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24 de septiembre de 2018

El caballero doble, Théophile Gautier



El caballero doble, Théophile Gautier

¿Quién pone a la rubia Edwige tan triste? ¿Qué hace ahí sentada, con la barbilla en la mano y el codo en la rodilla, más apenada que la desesperación, más pálida que la estatua de alabastro que llora sobre una tumba?
De uno de sus ojos brota una gruesa lágrima que se desliza por su delicada mejilla, una sola, pero que no se seca jamás; como esa gota de agua que rezuma de las bóvedas rocosas y que a la larga desgasta el granito, esa única lágrima, al caer sin cesar de sus ojos a su corazón, lo ha horadado y traspasado completamente.
Edwige, rubia Edwige, ¿ya no crees en Jesucristo el dulce Salvador? ¿Acaso dudas de la indulgencia de la Santísima Virgen María? ¿Por qué llevas sin parar al costado tus manitas diáfanas, delgadas y delicadas como las de los elfos y las willis[10]? Vas a ser madre; era tu mayor deseo: tu noble esposo, el conde Lodbrog, ha prometido un altar de plata maciza y un copón de oro fino a la iglesia de san Euthbert si le das un hijo varón.
¡Ay! ¡Ay! La pobre Edwige tiene el corazón atravesado por las siete espadas del dolor; un terrible secreto pesa sobre su alma. Hace varios meses, un extranjero llegó al castillo; hacía un tiempo espantoso aquella noche: las torres temblaban en toda su estructura, las veletas chirriaban, el fuego trepaba por la chimenea, y el viento golpeaba los cristales como alguien inoportuno que quiere entrar.
El extranjero era bello como un ángel, pero como un ángel caído; sonreía dulcemente y miraba dulcemente, y sin embargo su mirada y su sonrisa hacían temblar de miedo e inspiraban el espanto que se experimenta al asomarse a un abismo. Un encanto perverso, una languidez pérfida como la del tigre que acecha su presa, acompañaban todos sus movimientos; fascinaba como la serpiente fascina al pájaro.
Aquel extranjero era un maestro cantor; su tez morena mostraba que había visto otros cielos; dijo venir de lo más profundo de Bohemia y pedía hospitalidad para aquella noche solamente.
Se quedó esa noche, y más días y más noches, porque la tempestad no amainaba, y el viejo castillo se agitaba sobre sus cimientos como si la tormenta pretendiera arrancarlo de cuajo y derribar su corona de almenas sobre las espumosas aguas del torrente.
Para amenizar la espera, cantaba extrañas poesías que turbaban el corazón y producían pensamientos terribles; mientras cantaba, un cuervo negro acharolado, brillante como el azabache, descansaba en su hombro; llevaba el compás con su pico de ébano, y parecía aplaudir agitando las alas. Edwige palidecía, palidecía como la azucena del claro de luna; Edwige enrojecía, enrojecía como las rosas de la aurora, y se dejaba caer hacia atrás en su amplia butaca, lánguida, medio muerta, embriagada como si hubiera aspirado el perfume funesto de las flores que hacen morir.
Por fin el maestro cantor pudo partir; una leve sonrisa azul acababa de alegrar la cara del cielo. Desde ese día, Edwige, la rubia Edwige no hace sino llorar junto a la ventana.
Edwige es madre; tiene un hermoso hijo, blanco y sonrosado. El anciano conde Lodbrog ha encargado al fundidor el altar de plata maciza, y ha dado mil monedas de oro al orfebre en una bolsa de piel de reno para que fabrique el copón; será ancho y pesado, y tendrá una gran capacidad. El sacerdote que lo vacíe podrá decir que es un buen bebedor.
El niño es blanco y sonrosado, pero tiene la mirada negra del extranjero: su madre se ha dado cuenta. ¡Ay! ¡pobre Edwige! ¿por qué miraste tanto al extranjero del arpa y el cuervo…?
El capellán bautiza al niño; le ponen el nombre de Oluf, ¡un nombre precioso! El astrólogo sube a la torre más alta para predecirle el porvenir.
El tiempo era claro y frío; como la mandíbula de un lobo cerval de afilados y blancos dientes, una hilera de montañas cubiertas de nieve mordía el borde del vestido del cielo; las estrellas espléndidas y pálidas brillaban en la crudeza azul de la noche como soles de plata.
