa de Argel dio lentamente la vuelta al arrecife, y todos los hombres examinaron en vano el mar transparente. Phips pateaba impaciente en el castillo de proa, entre las dragas y los garfios. Una vez más La rosa de Argel dio la vuelta al arrecife, y por todas partes el fondo parecía igual, con sus surcos concéntricos de arena húmeda y los manojos de algas inclinadas que se estremecían bajo la corriente. Cuando La rosa de Argel comenzaba su tercera vuelta, el sol se puso y el mar se volvió negro.
Luego se volvió fosforescente. "¡Ahí están los tesoros!", gritó Adderley en medio de la no-che, señalando con el dedo el oro vaporoso de las olas. Pero la cálida aurora despuntó en el océano tranquilo y claro, mientras La rosa de Argel seguía recorriendo la misma órbita. y durante ocho días navegó así. Los ojos de los hombres se nublaban de tanto escrutar la limpidez, del mar. Phips ya no tenía provisiones. Había que partir. Dio la orden, y La rosa de Argel comenzó a virar. Entonces Adderley advirtió a un costado del arrecife una hermosa alga blanca que temblaba, y tuvo ganas de tenerla. Un indio se zambulló y la arrancó. La trajo colgando toda tiesa. Era muy pesada, y sus raíces enredadas parecían estrechar un guijarro. Adderley la sopesó y golpeó las raíces contra el puente para desembarazarla de su peso. Algo brillante rodó bajo el sol. Phips lanzó un grito. Era un lingote de plata que valía por lo menos trescientas libras. Adderley balanceaba estúpidamente el alga blanca. Inmediatamente todos los indios se zambulleron. y en pocas horas la cubierta se fue llenando de sacos duros, petrificados, con incrustaciones calcáreas y revestidos de conchillas. Los abrieron con cortafríos y martillos, y por los agujeros cayeron lingotes de oro y de plata, y piezas de a ocho. "¡Dios sea loado! -exclamó Phips-, nuestra fortuna está hecha." El tesoro valía trescientas mil libras esterlinas. Adderley  repetía: "¡Y todo esto ha salido de la raíz de una pequeña alga blanca!". Pocos días después murió loco, en las Bermudas, balbuceando esas palabras.
Phips transportó su tesoro. El rey de Inglaterra le dio el título de sir William Phips y lo nombró High Sheriff de Boston. Allí cumplió su quimera y mandó construir una hermosa casa de ladrillos rojos en la Avenida Verde. Se convirtió en un hombre importante. El fue quien dirigió la campaña contra las posesiones francesas y se apoderó de la Acadia del señor de Meneval y del caballero de Villebon. El rey lo nombró gobernador de Massachusetts capitán general del Mainey de la Nueva Escocia. Sus cofres estaban repletos de oro. Emprendió el ataque contra Quebec, después de obtener todo el dinero disponible en Boston. La empresa fracasó y la colonia quedó arruinada. Entonces Phips emitió papel moneda. A fin de aumentar su valor, cambió por este papel todo su oro líquido. Pero la suerte había cambiado. Bajó la cotización del papel. Phips perdió todo, se empobreció, se llenó de deudas y sus enemigos lo acechaban. Su prosperidad sólo había durado ocho años. Partió para Londres, miserable, y al desembarcar lo detuvieron por veinte mil libras, bajo demanda de Dudley y Brenton. Los alguaciles lo llevaron a la prisión de Fleet.
Sir William Phips fue encerrado en una celda desnuda. Había podido conservar el lingote de plata que le trajo gloria, el lingote del alga blanca. Estaba agotado por la fiebre y la desesperación. Se debatía con la muerte. Aun en tales circunstancias lo persiguió su sueño de tesoros. El galeón del gobernador español Bobadilla, cargado de oro y de plata, se había ido a pique cerca de las Bahamas. Phips hizo llamar al alcaide. La fiebre y la esperanza frenética lo habían enflaquecido. Le presentó al alcaide el lingote de plata en su mano seca y en un estertor de agonía murmuró:
-Dejad que me zambulla; este es uno de los lingotes de Bo-ba-di-lla.
Luego expiró. El lingote del alga blanca pagó su entierro. ¬

 Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)

