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12 de septiembre de 2018

Ganas de dormir, Anton Chéjov


Ganas de dormir,  Anton Chéjov







Es de noche. La niñera Varka, una muchacha de unos trece años, mece la cuna en la que está acostado el niño y canturrea con voz apenas audible:

Duérmete, niño, al son de la nana…

Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.

El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler.

-Duérmete, niño -canturrea-, y te prepararé la papilla…

En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían.

La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido.

-¿Por qué hacéis eso? -les pregunta Varka.

-¡Para dormir! -le responden.

Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos.

-Duérmete, niño, al son de la nana… -canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.

En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.

-Bu-bu-bu…

Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa, sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el ru mor de un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.

-Necesito luz -dice.

-Bu-bu-bu… -responde Yefim.

Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.

-Ahora mismo, padrecito, ahora mismo -dice Pelagueia; sale corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.

Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.

-¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! -dice el médico, inclinándose sobre él-. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?

-¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…

-Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!

-Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.

El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice:

-No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?

-¿Y cómo va a ir, padrecito? -pregunta Pelagueia-. No tenemos ningún caballo.

-No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.

El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye: “Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…

Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz:

-Duérmete, niño, al son de la nana…

Pelagueia regresa; se santigua y susurra:

-Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado antes…

Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.

-¿Qué haces, sarnosa? -le dice-. ¡El niño está llorando y tú duermes!

Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.

-¡Una limosna, por el amor de Dios! -pide la madre a las personas que le salen al encuentro-. ¡Tengan compasión, buenas gentes!

-¡Dame al niño! -le responde una voz conocida-. ¡Dame al niño! -repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación-. ¿Me oyes, miserable?

Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana.

-¡Toma! -dice el ama, abotonándose la camisa-. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.

-¡Varka, enciende la estufa! -le grita el amo desde el otro lado de la puerta.

Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.

-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.

Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:

-¡Varka, limpia los chanclos del amo!

Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.

-¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente.

Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre.

Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.

El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados.

-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.

El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después del te, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y esperando órdenes.

-¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!

Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño.

-¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!

Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir.

-¡Varka, acuna al niño! -oye aún una última orden.

El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.

-Duérmete, niño -canturrea Varka-, al son de la nana…

El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir.

Su enemigo es el niño.

Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reír y sorprenderse.

Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir…

Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…



Antón Chejov

11 de septiembre de 2018

El trágico, Antón Chejov


El trágico,  Antón Chejov
    

    
     Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.
     La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.
     Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras le saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.
     Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!
     -¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! -le decía a su padre cada vez que bajaba el telón-. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!
     Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.
     -¡Papá! -dijo en el último entreacto-. Sube al escenario e invítales a todos a comer en casa mañana.
     Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.
     -Vengan todos, excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es aún demasiado joven...
     Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.
     La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.
     El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.
     Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.
     La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.
     Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.
     -¡Ante todo, exponle los motivos! -le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que le hagan llorar...
     La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».
     Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:
     «¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»
     Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.
     -¡Sería tonto -le decía el empresario- dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.
     Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!
     Fenoguenov apretaba los puños y rugía:
     -¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!...
     La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.
     -He sido ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido entre nosotros.
     Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:
     -¡Le amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!
     Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.
     Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.
     -¡Vaya una actriz! -decía-. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.
     Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.
     En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.
     -¡Tenga usted piedad de mí! -le susurró al oído-. ¡Soy tan desgraciada!
     -¡No te sabes el papel! -le silbó colérico Fenoguenov- ¡Escucha al apuntador!
     Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.
     -¡Tu mujer no se sabe los papeles! -se lamentó Limonadov.
     Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.
     Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:
     «¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»