El astrólogo toma la altura, anota el año, el día y el minuto; hace cálculos en tinta roja sobre un largo pergamino constelado de signos cabalísticos; vuelve a su habitación, sube otra vez a la plataforma; sin embargo no se ha equivocado en sus cálculos, el pronóstico es exacto como la pequeña balanza que sirve para pesar las piedras preciosas; a pesar de todo vuelve a empezar; no ha cometido ningún error.
El pequeño conde Oluf tiene una estrella doble, una verde y una roja, verde como la esperanza, roja como el infierno; una favorable, otra adversa. ¿Alguna vez se ha visto que un niño tenga una estrella doble?
Con gesto grave y envarado el astrólogo entra en la habitación de la parturienta y dice, pasando su mano huesuda por los mechones de su enorme barba de mago:
—Condesa Edwige, y vos, conde Lodbrog, dos influencias han presidido el nacimiento de Oluf, vuestro precioso hijo: una buena y otra mala; por ello tiene una estrella verde y una estrella roja. Está sometido a un doble ascendente; será muy feliz o muy desdichado, no lo sé; quizá las dos cosas a la vez.
El conde Lodbrog respondió al astrólogo:
—La estrella verde le guiará.
Pero Edwige temía en su corazón de madre que fuera la roja. Apoyó la barbilla en la mano, el codo en la rodilla, y de nuevo empezó a llorar junto a la ventana. Después de dar de mamar a su hijo, su única ocupación era mirar a través del cristal de la ventana cómo caía la nieve en copos abundantes y firmes, como si allá arriba hubieran desplumado las alas blancas de todos los ángeles y todos los querubines.
De vez en cuando un cuervo pasaba ante el cristal, graznando y agitando el polvo plateado. Entonces Edwige se acordaba del singular cuervo que siempre estaba posado en el hombro del extranjero de la dulce mirada de tigre, de la encantadora sonrisa de víbora.
Y sus lágrimas caían más deprisa de sus ojos a su traspasado corazón.
El joven Oluf es un niño muy extraño: es como si en su pielecita blanca y sonrosada hubiera dos niños de un carácter diferente; un día es bueno como un ángel, otro día es malo como un demonio, muerde el pecho de su madre y araña la cara de su aya.
El anciano conde Lodbrog, sonriendo bajo su bigote gris, dice que Oluf será un buen soldado y que tiene talante belicoso. Lo cierto es que Oluf es un bribonzuelo insoportable: lo mismo llora que ríe; es caprichoso como la luna y antojadizo como una mujer. Va, viene, se detiene de pronto sin motivo aparente, abandona lo que había empezado y a la turbulencia más inquieta le sucede la inmovilidad más absoluta; aunque esté solo, ¡parece conversar con un interlocutor invisible! Cuando le preguntan la causa de su agitación, dice que la estrella roja le atormenta.
Oluf cumplirá pronto quince años. Su carácter se vuelve cada vez más inexplicable; su fisonomía, aunque extraordinariamente bella, posee una inquietante expresión; es rubio como su madre, con todos los rasgos de las razas del Norte; pero bajo su frente, blanca como la nieve que todavía no ha pisado la suela del cazador ni manchado la zarpa del oso, y que sin duda es la frente de la antigua raza de los Lodbrog, brillan entre dos párpados anaranjados unos ojos de largas pestañas negras, unos ojos de azabache iluminados por los violentos ardores de la pasión italiana, unos ojos de mirada aterciopelada, cruel y zalamera como la del maestro cantor de Bohemia.
¡Cómo vuelan los meses, y todavía más deprisa los años! Edwige reposa ahora bajo los arcos tenebrosos del panteón de los Lodbrog, al lado del anciano conde, sonriente, en su sepulcro, porque no verá desaparecer su apellido.
Ella estaba ya tan pálida que la muerte no la ha cambiado mucho. Sobre su tumba hay una bella estatua yacente, con las manos juntas y los pies sobre una galga de mármol, fiel compañía de los difuntos. Lo que dijo Edwige en su última hora, nadie lo sabe, pero el sacerdote que la confesó se quedó todavía más pálido que la moribunda.
