Córdoba en la poesía de Rafael Alberto Arrieta
La reciente visita de la Academia Argentina de Letras a
la ciudad de Córdoba (1) talvez sea un buen motivo para recordar la que en su
momento realizó a nuestras sierras un hondo y delicado lírico, que fuera
miembro de número de esa corporación: Rafael Alberto Arrieta. Digo, que quizá
resulte oportuno traer a estas páginas el recuerdo de los versos que esa visita
motivó y que, por cierto, no se limitan a ser sólo la constancia estética de
una circunstancia sino que además tienen una importante significación dentro de
la obra misma de su autor y un decisivo relieve en la configuración del paisaje
literario de Córdoba (2).
En su discurso de recepción del poeta platense a la
Academia, en 1935, describió muy bien Carlos Obligado su rumbo estético y el
camino inicial, con la siguiente imagen: “Amanecido al final del modernismo, el
poeta retoma hacia el templo clásico a través del primoroso parque rubendariano,
pero no se embelesa ante sus cisnes estilizados en demasía sobre lagos
demasiado tersos. Busca mundo más fresco y natural...”. Mundo éste que encontró
fiel expresión en el libro Estío Serrano, de 1926, donde Arrieta reúne las
composiciones inspiradas por las sierras de Córdoba.
En las obras previas, tal vez las imágenes más perfectas
y adecuadas a su sentir de entonces fuesen las relativas a la descripción dc
interiores, recintos crepusculares o nocturnos donde se refugia y late la
intimidad del artista -así, en esa lámina magistral titulada “La Medalla”. Muy
diferentes, en cambio, son los cuadros de Estío Serrano, pintura al aire libre
de una naturaleza agreste con matices arcádicos, idílicos. No creo que tales
tonalidades se deban únicamente a las reminiscencias eglógicas que puedan suscitar
las serranías cordobesas, sino también a que, en su fondo, en su motivación más
intima, a veces explícita, a veces secreta, ese libro es un libro de amor.
Se percibe fácilmente que, para el autor, los paisajes
que describe están “vestidos de hermosura”, como en la lira de San Juan, por la
presencia -visible o invisible- de la
amada. Y esto así, sin que ellos varíen en nada su
apariencia, “con sola su figura”, pues
en ningún otro poemario de Arrieta se refleja con tal
inmediatez el mundo exterior. El
poeta es consciente de ello; de ahí que nos anuncie,
desde el umbral del libro: “Mi sueño
esconde apresuradamente / su tablado de títeres. Y salgo/
a descubrir el mundo en su
primera / mañana, con los ojos asombrados /y la memoria
matinal desierta”.
De tal modo, como con ojo virginal, de mañana del Paraíso,
mira “el precipitante/ senderito rojo/ de la escarpadura” o los “álamos de Córdoba,
/pastores de acequias” o el arroyo en cuyo cauce “sobre la piedra/ pulida y
blanca/ corre y desciende, /sin voz, el agua”. Con actitud adámica, va
nombrando, celebrando, las cosas del lugar que visita, no en su sesgo platónico,
sino en su singularidad terrena. No se trata de caminos alegóricos, sino de
puntuales senderos montañeses; no del árbol genérico, pero si de los álamos de
Córdoba; no de cualquier curso de agua, sólo del que discurre, silencioso, sobre
la piedra blanca de un arroyo serrano. Ejemplos semejantes podrían extraerse de
cada página del volumen. Yo querría proponer aquí el de una deliciosa acuarela,
segunda parte del tríptico titulado “Paseo matinal”:
La campiña olorosa
me celebra la esposa.
Esponjase el poleo, arborescente y vano,
pidiendo la caricia de tu mano.
Como no alcanzan más, la menta y el tomillo
perfúmante el zapato y el tobillo.
Pero elevan, ufanos, a tus ojos,
su doradita umbela los hinojos.
