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21 de noviembre de 2018

Luna del cementerio, Antonio Esteban Agüero


Luna del cementerio

La luna alumbra las cruces;
la luna del cementerio,
hay una danza de sombras
y un juego de blanco y negro.
La luna brota en la hierba
gotas de verdes luceros.
Un asno pace; las cruces
abren su fúnebre gesto.
brazos largos, duros brazos,
la brisa recita en ellos
una canción perfumada
con su lengua de poleos.

Las vizcachas –doñas viejas-
rezan en coro sus rezos
¿Y los muertos, luna blanca
adónde han ido los muertos?.
¿A cuántos palomos de tierra
viven o duermen su sueño?.
¿y los muertos, luna alegre?
¿En dónde duerme mi abuelo?
mi abuelo de ojos celestes,
sus barbas: fruto de enebro.
¿En dónde sueña mi abuela:
trenzas brunas, ojos negros?

Una liebre siembra pasos.
Un perro le ladra al eco.
Las esquilas de las vacas
dan una flor de silencio.

La luna alumbra las cruces.
¡La luna del cementerio!
La luna nace en la hierba
y abre su copa en el delo.

De Las “Cantatas” de un soñador. Poemas. Romance y Pastorales. De Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo I

20 de noviembre de 2018

Temor, Antonio Esteban Agüero



IX Temor

Por aquellos días a poco de dejar la infancia comenzó a herirme el temor de la muerte. Sobre todo en la noche, cuando la casa se puebla de silencio, y la noche del campo llega en grillo innumerable, en chirrido de lechuza, en relincho de caballo remoto. Era mi propio corazón latiendo y asustándome. Si de pronto callara. Es como un reloj, cualquiera brizna, una delgada pajuela caída entre sus ruedecillas puede detenerlo y matarme. Contenía el respiro cual si estuviera, por un largo minuto, sumergido en el agua. Y entonces oía el pausado latir, el tic-tac del reloj de sangre y pensaba: estoy vivo, vivo, al fin estoy vivo, hasta cuándo?. Me oprimía el pecho con la mano abierta, sentía la urgente necesidad de oír en toda la sensibilidad. de la palma el andar de mi corazón vivo. Y esto era miedo de todas las noches, temor que crecía con mi cuerpo, y se ahondaba a medida de mi inteligencia. Dentro de esa angustia estaba yo solo. La muerte y yo solos por la soledad de la casa perdida entre la sombra como en un mar sin nadie. Acudía a los rezos como a un refugio pero en mitad del Padre nuestro la muerte venía a buscarme. Si el alma no puede morir -pensaba- procurando tranquilizarme, asiéndome de esa manera de esa certeza que era en mi como una roca firme, con desesperación de ahogado. Pero mi carne no, mi Vida puede morir a cada instante, irse de mi tan fácilmente como se vuela un pájaro. Hacia memoria de todo lo que llevaba leído acerca de la vida eterna. Imaginaba mi alma, ya desnuda de carne, hermosa  como una clara y frágil lucerna siempre encendida,  en el horror del infierno, del purgatorio, del paraíso de Dios. Si, el alma no puede morir. Mas yo desea que en ultratumba mi alma también estuviera encarnada, y no fuese únicamente un puro copo de luz. Deseaba andar por el paraíso con mis sentidos alertas, oyendo, mirando, oliendo el olor a jazmín de los ángeles.
Poder hablar con mi voz y mi palabra, tener mi rostro, tocar cada cosa con los ojos
y las yemas de mis dedos. Mi temor a la Muerte era pues, un miedo puramente físico de animalito joven para quien la vida en el mundo le es fiesta y aventura de descubridor. Y lo que mas me llenaba de desolada angustia era el comprobar la infinita fragilidad de la vida. Todo me era muerte. Estaba rodeado, cercado, sumergido en ella. La Vida rumorosa que puebla la soledad del campo a la siesta, que fue la hora de mis andanzas infantiles, era toda muerte, la otra cara de la muerte. Como tantos niños de provincia yo poseía mi honda de elásticos, Con ella en mi mano no había ave o conejo que se sintiera tranquilo. Mataba obligado por mi curiosidad hacia todo lo que significara vida y poseyera sangre. Para mí’ vida y sangre no eran mas que sinónimos. Cuando el pájaro herido caía a mis pies lo cogía con todo cuidado y buscaba la herida por mirar -tratando de vencer una íntima repulsión- como la sangre rezumaba su licor gota a gota. El pájaro cerraba los ojos. Esos parpados blanquecinos resbalando con terrible lentitud sobre los ojitos negros como gotas de noche asumiendo ante mis o}os una enorme importancia. Esto es la muerte -me decía una voz en el oído- mira, esto es la muerte, Ahora quisiera tener un retrato mío con la expresión de mi cara en esos instantes. Cuanto aprendería mirándome en él como en un espejo. Bien pronto el pájaro moría. A veces su morir era lento, especialmente si quedaba mal herido en el ala, o con la patita rota. En las palomas la agonía duraba minutos, y me asombraba y conmovía más que la de otros pájaros, porque las palomas son entre las aves lo que la rosa bermeja entre la muchedumbre de flores, es decir, lo excelente e insigne.