Oluf, el hijo moreno y rubio de Edwige la desconsolada, tiene ahora veinte años. Es muy hábil en todos los ejercicios, nadie tira mejor con el arco que él; parte por la mitad con otra la flecha que acaba de clavarse temblando en el corazón de la diana; sin freno ni espuelas doma los caballos más salvajes.
Jamás ha mirado impunemente a una mujer o a una muchacha; pero ninguna de las que le han amado ha sido dichosa. La fatídica desigualdad de su carácter se opone a toda posibilidad de dicha entre una mujer y él. Sólo una de sus mitades siente pasión, la otra experimenta odio; unas veces la estrella verde le guía, otras la estrella roja. Un día dice:
—¡Oh, blancas vírgenes del Norte, resplandecientes y puras como los hielos del polo; pupilas de claro de luna; mejillas suavizadas por el frescor de la aurora boreal!
Y otro día exclama:
—¡Oh, hijas de Italia, doradas por el sol y rubias como la naranja! ¡Corazones de fuego en pechos de bronce!
Lo más triste es que es sincero en ambas exclamaciones.
¡Ay! Pobres desconsoladas, tristes sombras quejumbrosas, no le acuséis, porque sabéis perfectamente que es más desdichado que vosotras; su corazón es un terreno pisoteado sin cesar por los pies de dos luchadores desconocidos, en el que cada uno, como en el combate de Jacob y el Ángel, intenta golpear el muslo de su adversario.


Quien fuera al cementerio, bajo las anchas hojas aterciopeladas y dentadas del verbasco, bajo el asfódelo, cuyas ramas son de un verde dañino, en la avena loca y las ortigas, encontraría más de una piedra abandonada donde el rocío de la mañana derrama a solas sus lágrimas. ¡Mina, Dora, Thecla! ¿pesa la tierra demasiado sobre vuestros senos delicados y vuestros espléndidos cuerpos?
Un día Oluf llama a Dietrich, su fiel escudero; le pide que ensille su caballo.
—Amo, mirad cómo nieva, cómo sopla el viento y dobla hasta el suelo la copa de los pinos. ¿No oís a lo lejos aullar a los hambrientos lobos y bramar como almas en pena a los moribundos renos?
—Dietrich, mi fiel escudero, sacudiré la nieve como se hace con una pelusa que se pega al abrigo; pasaré bajo el arco de los pinos inclinando un poco el penacho de mi casco. En cuanto a los lobos, sus garras se estrellarán contra esta buena armadura, y cuando rompa el hielo con la punta de mi espada, descubriré al pobre reno, que gime y derrama ardientes lágrimas, el fresco y suave musgo que no puede alcanzar.
El conde Oluf de Lodbrog, porque tal es su título desde que el anciano conde murió, se pone en camino montado en su magnífico caballo y acompañado por sus dos perros gigantes, Murg y Fenris, porque el joven señor de párpados color naranja tiene una cita, y seguramente ya, en lo alto de la puntiaguda torrecilla en forma de atalaya, se asoma al esculpido balcón, a pesar del frío y del vendaval, la inquieta muchacha, tratando de descubrir en la blancura de la llanura el penacho del jinete.
Oluf, sobre su enorme caballo de dimensiones de elefante, cuyos flancos castiga con las espuelas, avanza por el campo; atraviesa el lago, que el frío ha convertido en un bloque de hielo en que los peces han quedado atrapados, las aletas extendidas, como petrificados en mármol. Las cuatro herraduras del caballo, armadas de ganchos, se clavan sólidamente en la dura superficie; una bruma, producida por su sudor y su aliento, le envuelve y le sigue; es como si galopara en una nube; los dos perros, Murg y Fenris, resoplan, a ambos lados de su amo, por sus ollares y echan bocanadas de aliento, como animales fabulosos.
Aquí está el bosque de pinos; semejantes a espectros, extienden sus pesados brazos cargados de blancas capas; el peso de la nieve arquea a los más jóvenes y a los más flexibles: es como una sucesión de arcos de plata. El negro terror habita en este bosque donde los peñascos ostentan formas monstruosas, donde cada árbol, con sus raíces, parece incubar a sus pies un nido de dragones adormecidos. Pero Oluf no conoce el pánico.
El camino se hace cada vez más abrupto, los pinos entrecruzan inextricablemente sus quejumbrosas ramas; los escasos claros apenas permiten ver la cadena de nevadas colinas que se destacan en blancas ondulaciones sobre el cielo negro y borroso.