1 de marzo de 2019

El Capitan Kid, Pirata, Marcel Schwob


El Capitan Kid, Pirata, Marcel Schwob


Nadie se pone de acuerdo al explicar por qué le pusieron a este pirata el nombre de cabrito (Kid).
El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, le confirió el cargo a bordo de la galera La aventura, en 1695, comienza con estas palabras: "A nuestro leal y bien amado capitán William Kid, comandante, etc. Salve," Lo cierto es que, desde entonces, fue su sobrenombre. Unos dicen que, por ser elegante y refinado, acostumbraba llevar siempre, tanto en la lucha como en la maniobra, unos delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje. Otros afirman que en sus peores matanzas, exclamaba: "Yo que soy dulce y bueno como un cabrito recién nacido", Otros pretenden que guardaba el oro y las joyas en bolsas muy flexibles, hechas de piel de cabra joven, y que adoptó esa costumbre el día que saqueó un barco cargado de azogue con el que llenó mil bolsas de cuero, que aún están enterradas en la ladera de una pequeña colina de las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordadas una calavera y una cabeza de cabrito, e igual marca tenía su sello. Los que buscan los numerosos tesoros que escondió en las costas de Asia y América, se hacen preceder de un cabrito negro, que deberá gemir cuando encuentre el sitio donde el capitán enterró su botín. Pero nadie lo ha logrado. El propio Barbanegra, aleccionado por un antiguo marinero de Kid, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas, sobre las que hoy se levanta Fort Providence, unas gotas dispersas de azogue que humedecían la arena. y todas esas buscas son inútiles, pues el capitán Kid declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al "hombre del balde sangriento", Kid, en efecto, se sintió perseguido por ese hombre toda su vida, y después de su muerte los tesoros de Kid son perseguidos y defendidos por aquél.
Lord Bellamont, gobernador de las Barbados, irritado por el enorme botín obtenido por los piratas en las Indias Occidentales, equipó la galera La aventura, y consiguió que el rey le diera el mando al capitán Kid. Hacia mucho tiempo que Kid envidiaba al famoso Ireland, que asaltaba todos los convoyes. Le prometió a Lord Bellamont que se apoderaría de su chalupa y que lo traería junto con sus compañeros para que los ejecutaran. La aventura llevaba treinta cañones y ciento cincuenta hombres. Primero Kid llegó a Madera y se proveyó de vino; luego a Buenavista, para embarcar sal, y finalmente a Santiago, donde acabó de aprovisionarse. Y de allí se hizo a la vela hacia la entrada del mar Rojo, donde está situada, en el golfo Pérsico, una pequeña isla que se llama la Llave de Bab.
Allí fue donde el capitán Kid reunió a sus camaradas y les ordenó izar el pabellón negro con. la calavera. Todos juraron, sobre el hacha, obediencia absoluta al reglamento de los piratas. Cada hombre tenía derecho a votar, y la misma opción para provisiones frescas y licores fuertes. Los juegos de naipes y de dados estaban prohibidos. Luces y candiles debían apagarse a las ocho de la noche. El hombre que quisiera beber después de esa hora, que lo hiciera en el puente, de noche y al aire libre. La compañía no recibiría mujeres ni muchachos. Quien lo hiciese a escondidas sería castigado con la pena de muerte. Los cañones, las pistolas y los machetes debían mantenerse limpios y relucientes. Las peleas se ventilarían en tierra, a sable o a pistola. El capitán y el segundo tendrían derecho a dos partes; el contramaestre, el mayordomo y el artillero, a una y media; los demás oficiales, a una y cuarto. Descanso para los músicos el domingo.
El primer barco que encontraron era holandés y ¬su capitán era el Schipper Mitchel. Kid izó el pabellón francés y le dio caza. La nave se apresuró a mostrar los colores franceses, tras lo cual el pirata les gritó de lejos en francés. EI Schipper tenía un francés a bordo, y éste respondió. Kid le preguntó si tenía algún pasaporte. El francés dijo que si. "Muy bien –respondió Kid-, en virtud de vuestro pasaporte os considero capitán de esta nave." Y enseguida ordenó que lo colgaran de la verga. Luego mandó que viniesen los holandeses, uno por uno. Los interrogó y, fingiendo no entender el flamenco, ordenó para cada uno de los prisioneros: "Francés, ¡a la plancha!" Ataron una plancha hacia afuera. Todos los holandeses corrieron desnudos por la plancha, empujados por la punta del cuchillo del contramaestre, Y saltaron al mar.
En ese momento, Moor, el artillero del capitán Kid, alzó la voz: "Capitán -gritó- ¿por qué mata a esos hombres?". Moor estaba borracho. El capitán se volvió y, agarrando un balde, se lo asestó en la cabeza. Moor cayó con el cráneo roto. El capitán Kid hizo que lavaran el balde pues tenía pegado los cabellos con sangre coagulada. Ningún hombre de la tripulación quiso volver a usarlo para mojar el lampazo. Dejaron el balde atado a la borda..
Desde ese día el capitán Kid se sintió perseguido por el hombre del balde, Cuando capturó el bajel moro Queda, tripulado por hindúes y armenios y llevando diez mil libras de oro, al repartir el botín el hombre del balde sangriento estaba sentado sobre los ducados. Kid lo vio y lanzó un juramento. Bajó a su cabina y vació una taza de bambú. Luego volvió al puente y mandó que arrojaran al mar el viejo balde. En el abordaje del rico barco mercante Mocco no se encontraba con qué medir el polvo de oro que le tocaba al capitán. "Un balde lleno", dijo uno detrás del hombro de Kid. Este cortó el aire con su machete y se secó los labios, que echaban espuma. Luego hizo colgar a los armenios. Parecía que la tripulación no hubiese entendido nada. Cuando Kid atacó a La golondrina, se acostó en su litera después del reparto. Al despertarse, se sintió empapado de sudor y llamó a un marinero para pedirle algo con qué lavarse. El hombre le trajo agua en una palangana de estaño. Kid lo miró fijo y se puso a gritar: "¿Así se conduce un caballero de fortuna? ¡Miserable! ¡Me traes un balde lleno de sangre!" El marinero salió corriendo. Kid mandó que lo desembarcaran y que lo dejaran con un fusil, una botella de pólvora y otra de agua. No tuvo otra razón para enterrar su botín en diferentes parajes solitarios, entre las arenas, que la convicción de que todas las noches el artillero asesinado venía a vaciar de oro el pañol con su balde, para arrojar las riquezas al mar.
Kid se dejó prender a la altura de Nueva York. Lord Bellamont lo envió a Londres. Fue condenado a la horca. Lo colgaron en el muelle de la Ejecución, con su casaca roja y sus guantes. En el momento en que el verdugo le colocaba el gorro negro sobre los ojos, el
capitán Kid se debatió y gritó: "¡Carajo! ¡Ya sabía yo que me pondría el balde en la cabeza!" El cadáver ennegrecido, permaneció colgado de las cadenas durante más de veinte años.