Mirando la muerte de los pajados una y otra vez siempre igual y distinta en cada uno comprobé la fragilidad y delicadeza de la vida. Y esto otro además, que la renuente está dentro de uno, en la sangre viva y caliente, manando de las heridas al mismo tiempo que la sangre. Después regresaba a mi casa mas angustiado que nunca. No era tristeza lo que yo traía, ni tampoco ese dolor de los niños felices que una hora de lágrimas basta a consolar. Era el mío otro sentimiento angustia, desolación trágica puesto que no tenía término, y eso precisamente es la tragedia, desazón sin fin, creciendo siempre, dolor sin posibilidad de consuelo. Además mi padre había muerto cuando yo apenas tenía dos años. Y desde ese tiernísimo tiempo mi corazón ya estaba habitado por la muerte como una semilla de sombra que crecía conmigo derramándose por el ramaje de las venas. La agonía de mi padre -muerto en el invierno de 1919 a causa de la peste de gripe infecciosa que despobló el pueblecito tanto corno una guerra civil- nos fue narrada por mi madre una y otra noche con toda suerte de detalles. Y en un niño pequeño la palabra vale tanto como la cosa que expresa, es el objeto mismo. Le hablan a un niño de Dios y el niño ve a Dios a poco de cerrar los ojos. Le dicen de una rosa y él mira a la rosa como si la contemplara entre sus dedos. Porque en ese tiempo el idioma conserva aún su salvaje frescura, su no gastado poder de evocación. Mi madre al contarnos la muerte de nuestro padre, sentada en la penumbra atardecida del corredor con mi cabeza caída en su regazo siempre de negro, lo hacía con una voz aún joven, aún enamorada; y ese sentimiento ponía en su palabra una profunda expresión de verismo. También ella anduvo desde niña entre muertes: un hermano, el primogénito de la casa, varón hermoso y alto, se suicidó antes de los treinta años, y su cuñado se abrió el cuello con la navaja de afeitar al poco tiempo de nacer yo. Y todo esto nos lo contaba, y la oíamos con una sombra sobre el rostro, sin deseo de llorar, atentos, asomados a su voz como a una alta ventana nocturna. Así mi corazón -repito- fuéseme llenando de muerte, de muertos, gentes y bestiecillas. Pienso que cuando ya esté todo él colmado me ha de llegar mi turno de morir, mi corazón estará en ese momento pesado y rojo como una granada en plena madurez, pronta a ser cosechada. Porque imagino que existe un tiempo de morir, de prepararse a morir, de sentir crecer la muerte dentro de nosotros tal como siente la joven embarazada el sosegado crecer de la criatura en lo más
tierno y misterioso de su carne. Sólo que la gestación de la muerte no dura nueve lunas, a
veces brota lerdamente con ritmo de árbol, o hace en un mismo día todo su crecimiento.
Desde niño soy dado a estos juegos de la fantasía. Cuando he oído reprender a un muchacho o a una chiquilla con esta frase: «tienes la cabeza llena de pájaros», me he encendido con un ramalazo de instantáneo rubor pues sentía en mí mismo el insulto caliente como una ascua o un bofetón, «Yo sí que tengo la frente llena de pájaros» me siento tentado a para que el niño o la muchacha vea en mi a un aliado, un amigo, acaso un maestro.
Pero me callo y sólo el rubor de mi cara y el brillo de mis ojos delatan mi tormenta interior. Y si soy dado a esos juegos de la fantasía será a causa de éste mi afán de querer explicármelo todo, comprenderlo todo, saber cuánto haya de ser sabido, que todo lo hermético se me vuelva luz de mediodía. No poseo otro camino para llegar hasta esa sabiduría en lo que respecta a la muerte que mi propio fantasioso imaginar y mi propio miedo. Nunca quise luchar por vencer ese temor a la muerte; para qué, además mi esfuerzo sería vano. Ese miedo unido a la permanente llaga abierta de la Poesía me hace poeta, me convierte en lo que quise ser desde la infancia: héroe, vivir como héroe sabiendo que todo el mundo gira alrededor de mi corazón cual si este fuera su eje, mirando como la estrellas en la noche se asoman a verme, oyendo a las cigarras que cantan para mí solo con su clamorosa flauta innumerable, imaginándolas nacidas de mí, brotadas de mi alma, primavera a primavera, como un río de música.
Mi concepto del héroe no es el militar vulgarmente entendido para mí héroe y poeta son una misma cosa, como así también santo. Ambos tres viven muriendo con el alma agitada hasta el delirio por un vendaval perenne enloquecidos por su alma con su carne detenida en la hora de la adolescencia y sus ojos en el tiempo de su niñez.