Afortunadamente Mopse es un brioso corcel capaz de llevar sin doblegarse al gigantesco Odín; ningún obstáculo lo detiene; salta por encima de los peñascos, franquea los terrenos pantanosos, y de cuando en cuando arranca a las piedras con que tropiezan sus cascos bajo la nieve un destello de chispas que se apagan inmediatamente.
—¡Vamos, Mopse, valor! Sólo tienes que cruzar la llanura y el bosque de abedules; una delicada mano acariciará tu brillante cuello, y en un cálido establo comerás cebada y avena hasta hartarte.
¡Qué maravilloso espectáculo el bosque de abedules! Todas las ramas están cubiertas por una fina capa de escarcha, y las más delgadas se dibujan en blanco sobre la oscuridad de la atmósfera: es como un inmenso cesto de filigrana, una madrépora de plata, una gruta con todas sus estalactitas; las ramificaciones y las extrañas flores con que la helada cubre los cristales no ofrecen dibujos más complicados y más variados.
—Señor Oluf, ¡cuánto has tardado! Tenía miedo de que el oso de la montaña te hubiera interceptado el camino o que los elfos te hubieran invitado a bailar —dijo la joven castellana invitando a Oluf a sentarse en la butaca de roble que estaba junto a la chimenea—. Pero ¿por qué has acudido a nuestra cita de amor con un compañero? ¿Tenías miedo de pasar solo por el bosque?
—¿De qué compañero hablas, flor de mi alma? —dijo Oluf muy sorprendido a la joven castellana.
—Del caballero de la estrella roja que siempre llevas contigo. El que nació de una mirada del cantor bohemio, el espíritu funesto que te posee; deshazte del caballero de la estrella roja, o jamás escucharé tus palabras de amor; no puedo ser la mujer de dos hombres a la vez.
Por mucho que Oluf habló e insistió, solamente pudo besar uno de los rosados deditos de la mano de Brenda; se fue muy disgustado y decidido a luchar contra el caballero de la estrella roja si podía encontrarle.
A pesar de la severa acogida de Brenda, Oluf emprendió de nuevo al día siguiente el camino del castillo de torrecillas en forma de atalaya: los enamorados no se desaniman fácilmente.
Mientras galopaba se decía: «Sin duda Brenda está loca; ¿qué quiere decir cuando habla del caballero de la estrella roja?».
La tormenta era muy violenta; la nieve formaba remolinos y apenas permitía distinguir la tierra del cielo. Una bandada de cuervos, a pesar de los ladridos de Fenris y de Murg, que hacían esfuerzos inútiles por atraparlos, daba vueltas siniestramente en torno al penacho de Oluf. A su cabeza iba el cuervo brillante como el azabache que llevaba el compás en el hombro del cantor bohemio.
Fenris y Murg se detuvieron súbitamente: sus móviles hocicos husmean el aire con inquietud; barruntan la presencia de un enemigo. No es un lobo ni un zorro; un lobo y un zorro no serían sino un pequeño bocado para los valerosos perros.
Se oye un ruido de pasos, y pronto aparece en el recodo del camino un caballero montado en un caballo de gran tamaño y seguido de dos perros enormes.
Todos le hubieran tomado por Oluf. Iba armado exactamente igual, con una cota adornada con el mismo blasón; sólo que llevaba en el casco una pluma roja en lugar de una verde. El camino era tan estrecho que uno de los dos caballeros tenía que apartarse.
—Señor Oluf, apartaos para que pase —dijo el caballero, que tenía la visera bajada—. El viaje que he hecho es un largo viaje; me esperan, tengo que llegar.
—Por los bigotes de mi padre, sois vos quien se va a apartar. Voy a una cita amorosa, y los enamorados son impacientes —respondió Oluf llevando la mano a la empuñadura de su espada.
El desconocido sacó la suya y empezó el combate. Las espadas, al chocar contra las mallas de acero, hacían saltar haces de brillantes chispas; pronto, aunque de temple superior, quedaron melladas como sierras. Los combatientes parecían, a través del aliento de sus caballos y la bruma de su jadeante respiración, dos ennegrecidos herreros ensañándose sobre un hierro al rojo. Los caballos, animados por la misma furia que sus amos, se mordían los venosos cuellos, y se arrancaban la piel del pecho; combatían furiosamente, se erguían sobre sus patas traseras, y sirviéndose de sus cascos como de apretados puños, se asestaban terribles golpes mientras los jinetes se golpeaban horriblemente por encima de sus cabezas; los perros no hacían sino morder y aullar.