 
Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)


Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París, 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.

Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias (1896) fueron el punto de partida de su narrativa.

28 de febrero de 2019

La salvaje, Marcel Schowb



     

La salvaje, Marcel Schowb                      


   El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles.  Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrase sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas.  Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra.  Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno.  El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud.  Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: « ¡Uuu! ».
                Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.
                Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.
                Al principio tuvo miedo de acercarse; ni siquiera se atrevió a llamar a su padre. Pensó que era una de las personas que respondían en la caverna de la Becerra cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo que cualquier movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la cabeza oyó un sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba.  Entonces, Búchette abrió los ojos y sintió pena. Pues veía el rostro verde, dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y dos nerviosas manitas verdes que se apretaban contra la garganta de la niñita extraordinaria.
- Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen - se dijo Búchette.
                Armándose de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de zarcillos, hasta llegar casi junto a la singular figura.  Dos bracitos verdeantes se tendieron hacia Búchette, en medio de las mustias zarzas.
- Se parece a mí - pensó Búchette - pero tiene un extraño color.
                La sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha de hojas cosidas.  Era en realidad una niñita que tenía el tinte de una planta silvestre. Búchette imaginó que sus pies estaban arraigados en la tierra. A pesar de esto, los movía con mucha ligereza.
                Búchette le acarició los cabellos y le tomó la mano. Ella se dejó conducir siempre llorosa. Parecía que no supiese hablar.
-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde! - exclamó el padre de Búchette cuando la vio llegar - ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres verde? ¿No sabes responder?
                Era imposible saber si la niña verde había entendido. «Tal vez tenga hambre», dijo él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas al pan en sus manos y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro para escuchar el ruido del vino.
                Búchette rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el bosque durante la noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron una por una y la muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos.  Cuando entró en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía acostumbrarse a las llamas y lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la vela.

                Al verla, la madre de Búchette se persignó. «Dios me ayude -afirmó- si se trata de un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana».
                La niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual resultaba claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la comunión. Fueron a visitar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento en que Búchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.
                Muy contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo con las uñas, pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego, decepcionada, comenzó a llorar hasta que Búchette le hubo abierto una vaina. Entonces royó las habas mientras observaba al cura.
                Por más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue posible hacerle comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido articulado. Lloraba, reía, o emitía gritos.
                El cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo ninguna señal del demonio.  Al domingo siguiente la condujeron a la iglesia y allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte de gemir cuando la humedecieron con agua bendita.  Pero no retrocedió lo más mínimo ante la imagen de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las desgarraduras de las espinas, pareció apenada.
                Las gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta temor.  A pesar del consejo del párroco, seguían hablando de la «diablesa verde».
                La criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían espigas o ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión.  Búchette no lograba hacerle aprender en qué lugar había que buscar los granos de trigo o las cerezas, y su decepción era siempre la misma.
                               Por imitación, pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar y hasta coser, aun cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a encender el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar.
                               Entretanto, Búchette crecía y sus padres quisieron ponerla a trabajar.  Esto le causó tanta pena que todas las noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía al ver en ese estado a su amiguita.  Por la mañana miraba largamente a Búchette y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y por la noche, durante su llanto, Búchette sentía que una mano tierna le acariciaba los cabellos y unos labios frescos se posaban en su mejilla.
                               Se acercaba la fecha en que Búchette debía entrar a trabajar. Sus sollozos se habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde cuando la hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra.
                               La última noche, cuando el padre y la madre de Búchette estaban entregados al sueño, la niña verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano. Luego abrió la puerta y extendió el brazo hacia la noche.  Y así como antes Búchette la había conducido a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la libertad ignorada.

 Marcel Schowb

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