De La Verde Memoria (Autobiografía) de Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo III



19 de noviembre de 2018

Digo los oficios, Antonio Esteban Agüero


Digo los oficios



COMPATRIOTAS, dejadme que celebre,

con emoción de corazón fraterno,

los oficios del hombre que trabaja

bajo la luz de mi país pequeño,

mientras pulso guitarras interiores

y la calandria se remonta al cielo.



Y así digo el sabor de la amargura

de quien labora bajo un pozo negro

en las minas del Morro o Carolina

perforando tinieblas de roquedos

más allá de la estrella de carburo

que conduce a la ruta del tungsteno;

y saludo al Obrero que cosecha

sobre el duro blancor del Bebedero

esa Sal que le muerde la mirada

y le quema la sangre de los dedos;

y también a las tímidas muchachas

porque majan el trigo en el mortero

para el hambre del Padre que regresa

transfigurado de sudor labriego;

y a Santiago Vidal, que en Candelaria

hace prodigios cuando soba el cuero,

y fabrica rendajes y peguales,

fustas de gala, sólidos taleros

y los lazos que vuelcan al novillo

cuando el novillo es un impulso fiero;

y a don Claro Baigorria, que en Uspara

bebió la leche varonil del cerro

y en las noches de luna se dedica

a la caza de pumas con el perro,

el seguro puñal y su coraje

quemando siempre corazón adentro;

y saludo a las diestras Peladoras

que en los últimos días de febrero

inauguran la fiesta de las frutas,

bajo las huertas de Luján o Merlo;

y a los Peones que siegan alfalfares,

y los enfardan en un cubo prieto,

o levantan en parvas donde es lindo

yacer mirando anochecer el cielo,

mientras fluye el Conlara y se bifurca

sobre la red municipal del riego;

y saludo en el sol de La Totora

la fatiga de los Picapedreros

que persiguen al pan por el granito

más allá de martillos y barrenos;

y al anciano que vive en La Barranca

y cuyo nombre es Cayetano Cuello,

porque un día en la luna de la infancia,

cuando yo fui como arbolito tierno,

fabricóme dos mínimas ojotas

para soltura de mi andar pequeño;

y las manos de Sosa, que, inclinado,

corta adobones en el barro espeso,

mesturado de paja y de boñiga

como lo manda el ancestral Hornero;

y también a la mágica Dulcera,

ruborizada de salud y fuego,

que en la paila de cobre se retrata

sobre el almíbar de su dulce nuevo;

y saludo al jinete solitario,

que decimos algunos Remesero,

cuando lleva vacunos y lanares

entre jornadas de ventoso invierno;

y al colono de Fraga cuando siembra

en la chacrita de la cual no es dueño

la simiente que rueda por el surco,

pero también sobre su propio pecho;

y saludo a la anciana que en la pampa

biennombrada también del Tamboreo

porque tañe y percute en el galope

con el sonido de profundo trueno,

modelaba los cántaros de greda

para el arrope de chañar moreno;

y al oficio del Niño que en el asno

como él humilde, juguetón y bueno

se detiene en la puerta de los pobres

con la ganchada de espinillo seco;

y saludo a los peones que conozco

en la memoria de Jesús Robledo,

que en otoño partía a la cosecha

bajo la lona de un vagón carguero,

y una tarde quedó por la llanura,

junto a maizales de Venado Tuerto,

enraizado también como semilla

de cardo santo u ondulado trébol;

y al indio que teje en Guanacache

donde vivió la Chapanay un tiempo-

canastillos de junco y la piragua

de remar y cazar en los esteros;

y saludo a la anciana de El Talita.