Las gotas de sangre chorreaban a través de las corazas que llevaban sobre las armaduras y caían tibias en la nieve, formando pequeños agujeros rosas. Al cabo de pocos instantes la nieve parecía una criba, pues las gotas caían constantemente. Los dos caballeros estaban heridos.
Cosa extraña, Oluf sentía en su propio cuerpo los golpes que asestaba al caballero desconocido; le dolían las heridas que producía y las que recibía: había experimentado un frío enorme en el pecho, como de un hierro que entrara y buscara el corazón, y sin embargo su coraza estaba intacta en el lugar del corazón; su única herida era un golpe en el brazo derecho. Singular duelo, en el que el vencedor sufría tanto como el vencido, en el que dar y recibir daba exactamente igual.
Reuniendo todas sus fuerzas, Oluf voló de un revés el terrible yelmo de su adversario. ¡Oh, terror! ¿Qué vio el hijo de Edwige y de Lodbrog? Se vio a sí mismo ante él: un espejo hubiera sido menos exacto. Había combatido con su propio espectro, con el caballero de la estrella roja; el espectro lanzó un grito espantoso y desapareció.
La bandada de cuervos remontó el vuelo y el valiente Oluf siguió su camino; al volver por la noche a su castillo, llevaba en la grupa a la joven castellana, que en esta ocasión había querido escucharle. Como el caballero de la estrella roja ya no estaba, se había decidido a dejar caer de sus labios de rosa en el corazón de Oluf esa confesión que tanto le cuesta al pudor. La noche era clara y azul, Oluf levantó la cabeza para buscar su doble estrella y enseñársela a su prometida: sólo estaba la verde, la roja había desaparecido.
Cuando llegaron, Brenda, muy dichosa por aquel prodigio que atribuía al amor, dijo al joven Oluf que el azabache de sus ojos se había vuelto azul, señal de reconciliación celeste. El anciano Lodbrog sonrió de felicidad bajo su bigote blanco en el fondo del sepulro; porque, a decir verdad, aunque jamás insinuó nada, los ojos de Oluf le habían dado muchas veces qué pensar. La sombra de Edwige es muy dichosa, porque el hijo del noble señor de Lodbrog ha vencido por fin la maligna influencia de los ojos naranja, del cuervo negro y de la estrella roja: el hombre ha vencido al íncubo.
Esta historia demuestra cómo un solo momento de olvido, incluso una mirada inocente, pueden tener mucha influencia.
Jóvenes mujeres, no pongáis jamás los ojos en los maestros cantores de Bohemia, que recitan poesías embriagadoras y diabólicas. Vosotras, muchachas, no os fiéis sino de la estrella verde; y vosotros que tenéis la desgracia de ser dobles, combatid valerosamente, aunque debáis golpear sobre vosotros mismos y herir con vuestra propia espada al adversario interior, el malvado caballero.
Si os preguntáis quién nos ha traído esta leyenda de Noruega, ha sido un cisne; una hermosa ave de pico amarillo, que atravesó el fiordo, medio nadando, medio volando.

Théophile Gautier
 


23 de septiembre de 2018

El nido de ruiseñores. Théophile Gautier



El nido de ruiseñores. Théophile Gautier

En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban, los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo habrían hecho mejor.
Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos, si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.
Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas; vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.
Pasaban el tiempo dándole de comer a los pájaros, recitando sus oraciones y, principalmente, estudiando las obras de los maestros y ensayando juntas algún motete, madrigal, villanesca o cualquier otra melodía; tenían también flores que regaban y cuidaban personalmente. Su vida transcurría en dulces y poéticas ocupaciones de jovencitas; se mantenían a la sombra y lejos de las miradas del mundo; sin embargo, el mundo se ocupaba de ellas. El ruiseñor y la rosa no pueden ocultarse: su canto y su perfume los delatan siempre. Nuestras dos primas eran, a la vez, dos ruiseñores y dos rosas.