En otra breve composición, una suerte de grabado en
claroscuro, se advierte también el propósito de fijar la imagen en un tiempo y
un espacio bien definidos. El trabajo estilístico, conducido en esa dirección,
es recatado y sutil, como puede observarse:
Noche de enero, quieta y luminosa,
junto al rio, entre piedras, y a tu lado.
Mi corazón maduro
para la maravilla y el milagro.
Si una estrella cayese,
tendería la mano...
Quizá no sería aventurado conjeturar la influencia, sobre
Estío serrano, de la poesía de Antonio Machado, tanto en el “procedimiento de
crear una circunstancialidad” -la expresión es de Julián Marías- y de impregnar
de una temporalidad muy fluida la trama del poema, como en la atención a los
rasgos propios de un determinado paisaje. Pero también habría que recordar que
ya se había oído entonces la voz de Fernández Moreno, su compañero de
generación, quien, como dijo Borges en frase de cita inexcusable, “después de saludar
a Rubén Darío en su dialecto de astros y rosas, había ejecutado un acto que
siempre es asombroso y que en 1915 era insólito: había mirado a su alrededor”.
Asimismo, en los años que median entre Las iniciales del misal y Estío serrano
otros poetas, como Juan Carlos Dávalos en Salta o Luis Franco en Catamarca,
describían con aplicación la comarca nativa y los seres y cosas de su suelo. Así,
las figuras, típicas, de “La aguaterita”, el “Pastor serrano” y los “Calcheros”,
dibujadas con minuciosa pulcritud por la pluma de Arrieta, resultan, pues, familiares
de las que pueblan algunos libros dela época.
Pero su poesía siempre trasciende los límites del mero
color local.
También como en Machado, su norte son las intuiciones que
el autor de Soledades denominó “ideas cordiales", “universales del
sentimiento”. Aun en un libro tan ahincado en la circunstancia autobiográfica,
como es Estío serrano, y que hace de la precisión del aquí y el ahora un
presupuesto estético y hasta diría una virtud el horizonte de su poesía no
difiere de aquellas esenciales visiones, o -para seguir utilizando la
terminología machadiana “palpitaciones”, del espíritu. La formación simbolista
de Arrieta, coincidente con tal objetivo, aflora y se renueva, de un modo patente,
en páginas como las tituladas “Al palidecer la tarde”, “Las sombras” o “Nocturno”.
No podría dar fin a esta ligera relación de su visita
~lírica- a nuestras serranías, sin referirme a una de las poesías más bellas de
Arrieta: “Motivo de otoño”. Este texto, aunque no adscripto, lógicamente, a
Estío Serrano, fue publicado en el mismo volumen, en una addenda titulada
“Otros poemas”, y, a nuestro sentir, consiste justamente en una reflexión
complementaria de la experiencia condensada eii aquel libro. Como en Rilke, vida
y muerte se hermanan aquí en una tradicional imagen del amor y la sabiduría: la
del fruto maduro.
Con esa imagen, que encierra también, para nosotros, una
casi tangible sugestión de huertas cordobesas, concluyo estas líneas:
En cestillo de plata
brindas, Otoño colector, el fruto
jugoso, almibarado: ¡la carnuda
delicia que deshace
su corazón en aguanieve; el vivo
panal de forma cincelada que abre
su corazón de almendra; el ya postrero
néctar que aumenta su dulzura herido
por el fúnebre anuncio! Así la muerte
mezcla al vino de amor su gota hermana,
y el hombre pasajero
sacia su sed de eternidad, amando
con un ansia mayor lo que perece.
¡Embriágueme tu fruto
sensual! Sangre la maca
dolorida su miel, nunca más dulce,
y en la ablandada intimidad, ya dócil
al roedor que desmorona el túnel
de su constancia, déme
consuelo y fuerza tu licor, Otoño,
¡dime, maestro, tu lección preciosa!
Alejandro Nicotra
(1) Durante los días 13 y 14 de setiembre, de 2000
(2) Véase Paisaje literario cordobés, de Oscar Caeiro