ANTON CHEJOV

10 de septiembre de 2018

El arte del sugerimiento, Vicente Huidobro



El arte del sugerimiento

El arte del sugerimiento, como la palabra lo dice, consiste en sugerir.
No plasmar las ideas brutalmente, gordamente, sino esbozarlas y dejar el placer de la reconstitución al intelecto del lector.
Esa es la Belleza que debemos adorar. La estética del sugerimiento.
Esto ya lo hacen algunos, pero todavía quedan tantos escritores y poetas matemáticos y con olor a miasmas y a subterráneo de templo egipcio.
Dejemos una vez por todas lo viejo. Guerra al cliché.
Que ya no haya más mujeres humildes que se ocultan cual la violeta entre la hierba.
Que ya no vuelen más las incautas mariposas en torno de la llama.
¡Por Dios! ¿Hasta cuando?
Que si hay una alma no esa blanca y pura, sino cualquier otra cosa.
Que si hay una montaña no sea una alta o encumbrada cima. Es preferible que sea una montaña que dialoga con el sol o con pretensiones de desvirgar a la pobre luna. Todos menos alta o encumbrada.
Hay poetas en Chile de los cuales me decís un sustantivo y yo inmediatamente os digo el adjetivo que le antecede, no que le sigue. Eso ya sería un adelanto. ¿Paloma? Cándida paloma. Ni siquiera paloma cándida.
Uno se pregunta ¿para qué hacen versos esos señores que nos cantan lo que ya todos sabemos desde el vientre de nuestras madres?
Si no se ha de decir algo nuevo, no hay derecho para hacer perder el tiempo al prójimo.
En vez de repetir y siempre repetir la eterna rutina, sería mejor que dijeran por ejemplo: yo pienso lo mismo que dijo Bécquer en tal otra. Yo escribiría lo mismo que dijo Fray Luis de León en tal estrofa, agregándole esto otro que dijo Gracilazo… etc., etc.
Y como ya todo eso es muy conocido, no se perdería el tiempo leyéndolo otra vez.
Es esta una manera muy fácil y muy digna de recomendarse a gran número de poetas.
Por eso es que refresca el espíritu cada gesto de rebelión de algún joven poeta.
¡Ah! Si en Chile no se temiera tanto el ridículo. Si no se hiciera caso alguno a las risas clownescas de la impotencia.
¿Qué al principio la lucha es ardua? Claro.
Pero poco a poco se irá formando el ambiente, poco a poco se irá depurando el aire, cultivando el buen gusto. Poco a poco se irán sutilizando los espíritus y se les hará pensar y entender los refinamientos poéticos, saborear las quintaesencias exquisitas.
Cierto que en este país todavía se trilla a yeguas. Pero no importa. Ya algunos admiten maquinarias modernas y aprenden a manejar herramientas europeas.
Todos aprenderán después.
El fin principal que debe perseguir todo escritor es el de la originalidad. Una originalidad inteligente. No calificada inteligente por los críticos gruesos y secos de espíritu, ramplones o abufonados sino por los otros artistas, por los verdaderos poetas, por los que son capaces de sentir y hacer esas sutilezas refinadas propias de espíritus ultrafinos.
Por eso debemos atacar la crítica en todas partes y principalmente en Chile.
Sólo debe existir un comentario poético, de artista a artista. No de ramplón o de ignorante a culto y quintaesenciado.
La desigualdad engendra el error y la incomprensión.
¿Qué resultaría de un crítico sobre cuestiones de gallinas que se pusiera a disertar sobre Arte?
Lo que leemos todos los días en tantos diarios y revistas.
Persigamos la originalidad sin hacer caso y sin temor al ridículo de los que tienen el cerebro sólo para ponerle tongo.
¿Cómo se consigue la originalidad?
Recogiéndonos               en nosotros mismos, analizando con un prisma nuestro yo, volviéndonos los ojos hacia adentro.
El arte del sugerimiento es uno de tantos como hay en el simbolismo. Como la poesía metafísica.
¿Que el simbolismo ya murió? Ni vive, ni ha muerto; es una de tantas maneras como hay en el Arte.
El arte del sugerimiento ayuda mucho para la concisión y puede dar a la frase cierta ondulación, cierta gracia y exactitud precisa y ciertos repentes felices y sorpresivos.
El sugerimiento libra de los lazos de unión entre una idea y otra, lazos perfectamente innecesarios, pues el lector los hace instintivamente en su cerebro.
Un ejemplo:
Le dais a un retórico como tema algo sobre el Cementerio y os diría:
La tristeza del Cementerio me llena de dolor y de oscuros pensamientos y maquinalmente evoco todo lo que tiene relación con él. Me acuerdo de Hamlet cuando tomó la calavera de Yorick y lloró sobre su recuerdo, pienso en Don Juan cuando dialogó con la estatua del comendador… etc., etc… y si queréis podéis agregar al señor Gómez García que hace votar a los muertos.
Le dais el mismo tema a otro escritor, si queréis más moderno, y os diría:
La gran tristeza evocativa de los cementerios. Hamlet, Yorick, Don Juan, Gómez García.
Ha suprimido todas las ligaduras intermedias y os ha dado la misma idea exacta, con más soltura, gracia y concisión.
Ahora esto mismo aplicadlo a la poesía sutil, y aunque con un procedimiento algo distinto, evocaréis inmediatamente una idea simple o una imagen poética que percibiréis más pronto cuanto más estéis refinados.
Por eso la percepción de esa poesía lejana, vaga, que podríamos llamar de horizonte, la percepción de esa poesía que se resbala, que se esfuma, que pasa, está en razón directa con la sensibilidad del lector.
Recordad siempre aquel sabio concepto de Mallarmé:
"Pienso que sólo es necesaria una alusión. La contemplación de los objetos, la imagen que surge de los ensueños suscitados por ellos, son el canto. Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que consiste en adivinarlo poco a poco. El perfecto uso de ese misterio constituye el símbolo: evocar poco a poco un objeto para patentizar un estado de alma o, por el contrario, escoger un objeto para deducir de él un estado de alma por una serie de adivinaciones… Si un ser de una inteligencia mediana y de una cultura literaria insuficiente abre por casualidad un libro así escrito, y pretende gozar con su lectura no consigue su objeto".
Y no olvidéis tampoco aquellos versos de Verlaine:

Rien de plus cher que la chanson grise
Oú l' Indécis au Précis se joint.

Esto no quiere decir que el sugerimiento sea la única forma digna de tomarse en cuenta. De ningún modo.
Esto quiere decir que el arte de sugerir es recomendable por prestarse a mil combinaciones más o menos origínales y extrañas.
Ahora claro está que hay muchos otros modos, y ¡cuántos que no conocemos! El Arte no puede localizarse en una sola manera.


Vicente Huidobro
De Adán (1916)


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