Duques y príncipes llegaron para pedirlas en matrimonio; el emperador de Trébizonde y el sultán de Egipto enviaron embajadores para proponer su alianza al señor de Maulevrier; pero las dos primas no se cansaban de estar solteras y no querían oír hablar del tema. Tal vez habían sentido, por un secreto instinto, que su misión en este mundo era estar solteras y cantar, y que se rebajarían si hicieran algo distinto.
Habían llegado muy pequeñas a aquella casa solariega. La ventana de su habitación daba al parque y habían sido acunadas por el canto de los pájaros. Apenas se tenían en pie y el viejo Blondeau, músico del señor, les había colocado ya sus manitas sobre las teclas de marfil de la espineta; no habían tenido otro sonajero y habían sabido cantar antes que hablar; cantaban como otros respiran, era algo natural en ellas.
Esta educación había influido en su carácter. Su infancia armoniosa las había separado de una infancia turbulenta y charlatana. No habían lanzado jamás un grito agudo ni una queja discordante: lloraban a compás y gemían acordemente. El sentido musical desarrollado en ellas a costa de los demás sentidos, las hacía poco sensibles a lo que no era la música. Flotaban en una nube melodiosa, y no percibían el mundo real sino por los sonidos. Comprendían admirablemente bien el débil sonido del follaje, el murmullo de las aguas, el tic tac del reloj, el suspiro del viento en la chimenea, el susurro del torno de hilar, la gota de lluvia cayendo sobre el cristal estremecido, todas las armonías exteriores o interiores; pero no experimentaban, debo decirlo, gran entusiasmo al contemplar una puesta de sol, y estaban tan poco en situación de apreciar una pintura como si sus hermosos ojos, azules y negros, hubieran estado cubiertos por una densa mancha. Tenían la enfermedad de la música; soñaban con ella, perdían por ella la bebida y la comida; no amaban ninguna otra cosa en el mundo. Sí, amaban otra cosa: a Valentin y sus flores; a Valentin porque se parecía a las rosas y a las rosas porque se parecían a Valentin. Pero este amor estaba por completo en un segundo plano. Es verdad que Valentin no tenía sino trece años. Su máximo placer era cantar por la noche bajo su ventana la música que habían compuesto durante la jornada.
Los maestros más célebres venían desde muy lejos para oírlas y rivalizar con ellas. No habían oído más de un compás cuando rompían ya sus instrumentos y despedazaban sus partituras reconociéndose vencidos. Efectivamente, era una música tan agradable y melodiosa que los querubines del cielo venían a la ventana con los demás músicos y se la aprendían de memoria para cantársela al Buen Dios.
Una tarde de mayo, las dos primas cantaban un motete a dos voces; jamás motivo más logrado había sido más felizmente trabajado y ejecutado. Un ruiseñor del parque, escondido en un rosal, las había escuchado atentamente. Cuando concluyeron, se acercó a la ventana y les dijo en su idioma de ruiseñor: «Me gustaría hacer una competición de canto con vosotras.»
Las dos primas contestaron que estaban de acuerdo y que no tenía más que empezar. El ruiseñor empezó. Era un ruiseñor maestro. Su pequeña garganta se hinchaba, sus alas se agitaban, todo su cuerpo se estremecía; eran trinos sin fin, explosiones, arpegios, escalas cromáticas; subía, bajaba, filaba las notas, ejecutaba las cadencias con una pureza desesperante; habría dicho que su voz tenía alas como su cuerpo; al final se detuvo convencido de haber ganado.



Las dos primas cantaron a su vez; se superaron. Comparado con el suyo, el canto del ruiseñor parecía el gorjeo de un pajarillo.
El virtuoso alado intentó un último esfuerzo; cantó una romanza de amor, luego ejecutó una marcha militar brillante que coronó con un falsete de notas altas, vibrantes y agudas, fuera del alcance de cualquier voz humana.
Las dos primas, sin dejarse impresionar por aquella prueba de destreza, le dieron la vuelta a la hoja de su libro de música y replicaron al ruiseñor de tal manera que Santa Cecilia, que las escuchaba desde lo alto del cielo, se puso pálida de envidia y dejó caer su contrabajo a la tierra.
El ruiseñor intentó cantar una vez más, pero aquella lucha lo había agotado por completo: le faltaba el aliento, sus plumas estaban erizadas, sus ojos se le cerraban en contra de su voluntad; iba a morir.