siempre vestida de percales negros,

porque tiene el oficio humanitario

de probar en el agua del espejo

la mirada sin ver, la dura cera

y el detenido corazón del muerto;

y saludo en la luna de Tilquicho

la vigília de oscuros Carboneros

cuando velan el horno que atesora

llama dormida en los carbones negros;

y en el verde sabor de la tisana

justifico la ciencia del Yuyero,

que promete una cura de fragancia

para los males del hermoso cuerpo;

y el oficio de Vega, que en un carro,

protegido de lonas o de cueros,

almacena cosechas del otoño,

desde la miel hasta los higos secos,

y quesillos, y rubios orejones,

y los pelones de dulzor trigueño,

y el patay en menudos panecitos,

y manojos de tónico mastuerzo,

para luego vender por los caminos

más allá de Mercedes y Paunero;

y también al descalzo Pastorcito

que en la quebrada donde mora el trueno

y las nubes se tocan con la mano

apacienta rebaños cuyo dueño

vive en el valle, protegido y gordo,

con buena cama y confortable techo;

y saludo en el Bayo que me lleva

por los veranos a galope lento

esa mágica ciencia de la doma;

que dominaba don Gregorio Oviedo;

y el oficio de Heredia, que una tarde,

en el lugar donde sembró Sarmiento

el primer alfabeto me mostraba,

como flores nacidas en sus dedos,

la caja y la luz de las guitarras

que fabricaba con exacto esmero;

y en el sur de caldenes y lagunas,

la progenie del indio Quichusdeo,

mientras lava pezuñas de los toros

bajo la fusta de un inglés enfermo;

y el oficio por todos estimado,

sagrado oficio de Faustina Argüello,

que conduce por venas femeninas

niños a ser perennidad de pueblo;

y saludo en los puños de Quiroga

la batalla sin mapas del Hachero

cuando lucha en el monte, y en el monte

deja su fuerza de varón entero

convertida en quebracho moribundo

o en algarrobo para siempre yerto

(y en el vino del sábado protesta

por la dureza de su sino negro);

y saludo la fuerza de Santana

porque domina virilmente al hierro

en la llanta del carro, el hacha rota.

las hoces viejas para el trigo nuevo,

el arado rural y la herradura

que hace del trote tamboril legüero

y, allá por Alfalan y Las Meladas,

al muchacho que oficia de Boyero

y galopa llevando la tropilla

hasta la aguada donde grita el tero;

y a don Juan Báez saludo y rememoro,

y con él su destino de Platero,

en el mate de plata y la bombilla

donde concordia solidaria bebo;

y saludo a las núbiles muchachas

de cutis mate y relumbroso pelo,

cuando viajan en tren a las Ciudades,

que dominan las Vacas y el Dinero,

a vender juventud por servidumbre

a señoronas de pulidos dedos;

y en la mesa que a todos nos reúne,

a la orilla del pan y del puchero,

yo saludo la sombra campesina

de nativos y honrados Carpinteros;

Mauricio Barreda, Juan Orozco,

Pablo Aguilera, Sebastián Moreno,

Dolores Luna, Sinibaldo Funes,

Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero;

y saludo en la paz de La Botija,

donde parece remansarse el tiempo,

al patay que se tuesta en la ramada

bajo los ojos de Josefa Liendo;

y en la Zamba que sube por el río

musical y natal del Chorrillero

yo bendigo la voz de la Guitarra

sobre el regazo de los Guitarreros;

y en el cofre tallado cuya tapa

dice el Escudo de los cuatro cerros

con el sol y los tímidos venados

nombro el oficio de José Rosello;

y saludo en el poncho que me cubre

las manos suyas, doña Lola Agüero,

sarmentosas de reuma, pero leves

como lana de nube o de borrego,

que giraban el huso, y en el patio,

bajo los talas con su flor de cielo,

coordinaban los lizos y la trama

en los palos del telar doméstico.



Y también este oficio que me vino

por arterias de música y de sueño

y me ha dado la dicha de sentirme

boca del Hombre y corazón del Pueblo.





Antonio Esteban Agüero

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