Sobre los poemas (1918) (De
Neuen Rundschau sobre un ensayo de Kasimir Edschmid: Expresionismus in der
Dichtung.), Herman Hesse
Cuando yo tenía diez años leímos un día en el
colegio un poema en el libro de lectura que se llamaba, creo, «Speckbachers
Söhnlein» («El hijito de Speckbacher»). Hablaba de un niño heroico, que luchaba
en una batalla y recogía balas del suelo para los mayores o realizaba algún
otro acto heroico. Nosotros estábamos entusiasmados y cuando el profesor nos
preguntó después con un cierto tono irónico: «¿Era una buena poesía?» todos
exclamamos con vehemencia: «¡Sí!» Pero él movió sonriente la cabeza y dijo: «No,
es una poesía mala». Tenía razón, según las reglas y el gusto de nuestro tiempo
y nuestro arte, la poesía no era buena, no era elegante, no era auténtica, era
artificial. A pesar de todo nos había arrebatado con una maravillosa ola de
entusiasmo.
Diez años más tarde, cuando yo tenía veinte
años, hubiese podido decir sin la menor dificultad si una poesía era buena o
mala, después de la primera lectura. Nada más sencillo. Bastaba una mirada,
leer a media voz dos líneas de versos.
Desde entonces han transcurrido algunas
décadas y entre mis manos y ante mis ojos han pasado muchas poesías y hoy
vuelvo a estar completamente inseguro sobre el valor que debo o no atribuir a
una poesía que me enseñan. A menudo me muestran poemas, en general de personas
jóvenes, que desean una opinión y buscan un editor. Y siempre los poetas
jóvenes se asombran y se sienten decepcionados cuando ven que ese colega mayor
en cuya experiencia habían confiado, no tiene ninguna experiencia y que hojea
indeciso los poemas sin atreverse a decir nada sobre su valor. Lo que yo a los
veinte años hubiese hecho en dos minutos con una sensación de seguridad
absoluta, es ahora difícil, no sólo difícil, sino imposible. Por cierto que en
la juventud uno piensa que la «experiencia» es una de esas cosas que vendrán
por sí mismas. Pero no viene así. Hay personas que tienen capacidad para la
experiencia, tienen experiencia, y la tienen ya desde que van al colegio,
incluso desde que están en el vientre de su madre, y luego hay otros, entre los
que figuro yo, que pueden vivir cuarenta o sesenta o cien años y morirse por
fin sin haber aprendido, ni comprendido bien lo que es realmente la
«experiencia».
La seguridad que yo tenía a los veinte años
para enjuiciar poemas se basaba en que entonces amaba algunos poemas y poetas
con tanta fuerza y exclusividad que inmediatamente comparaba cada libro y cada
poema con ellos. Si se parecían a ellos eran buenos, en caso contrario, no
valían nada.
Herman Hesse