-Cantáis mejor que yo -dijo a las dos primas- y el orgullo de querer sobrepasaros me cuesta la vida. Voy a pediros algo: tengo un nido; en ese nido hay tres pequeños; está en el tercer escaramujo en la gran avenida junto al estanque; enviad a alguien que los coja, educadlos y enseñadles a cantar como vosotros, puesto que me voy a morir.
Tras haber dicho esto, el ruiseñor murió. Las dos primas lo lloraron mucho, pues había cantado bien. Llamaron a Valentin, el pajecillo de rubios cabellos, y le dijeron dónde se encontraba el nido. Valentin, que era un travieso bribonzuelo, encontró fácilmente el lugar; puso el nido en su pecho y lo trajo sin problemas. Fleurette e Isabeau, acodadas en el balcón, lo esperaban impacientes. Valentin llegó enseguida, llevando el nido en sus manos. Los tres pequeños polluelos asomaban la cabeza y abrían el pico. Las jóvenes se apiadaron de aquellos tres huérfanos y les dieron su alimento una tras otra. Cuando estuvieron un poco más grandes, comenzaron su educación musical, como le habían prometido al ruiseñor vencido.
Era maravilloso ver qué bien cantaban; iban revoloteando por la habitación, y se posaban unas veces sobre la cabeza de Isabeau, otras sobre el hombro de Fleurette. Se posaban delante del libro de música y podría haberse dicho realmente que sabían descifrar las notas hasta tal extremo miraban las blancas y las negras con expresión inteligente. Habían aprendido todas las melodías de Fleurette y de Isabeau, y comenzaban a improvisar ellos mismos otras muy bonitas.
Las dos primas vivían cada vez más solitarias, y por la noche se oía salir de su habitación sonidos de una melodía sobrenatural. Los ruiseñores, perfectamente instruidos, participaban en el concierto, y cantaban casi tan bien como sus dueñas, que también habían hecho grandes progresos. Sus voces tomaban cada día una intensidad extraordinaria y vibraban de forma metálica y cristalina por encima de los registros de la voz natural. Las jóvenes adelgazaban a ojos vista, sus bellos colores se marchitaban; se habían puesto como ágatas y casi tan transparentes como éstas. El señor de Maulevrier quería impedir que cantaran, pero no pudo lograrlo.
Tan pronto como habían ejecutado unos cuantos compases, una pequeña mancha roja se dibujaba en sus pómulos y se agrandaba hasta que acababan, entonces la mancha desaparecía, pero un sudor frío corría por su piel, y sus labios temblaban como si hubieran tenido fiebre.
Por lo demás, su canto era más bello que nunca; tenía algo que no era de este mundo y al oír aquella voz sonora y poderosa salir de aquellas dos frágiles jovencitas, no era difícil prever lo que ocurriría, que la música rompería el instrumento. También ellas lo comprendieron así y se pusieron a tocar su espineta, que habían abandonado por la vocalización. Pero una noche, la ventana estaba abierta, los pájaros gorjeaban en el parque, la brisa suspiraba armoniosamente; había tanta música en el aire que no pudieron resistir la tentación de ejecutar un dúo que habían compuesto la víspera.
Fue el canto del cisne, un canto maravilloso regado en lágrimas, elevándose hasta las cimas más inaccesibles de la gama, una lluvia ardiente de dardos cromáticos, fuegos artificiales de música imposibles de describir; pero mientras tanto, la pequeña mancha roja se agrandaba y les cubría casi todas las mejillas. Los tres ruiseñores las miraban y las escuchaban con singular ansiedad; batían las alas, iban y venían, y no podían permanecer quietos. Finalmente, llegaron a la última frase del fragmento; su voz adquirió un carácter de sonoridad tan extraño que era fácil comprender que ya no eran personas vivas las que cantaban. Los ruiseñores emprendieron el vuelo. Las dos primas murieron; sus almas se habían ido con la última nota. Los ruiseñores subieron directos al cielo para llevarle aquel canto supremo al Buen Dios, que los conservó en su paraíso para que le interpretaran la música de las dos primas.
Con aquellos tres ruiseñores, el Buen Dios hizo más tarde las almas de Palestrina, Cimarosa y el caballero Gluck.



Théophile Gautier
 De Le Cabinet de lecture, 1834



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